Cuando amanecía, desperté sumido en la miel del placer. Kayibay estaba acostada a mi lado y dormía profundamente. Temí que nos sorprendiera el día en el mismo lecho. Alcé la cabeza y miré en derredor. El Agá Yusuf no estaba. Ella se veía muy bella, con la cabellera negra esparcida por la almohada.
—Eh, Kayi, despierta —le dije.
—Hummm… —musitó con los ojos aún cerrados. Los abrió y, al ver que era casi de día, se sobresaltó—. ¡He de irme! ¿Dónde está el Agá?
—No lo sé. Acabo de despertar. Me miró y sonrió dulcemente. En ese momento bendije mi suerte y me compadecí una vez más de Scipione Cícala.
—¿Te gusto? —preguntó ella esforzándose por evitar la trémula vibración de su voz.
—¡Claro, querida! ¿Cómo no habrías de gustarme? Eres sin duda la más bella flor en el jardín de Dromux Bajá.
—¡Ah, ja, ja, ja…! —rió divertida removiéndose bajo la suave manta de lana—. Desde luego, eres un poeta.
—Aquí es mi oficio —observé.
Se incorporó y buscó algo entre sus ropas que estaban a un lado.
—Toma esto, amor mío —me dijo poniendo en mi mano unas cuantas monedas.
—¡Eh, eso sería una infamia! —repliqué—. ¡No puedo…!
—¡Chist! —me silenció apretando su ardiente mano contra mis labios—. Esto no es un pago —aseguró—. Quiero ayudarte. Sé cuánto ha de sufrir un esclavo. Guarda ese dinero por si llega el momento de una gran necesidad.
Percibí que decía aquello con la sinceridad de la verdadera compasión.
—No me gusta que sientan lástima por mí—dije, herido en mi orgullo de caballero.
—¡Tonterías! —replicó—. ¡Coge eso y no se hable más!
Acepté con un ligero asentimiento de cabeza y la besé en los labios. Se aferró a mí con todas sus fuerzas y sollozó durante un rato. Luego, entre suspiros, sentenció:
—Es dura la vida. Al placer siempre le sigue la soledad y el dolor. He de irme.
Cuando se apartó de mí, me pareció que mi alma se desgarraba.
—¿Cuándo volveremos a vernos? —le pregunté angustiado.
—Sólo Alá lo sabe. Pero…, recuerda lo que anoche dije: arrostraré cualquier peligro para encontrarme contigo.
Dicho esto, se vistió rápidamente, se envolvió en la capa y desapareció de mi vista.
En el lecho quedaba un cálido recuerdo de su cuerpo y me aferré a él cerrando los ojos para saborearlo. Me sentía el hombre más feliz de la Tierra, a pesar de su ausencia. Fuera había un gran silencio. Supuse que todo el mundo dormiría vencido por el cansancio de la larga fiesta y por el sopor de la comida. Palpé las monedas que tenía empuñadas y por el tacto supe que eran seis aspros de plata; una verdadera fortuna para un pobre esclavo que no había visto un cuarto en dos años.
Cuando casi estaba dormido de nuevo arrullado por tanta felicidad, escuché un estrépito de pasos fuera. De repente, tres de los eunucos que ayudaban ordinariamente al Agá penetraron en la tienda con bastones en las manos. Sin mediar palabra, comenzó a caer sobre mí una furiosa lluvia de golpes y patadas. Me cubrí la cabeza con los brazos y aguanté la paliza. Llegué a pensar que me matarían. Sentía cómo me dolían las costillas y no había parte de mi cuerpo donde no hicieran grave daño.
—¡Ya está bien! —dijo al fin uno de ellos—. ¡Dejémosle en paz o acabaremos con su vida!
Salieron sin decir nada más. Me quedé quieto, aturdido y aterrado. Oscuros pensamientos recorrían mi mente confusa. Temía que el Bajá hubiera descubierto lo mío con Kayibay. Se me hacía que regresarían para matarme. No movía un dedo. Empecé a sentir el sabor de la sangre en mi boca y un gran zumbido en mis oídos. No había parte ilesa en mis espaldas, brazos y piernas.
Entonces, nuevas pisadas irrumpieron en el silencio de la tienda.
—Así es la vida —dijo alguien. Era la voz de Yusuf Agá.
Saqué la cabeza de entre las mantas y abrí los ojos. El eunuco estaba sentado a mi lado, con una seriedad hierática grabada en el rostro. Noté que un denso reguero de sangre corría primero por mi frente y después por mi cara.
—Así es la vida —repitió el Agá, entrelazando los dedos sobre su prominente barriga—. Ella lo ha dicho: no hay placer sin sufrimiento. ¿Comprendes eso?
Atemorizado, asentí con la cabeza.
—Amo a esa mujer—prosiguió el eunuco con los ojos vidriosos, como a punto de llorar ahora—. La amo más que a nada en este mundo. Hace más de diez años que la conozco y te aseguro que no hay criatura como ella en toda Turquía. ¡Oh, Kayi, mi adorada y dulce Kayi, haría cualquier cosa por complacerla!
—¿Por qué has ordenado a tus ayudantes que me apaleen? —demandé con amargura—. Tú trajiste a mis brazos a la favorita. ¿Por qué te vengas de mí?
—¿No lo entiendes? —sollozó—. ¡Yo no puedo complacerla!
—Pero… Tú mismo la trajiste a mí. ¿Por qué has mandado que me muelan a palos?
—¡Consiento que yazcas con ella, perro cristiano! —estalló en un ataque de ira—. ¡Pero no toleraré palabras de amor entre vosotros! ¡Eso no! ¡La poseerás, pero su corazón me pertenece a mí!
—No lo comprendo, Agá —le dije sinceramente—. No entiendo nada de lo que está pasando.
—¿Piensas que por ser eunuco no puedo amar y desear a una mujer? —dijo con rabia—. ¡Ella es todo para mí! Daría mi vida para hacerla feliz. Por eso la traje a tus brazos. Pero todo es a costa de un gran dolor… —sollozó de nuevo.
—Sólo hice lo que haría cualquier hombre en mi pellejo —observé.
—Anda, coge tus ropas y vete de aquí—me ordenó—. ¡Sal de mi vista y procura no cruzarte en mi camino en los próximos días! Y agradécele a Dios el buen rato que has pasado, bribón.
Salí de allí hecho un mar de confusión, maltrecho y dolorido. En el exterior hacía frío y los criados empezaban a avivar las hogueras para preparar la comida a sus amos. Había aromas de pan caliente y una densa bruma ascendía desde el Cuerno de Oro por entre los cipreses oscuros. El gran mausoleo de Eyüp y la mezquita brillaban por encima de la neblina con el primer sol. El almuecín lanzaba sus llamadas a la oración. Una vez más, me daba cuenta de que Dios me había traído a un extraño y misterioso mundo.