Tal vez fue mi porfía en no hacerme turco la causa de que me retuvieran muchos meses en el palacio sin dejarme salir a las calles de Estambul. Ya procuraba yo escabullirme para ir más allá de los establos a ver si Dios me hacía la merced de ver la cara de mi señora Kayibay o, si le parecía mejor, el claro rostro y la esbelta figura de la bellísima Hayriya. Pero más allá de la reja no veía sino desnudos árboles de invierno, escarcha y una triste fuente de grisáceo mármol. Es verdad que de vez en cuando escuchaba parloteos de mujeres, sus risas y alguna que otra riña, sin distinguir a cuál de ellas pertenecían las voces. En la fría crudeza de la estación más silenciosa, estos sonidos eran para mí como gorjeos de pájaros.
Cuando concluyó el mes de ayuno de los mahométicos, al que ellos llaman el Ramadán, que ese año coincidía, creo recordar, con el febrero de los cristianos, dispuso el Bajá ir a hacer romería a la mezquita de Eyüp, que está más allá de las últimas puertas de la vieja Constantinopla, al pie de las altas colinas boscosas donde se extienden las sepulturas de los turcos en interminables cementerios. Hay mucha costumbre entre ellos de celebrar el día que llaman Kurbam Bairam, o final de los ayunos; en el que matan muchos corderos y se van a las explanadas de las mezquitas para asar la carne, y la comen con acompañamiento de tortas, empanadas, verduras y abundantísimos dulces de miel.
Como en ese lugar apartado consideran que está enterrado uno de los discípulos del profeta Mahoma, de nombre Eyüp, van allá todos los nobles y la gente principal para acompañar al Sultán, que recorre ese día el Cuerno de Oro con mucha pompa en su gran navío, para allegarse hasta la mezquita y el mausoleo donde se venera a tan ilustre prócer de su religión.
Tuvo a bien Dromux considerar oportuno que fueran en su séquito no sólo la gente de su familia y servicio principal, sino también algunos de los cautivos. Me correspondió pues la dicha de saber unos días antes que era contado entre los que tendrían la suerte de salir puertas afuera, lo cual me llenó de contento, no por participar en los festejos de la secta sarracena, sino por respirar otros aires y ver qué había más allá del palacio donde me sentía como pájaro enjaulado.
La mañana del renombrado día del Bairam hubo baño para todo el mundo en la casa. Fuéronse los señores y los eunucos al hammam más cercano y el resto de la servidumbre recibió las aguas en los patios, en las cisternas de la casa y en las alcobas. A los esclavos nos lavaron en los establos. Sin embargo, en cuestión de galas y vestiduras se prodigó buen trato para toda la gente de Dromux. Quería llevar él abundante cortejo y era menester que todo el acompañamiento fuera dispuesto como correspondía a la ocasión.
Era una mañana de invierno luminosa. Hacía un vientecillo muy frío, pero el sol lucía radiante y el cielo estaba intensamente azul. A medida que se iba reuniendo el personal en los patios, crecía la agitación.
—¡Vosotros allá! —ordenaba Yusuf a unos y otros—. ¡Los de la guardia en aquella parte! ¡Dejad el lugar central para las mujeres de la casa!
El corazón me dio un vuelco. Ellas irían en la comitiva y saberlo aumentó mi felicidad. Además de poder salir, tendría la ocasión de verlas. Demasiados acontecimientos para un solo día.
—¡Los esclavos delante! —mandó el Agá.
Ocupé mi lugar junto al resto de los cautivos. Nos habían vestido con sayal de lino blanco; mas no nos quitaban los grillos de los pies y manos, antes nos pusieron dobladas cadenas que hacían buen ruido al ser arrastradas. Holgábanse mucho los señores turcos de exhibir nutrida fila de cautivos en los séquitos, como símbolo de triunfo y poder.
Detrás de los esclavos se situó toda la servidumbre, muy bien compuesta, vestida con la túnica que ellos usan, a la que llaman dolmán, que es como sotana larga hasta los pies, de paño grueso, bordada o no, según la importancia de quien la lleva. Seguían a los criados la parentela, siervos y amigos del Bajá, los capitanes de su bandera, los portaestandartes y los administradores de sus haciendas. Iban éstos con ropajes lujosos, confeccionados con telas ricas, brocados y pieles. Llamaban la atención más que nada los altos gorros, en los que llevan envueltos los turbantes, que por su tamaño y grosor dicen el rango, nobleza o riqueza de los turcos. Ocupan lugar preferente los Agás, los cuales son negros y blancos, eunucos todos, que son la gente de mayor confianza de los señores, como queda explicado más atrás.
Iba saliendo toda esta fila al exterior, por la puerta de los jardines que daba a la mezquita del Príncipe, donde ya se veían pasar otras comitivas con estruendo de cajas y chirimías. Ondeaban al viento muchas banderolas de colores y una muchedumbre se encaminaba por las callejuelas en dirección a la parte baja de las colinas donde se asientan estos ricos barrios, es decir, al Cuerno de Oro, por cuyas orillas debíamos ir a la mezquita de Eyüp.
A todo esto, volví yo la vista para mirar a mis espaldas y vi que las mujeres salían del palacio; unas en carros, a modo de literas, y otras en buenos caballos, no sentadas como corresponde a las damas de España, sino a horcajadas, como hombres. Las esposas y concubinas iban acomodadas de esta manera, muy galanas, mientras que las esclavas iban a pie, tocando panderos y formando bullicio. Aguzaba yo bien los ojos para descubrir a Hayriya entre tanto mujerío, pero no tuve tiempo, pues enseguida me empujaron hacia delante para iniciar la marcha.
No salió Dromux de su casa, sino de la mezquita de Sehzade, donde se habían reunido los señores del barrio para hacer sus rezos antes de salir a acompañar al Gran Turco. El Bajá se montó en su yegua blanca y, rodeado de toda la guardia, se colocó al final, para ir precedido del séquito, como a ellos les gusta.
Descendimos por un laberinto de callejas empinadas, donde los mercados estaban cerrados por ser día de señalada fiesta; anduvimos luego por un sendero que discurría entre árboles y viejas casas de madera y, al llegar a terreno despejado, apareció de repente el agua allá abajo, discurriendo entre Estambul y Calata. Cruzamos la puerta de la muralla y nos topamos con el gentío que abarrotaba el atarazanal, donde no cesaba el ir y venir de los caiques. Allí nos detuvimos.
Pude yo en este lugar escrutar bien nuestra comitiva y al fin descubrí entre las mujeres a las dos que me interesaban. La señora Kayibay iba en carreta entoldada, acomodada entre almohadones, con las esclavas de compañía. Con tanto tocado y velo como llevaba, poco podía verse de ella. Pero me pareció que sus ojos negros me miraban muy fijamente; o fue el engaño de mis deseos lo que me indujo a creerme blanco de su atención. A un lado, montada en caballo alazán con bonitos jaeces, vi al fin a mi adorada Hayriya, exultante de emoción, sin parar de reír y bromear en medio del mujerío. Las coloridas sedas, los bordados de oro, las gasas y los vistosos terciopelos me la representaban como una de esas bellísimas princesas que sólo viven en las leyendas.
De repente, la muchedumbre prorrumpió en un loco griterío. La marea humana se precipitó hacia las orillas. Venía el Sultán en su barco a lo lejos, doblando la punta donde desembocaba el Cuerno de Oro. Era ésta una visión majestuosa que causaba estremecimiento. Navegaban delante numerosos navíos de alto bordo que a cada momento disparaban cañonazos que retumbaban como truenos en las murallas constantinopolitanas. Ondeaban tantas banderas y estandartes en la cubierta y los palos, que cada barco parecía llevar un bosque de colores. Por la orilla venía un ejército de jenízaros a caballo, tiroteando al aire con los arcabuces, y por todas partes empezó a resonar el estruendo de millares de tambores.
Cuando la escuadra llegó a nuestra altura, adiviné la figura del Gran Turco, sentado en la cúspide de un inmenso estrado, sobre el castillo de popa. La gente enloquecía al poder ver a quien era el dueño de todas las haciendas, los destinos y las vidas de su enorme imperio.
Las comitivas de los señores seguían por tierra a los navíos, acelerando el paso. Desacostumbrado como estaba yo a caminar después de tan largo encierro, me faltaba el resuello a medida que nos hacían correr a golpes de látigo. Pero peor que yo iban muchos importantes caballeros cristianos, cautivos también, a los que otros señores llevaban muy humillados en sus séquitos cargados de cadenas y obligados a arrastrar por el suelo sus banderas e insignias. ¡Triste cautiverio!
En la explanada de la mezquita de Eyüp se desgañitaban los almuecines en los minaretes. La gente se iba acomodando esparcida por el amplio terreno. Las tumbas marmóreas blanqueaban entre la fronda de la colina y bandadas de tórtolas alzaban el vuelo espantadas por la chiquillería que corría bulliciosa de acá para allá.
Los señores entraron en la mezquita acompañando al Sultán y dieron comienzo los rezos y los exaltados pregones en el interior. Mientras tanto, los miembros de las comitivas fuimos a ocupar el sitio que correspondía a nuestros amos durante la fiesta. Extendimos alfombras, colocamos toldos y encendimos hogueras. En torno al mausoleo del discípulo del Profeta surgió en poco tiempo una improvisada ciudad de lonas y tiendas.
Me senté en un rincón y me puse a afinar el laúd con el que luego debía tañer. Cuando cometí la imprudencia de intentar ensayar una pieza, un jenízaro me atizó con su bastón en la espalda un fuerte golpe y me gritó:
—¡Estúpido esclavo, no se puede cantar hasta que no caiga la noche!
Estuvimos allí la mayor parte del día, sin probar alimento, ni agua siquiera. Los turcos andaban enfrascados en sus oraciones, abluciones y letanías. Los cristianos nos aburríamos y procurábamos observar gran respeto hacia su religión, pues castigaban duramente el mínimo gesto que entendieran como burla o descaro.
Aproveché yo aquel largo rato para trabar conversación con muchos cautivos. Era gran consuelo departir amigablemente con quienes compartían la misma suerte. Había allí napolitanos, genoveses, sicilianos y venecianos. No faltaban compatriotas de todas partes de España. Contaba cada uno sus penas y dábame yo cuenta de que, al fin y al cabo, no era mi caso demasiado desafortunado.
Supe esa tarde que el general don Alvaro de Sande se encontraba prisionero en una torre del mar Negro, a la espera de que se organizasen las cosas en España para su rescate. También me enteré de muchas informaciones acerca de los reinos cristianos, por boca de algunos de los que allí estaban, los cuales traían noticias frescas por haber sido apresados hacía poco tiempo. Y como tuviera yo interés en saber si había por allí gente apresada como yo en el desastre de los Gelves de Túnez, alguien me avisó de que había un muchacho que era esclavo de Piali Bajá, el cual cayó cautivo en el asalto al castillo de la Goleta.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Scipione Cícala —me respondieron.
Enseguida recordé quién era ese muchacho: pertenecía a la afamada saga de navegantes genoveses que formaba parte de la armada del mar española. Su padre era nada más y nada menos que Visconte Cícala, uno de los generales de la mar que fueron al frente de nuestras escuadras.
—¿Dónde se encuentra el tal Cícala? —pregunté ansioso.
Me señalaron el lugar donde se reunía la servidumbre de Piali Bajá. Había allí varios centenares de esclavos, en torno a unas grandes y lujosas tiendas que lucían los estandartes del almirante turco. Solicité permiso del Agá para llegarme hasta allí.
—¿Para qué quieres ir? —me preguntó el eunuco.
—Me gustaría saludar a un paisano —le dije.— Anda, ve. Hoy es el día de Kurbam Bairam y Alá me premiará por ser condescendiente contigo.
Letmí me acompañó llevándome sujeto por el extremo de la cadena. Ya no me trataba tan mal como antes, pero se le veía disfrutar al humillarme. Por el camino me preguntaba insistentemente por qué quería ir a ver a la gente de Piali Bajá.
—Cosas mías —le respondía huraño.
—¿Qué cosas? —insistía.
—A ti no te importan.
Los jenízaros del almirante departían amigablemente sentados en la hierba. Aquí y allá había estandartes clavados en la tierra y muchos hombres con aspecto de aguerridos navegantes rezaban haciendo pasar las cuentas de sus rosarios turcos entre los dedos.
—Pregúntales por los esclavos de su señor —le rogué a Letmí.
—Si no me dices para qué, no tengo por qué hacerte esa merced —replicó.
Sabía que a mí nadie me haría caso, de manera que no tenía más remedio que servirme del malicioso criado. Además, no me sería posible andar libre por ahí sin su custodia, así que le conté el porqué.
—Pues andando —accedió—. Pero, ya sabes que me debes un favor.
Los esclavos del almirante turco estaban en la orilla. Me sorprendí al encontrar allí a muchos hombres que me resultaban conocidos. Había entre ellos navegantes de la escuadra de los cristianos, caballeros de renombre y, sobre todo, jóvenes de buena presencia que componían una nutrida corte de pajes esclavos. Entre estos cautivos di por fin con Scipione Cícala.
Aunque habían pasado dos años desde lo de los Gelves, no me fue difícil reconocerle, porque habíamos viajado en la misma galera desde Genova hasta la costa de Túnez. En 1560, cuando el desastre, tendría él unos catorce años y ahora contaría dieciséis. Su aspecto difería poco en general. Estaba algo más alto y robusto que entonces y vestía las vistosas ropas de los pajes de los grandes visires, pero no dudé de que era él, pues tenía unos rasgos muy definidos, el pelo muy claro y los ojos oscuros.
—¡Eh, Cícala! —le dije—. ¿Te acuerdas de mí, muchacho?
Me miró de arriba abajo extrañado. Él no me reconoció o no quiso demostrar que me conocía.
—Soy Monroy —le expliqué—. Era yo tambor mayor en los tercios de don Alvaro de Sande. ¿No lo recuerdas? Estuvimos juntos en la galera de tu señor padre y luego en el castillo de los Gelves.
No abrió la boca. Sólo me miraba muy serio, con cierto ademán desdeñoso.
—Pero… —insistí—. ¿Es posible que no te acuerdes de mí? ¡Haz memoria, hombre!
Al vernos hablar en cristiano, algunos de los jenízaros y los otros criados de Piali hacían bromas y se burlaban despiadadamente.
—¡Márchate de aquí! —dijo al fin Cícala con desprecio.
Supuse que se había vuelto loco, tal vez a causa de los sufrimientos que acarreaba el cautiverio. Compadecido, le propuse:
—¿No quieres charlar un rato? A ti y a mí nos vendría bien contarnos las penas.
—¡Vete! ¡Vete, estúpido! —repitió—. ¿No ves que esos de ahí me pueden perjudicar si me ven tratar contigo?
Comprendí entonces que su situación era más cornprometida que la mía y temí que sufriera castigo por culpa mía. Sonreí y me retiré de allí.
—Por si me necesitas —le dije—, estoy en la casa de Dromux Bajá, frente a la Sehzade Camii.
Hizo un leve gesto con la mano y miró para otro lado. Entonces me alejé.
—Ese amigo tuyo está entre los favoritos de Piali Bajá —me dijo Letmí por el camino de vuelta—. No te extrañe que no quiera cuentas contigo.
—¿Entre los favoritos? ¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Piali adora tener muchachos en su servicio, ya me entiendes —respondió con una sonrisa maliciosa—. Seguramente, a ése le habrán sacado ya las turmas.
—¡Oh, Dios! ¡Dios mío! —exclamé horrorizado—. ¿Quieres decir que lo han hecho eunuco?
—Claro. Es hermoso y así podrá servir mejor en los menesteres propios de un paje.
—Endiablados turcos —musité entre dientes.
Cuando anochecía, dio comienzo lo que era propiamente la fiesta. Finalizaba el mes del Ramadán y concluían los ayunos de los mahometanos. Ahora todo el mundo se disponía a comer durante toda una noche en torno a las hogueras y a la luz de miles de lámparas que lucían en todas partes. Los humos ascendían hacia la bóveda celeste y el aroma de las carnes asadas lo inundaba todo.
Cuando cayó definitivamente la noche, pusieron el trono del Sultán bajo un ostentoso baldaquino hecho de varas de oro y sedas verdes. El Gran Turco se sentó sosteniendo en la mano la espada de Mahoma. Le rodeaban todos los visires, el consejo al completo, muchos gobernadores llegados desde las provincias, los jueces supremos y numerosos altos militares. Detrás de ellos, el mausoleo de Eyüp resplandecía iluminado por un sinfín de velas y lamparillas que colgaban en todas partes. El rumor de la multitud llegaba desde una extensión inmensa.
El canciller imperial se aproximó entonces portando el estandarte del Profeta y todo el mundo se arrojó al suelo. Fueron trayendo también otras reliquias, entre las que estaba el propio manto de Mahoma, el cual llevaba en una caja de plata un hombre santo. Una pléyade de recitadores comenzó a entonar los versos del Corán.
El Agá Yusuf no estaba muy lejos de mí. Veía sus redondas y enormes posaderas delante. Vibraba emocionado y suspiraba de vez en cuando. Toda la gente que me rodeaba vivía extasiada este momento. Los cautivos cristianos no comprendíamos nada de lo que allí pasaba, pero fingíamos gran reverencia y acatamiento. Los turcos aguantaban todo este largo ceremonial con gusto, en cambio, a los que no éramos mahometanos nos resultaba pesadísimo.
Lo bueno vino después, cuando concluyó el oficio. Entonces dio comienzo la exhibición de comidas más grande que he visto en mi vida. Había allí carnes, empanadas, frutas y dulces para alimentar al ejército más hambriento.
Cuando todo el mundo hubo llenado bien la barriga, lo cual fue pasadas varias horas comiendo, se dispusieron al divertirnento. Cada señor en su tienda dio rienda suelta a los músicos y a los poetas y puede decirse que aquello se convirtió en una fiesta hecha de mil fiestas. Mirabas a lo lejos y lo mismo veías bailar a un enorme oso al son de las palmas que a una docena de bellas odaliscas.
Estaba yo asombrado. Me uní a los músicos para cumplir con mi oficio y tañí y canté lo mejor que supe. Viendo mi esmero, el Agá se me aproximaba y de vez en cuando me decía al oído:
—Hazte turco, joven, que no ha de irte mal aquí en Estambul. ¿A qué seguir cristiano, si has de vivir entre turcos?
—No me lo tengas a mal —le respondía yo zalamero—. No es que no me guste todo esto, pero no me hago a verme turco.
—Bueno, bueno —decía él, consolador, dándome palmaditas en el hombro—. Ya llegará esa hora, joven.
Después de estar un largo rato tocando y cantando en el lugar donde estaban los hombres, me pidió el Agá que fuera a donde se reunían las mujeres. Un estremecimiento de felicidad me sacudió al saber que las vería de cerca. Lleváronme donde ellas junto con otros músicos. Estaban en una tienda grande, echadas plácidamente sobre alfombras y almohadones. Aquello parecía un sueño. Enseguida vi a un lado a mi amada Hayriya. Vestía túnica verde manzana y tocado blanco de seda pura, por cuyos bordes se derramaba el cabello claro sobre sus hombros. Estaba exultante de belleza y sonreía extrañamente. Nuestras miradas se encontraron durante un largo rato y tuve que entornar los ojos y volverlos hacia el laúd para que nadie advirtiera mi arrobamiento.
Cuando empecé a tañer, miré hacia el frente, donde se había sentado Yusuf junto al Bajá. A su derecha, rodeada por sus esclavas de compañía, descansaba la favorita Kayibay sobre un lecho de almohadas de terciopelo. Su caftán era negro, bordado en plata, y resplandecía por los cientos de piedras preciosas de los adornos. En el tocado llevaba plumas de garza prendidas en un broche donde brillaba una gran esmeralda. Aquella mujer tan grande y hermosa llenaba con su sola presencia la enormidad de la tienda, aunque había allí reunidas casi un centenar de concubinas y esclavas.
Kayibay no me quitó la vista de encima ni un momento. Aun cuando no era mi turno y me correspondía estar al margen, ella no dejaba de mirarme fijamente y me lanzaba furtivas sonrisas. Yo no había bebido ni un solo vaso de vino, pues estaba prohibido en aquella fiesta, pero me sentía ebrio de felicidad.
Al finalizar mi última actuación, dormitaba ya casi todo el mundo por ser muy tarde. Entonces se acercó a mí el Agá y me hizo un gesto para que le siguiera al exterior. Anduve tras él durante un rato en el silencio de la fría noche. Todo era quietud y pronto iba a amanecer.
—¿Adonde vamos? —le pregunté.
—¡Chist…! —calla y sígueme.
Me llevó hasta su tienda. Yo no sabía qué pensar de aquello y se despertó en mí la suspicacia. —Aguarda aquí— me pidió, y se marchó. En la penumbra, permanecí durante un rato escuchando mis miedos. Se oyeron pasos en el exterior y el rumor de una conversación. De nuevo entró Yusuf en la tienda acompañado por otra persona. Era alguien de elevada estatura que cubría su figura con una gran capa y su rostro con una capucha. Temía que sucediera cualquier inoportunidad y recordé amargamente la triste situación de Scipione Cícala, a quien había visto ese día convertido en el mero favorito de un visir. Yo estaba resuelto a no destrozar mi honra. Lo cual entre turcos es harto difícil.
Sólo iluminaba la tienda una lámpara de débil luz. Los tres estábamos quietos, formando un triángulo.
—Ésta es mi señora Kayibay—dijo de repente Yusuf. Entonces, la persona de la capa dejó caer hacia atrás la capucha y pude ver que, en efecto, se trataba de la favorita. El corazón me dio un vuelco.
—Es tuyo, señora —dijo el eunuco.
La bella esposa del Bajá saltó entonces hacia mí y me rodeó con sus largos brazos. El aroma de un perfume exquisito me envolvió y sentí su calor amoroso derramándose desde sus pechos.
—Querido —dijo—, eres el más amable hombre que he conocido y soy cautiva de tus ojos y tu figura. Te quiero. Arrostraré cualquier peligro por estar contigo. No dejes de buscarme.
Pensé que estaba soñando. Ambos caímos sobre los almohadones y nos deshicimos en besos y abrazos. Mis manos apartaban las sedas y se encontraban con una piel tersa y suave, ardiente de pasión.
Yusuf debió de soplar la llama, porque todo quedó oscuro. Entonces supuse que se había marchado para dejarnos solos, pero, cuando ella y yo estábamos vagando perdidos en el placer, escuché al eunuco llorar con sordos gemidos muy cerca.