En cierta ocasión, me tentaron los demonios con un atrevimiento que a punto estuvo de hacer que acabaran mis días en aquella Constantinopla cautivadora. Después de tan peligroso suceso, llegué a pensar que un ángel velaba por todos mis denuedos. Ahora, al recordarlo, me doy cuenta de cuánta insensatez anida en los briosos corazones de la juventud.
Sucedió que llegó el invierno muy repentinamente y la nieve apareció una mañana cayendo dulcemente sobre las cúpulas de las mezquitas, los umbríos bosques del rico barrio de Santa Sofía y los enhiestos cipreses oscuros. Una ansiedad grande se apoderó de mi alma. Veía los caiques cruzar el Bosforo y la torre de Calata a lo lejos, mientras un cielo blanquecino se derramaba a pedacitos sobre toda la ciudad. El canto de los muecines parecíame un hondo lamento que me llenaba de tristeza. Una nevada allá es algo muy hermoso. No me apetecía otra cosa que componer poemas y cantármelos luego a solas, bajo una celosía que se abría al insondable misterio de las lejanas vistas de las colinas y los minaretes.
Debió de escucharme mi amada Haynya desde alguna parte y vino en pos de mis cantos. Me pareció un milagro. Repentinamente, volví los ojos hacia un ventanal y la vi ahí, muy quieta, mirándome fijamente. Cantaba yo en turco y me comprendía muy bien ella, porque su cara delataba el color de sus sentimientos. Parecía muy afligida, pero no por ello dejaba de ser bellísima. Brillaban sus delicados ojos verdes y sus labios entreabiertos esbozaban una mueca de extasiada candidez. Me pareció adivinar alguna lágrima resbalar por las claras mejillas.
Eres como la luna, y veo perlas en tu cara. Ni la nieve blanca, blanca, blanquísima, es como tu sonrisa…
Se ahogó el canto en mi garganta. Quedé mudo. Hízose entonces un silencio enorme y ninguno de los dos se movía. Sentí que ambos éramos parte de una de esas pinturas que cuelgan de las paredes en una quietud eterna.
Luego hice sonar una nota en el laúd y pareció regresar el fluido del tiempo. Entonces sonrió. Miré hacia la inmensa nevada para indicarle tanta hermosura y, al volver la vista hacia ella, había desaparecido.
En aquel encuentro fugaz no hubo ninguna palabra. Al día siguiente, a la misma hora, estaba yo de nuevo bajo la celosía pendiente del ventanal. Rezaba a todos los santos implorando que su rostro brillara de nuevo ante mí. Canté con más fuerza y emoción que el día anterior; me desgañité y casi rompí las cuerdas del laúd. Sólo conseguí espantar a las palomas y que una vieja costurera me gritara desde un pabellón vecino:
—¡Eh, qué pasa hoy ahí! ¿Es que no se va a poder descansar?
Pasaron los días y no veía a Hayriya por parte alguna. Parecía que se había evaporado. Una vez más, maldije a los turcos por guardar tan celosamente a sus mujeres. Pero eran tan fuertes las zozobras de mi ánimo que no pude ya sujetarme. Empecé entonces a husmear por cada rincón del palacio.
Había terrazas y pequeños patios que aún no tenían un destino concreto en el constante ajetreo de reformas que ordenaba Dragut. Por entonces, el Bajá se encontraba visitando unas posesiones cercanas en la orilla asiática, donde la llegada del invierno había sido causa de algunas irregularidades en los cobros de ciertos impuestos de importancia. En la casa sabíamos que había de demorarse su regreso un par de semanas. Eran los días oscuros y fríos, en los que todo el mundo pasaba la mayor parte del tiempo recluido en sus habitaciones. Menos yo, que era incapaz de permanecer quieto.
Había comenzado a nevar al amanecer y continuó hasta el mediodía. Todo estaba silencioso e inmóvil. Daba la impresión de que las cornejas eran las únicas dueñas de los tejados, las cúpulas y los jardines de Estambul. Entonces mi excitación me llevó a indagar por las innumerables estancias de la casa. Nunca antes me había atrevido a ir más allá del gran patio que separaba la verdadera residencia del Bajá de las edificaciones donde hacía la vida la servidumbre. A mano derecha estaban las cocinas y frente a ellas unos almacenes donde se guardaban los pertrechos de la guerra durante el invierno, untados con aceite y sebo de cordero para librarlos del óxido. Por allí se iba a las caballerizas, que también tenían entrada por el jardín principal, por si el dueño del palacio quería salir a caballo por la parte más digna, que miraba a la preciosa mezquita de Sehzade.
Crucé aprisa el almacén, pasando entre los envoltorios impregnados en betún, pez y grasa. En los establos, las bestias tiritaban y desprendían vapor blanco. La nieve allí estaba revuelta y sucia, mezclada con barro y excrementos. Me hundí hasta los tobillos y, contrariado, temí dejar huellas después, en mi vuelta. Pero no veía el peligro. Llegué hasta un alto seto que crecía delante de los muros que guardaban el jardín. Supuse que la puerta estaría al final y seguí una pared húmeda y musgosa. Di por fin con una reja cerrada con llave y comprobé que los jardines eran inaccesibles.
Apoyé el rostro en los fríos hierros y me asomé para ver qué había más allá de la puerta, pero apenas se divisaba un pozo, un bonito círculo de arrayanes y una hilera de cipreses. El suelo estaba blanco como si se extendiera un manto de sal. Permanecí así un largo rato, frustrado por no poder contemplar nada más que el jardín, desierto y silencioso. Entonces reparé en lo ingenuo que había sido al imaginar que me sería tan fácil encontrarme una vez más con Hayriya.
De repente escuché el crujido de unos pasos en la nieve y el fru—frú de las telas. Alguien se aproximaba por el lateral hacia la reja, aunque no podía verlo. Aterrorizado, me agaché y busqué cobijo en un arbusto. Alcé los ojos y vi que una mujer estaba junto al pozo, mirando en derredor suyo, disfrutando del bello panorama de la nieve y el verdor de la fronda. Pero no era mi adorada Hayriya.
Como mis ropas eran de vivo color anaranjado, temí ser advertido en el escaso escondite del matorral, así que me arrugué cuanto pude e intenté arrojarme de bruces al suelo.
—¡Eh, quién anda ahí! —exclamó la mujer.
Permanecía yo con el rostro pegado a la fría nieve mientras sentía que ella se aproximaba a la reja.
—No te escondas —decía—, te veo perfectamente.
El corazón me latía furiosamente en el pecho.
—¡Vamos, ponte de pie! ¿Crees que no te he descubierto? —insistía ella con enérgica voz.
Levanté la cabeza y la vi agarrada a los hierros de la reja, clavando en mí unos fieros ojos negros. Era la alta y bella esposa de Dromux, la favorita.
—¡Ah, de manera que eres tú! —exclamó sorprendida frunciendo el oscuro ceño—. ¿Se puede saber qué haces aquí?
—Me perdí… —respondí dejando escapar la primera excusa que pasó por mi mente.
—¿Te perdiste? No se va por aquí a parte alguna, salvo al jardín del señor. ¿Dónde ibas pues?
—Quería ver la nieve en la explanada de la mezquita del Príncipe —mentí.
—Vaya, vaya… Ha nevado en todo Estambul; ¿no hay suficiente nieve en la parte de los esclavos?
—Me dijeron que la Sehzade Camii se ve maravillosa cubierta por un blanco manto.
Se quedó mirándome un rato con una expresión rara. Apretaba los labios y la dureza de su mirada iba decayendo. Se trataba de una mujer muy hermosa; grande y de resuelta figura. Había oído decir que procedía de más allá del Caúcaso, donde hay una extraña raza que da hembras de profundos ojos negros y piel rosada, que son tan buenas para el trabajo como para el amor.
—Un blanco manto… —repitió dulcificando definitivamente el gesto—. Poeta tenías que ser, joven cristiano.
—¿Qué ves desde ese lado de la reja? —me apresuré a preguntarle.
Dudó un momento, miró después hacia su derecha y respondió con firmeza:
—Efectivamente, veo la Sehzade Camii y está cubierta de nieve. ¿Y tú, qué ves?
—Te veo a ti y me pareces la más bella mujer del mundo.
—¡Eh! —exclamó, dando un respingo—. ¡Qué atrevimiento!
—No te enojes —me apresuré a rogarle—. No soy yo quien habla; es mi corazón, donde seguramente habita un duende.
—¿Un duende? ¿Qué quieres decir? ¿No serán cosas de poeta o de cantor?
—No, señora; son cosas de la vida.
—¿De la vida? —fruncía el bello ceño de manera muy graciosa.
—Sí, de la misma vida.
—¡Cuánto sabes, joven!
—La misma vida me enseña cosas.
—¿La vida de aquí o la de los cristianos? —preguntó llena de curiosidad.
—Hummm… La vida, aquí y allá.
—¿Cuál de las dos vidas es mejor para ti?
—Son diferentes… Aquí soy un simple esclavo. Allá tenía libertad.
—Entonces…, ¿eras más feliz allí?
—Lo feliz que puede ser un muchacho, pues dejé las Españas con apenas dieciséis años.
—Con esa edad nadie es libre —replicó con soltura.
—Tienes razón, señora… Aunque… ¿quién es enteramente libre?
Quedóse durante un momento pensativa y después respondió con tono triste:
—No sé si alguien lo será. Supongo que nuestro grandísimo Sultán, el gran señor Solimán.
—Sin duda, tú eres más libre que yo, señora —le dije buscando su compasión—. Eres tú la dueña de esta casa y, por ser su dueña, eres más libre que yo, que apenas tengo estas tristes ropas que llevo puestas.
De nuevo se quedó en silencio. Me contemplaba con ojos extraños, en cuyo fondo trataba de adivinar yo sus pensamientos.
—¡Ya quisiera yo ser dueña tuya! —exclamó de repente, elevando su perfecta barbilla, en un gesto altanero.
Aproveché aquella frase para extender la mano y ponerla sobre sus dedos, que asían los fríos hierros de la reja. Permanecimos un rato mirándonos fijamente. Un extraño fluido discurría entre los dos. Yo necesitaba ser amado fervientemente, por tanta tristura como había tenido. Ella empezó a respirar intensamente. Me apretó la mano y sentí que aquella reja era la mayor crueldad que un herrero pudo hacer en este mundo.
—Cantas muy bien, cristiano —me dijo dulcemente—. Y también nadas admirablemente. ¿Recuerdas cómo me salvaste de la inundación de Susa?
—¿Podría olvidarlo? —respondí.
—Te llamas Luis María, ¿verdad? —reveló sin pudor mi nombre, que pronunció perfectamente; por lo que supe que lo conocía desde hacía mucho tiempo.
—Sí, señora. ¿Podrás decirme cómo te llamas tú?
—Kayibay, pero para todos soy Kayi.
De repente, alguien empezó a llamarla, como si la pronunciación de ese nombre hubiera destruido nuestra soledad en el jardín:
—¡Kayi, Kayi, Kayi…! —era la voz de Yusuf.
Soltó ella mi mano y diose la vuelta con ligereza. Se agarró las faldas y corrió por la nieve, sorteando los setos y los desnudos rosales. Desapareció de mi vista y dejóme como el más afligido de los hombres.