13

Agenciose su vivienda Dromux Bajá en el barrio que coronaba la tercera colina de la vieja Constantinopla, en el sitio llamado Sehzade Camii, que en aquella lengua viene a significar la mezquita del Príncipe; pues hallábase allí edificada una hermosa mezquita erigida por el Gran Turco en memoria de su hijo mayor, el príncipe Mehmet, que murió del mal de la viruela veinte años atrás, en plena juventud. Era una bella zona de la ciudad, ornada por blancos mausoleos marmóreos, tumbas de hombres importantes, frondosos jardines y baños frecuentados por la nobleza turquesa. No muy lejos estaba Beyacit, otra importante mezquita que se alzaba majestuosa en una gran plaza, donde se reunía la gente grande del reino para hacer tratos, establecer relaciones de familia, concertar matrimonios o, sencillamente, para conversar sin prisa de sus asuntos.

No podía decirse que la residencia que adquirió mi amo fuera un gran palacio, como el que habíamos dejado en Susa. Tratábase más bien de un caserón destartalado, construido con más madera que piedras, que se erguía renegrido en medio de un puñado de casas que no hacía mucho que fueron pasto de las llamas. Habíase salvado de puro milagro el edificio, pero las caballerizas, las habitaciones de los criados y las dependencias de sus traseras no eran otra cosa que montones de escombros. Así que hubo que poner manos a la obra y trabajar mucho para dejar aquello más o menos habitable. Resultaba muy caro el terreno en esta parte de la ciudad, a la que llamaban Estambul, por estar muy solicitada la proximidad a la residencia principal del Gran Turco; es decir, el Topkapi Sarayi, que es el fastuoso palacio que ocupa el extremo de la primera colina, allá en la punta de tierra donde el Bosforo y el Cuerno de Oro desembocan en el mar de Mármara.

Cuando pudo mi amo conseguir los préstamos necesarios, fue ampliando su propiedad con la adquisición de las ruinosas casas de los alrededores y rodeóla con una alta valla, dentro de la cual pudo ir organizando a su gusto las dependencias para toda su gente y una buena porción de jardines que proporcionaban mucho desahogo al conjunto. Pero no se hizo toda esta obra en poco tiempo, sino que fue el trabajo de muchos meses y parecía transcurrir la vida sin que se viera concluida. Mientras se hacían estos acomodos, aumentaba el fasto de la casa y se acrecentaba el número de los esclavos que allí servíamos. Así nos íbamos dando cuenta de que prosperaba Dromux Bajá en la corte del Gran Señor, beneficiándose cada vez en mayor cuantía de los salarios y prebendas que prodigaban las ricas arcas del Topkapi Sarayi.

A medida que pasó el tiempo, fue haciéndose más llevadera mi vida en cautiverio. Cumplía yo lo mejor que sabía con mi oficio de músico y no desdeñaba ninguna otra tarea que viniera a mis manos; como redactar cartas, hacer cuentas, acompañar al mayordomo a los negocios de la casa o ir a tañer y cantar dondequiera que se le antojase a mi dueño. Mas no por poner tanta diligencia y buena disposición veía llegado el momento de que me dieran la que llamaban «carta de libertad»; que era el permiso de andar solo a donde quisiera, aun siendo esclavo, a condición de servir tres años lealmente y sin traición. Pedía a Dios que llegase para mí esa hora, pues suponía dejar los grillos y cadenas que traía a los pies y poder andar mejor a mi aire. Pero no se fiaban de mí, porque no renunciaba yo a ser cristiano.

El Agá Yusuf me proponía una y otra vez:

—Hazte turco, hombre, que te ha de ir a las mil maravillas con esa gracia que tienes.

—No me valga —respondía yo.

—Pues peor para ti —contestaba desdeñoso él.

Como, después de tanto tiempo entre ellos, vistiera yo a la turca, hablara, cantara y hasta bromeara a su manera, de vez en cuando se olvidaban de mi credo y me trataban como si fuera uno más de la casa. Aunque, cada vez que tenían motivos de enojo contra mi persona —que ya me cuidaba yo de que fueran los menos—, acordábanse al punto de que era cristiano y volvían a las andadas de llamarme perro y todas las cosas feas que se les venían a la boca.

Había muchos cautivos en Constantinopla. Todos los oficios que se hacían en favor de la ciudad eran a costa de los esclavos; ya fueran herreros, serradores, muradores o canteros; también se ocupaban muchos infelices en las huertas y jardines, abriendo zanjas, cavando cimientos, trayendo leña o agua para las torres. Me daban a mí mucha lástima todas estas gentes que andaban famélicas, sin más abrigo que las altas techumbres y las ásperas mantas que cada uno podía agenciarse. Trabajaban de sol a sol, recibiendo muchos palos y maltratos de sus guardias, y se morían como moscas, perdidas todas las esperanzas de regresar libres a sus tierras de origen.

Por otra parte, había también muchos otros cristianos que no llevaban mala vida en casa de sus amos. Entre éstos, estaban muy bien considerados los médicos, boticarios, escribanos y contables, los cuales servían bien comidos, bebidos y vestidos. Pero mejor aún les iba a los que llamaban parleros; aquellos bellacos de dos caras, delatores que se cambiaban a la religión del turco y se empleaban de guardianes de los cristianos. A esos traidores les daban sus dueños la mayor libertad y andaban de acá para allá trayendo y llevando chismes, haciendo merecimientos para ganarse consideración y dineros, o aspirando incluso a instalarse un día como uno más entre los turcos.

Era tal la repugnancia que me causaba a mí la falsedad de estos renegados, que ni oír hablar quería de pasarme a la fe mahomética, por muchas promesas que me hicieran de regalarme con mejor vida.

También había muchos cristianos libres allá, que tenían sus casas y prosperaban con buenos negocios en la parte de Gálata. Los más de ellos eran florentines y venecianos, aunque también abundaban los franceses, monaguescos, genoveses y algunos españoles. A todos éstos dejaba el Gran Turco hacer la vida en sus dominios, pues les sacaba buenos beneficios a fuerza de impuestos, y de las mercaderías que hacían por todo el Mediterráneo. Habitaban asimismo con mucha libertad en Estambul los griegos y armenios, que tienen tiendas, panaderías y tabernas. Cuentan estos cristianos con iglesias de griegos, donde realizan las misas a su manera, con permiso del Gran Turco; aunque no les dejan hacer sonar las campanas.

Por lo demás, hay en aquella prodigiosa ciudad gentes del mundo entero, y se escucha el parloteo de todas las lenguas por las calles, como si fuera la misma Babel. Con tanta variedad de vestidos, hábitos, tocados, gorros y maneras de atusarse la barba y el bigote, diríase que está uno en el punto donde confluyen las múltiples rarezas del género humano.

¡Qué diferente me parecía todo a nuestras Españas! Con tal diversidad de credos, ritos y costumbres, tanto en el trato con el Cielo como en las relaciones de los hombres, a veces se me hacía un lío en la mente y me acuciaba una especie de vértigo que amenazaba con arrastrarme a la locura.