A los esclavos les toca seguir la suerte de sus amos. Así pues, a mí me correspondía ahora ir detrás del Bajá, como al resto de la servidumbre que le pertenecía en Susa. Y todo el mundo, excepto yo, estaba encantado con el viaje a Estambul. Para los demás era la oportunidad de prosperar en la fastuosa capital del Gran Turco. Para mí, ir a Oriente suponía separarme más de España y presentir que me adentraría en un mundo diferente y lejano, donde las posibilidades de rescate serían menores.
Tanto era el deseo que tenía Dromux por afrontar su nuevo destino, que los preparativos se terminaron en apenas dos semanas. Hizo buenos regalos a los magnates de Tunicia para que hablaran bien de él después de su partida. Perdonó impuestos, indultó a muchos de los presos y repartió oro entre los funcionarios. Temía que unos y otros destrozasen su fama delante del nuevo gobernador, así que les dejó a todos contentos. Malvendió luego los bienes que no podía llevarse en el barco y se deshizo de los esclavos que no le resultaban imprescindibles. Finalmente, se reunió con los jeques y con los reyezuelos de las tribus mahométicas y les exigió juramento de fidelidad al Sultán, después de advertirles muy seriamente de los peligros que correrían si se veían tentados de hacer pactos con los cristianos.
A finales de mayo, una madrugada de brillante luna llena, embarcamos en las galeras de la escuadra que iban abarrotadas de pertrechos. Correspondióme navegar en el gran navío del Bajá, donde se acomodaron sus mayordomos, mujeres y criados más queridos. Fue ésta una gran distinción hacia mi persona, lo cual me ponderó mucho Yusuf Agá, que me decía complaciente:
—Ay, Luis María, aun siendo cristiano, mira cuánta consideración te manifestamos. Nos has caído en gracia. Pero mejor todavía estarías en esta casa si te hicieras turco.
Sonreía yo, a la vez que negaba con la cabeza, y respondía respetuosamente:
—Para el menester que se me pide, cual es tañer y cantar, lo mismo da cristiano que turco, señor Agá.
—No, querido, no es la misma cosa. Mírame a mí; ¿crees que habría llegado a ser quien soy si no me hubiera pasado a la doctrina del Profeta? Toma ejemplo.
—No me lo pide el cuerpo, señor Agá.
—¡Ah, ja, ja, ja…! —reía con ganas él—. ¡Qué cosas tan graciosas dices, muchacho!
Por entonces era yo un hombre hecho y derecho que tenía bien cumplidos los veintiún años, pero me convenía seguir aparentando cierta candidez; pues entre sarracenos el orgullo de los inferiores está muy mal visto, y quien se considera más que los demás sólo cosecha palos y desprecios. Ya iba yo ganando en astucia y descubriendo la manera de vivir entre ellos sin tener que sufrir demasiados perjuicios.
Después de dos años en Berbería, me inquietaban muchas cosas. Mas lo que me causaba verdadero dolor era que nadie me hubiera traído noticias de mi patria. Corría el año del Señor de 1562 y dábame la impresión de que nuestros reinos estaban más preocupados de las cosas del Nuevo Mundo que de este Mediterráneo al que nuestro señor el cesar Carlos siguió considerando el mare nostrum, como los romanos de antaño. Desde donde yo lo veía ahora, es decir, desde la parte del moro, más parecía ser la mar dellos, pues por él campaban a sus anchas. Oíase que tenían ya toda Grecia, Rodas, Macedonia, Servia, Bulgaria y hasta la propia Hungría, la cual perteneció otrora a los abuelos de nuestros reyes y su última reina cristiana fue doña María, la hermana del Emperador, tía de don Felipe II. Este Gran Turco, Solimán, a quien llamaban «Grandísimo», puso tan enormes sus dominios que los tenía a los suyos ricos y crecidos de orgullo.
En fin, con tan buena edad como contaba yo, veíame convertido en un esclavo de moros, dedicado únicamente a dar entretenimiento a mis dueños. Sin que le importase a nadie mi linaje, ni mi destreza en las armas, ni mucho menos lo que yo pensaba o sintiese; sólo querían de mí la buena disposición para el laúd y el cante. Con esta triste suerte, compréndase que iba yo a Estambul vencido por a pena.
La congoja se me alivió cuando vi que por la pasarela subía a bordo del barco la mujer de mis sueños. Iba ella envuelta en suave manta de marta, pues la madrugada era fresca, y el vientecillo que llegaba desde el mar agitaba el velo que cubría sus dorados cabellos. Tan alta y hermosa como era, destacaba entre el conjunto de concubinas y eunucos que iban muy afanados llevando cada uno sus pertenencias personales. Entonces, como otras veces, me sentí descubierto por ella en la barandilla desde donde seguía yo cada uno de sus pasos. De nuevo brilló esa sonrisa levísima, breve como un suspiro, que tantas ilusiones sembraba en mi pecho.
A pesar de estar próximo el verano, tuvimos un viaje tempestuoso hasta llegar al mar Egeo. Plugo a Dios que ninguno de los navíos diese al través en las peligrosas aguas del mar Jónico, donde el oleaje fue tan grande que subíamos al cielo y bajábamos al abismo, de manera que nadie a bordo se libraba de echar las tripas.
Hasta mi amada anduvo muy desmejorada, como el resto de las mujeres. La veía yo desde la parte opuesta del barco andar confundida con el vaivén, descompuestas las hermosas ropas y los cabellos claros enmarañados, la mirada perdida y una palidez de cera en el rostro. Ganas me daban de correr a socorrerla. Una tarde, después de la tormenta, fue a vomitar por la borda junto con los demás. Entonces, avergonzada al ver que yo no le quitaba ojo, se cubrió con el velo y anduvo luego huidiza sin querer volver a cruzar la mirada conmigo.
Después de atravesar el barco el estrecho de Citerón, el tiempo fue ya apacible, con un radiante sol y una mar muy azul, por donde navegábamos a golpe de remo entre el rosario de islas que llaman Cicladas. Eran éstos los mares de los antiguos helenos cuyas gestas cantó el poeta Hornero, y que yo aprendí de boca de mi preceptor en la infancia.
Parecíame ahora mi amada una bella griega, al resguardo de los rayos del astro bajo un dosel de anaranjada lona, dorada toda ella, bañada por la luz de la tarde. La veía conversar, reír y divertirse entre las otras mujeres. De vez en cuando reñían y se formaban peleas. Temía yo que le causaran algún daño. Pero enseguida acudían los eunucos a poner orden. Repartían sopapos aquí y allá y volvían todas a la calma. Me hacía yo el desentendido, entretenido en componer mis coplas, pero, de soslayo, no perdía ripio de cuanto sucedía entre ellas.
Algunas veces, disimulando, me acercaba a los tenderetes donde hacían las mujeres y los eunucos la vida en cubierta. Con cualquier pretexto, buscaba a Yusuf y le decía esto o aquello; tonterías que se me ocurrían. Aprovechaba entonces la ocasión para mirar desde más cerca a mi amada. Supe así que se llamaba Hayriya, porque de esa manera la llamó una de sus compañeras.
Cuando dejamos atrás las Cicladas, sopló viento constante del sur, muy favorable. Los delfines saltaban alrededor de las naves haciendo las delicias de cuantos no habíamos visto antes espectáculo tan bello. El mar se volvió de un azul tan intenso como el lapislázuli, en el que los remos arrancaban espuma blanca y brillante. Mi adorada Hayriya contemplaba el horizonte con ojos ensoñadores. Yo admiraba su silueta perfecta, que se adivinaba bajo las sedas amarillas empujadas contra su cuerpo por la fuerte brisa.
Atardecía cuando apareció ante nosotros el estrecho del Helesponto; la angosta canal que une el mar Egeo, al oeste, con el de Mármara, al este. En la antigüedad llamaban a este paraje los Dardanelos y es semejante a la desembocadura de un gran río. Se veían muchas galeras turcas en la entrada, dispuestas estratégicamente, con los cañones apuntando a cualquiera que quisiera cruzar el estrecho. Había pues que saltar a tierra y pagar un impuesto en la fortaleza a la que llamaban Kalei Sultaniye, donde residía el Bajá que señoreaba el paso en nombre del Gran Turco.
Navegábamos de noche viendo las hogueras encendidas por los centinelas en las orillas, a uno y otro lado. Al final del estrecho era tanta la angostura que podía oírse aullar a los lobos en los montes cercanos. De mañana se vieron acantilados poblados de espesas selvas y bosques soleados. Sopló entonces un viento que dijeron ser del nordeste, frío durante el día, aun siendo casi verano. Todo el mundo echó mano a sus capas y temimos que la noche fuera helada. Pero alguien explicó que al ocaso soplaría algo más cálido.
Por fin se apartaron las dos riberas y entramos en un ancho mar gris, al que llaman el Euxino, donde se halla la isla de Mármara. Pusimos proa al este. No corría nada de viento y todo el trayecto se hizo a golpe de remos. No he visto aguas tan mansas como aquéllas, ni cielos tan raros. Hacia el atardecer la costa negreaba en un horizonte turbio, donde caían las nubes en las cumbres. Divisamos el declive de una colina y el blanquear de una ciudad que parecía nacer al borde mismo de las aguas.
—¡Estambul! —exclamó eufórico el eunuco Yusuf. Todo el mundo corrió hacia la borda para ver cómo nos aproximábamos. Alguien contestó:
—¡Ah, de veras es hermosa Constantinopla! Y enseguida uno de los oficiales le corrigió enfurecido: —¡Es Estambul! Es la ciudad elegida para ser señora del mundo. Se levanta en Europa, con Asia al frente, y Egipto con África a su diestra.
La visión era grandiosa. A un lado y otro del Bósforo, se alzaban las colinas coronadas por edificios fastuosos. El día estaba en calma y el cielo violáceo; parecían hendirlo los minaretes en punta, como delgadas agujas. En una parte se contemplaba la vieja Constantinopla, a la que ahora se conoce como Estambul; con las aguas al medio, en la otra parte está Calata, donde se ve una hermosa torre circular. No se puede ir de la una a la otra si no es navegando. De manera que hay miles de esquifes, lanchas y lanchones cruzando de parte a parte, lo que da al Bosforo un aspecto muy animado.
En el promontorio de la punta del Serrallo resplandecían las construcciones del palacio de Topkapi, entre umbríos bosques. Las murallas, las torres y los pabellones parecían salidos de un cuento. Era en ese prodigioso lugar donde moraba el Sultán con toda su familia y corte. Detrás, surgía Santa Sofía, rosada y grandiosa.
Los trámites para entrar en los puertos eran complejos y lentos, así que hubimos de pasar la noche a bordo, mientras los funcionarios iban y venían para hacer las gestiones. Una cadena permanece tendida hasta el amanecer para impedir la entrada de los barcos enemigos a través de la boca del Cuerno de Oro.
Por la mañana, regresó uno de los arráeces al navío trayendo el permiso de entrada. Entonces la escuadra puso proa hacia el puerto que llaman Pera, que está al este de Calata, y es el lugar donde se reúne la armada de la mar turquesa. Se trata de unas atarazanas enormes, donde se elevan unos arcos bajo los cuales pueden guardarse las galeras sin mojarse, para ser reparadas o carenadas.
Hay en esta parte muchas fondas amplias, bodegones, tabernas y tiendas que regentan los judíos. Es lugar donde pueden escucharse todas las lenguas de la tierra, y se ven hombres de todas las razas, ataviados con diversas indumentarias, dispuestos a hacer negocios con el primero que les venga al habla.
Hizo allí tratos nuestro amo con un espabilado almacenista que estuvo conforme con darnos cobijo y guardar toda la impedimenta por un buen precio, mientras Dromux buscaba en la ciudad acomodo digno para su nuevo rango.