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No había pasado un mes desde la inundación de Susa cuando regresó Dromux Bajá de sus correrías andando el corso. Algunos habían temido que la terrible tormenta le hubiera alcanzado en los mares dando al través con la escuadra. Se malograron tantos navíos mercantes, barcos de pescadores y galeras, que era fácil pensar que también el temporal hubiera hecho estragos en la parte del Adriático, donde según decían se formaban los más rabiosos temporales. Era precisamente en esas aguas donde navegaba el Bajá por aquellas fechas.

Pero a primeros de mayo llegó un navichuelo a dar aviso de que la escuadra turquesa venía veloz desde Trípoli con viento muy favorable. Cuando el Agá Yusuf supo la noticia, se llevó las manos a la cabeza y exclamó con el susto dibujado en el semblante:

—¿Tan pronto? ¡Válganos Alá!

La perplejidad del eunuco era comprensible, pues no habían corrido aún cuarenta días desde que se hizo a la mar Dromux, y solían durar sus salidas por lo menos tres meses, cuando no toda la primavera y el verano.

—¡Algo pasa! ¡Algo muy grave! —presentía con gran alboroto Yusuf, yendo muy nervioso de un lado para otro—. ¡Y esta casa está todavía hecha un asco! ¡No puede nuestro amo encontrar todo tan echado a perder! ¡Oh, Alá el compasivo! ¡Mirad esas paredes negras de humedad y esos patios sucios! ¡Manos a la obra! ¡Hay que dejarlo todo como los chorros del oro!

Temía el eunuco que nuestro dueño montase en cólera al encontrarse con el lamentable estado del palacio después de la tormenta. Los estucos se habían deshecho y el mobiliario se veía muy deteriorado. Lo más preocupante era la posibilidad de que el Bajá trajese invitados a casa, como solía hacer después de sus viajes.

—¡Vamos! ¿No habéis oído, holgazanes? ¡Tenemos muy poco tiempo! —gritaba con exasperación Yusuf.

Un ejército de artesanos llegó al día siguiente para adecentar la casa con premura y tantos cautivos y esclavos, que nos entorpecíamos unos a otros. El palacio se convirtió en un caos.

Como el harén era lo que peor estaba, se sacó a las mujeres que fueron a instalarse en los patios, donde se improvisaron biombos, cortinajes y doseles. La residencia del Bajá parecía un bazar.

Entonces pude fijarme a mis anchas en una de las concubinas de mi amo, la cual me parecía a mí la más bella mujer del mundo. Cada vez que se cruzaban mis ojos con su hipnotizadora mirada, era como si mi alma se precipitase a un abismo de confusión mientras mi cuerpo parecía flotar. Me quedaba tan fijo en ella y tan arrobado, que todo desaparecía en derredor mío, menos su esbelta figura, su rostro sonrosado y esas pupilas tan verdes, tan profundas.

Suponía yo que ella me sostenía la mirada por puro estupor, por verme tan enajenado. Creí que me consideraba un estúpido esclavo, bobo e inconsciente. Pero no tardé en darme cuenta de que me sonreía levemente, con una casi inapreciable mueca de sus labios sensuales. Entonces creí morir.

A partir de ese día soñé con ella cada noche. Me colmaba de atenciones, me rendía sus favores, me cubría de suaves caricias y me hablaba con dulce voz:

—Mi amado, mi querido, cariño, amor mío…

¡Ah, qué deleite! Incluso despertar a la realidad de su ausencia me resultaba un raro y hermoso placer. Ella estaba ahí, a unos pasos, cuatro estancias más allá, bajo el mismo techo. Aunque sólo podía verla muy de tarde en tarde, me llegaba su calor y su presencia.

Me abandonó el apetito. Adelgacé tanto que las prendas me caían holgadas. Siempre fui presa fácil del mal de amores; esa enfermedad que para algunos pasa tan rápido como un catarro, mientras que a otros los deja bastante descompuestos.

Sólo me aliviaba la poesía. Componía en las terrazas mirando la inmensidad del mar, las idas y venidas de los veleros y las evoluciones de las blancas gaviotas. Era como estar subido en una montaña de amor.

Ven donde nace la luna,

amada de las mil flores,

ya pudiera sólo una

asemejar tus colores.

Verdes de mirto y toronja

en tus ojos se reflejan,

mas tus manos son tan rosas

como las flores de adelfa.

Ven donde nace la luna,

amada de las mil flores…

Mi laúd y yo éramos todo uno. No hay mejor cantor que el que está enamorado. Sus canciones vienen del fondo del alma. Más de una vez descubrí al Agá Yusuf escondiéndose furtivamente detrás de alguna celosía. Al verse sorprendido, con lágrimas en los ojos, me decía:

—¡Ah, Luis María Últimamente cantas como un ángel! —me decía sorprendido con lágrimas en los ojos.

Se presentó el Bajá una mañana, cuando el palacio estaba aún manga por hombro. Un criado irrumpió con gran sobresalto en los patios gritando:

—¡Nuestro amo Dromux está en el puerto!

—¡Alá nos valga!— exclamó espantado el jefe de la servidumbre—. ¡No podía ser en peor momento! ¡Fuera, fuera todo el mundo!

Nos disponíamos a almorzar y los artesanos, alarifes y esclavos ocupaban cada rincón de la casa, interrumpidas sus labores.

—¿No me oís? ¡A la calle todo el mundo! —insistía el eunuco fuera de sí.

No se podía hacer nada. El suelo estaba anegado de mezclas de yeso, polvo, serrín y pedazos de materiales diversos. Olía a mixturas, colas y aceites. No había puertas y por todas partes se amontonaban las herramientas.

Salimos al exterior y vimos llegar a los jenízaros a caballo, seguidos por una gran multitud que vitoreaba y pedía limosnas con gimoteos y súplicas. El Bajá venía muy sonriente, luciendo sus galas guerreras y un exuberante plumero de avestruz en el yelmo brillante. Traía la barba rojiza muy crecida y el sol prendido en la piel. Temblábamos de pavor al pensar que nos azotarían a todos por tener el palacio en tan malas condiciones precisamente el día de su regreso.

Yusuf corrió al encuentro de su amo y se arrojó al suelo aplastando contra la tierra su gruesa barriga. A grito limpio, se desgañitaba dando explicaciones acerca de la tormenta, la inundación y todos los desastres sufridos.

Dromux descabalgó y avanzó con pasos decididos hacia la puerta principal del palacio.

—¡Que maten dos docenas de chivos! —ordenó con su potente bozarrón—. ¡Habrá una fiesta! ¡Reunid aquí todo el vino de Susa! ¡Soy el hombre más feliz de la Tierra! ¡Alá es grande!

El eunuco se incorporó y miró con ojos llorosos y extrañados a su amo. Dromux le abrazó y le besó eufórico.

—¡Vamos, fiel Yusuf Agá —exclamaba—, alégrate conmigo! ¡Su excelsa majestad el Sultán me llama a su lado! ¡Seré visir de la Sublime Puerta! ¡Antes de que termine el verano he de ir a Estambul! ¡Se acabó Susa, queridos míos! ¡Estambul nos aguarda!