Nunca sabré cuántos compañeros míos perecieron en el incendio del almagacén de Susa. Tampoco cuántos escaparon en la nave que huyó a medianoche mar adentro. Oí decir que iban a bordo más de un centenar. Los que quedaron vivos en tierra, corrieron mala suerte a merced de los turcos que estaban encorajinados a causa del motín. Dios me libró de las venganzas y represalias tan crueles que hubo luego, por guardarme a salvo en la casa del Bajá.
Cuando se templaron los ánimos, pusieron los sarracenos manos a la obra y compusieron de nuevo la prisión para volverla a llenar de cautivos. No podía vivir aquella gente sin tener guardado el ganado humano que tanto beneficio le daba. Aunque aumentaron ahora el cuido y guarda del negocio, no les sucediera otra vez lo mismo.
Corrieron los meses y olvidáronse del motín, tornando a sus menesteres como si nada hubiera pasado. Mas no se me borró a mí el recuerdo de mis compañeros. Se me hacía que hubieran llegado a las costas de España sanos y salvos, y que vendrían pronto a rescatarme. Con esta esperanza, subía yo un día y otro a las terrazas del palacio para otear el horizonte. Desde lo alto se contemplaba el puerto y la dársena. Veía el mar pintado de plata al amanecer, azul al mediodía, verdoso a media tarde y teñido de púrpura cuando caía el sol. Sólo iban y venían galeotas sarracenas, navíos turqueses, lentos lanchones de pescadores o rápidos veleros que traían y llevaban las noticias de Constantinopla, a más de esquifes y barquichuelas de las que había por miles. No terminaba de aparecer en el horizonte la flota cristiana de mis esperanzas. Y vine a pensar que el Rey de las Españas no quería cuentas con la endiablada costa africana.
Pasaron dos años, largos como una vida. Acomódeme yo a vivir entre los infieles, a vestir, a comer y a cantar como ellos. Aprendí sus idiomas; algo de alárabe y algo de turco. Me defendía ya como un niño balbuciente. Qué fuerza no tendrán las palabras, para terminar haciéndole a uno casi pensar como no quiere. Con razón se dice «lengua materna» a la que se recibe primero, la cual te hace el alma lo mismo que la leche de la madre te hace el cuerpo. Porque notaba yo que mis pensamientos variaban su rumbo y tenía que hacer buenos esfuerzos de oraciones y recuerdos de mi ser cristiano. Pues dábame cuenta de que empezaba a manifestarme como moro. Ahora decía merhaba, para saludar, o Aliaba ismarladik, para despedirme; y también mentaba mucho a Alá, por escapárseme, por ejemplo, ishalah, que es como decir «si Dios lo quiere». Aunque no me olvidaba de que el verdadero Dios es uno solo, aquí y allá, en la tierra y en los cielos.
Cuando cesaron los sobresaltos, la vida llegó a hacerse monótona. Un esclavo que sólo es útil para tañer y cantar tiene poco que hacer en la residencia de un gobernador turco durante la mayor parte del día. Y ya se sabe lo que sucede cuando uno anda ocioso; se le llena de pájaros la cabeza. La vida transcurría lenta en Tunicia y yo tenía demasiado tiempo para pensar. Así que me hice poeta, además de cantor. Ahora componía yo mis propias coplas. Lo cual aumentó mi valor a los ojos de mi dueño y aposénteme en su casa con mayores beneficios.
Lo mejor que me sucedió entonces fue que empezaron a respetarme más. Ya sabéis el mal trato que me daba aquel quisquilloso Letmí que tanto se holgaba de atizarme con la vara que solía llevar siempre en la mano. Al principio lo soporté con resignación cristiana: me acordaba de los azotes que sufrió el Señor y me confortaba a mí mismo diciéndome que serían el salario de mis pecados. Luego faltóme la paciencia y tenía que hacer esfuerzos para no echarle mano al cuello moro y estrangularle. Pero no me dejé llevar de momento por los demonios, gracias a Dios.
Sucedió que las cosas fueron a su sitio con el tiempo. Pasado el primer año, en el que no me faltaba mi ración diaria de palos e improperios, me fui dando cuenta de que en aquella casa la vida estaba compuesta según las circunstancias de cada uno. Así, era Dromux Bajá el señor y dueño de las vidas y haciendas de todos; pues entre los sarracenos no puede decirse que haya hombres libres, sino que vienen a ser todos esclavos, aunque unos lo son más que otros. Después, siguiendo el orden de mando, estaba el eunuco Yusuf, a quien ya dije que llamaban el Agá; el cual disponía, hacía y deshacía a su antojo; compraba, gastaba, despilfarraba o ahorraba según le daba el aire. Algunas veces me parecía que no estaba completamente en sus cabales el pobre castrado, porque ora le daba por reír e ir con gran euforia, ora por andar cabizbajo, afligido y lloriqueando, como si se le fuese la vida. De las mujeres poco puedo decir, ya que entre ellos cuentan poco y ya sabéis cómo las tienen guardadas y ocultas a los ojos de todos. De ahí para abajo, el resto de la servidumbre se organiza como mejor puede y cada uno se busca su lugar a fuerza, de convencer a unos y otros o, si tiene arrestos suficientes, de imponer su persona a los demás, lo cual es causa de no pocas peleas y rencillas.
Como me diera yo cuenta de este orden de cosas, no me faltó la ocasión de hacerme valer y me dispuse a no consentir que se me diera un solo maltrato más. Ya digo que empezaba a estar bien harto de la vara de Letmí y de ser el último mono en aquella casa.
Mi paciencia se agotó definitivamente una tormentosa tarde de abril. Granizó primero y después tronó el cielo de tal manera que parecía querer romperse en mil pedazos. Luego vino una lluvia muy furiosa que crepitaba en los tejados como si por ellos caminaran rebaños de ovejas. El agua se colaba por todas partes e inundó los patios. En el puerto, varias naves se estrellaron contra los muelles y fueron a pique. Tan grande fue el susto en la casa del Bajá, que las mujeres y los eunucos abandonaron el harén y corrieron a ponerse a salvo temiendo ahogarse. Coincidía que no estaba Dromux, por encontrarse en sus menesteres de gobierno.
Como en el patio el agua nos llegaba ya a la cintura, cundió el pánico y se temió que alguna de las mujeres, presa del desconcierto, quedase paralizada y se hundiese. Los muebles flotaban y las alfombras formaban una maraña que entorpecía cualquier movimiento. Todo el mundo gritaba y nadie era capaz de poner orden. Yusuf Agá evolucionaba pesadamente en el agua, lloriqueando, entre todo el mujerío, mientras ellas trataban de aferrarse a él como a tabla de salvación. Las sedas, tafetanes/y damascos empeoraban la cosa, pues mojados eran pasados lastres.
Movido por el deseo de socorrerles, me lancé casi a nado hacia donde los eunucos y mujeres formaban un apretado ovillo que amenazaba con sumergirse en mitad de su miedo paralizante. Tiré de una de las concubinas y me la cargué a cuestas para llevarla a las escaleras. Una vez a salvo ésta, hice lo mismo con otra. Les gritaba yo que se aligeraran de ropas y ellas, viendo que nadie les decía lo que debían hacer, me obedecían prestas. Siguieron el ejemplo otros criados y guardias, y entre todos las fuimos librando del trance.
Cuando las mujeres subían escalera arriba para buscar las terrazas, nos tocó ir al rescate de los eunucos. Uno de ellos, que era muy menudo, apenas asomaba ya la nariz por encima del agua. Échele mano a los pelos y lo arrastré como pude hasta tierra firme. Algunos nadaban ayudados por los criados y otros se ponían a salvo por sí mismos. Pero el grueso Yusuf chapoteaba y tragaba agua sin querer soltarse de una de las cortinas a las que se había aferrado. Sus ampulosos vestidos y los paños empapados que flotaban aquí y allá dificultaban mucho su socorro. Le mordí yo los dedos y conseguí que aflojara la presa. Con grandísimo esfuerzo fuímoslo llevando hasta los peldaños. Con tanto temor como tenía el pobre castrado, pareció que se tornaba cristiano, pues sólo imploraba en su lengua materna:
—¡Virgen Santísima! ¡Virgen Santísima!…
Le empujaba yo con brazos y pies, con todas mis fuerzas, y el resto de la servidumbre hacía otro tanto. Temimos que fuera a pique, porque se puso pesado y desmadejado a causa de la mucha agua que tragaba. No poco nos costó sacarlo a sitio seco, pues pesaba por lo menos diez arrobas.
Por fin, pusimos su enorme cuerpo sobre unos mármoles, a salvo. Temimos entonces que se le fuera la vida, al ver que tenía los ojos vueltos y los labios amoratados. Senterne yo sobre su pecho y apreté cuanto pude hasta que expulso el agua. E inspiró gracias a Dios, aunque broncamente.
—¡Vive! ¡Por Alá, vive! —exclamaban los criados.
A todo esto, remitía la tormenta. Cesaba la lluvia y el viento. Pero no por ello descendía el caudal del hondo río que se había formado en la calle y dentro de la casa.
Arriba en las terrazas, medio en cueros, hombres y mujeres de la casa tiritábamos después del amargo trago pasado. Abajo en la plaza, el panorama era muy triste, pues iban los cuerpos de los ahogados flotando y la corriente arrastraba a pobres infelices que no podían ponerse a salvo.
Salió más tarde el sol y poco a poco fue descendiendo el nivel de la inundación a medida que las aguas escapaban hacia el mar. Anocheció cuando todo era un río de lodo; aunque ya no había peligro.
Acurrucados en la fría noche, dormimos como pudimos en la intemperie de la terraza. Se escuchaban sólo suspiros y sollozos en una oscuridad y humedad enormes.
Amaneció entre brumas. Las pobres mujeres parecían una piña de lo apretadas que estaban las unas a las otras. Alguien dijo que había sido el Diluvio Universal. El malogrado Yasuf tosía y respiraba ruidosamente.
Cuando calentó el sol, llegó el momento de descender a los bajós. Ahora tocaba librar el palacio de la espesa capa de barro. Fue un trabajo muy duro, de muchas horas, que parecía no tener fin. Todo el mundo puso manos a la obra.
He de confesar que, en mitad del desastre, me alegré yo la vista, contemplando a tantas bellas mujeres bien ligeras de ropas yendo de acá para allá. Aunque nadie llevaba cuentas de tal situación en tan penosa catástrofe.
Sólo el picajoso de Letmí reparó en mi deleite, por no escapársele nada de lo que yo hacía. Entonces vino hacia mí y me dio con la vara, a la vez que me recriminaba:
—¿Qué miras tú, perro cristiano?
En mala hora me importunó. Me volví hacia él, le quité la dichosa vara y le propiné tal azotaina que le rompí el instrumento en las costillas. Luego le llovieron puntapiés y puñadas por todas partes, no sólo mías, sino de los otros criados, eunucos y guardias. Hasta las mujeres se unieron al escarmiento y el propio Yusuf le arrojó un jarrón de barro que había por allí.
—¡No me matéis, hermanos míos! —suplicaba él—. ¡Dejadme vivir! ¡Piedad! ¡Perdón!…
Supongo que esta reacción nuestra fue un instinto animal que se despertó en un momento tan duro. Algo así como una venganza contra lo pasado, puesta toda en su persona. Y menos mal que me moví yo a clemencia temiendo que le matáramos entre todos. Entonces, al verme cesar a mí, que era el ofendido, los demás se contuvieron y le dejamos ir.
—¡Ay! ¡Ay! —se quejaba Letmí—. ¡Por el Profeta! ¿A qué esta paliza tan grande? ¡Qué he hecho yo, Alá!
Desde aquel día, no sólo no volvió a pegarme, sino que incluso dejó de llamarme «perro», estaba presto a servirme y se holgaba de hacerme favores.
También en la casa me tenían más en cuenta. La propia esposa del Bajá se acercó y, haciendo brillar sus bellos ojos negros, me dijo:
—¡Que Alá te lo pague, joven cristiano! Si no fuera por ti, habríamos perecido. Ya diré yo a mi esposo cómo ha de recompensarte tan desinteresado arrojo.
Y buena razón tenía para mostrarme tanto agradecimiento, puesto que a ella la salvé yo solo, llevándola a cuestas, a pesar de ser alta y de buen tamaño de cuerpo. Pero también tenía yo motivos de gratitud y correspondencia, por haberme servido de sentir sus jugosos pechos en mis espaldas.