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Son tan raras las bodas entre los turcos, que es menester estar muy versado en sus costumbres y llevar buen tiempo entre ellos para enterarse uno de algo cuando las celebran. Sus ceremonias son diferentes a las de los cristianos hasta tal punto que diríase que se empeñan en hacer todo al revés que nosotros. Resulta primeramente que no sabe uno quién casa con quién ni de qué manera, pues anda la novia en su casa celebrando banquetes, cantando y armando jolgorio sólo entre mujeres; mientras que el novio permanece con los hombres en casa diferente, aguardando. Cuando parece que las mujeres están cansadas de la fiesta, al canto del gallo, sale el padrino de la casa del novio en un caballo muy bien enjaezado y va con gran acompañamiento de acémilas, parientes y criados en busca de la que ha de ser su esposa; la recoge y la sube a una montura que lleva vacía para la ocasión. Luego la lleva con mucha algarabía de cantos y palmas, tanto de hombres como de mujeres, así como de músicos que tocan arpas, laúdes, flautas y tambores. Llegados a la casa del esposo, se apean en el salón principal donde hay dispuestos ricos paños, cojines y alfombras. Entonces hay regalos, dotes y parabienes, pero no se imparten bendiciones ni se dicen palabras eclesiásticas por parte de clérigo mahometano alguno. Sólo se hace una carta de dote como única constancia del cadí de que uno y otra son casados.

Siendo yo tan nuevo entre los turcos y mahométicos cuando tomó esposa el Bajá, ha de comprenderse que anduviera con gran despiste sin comprender nada de lo que estaba pasando en el palacio. El eunuco Yusuf estaba muy ocupado en mil preparativos, nervioso fuera de si; de manera que no me daba explicaciones. Nadie quería, a más de él, rebajarse a instruirme en sus costumbres.

Sólo supe que llegaba el momento, la tan esperada boda, cuando todo el mundo corrió a los baños para asearse y sacó las mejores galas que tenía. A mí me refregaron bien con guante de crin y luego me compusieron con brocados y sedas. Por poco que comprendiera lo que pasaba, ya cuidaba yo de no abrir mi boca para preguntar nada pues con tanto nerviosismo me llovían bofetones y puntapiés cada vez que me quedaba como un pasmarote por no saber que hacer.

—¡Idiota, coge el laúd! —me gritaban— ¿No ves que has de ir en el acompañamiento? ¡Estúpido! ¡Perro!…

Como quiera que la que iba a ser la esposa del Baja era una de las mujeres que habían llegado desde Constantinopla, no tenía en Susa ni casa ni parientes que le dieran cobijo. Para poder cumplir con sus tradiciones sin incurrir en falta ni pecado, les prepararon a todas las recién llegadas un palacio justo en frente de la gran residencia de Dromux. Entre una y otra casa se hicieron todos los intercambios e ires y venires que eran propios de la pompa y boato que requerían las ceremonial.

Alla iba yo con mi laúd, como uno más cuando me lo mandaban, y regresaba de la misma manera cuando correspondía —¡pobre de mí!—. Veíame como un objeto más de divertimento entre tanta acémila adornada, criados, músicos, cantores, portadores de presentes y alabadores. Más de una lágrima tuve que tragarme humillado; rebajada mi honra a servir de séquito a moros. ¡Oh triste cautiverio!

Cuando hubieron concluido las celebraciones de los esposos, a la sazón el cuarto día de la boda, se encerraron marido y mujer en la cámara que llaman harén. Entonces dio comienzo nuestra propia fiesta.

El eunuco Yusuf, en razón al matrimonio de su amo el Bajá, recibía desde ese momento el título de Agá; que es como llaman los turcos a los que son jefes, dueños o señores de casas y haciendas importantes, propias o ajenas, sean libres o esclavos. Desde ese momento, el mayordomo quedaba definitivamente como administrador principal de la casa del gobernador Dromux, lo cual, según decía, era harto importante para su vida. Pues, si había hijos pronto, a él correspondería educarlos en las costumbres turquesas.

Y para regocijo de tan señalado nombramiento, el que ahora llamaban Yusuf Agá, se sirvió convidar a toda la servidumbre con dulces y abundante vino. Celebróse un gran jolgorio en el patio principal del palacio, con mucho estruendo de atabalería, flautas, flautines y chirimías. El eunuco estaba emocionado. Se le inundaban de lágrimas los ojillos menudos y le había acudido una sonrosura alegre al redondo rostro. Prodigaba abrazos a todo el mundo y palmeaba muy contento al son de la música.

Como era yo poca cosa entre la gente de la casa, fuime a un rincón a montarme la fiesta solo, pues tampoco entendía palabra de lo que hablaban entre ellos y nadie me pedía de momento que tocase el laúd. Detrás de una columna me apañé a mis anchas, con una buena jarra de vino que distraje del centro de la reunión y con un plato de golosinas que alguien había olvidado en una mesa. En el jaleo de la música, las conversaciones y las risotadas, sentíame ajeno. Y, aunque la bebida me iba animando el cuerpo, el alma se me iba llenando de añoranzas y volaba en busca de recuerdos.

En esto, me dio por empezar a pensar en escapar de allí. Mi mente urdía planes de fuga con la rapidez de los sones del tambor que marcaba los pasos de la danza que un grupo de moros bailaba muy rítmicamente en línea, hombro con hombro. Se me ocurría salir sigilosamente y atravesar los patios. A esa hora, en las calles ya no habría nadie y no me sería difícil llegar al puerto. Pero entonces comprendí que, aunque me hiciera con un bote, el mar era demasiado dilatado y no podría llegar a España a golpe de remos.

La angustia se apoderó de mí. Sería a causa del vino, pero incluso llegué a pensar en navegar aguas adentro, por la negrura de la noche, hasta que las olas dieran conmigo al través. A fin de cuentas, en la hondura del Mediterráneo reposaba mi padre dentro de su armadura de guerra.

¡Ay, qué triste memoria venía a mi encuentro! Apréciame haber pasado una vida entera desde que seis años antes, en el infausto año de 1555, llegaron a mi santa casa las noticias de la muerte de mi señor padre en la batalla de Bugía, en las costas de Argel. Entonces apenas tenía yo trece años; demasiada mocedad para comprender de verdad lo que son las guerras. Aunque era sobradamente triste el suceso, pues es muy duro perder a un padre, a mí se me pintaba como un hecho muy hermoso el de su muerte. Se me hacía verle en la popa de su galera blandiendo la espada para defender el estandarte de nuestros tercios. Dicen que se batía rodeado de enemigos cuando un golpe de mar le alzó los pies del suelo y fue a perderse entre la espuma de las olas. Me resultaba una visión apasionante la de imaginarle hundiéndose en las aguas azules, fundido del gris acero de su armadura con la profundidad infinita.

No dejaba de ser un consuelo saber que no era cautivo como yo y, sobre todo, que su cuerpo no fue profanado por los diablos sarracenos, como hicieron con mis compañeros de armas, cuyos cráneos y huesos emplearon para construir una torre. Aunque no encontraron sus despojos para darle cristiana sepultura, conforta pensar que, al fin y al cabo, el mar es de Dios y nadie puede perturbar en su lecho el sueño de los muertos.

Más de una vez había soñado yo que andaba mi señor padre por las arenas del fondo marino, acomodado a respirar como los peces y las sirenas, como un Neptuno, señor de las profundidades y de sus seres.

Gracias a Dios, reparé en que eran locura estos pensamientos y vine a razonar que no debía dejarme llevar por la melancolía. Si escapaba, no podría de manera alguna llegar a España. Y hundido en el mar, ¿qué bien podía hacer a la causa de nuestros reinos? No sería cristiano suicidarse por el solo hecho de no aceptar el cautiverio. Resolví pues apurar el vino que tenía entre las manos y pasar el trago lo mejor que podía entre aquella gente que, salvo algún que otro bofetón y los agravios de mi estado, no eran demasiado malos conmigo.

Parecióme que estuvieran leyendo mis pensamientos un par de criados que tendrían más o menos mi edad, los cuales cuchicheaban entre sí en el otro extremo del salón señalándome con el dedo. Y no se fijaban en mí para burlarse, sino que debieron de sentir compasión al verme tan solo.

Se acercaron hasta donde yo estaba y me regalaron con amables sonrisas, palmaditas en el hombro y otra jarra de vino, lo cual agradecí más que nada por haberse acabado la mía. Pero no podía hablar con ellos, porque no conocían otra lengua que la alárabe de Susa. Así que me conformé al sentir cierto calor humano que mitigó algo mis tristezas.

Bebía yo animadamente con estos compañeros, cuando vi a Yusuf Agá puesto en pie que escrutaba el salón en derredor suyo.

—¡El cristiano! —demandaba—. ¿Dónde está el cristiano del laúd?

Comprendí que se refería a mi persona y que querría seguramente deleitarse con alguna música más dulce que el repiqueteo de los panderos y atabales. Eché mano de mi laúd y corrí a cumplir con mi oficio. Canté con gran sentimiento:

Llorad mi triste dolor

y cruel pena en que vivo,

pues de quien soy amador

non oso decir cautivo.

Vi que el eunuco me miraba emocionado y la pena le invadía desde la cabeza a los pies. Proseguí:

Mi corazón quiso ser

causa de mi perdición

y me hace padecer

donde tan grande perdición

amor me da y sin razón

y cruel pena en que vivo,

pues de quien soy amador

non oso decir cautivo.

Deshízose en lágrimas el Agá y dio un salto desde el ccojín donde reposaba, para abrazarme y agradecerme la copla. Luego llevome a su lado y me colmó de atenciones: dulces de miel, almendras fritas, dátiles y más vino. El resto de la servidumbre nos observaba entre el asombro y la complacencia.

Fue languideciendo la noche a causa de tanta bebida y de la fatiga acumulada por largos días de ajetreo. Me sentía yo confortado, sumido en una especie de sopor dulce, mientras una danzarina introducía sus dedos en mis cabellos y otra me acariciaba suavemente los pies descalzos. En el centro del patio, un malabarista medio borracho se esforzaba lanzando antorchas a los cielos, las cuales malamente recogía después, e iban a caer aquí o allá, haciendo que todos se apartasen con mucha guasa. Yusuf Agá dormitaba entre los cojines, deshecho por el cansancio y la satisfacción. Su enorme barriga subía y bajaba al ritmo de sus ronquidos. Y ni siquiera el constante tamborileo y los cánticos perturbaban su sueño plácido.

Miraba yo a los ojos a una de las mujeres que me prodigaba atenciones y me parecía ser una criatura celestial, por su cabello claro, largo y brillante y las sedas verdes que la envolvían, dejando ver un ombligo perfecto donde brillaba una perla. Mas duró poco este supremo deleite, pues llegó uno de los eunucos y la arrancó de mí de un tirón, llevándosela muy enojado mientras le propinaba azotes en el perfecto trasero. La otra, al ver esto, huyó despavorida y fue a perderse por entre las cortinas. Estaba visto que la mujer era fruta prohibida allí, lo cual me causaba un gran estupor.

En esto, se escuchó de repente un estridente vocerío e irrumpieron en el patio un grupo de guardias muy alterados que gritaban en lengua turca cosas para mí ininteligibles. Formóse al momento un gran alboroto, corría la servidumbre en todas direcciones, chocaban unos con otros, se empajaban, caían, se levantaban y alzaban los brazos al cielo, excitados y con los rostros crispados.

Este jaleo despertó a Yusuf, el cual miró confuso lo que estaba pasando. Los criados y los guardias le ayudaron a levantarse mientras le hablaban a voces. Me daba cuenta de que algo muy grave sucedía en las calles de Susa.

—¡Alá! ¡Alá! ¡Alá!… —comenzó a exclamar el eunuco clavando los ojos en los techos.

—¡Al-Baja! ¡Al-Baja! ¡Al-Baja!… —gritaban otros dominados por la excitación.

El Agá corrió pesadamente hacia las escaleras y todos le seguimos. En el piso superior estaban las terrazas. Salimos al exterior. En la dirección del puerto brillaba el resplandor de un gran incendio. Se escuchaba, ora sí ora no, el ruido atronador de grandes explosiones y se veía saltar por los aires fuego, ascuas y nubes de incandescentes chisporroteos. Al oeste de la ciudad, la fortaleza donde estaba el almagacén ardía. Un gran clamor de hombres vociferando recorría Susa de parte a parte.

Me estremecí al suponer que mis compañeros de cautiverio perecerían achicharrados mientras que yo había estado divirtiéndome. Pero enseguida comprendí que aquello no era un suceso fortuito, sino una fuga bien planeada y ejecutada.

Dromux Bajá apareció en las terrazas casi desnudo, tambaleándose y con la mirada perdida. Estaba completamente ebrio. Su hermosa mujer le seguía rebozada en sedas y damascos, con todos los eunucos del palacio y parte de las concubinas.

Desde las almenas, los oficiales de la guardia enviaban sus órdenes a los jenízaros; pero la confusión era grande en la ciudad. Se veían hombres a caballo recorrer las calles, sin orden ni concierto, y la gente huía espantada, suponiendo quizá que se trataba de un ataque. En alguna parte, se escuchaban estampidos de culebrinas, cañoneo y mucho estrépito de arcabucería.

Ganas me dieron de salir para ir a unirme a mis cornpañeros, pero una voz interior me decía que permaneciese quieto sin hacer mudanza alguna. Era esto lo que con tanto ahínco me repetía el capitán Uriz y lo que don Vicente de Vera y aquel extraño hombre de la cicatriz me pidieron en la prisión. Era llegado al fin lo que me anunciaron con misterio y medias palabras.

Duró la confusión y el ruido hasta que amaneció. Cuando el sol estuvo suficientemente alto para iluminar Susa, reinó finalmente el silencio. Entonces se supo que la puerta de la prisión y un buen paño de la muralla habían volado por los aires a medianoche. Primero fueron los incendios en el puerto y después se inició la refriega entre los cautivos huidos y los turcos. Al parecer, una buena porción de guerreros alárabes partidarios del antiguo Rey de los mahométicos luchaba de parte de los cristianos. Hubo mucha sangre, destrucción de casas, fuegos y saqueos. Pero los turcos fueron capaces de hacerse con la victoria, pese a que muchos de ellos estaban muy bebidos por celebrar las bodas de su Bajá.

A resultas del motín, murieron más de dos mil cautivos. Por la mañana, en la plaza de la mezquita mayor aparecieron los cadáveres amontonados. No pude ir a comprobar cuántos de mis compañeros habían caído. Supe, porque lo vi desde las almenas, que don Vicente de Vera estaba muerto. El jefe de la guardia paseó su cadáver arrastrándolo atado al caballo por toda Susa.

Dromux Bajá estaba hecho una furia. Mandó decapitar a muchos de los miembros de la guardia y no tuvo compasión con los cautivos que fueron apresados en el combate. Hubo empalamientos, mutilaciones y todo tipo de tormentos. Parecía que la sombra de la muerte se cernía sobre la ciudad.

Me sentí tan desolado que lloré amargamente en mi rincón de la bodega del palacio. Clamaba a Dios con todas mis fuerzas y no podía evitar el remordimiento y la vergüenza por haber pasado el trance tan libre de peligro. Mi cabeza era un nudo de contradicciones.

Tres días después del suceso, cuando la cosa estaba más calmada, me enteré de que un barco repleto de cristianos había logrado escapar del puerto y, hecho a la vela en la oscuridad, puso mar de por medio sin que pudieran darle alcance. «¡Dios los lleve hasta España!», imploré.