Empezaba yo a percatarme de que en el palacio de Dromux había cierta afición a los chismes. Aun que no me enteraba de lo que hablaban pues las más de las veces parloteaba la servidumbre en lengua árabe o turca. Pero el tono, los gestos y las risitas me hacían comprender qué murmuraban entre ellos. El mismo Yusuf parecía incapaz de mantener cerrada la boca y siquiera por su condición de jefe de la casa debía ser más comedido, como entendía yo que era obligación de un buen mayordomo. Mas no guardaba la debida compostura sino cuando estaba presente su amo. El resto del día lo pasaba bromeando con unos y con otros, comiendo, bebiendo y armando jolgorio como el que más.
A mí me tocaba andar por la casa sin hacerme notar demasiado, pues mi condición de novato me convertía en blanco de muchos puntapiés y pescozones. Así que procuraba acercarme a comer el último, aunque me tocaran sólo las sobras, y me retiraba pronto a dormir. No hacía mayor ruido que el que me pedían cada vez que se les antojaba tener música y cante para sus fiestas.
No negaré, para ser justo, que Yusuf era muy bueno conmigo y me libraba de muchos malos tragos. Si no fuera por la protección que me dispensaba, mi vida de aquellos primeros meses en palacio hubiera sido muy dura, entre insultos, palizas y desprecios.
—Si te hacen mal no dejes de contármelo —me decía—, que aquí el único que puede levantar la mano o la voz, aparte del Bajá, soy yo.
No dejaba de ser esto un alivio. Aunque ya me cuidaba yo de chivarme, no resultara peor el remedio que la enfermedad, y fueran los otros a cogerme aún más inquina de la que me tenían. De manera que me aguantaba y sufría en silencio los malos tragos. Y llegué a comprender bien que la vida del esclavo consiste en tres cosas: no hablar si no te preguntan, hacer lo que se te mande y no airarte por afrenta alguna. Con esta receta, me dispuse a salir adelante en mi cautiverio lo mejor que podía.
Como llevaba ya una buena temporada lejos de mis compañeros de almagacén, empezaba a echar de menos a alguien con quien conversar. Pero estaba resuelto a no abrir la boca si no era para responder o para cantar.
Un día que daba yo cuenta de unas sobras después de que los demás se habían satisfecho, como era propio de mi condición, se acercó a mí Yusuf y se puso a hablarme con tono compadecido:
—¿Qué te pasa? No dices nunca nada.
Me encogí de hombros.
—¿Tan infeliz eres? —insistió—. ¿Por qué estás siempre tan silencioso? Aquí no te falta de nada; estás vestido, comido y bajo techo. ¿Acaso estabas mejor en ese inmundo almagacén donde penan tus desdichados compañeros?
—Cuando uno no ha nacido esclavo, es difícil hacerse a ello —respondí.
—Libres o esclavos, todos somos siervos de Alá —sentenció—. Mejor es servir en palacio que ser forzado en galeras. No te quejes, joven músico. Tú escogiste libremente ser soldado de tu rey y bien sabías la suerte que podías correr en los lances de la guerra, como dijiste el día que llegaste a esta casa.
—Es fácil decir eso.
—De nada te servirá esa tristeza, Luis María. ¿No has oído el dicho: «males con pan son menos»? ¡Ya quisieran muchos esclavos y hombres libres llenarse la barriga como tú en este momento!
Repelaba yo unas costillas de carnero que estaban bien repletas de carne y tenía frente a mí un buen plato de garbanzos, abundante pan y un tazón de caldo. Verdaderamente, en casa del Bajá la comida era siempre abundante.
—No sólo de pan vive el hombre —sentencié a mi vez, dejando volar el primer pensamiento alocado que acudió a mi mente.
—Dale gracias a tu Dios porque no te falta el pan y ruégale que no te falten otras cosas —dijo con tono grave.
—Faltándome la libertad, ¿qué peor cosa pueden quitarme?
—¡Esto! —contestó tirándose hacia abajo de los calzones y dejando al descubierto sus partes.
Di un respingo al ver la carencia de testículos y la morada cicatriz que tenía en el bajo vientre. Entonces vine a comprender definitivamente lo que es un eunuco.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé.
Él se llevó las manos a la cara, sollozó y luego corrió en dirección a la puerta. Vi su cuerpo gordezuelo, blando y macilento desaparecer por entre las cortinas de cuerdas. Me quedé mudo y confuso. El pánico se apoderó de mí cuando se me pintó el horror de que pudieran llegar a hacerme eso.
Desde aquel día, Yusuf y yo empezamos a hablar con cierta frecuencia. No dejaba él de aconsejarme y ponía mucho empeño en que viera yo las cosas de la manera más favorable. Sus palabras me ayudaban mucho. Y por mi parte, procuré demostrar que su amabilidad me reportaba impagables beneficios.
Él me contó muchas cosas acerca de nuestro dueño el Bajá. Por boca suya supe que el fiero jenízaro no estaba demasiado conforme con el cargo de gobernador que le adjudicaron en aquella provincia africana, pues, con tantas guerras y cambios de señoríos como se habían dado en esa parte, ora mahomético, ora cristiana, y turca ahora, andaban las haciendas de las gentes muy mermadas y eran muy escasos los impuestos que se sacaban para las arcas de la gobernación. Además, la costa era dominio de Dragut, con lo que los beneficios de la piratería se los llevaba él, mondos y lirondos, merced al ejercicio del corso que tenía pactado con el Gran Turco. Lo que de verdad deseaba Dromux Bajá era irse a Constantinopla, donde el Sultán tenía su corte, para asentarse y hacerse hueco entre los visires y magnates, lo cual era a fin de cuentas la aspiración de cualquier turco ambicioso.
Entre ellos los jenízaros vienen a ser como el tercio de infantería de la guardia del emperador de los turcos y son sin duda el más aguerrido y temible de los cuerpos de su ejército. Lo curioso de estos guerreros es su procedencia, pues no son mahométicos de origen, sino jóvenes cristianos prisioneros que, previamente educados en el credo de Mahoma, son luego rígidamente adiestrados en las armas con durísimos entrenamientos y ásperos cuidados que los hacen así, como son juego de mayores, tan fieros y dispuestos para la guerra.
Me explicaba el eunuco Yusuf que los jenízaros no podían casarse ni asentar casa mientras prestaban servicio de armas al Sultán. Hasta que éste no les otorgaba su permiso, cosa que sucedía cuando eran llamados a cargos importantes, como gobernador de una provincia con el título de Bajá. Era éste el caso de Dromux, que por fin iba a formar familia, luego de haber servido durante toda su mocedad y buena parte de su madurez en cien guerras a las órdenes de Piali, el almirante que asimismo era Bajá y provenía también del mencionado cuerpo de jenízaros. Por eso oía tanto yo hablar del matrimonio últimamente en la casa y veía tantos preparativos de boda.