Los días se sucedían sin mayor novedad que las crueldades de nuestros carceleros. Aunque suene duro, he de decir que nos íbamos acostumbrando a ver las más abominables escenas. De vez en cuando, entraban los jenízaros en el almagacén y se servían dar una paliza a los cristianos que allí estábamos, cuando no se les antojaba colgar a alguien o divertirse un rato dándonos tormento. Esto sucedía siempre que tenían noticias de que la Cristiandad había infligido derrota a alguna escuadra sarracena. Como cuando los caballeros de San Juan hundieron cuatro galeras turquesas frente a Malta, lo cual supimos por boca de los propios carceleros que estaban por ello muy encorajinados.
A todo esto, seguían viniendo de vez en cuando los criados del Bajá a por mí. Estas salidas solían transcurrir de idéntica manera: me daban un baño, me vestían, me alimentaban y luego ponían el laúd en mi mano. Tañía y cantaba yo en el salón principal del palacio, y a la mañana siguiente ya estaba otra vez en el almagacén. Luego buscaba la manera el capitán Uriz de verse a solas conmigo y dábale yo las nuevas, aunque poco tenía que contarle de particular. No había vez que Uriz olvidase recordarme:
—Ten muy presente lo que se te dijo, Monroy.
—Esté tranquilo vuestra merced —le aseguraba yo—, que nada malo ha de pasarme; ya cuido de ganarme a esos moros del palacio del Bajá.
Se contaban más de cuatro meses de cautiverio sin que sucediese nada de extraordinario, salvo lo dicho, cuando se nos vino encima el invierno. No es que fueran demasiado recios los fríos en aquellas latitudes, mas, siendo tantas las necesidades que pasábamos y no teniendo ropas para abrigarnos ni leña con que calentarnos, se nos hacía muy dura la vida en el almagacén. Además, al estar tan menguados de carnes por lo poco que comíamos, se nos helaban los huesos y mal dormíamos sacudidos por los tiritones. Enfermó mucha gente y no pocos murieron a causa de las humedades que les entraron en los cuerpos. Aunque yo me alimentaba de vez en cuando mejor que mis compañeros, no me libré de una molesta tos y unos dolores que me traían tullido.
Un día de aquellos que llovía mucho, cuando me llevaron a la casa de mi dueño, el eunuco Yusuf se percató de mis males, pues casi no podía hablar.
—¡Criatura! —exclamó—. ¡Si estás hecho una pena!
Entonces se manifestó muy contrariado por mi lamentable estado, un poco por caridad, pero sobre todo porque se avecinaban importantes acontecimientos en la casa del Bajá y habían contado con mis musicales servicios.
—¡Alá nos valga —se lamentó el jefe de la servidumbre—, precisamente ahora que hemos de preparar la boda!
De esta manera me enteré de que andaba todo el mundo muy atareado en la casa disponiendo lo necesario para la boda de Dromux, que tendría lugar en primavera. Así que dispuso:
—Este pobre no ha de volver a esa inmunda prisión.
—Mejor será que se aloje aquí, en el palacio, al menos mientras se recupera. ¡Si parece un espantajo! , Y decía verdad el eunuco, pues me sentía yo hecho una piltrafa, sin fuerzas ni ánimos y casi sin ganas de vivir.
Avanzaba febrero en Susa y estaba yo lustroso y rebosante de salud, merced a los cuidados del eunuco Yusuf. El cual me tomó mucha estima, no sólo porque servía yo lo mejor que sabía como músico a su amo el Bajá, sino porque debí de despertar en él lástima. Pues también tenían sus sentimientos algunos de aquellos renegados; que no por haberse mudado de religión habían olvidado del todo la caridad cristiana de las buenas enseñanzas recibidas en su infancia española. Con cierta frecuencia, el mayordomo platicaba conmigo y me aleccionaba acerca de las costumbres sarracenas. Me daba consejos y me advertía: «mejor será que no hagas tal cosa» o «cuídate de tal o cual moro» o «compórtate de esta o aquella manera», para que no incurriera yo en faltas o errores que me causaran perjuicios. También le hablaba de mí al Bajá, poniéndole en conocimiento de mis proezas con el laúd. Porque me esforzaba yo diariamente en aprender nuevas canciones del repertorio sarraceno e incluso coplas turcas, aunque las repetía de memoria, por no saber esa complicada lengua. Esta buena disposición mía me iba haciendo merecer la confianza de Yusuf, que me recompensaba generosamente, ora con un buen plato de comida ora con un vestido, un gorro o cualquier otra cosa. Era yo tan pobre en aquella casa que el más insignificante regalo me parecía un tesoro. Pero más que nada agradecía la mínima muestra de consideración y cariño, por lo necesitado de estima que había vivido últimamente.
Concluía el invierno y me sorprendía yo mucho al ver que los mahometanos se aprestaban a celebrar el primer día del año, pues su calendario se basa en la luna y por tanto difieren las fechas de un año para otro. Para ellos el mes primero es el que llaman Muharram y acostumbran hacer mucha fiesta en su inicio, el cual dicen ser el Año Nuevo de la Hégira, recordando con ello la salida de Mahoma de la Meca, que marca el comienzo de su religión.
Aprovechando los jolgorios propios de la fecha, tenía dispuesta su boda Dromux Bajá. Pero no veía yo por el palacio a mujer alguna que me pareciera ser su prometida, ni escuchaba palabra acerca de la que iba a ser su novia. Cosa que no es de extrañar, porque en asuntos de esposas, casorios y menesteres familiares son muy misteriosos los sarracenos; y guardan tal reserva en asunto de mujeres, que tardas en enterarte quién es la madre de tal moro o la esposa de cual; o las que son hijas, concubinas, amantes o legítimas cónyuges. Pues aquellas que son consideradas de valor por su juventud, maternidad o belleza se guardan con mucho celo en lo que ellos llaman el harén, que son las habitaciones más veladas, íntimas y celosamente vigiladas de la casa. De manera que las únicas hembras que uno ve por la calle y en los mercados van muy tapadas con velos y rebozos, y si andan descubiertas es por ser tan viejas que nadie las mira y no les importa exhibir sus arrugas y marchitas pieles.
Tenía yo perdida la noción de los meses cristianos, pero debía de ser por abril porque llegaban los aromas de la primavera que me recordaban a España, cuando escuché un gran alboroto de voces y corretear de gente en el patio de la casa. Luego resonaron unas alegres risotadas seguidas de palmoteo y repicar de panderos. Lo más curioso de todo fue que me pareció que algunas de las voces eran femeninas. «Habrá comenzado la fiesta esa del Año Nuevo», me dije.
Entonces irrumpió de repente en mi celda Letmí y me gritó:
—¡Vamos, cristiano, coge tu laúd y ve al patio!
Obedecí sin rechistar. La curiosidad se había apoderado de mí. Mientras recorría los pasillos me preguntaba qué estaría sucediendo, pues el alboroto iba en aumento.
El patio principal del palacio era un bello espacio, no muy grande. Las paredes recubiertas de brillante azulejería de lapislázuli apenas se veían por estar abarrotado de gente. En el primer vistazo descubrí a Dromux Bajá cuya barbada y pelirroja cabeza resaltaba por encima del personal. También vi al mayordomo Yusuf muy sonriente en medio de toda la servidumbre. Y tal como mi oído me había revelado por las voces escuchadas, había mujeres, más de veinte, todas ellas parloteando, riendo y gritando.
Confundido y sin saber qué hacer, me quedé en un rincón observando aquella improvisada reunión agitada y ruidosa. Los criados iban y venían entre la aglomeración del personal tratando de repartir golosinas y refrescos, y todo el mundo se movía a empujones, excepto el Bajá, que permanecía al fondo mirando complacido a las bulliciosas mujeres y procurando escuchar cuanto ellas hablaban a voz en cuello en lengua turca.
Duró este tumulto un buen rato, hasta que Yusuf consiguió al fin imponer algo de orden mandando callar a unos y otras, haciendo resonar fuertes palmadas. Reinó al fin el silencio y hubo alegres discursos que entendí serían parabienes de recibimiento. Luego el mayordomo alzó la cabeza por encima de la concurrencia y paseó su mirada por el alborotado patio, hasta que me descubrió en mi rincón.
—¡Eh, tú, joven! —me mandó—. ¡Sal a tañer y a cantar como bien sabes!
Abriéronme paso, haciéndose a los lados, y anduve yo muy decidido hacia el centro del espacio que había delante del Bajá, dispuesto a dejarle con la boca abierta. Y como ya iba conociendo sus preferencias, me decidí por una muy sentida copla que debieron de comprender como canto de bienvenida, pues se levantó un lloro general y un clamor de suspiros.
Cuando hube concluido, avanzó hacia mí emocionada una mujer grande y saludable, de hermosa figura y bellos ojos que me habló delicadamente en turco.
—¡Cristiano es! —se apresuró a indicar Yusuf.
Entonces ella, radiante de felicidad, exclamó en mi lengua:
—¡Bonita canción!
Abochornáronme estas palabras por venir de mujer, ya que casi se me había olvidado la dulzura que es propia dellas. Y sin que nadie me lo pidiera, arranqué al laúd unas fantasías al modo de Málaga que hicieron sus delicias, poniéndose todos inmediatamente a palmear y a cantar, aunque poco tuviera que ver el tono con mi música. Entráronles también ganas de baile en los cuerpos; y no se contuvieron, arrojándose un par de mujeres la contonearse y mover la barriga a la manera de moras con mucha gracia. Cosa que me animó aún más, y yo, dale que dale al laúd, les marcaba los pasos y las animaba cantando:
Ay, mora, morita, mora…
Lo cual hizo que se alborotaran aún más todos, y formóse tal bailoteo a mi alrededor, que casi no me dejaban espacio, me pisaban, me empujaban y me daban codazos. Hasta que decidió Yusuf parar la fiesta con mucho enojo, mandando a cada cual a su sitio, con lo que se deshizo la reunión. El Bajá se fue a sus aposentos, las mujeres a recogerse, y a mí me llevó Letmí a mi celda a golpe de vara, rabioso como siempre, encorajinado con mi persona, a causa de esos celos que tenía y que se encendían cada vez que yo triunfaba con mi arte.