6

Creí yo, pobre iluso, que me valdría la actuación de la fiesta para alargar mi estancia en la regalada casa del Bajá. Pero sucedió que, a la mañana siguiente, vino a por mí el desconsiderado Letmí y me sacó del sueño temprano con una buena tanda de azotes.

—¡Despierta, perro! ¡Despierta, que has de volver allá de donde viniste!

Me levanté de muy mala gana y fui a vestirme con las ropas que me dieron la tarde antes para actuar en la fiesta.

—¡No, nada de eso! ¿Qué te crees tú? Anda, vístete con tus cochinas ropas, estúpido —me espetó el desagradable criado.

Me arrojó los calzones raídos y rotos que traje puestos antes de que me llevaran a los baños y tuve que apañarme con ellos. Después me condujo hasta el patio principal del palacio, donde estaba el mayordomo Yusuf muy ocupado como siempre en organizar la casa. Al verme, el jefe de la servidumbre dijo:

—Bien, joven español, siento que tengas que regresar al almagacén, pero no podemos correr el riesgo de que te escapes. Nuestro amo te considera un bien precioso y, en tanto terminemos de acondicionar esta residencia, el lugar más seguro para un esclavo tan recientemente apresado es esa fortaleza. Pero no te aflijas. Te aseguro que pronto iré a sacarte de allí. Mientras llega esa hora, obedece a este consejo: si quieres llevar aquí una vida buena, no te empeñes en querer ser quien eras. Olvídate de tu ejército, de tu Rey y de tu patria. Para sobrevivir será menester que empieces a pensar en servir a quien ahora es el único dueño de tu vida: nuestro amo Dromux Bajá.

Causáronme mucha inquietud estas palabras y me dieron buenas ganas de gritarle a la cara quién era mi único señor y dueño. Pero bien sabía que resultaría inútil cualquier acto de rebeldía y que más me valía callar y aguantar, esperando a la mejor ocasión para fugarme o confiar en que pronto alguien acudiera a mi rescate.

Me devolvieron al ominoso almagacén de donde me sacaron para tan breve alivio. Lo único que me alegraba encontrar allí de nuevo era a mis compañeros de cautiverio. Me rodearon ellos nada más verme llegar y, llenos de curiosidad, me asaetearon con montones de preguntas, como solían hacer con cualquiera que venía de fuera, por si podía traer alguna novedad a tan tediosa prisión. Hubo quien con ironía quiso saber si mi honra estaba incólume.

—¡Salvo algún que otro azote —contesté furioso—, esos moros no me han tocado un pelo!

También me contaron algunos de ellos las conjeturas que se habían hecho en mi ausencia acerca de mi suerte:

—Pensábamos que te castigarían por lo del tambor —dijo uno.

—O que felizmente acudía alguien a tu rescate con dineros de tu familia —observó otro.

—Supusimos que no te veríamos más —confesaban.

—¿Y qué diantres te querían? —preguntaban con ansiedad.

—Nada del otro mundo —respondí—. Sólo me hicieron tañer y cantar para los turcos.

—¿Sólo eso? ¡Demonios de sarracenos! —comentaba—. ¡Vaya una gente rara! ¿Y te dieron de comer? —les interesaba más que nada de lo que pudiera contarles.

—Poca cosa —mentí piadosamente, pues me sabía mal darles envidia, conociendo bien el hambre que allí se padecía.

Cuando se calmó el alboroto que causó mi llegada y reinó de nuevo la calma monótona del cautiverio, se acercó a mí el capitán Uriz. Sigiloso e inalterable, como una sombra, se sentó a mi lado y aguardó pacientemente a que el resto de los hombres dejara de prestarme atención. Entonces, con semblante indiferente, me pidió:

—Anda, Monroy, regresemos a los asuntos del tambor, que don Vicente de Vera echaba en falta la manera de comunicar algunas órdenes.

Me llevó Uriz a donde solíamos reunimos él y yo para tratar acerca de los toques de la caja. Miraba, como siempre, a un lado y a otro para asegurarse de que nadie nos espiaba. Cuando estuvo bien cierto de que no había curiosos por allí, me interrogó con ansiedad acerca de múltiples asuntos de mi breve salida del almagacén. Tuve que contarle cómo era la casa del Bajá, cuántos turcos había visto en la ciudad, dónde estaban dispuestos los guardias y si había buenas guarniciones de jenízaros en Susa. Le daba un sinnúmero de detalles. Parecía él no estar satisfecho nunca. Luego me preguntó si había escuchado algo interesante en la casa de Dromux.

—Sólo se veía allí movimiento de criados y esclavos —respondí—. El palacio está siendo preparado siguiendo los dictámenes de un tal Yusuf, que es el mayordomo principal del Bajá.

—Hummm… —preguntó circunspecto—: ¿Cómo es ese hombre?

—Es grueso, de buena estatura y de tez clara. Tiene una rara voz como de…

—¿De niño? —indicó él.

—Eso, de niño, o tal vez de mujer.

—Es un eunuco —observó.

—¿Un eunuco? ¿Qué es un eunuco?

—Vaya, Monroy, ¿de veras no has escuchado antes esa palabra?

—No, señor.

—Un eunuco es un hombre castrado. Alguien a quien le han cortado los huevos. ¿Comprendes? —explicó haciendo un gesto muy expresivo.

—¡Dios Santo! —exclamé.

—No te extrañes. Es muy frecuente eso entre los sarracenos. Cuando apresan a un muchacho que les parece adecuado, le cortan los testículos para que así sirva mejor a sus intereses; es decir, para emplearlo en las tareas del hogar y al cuidado de sus mujeres. ¡Así son esos endiablados moros!

Me aterroricé al escuchar aquello. Ya viví en su momento la experiencia de ver cortar las cabezas a muchos de mis compañeros de armas en Gelves. Pero esto sonaba peor aún a mis oídos. Debí de ponerme lívido, porque Uriz se apresuró a tranquilizarme puntualizando:

—Suelen castrar sólo a los chiquillos de diez u once años. Así que nadie que haya alcanzado la pubertad debe temer sufrir tan cruel mutilación.

—¡Ay, menos mal! —suspiré.

—Monroy —aseguró—, según lo que me has contado, ese turco sólo tiene interés en tu persona por la música. De manera que no debes temer demasiado. Es una gran suerte la tuya. Cuando esos demonios sarracenos se encaprichan con algo, lo miman a conciencia. Y eso… —añadió mirándome muy fijamente a los ojos y bajando la voz cuanto podía— y eso puede resultarnos de gran utilidad.

—No comprendo, señor.

—Escúchame atentamente —dijo agarrándome por el hombro y atrayéndome hacia él—. Tú puedes hacer un gran beneficio a la causa de nuestros reinos introduciéndote en la casa del Bajá ese.

—¿Cómo? ¿Qué podré hacer yo solo allí?

—¡Chist! No es momento ahora de hablar de eso.

Uriz se levantó súbitamente y me dejó allí plantado, hecho un mar de dudas. ¿A qué se refería con aquello de que yo podría hacer un gran beneficio a la causa de nuestros reinos en la casa de Dromux? Empecé a pensar que el capitán no estaba del todo en su sano juicio, tal vez por su obsesión de seguir siendo útil al ejército aun en tan penoso cautiverio.

Por la noche, cuando estaba sumido en un profundo sueño, alguien me despertó dándome pequeños tirones de pelo. Abrí los ojos y me encontré con una silueta que se recortaba como una sombra en la oscuridad.

—¿Eh…? ¿Quién…? —musité.

Una mano me tapó la boca y alguien se aproximó a mi oído para decirme en voz casi inaudible:

—Sigúeme, muchacho, soy el capitán Uriz.

Sin rechistar, me puse en pie y anduve vacilante entre los cuerpos de mis compañeros que dormían por doquier. En pos del capitán, recorrí el patio de parte a parte andando muy pegado a los muros, procurando hacer el mínimo ruido. Cuando llegamos a las dependencias más recónditas de la fortaleza, aquellas que únicamente estaban reservadas a don Vicente de Vera y a algunos magnates cautivos que gozaban de ciertos privilegios, nos salió al paso alguien desde la total oscuridad que susurró:

—¿Quién va ahí?

—Uriz y Monroy —respondió el capitán.

Nadie nos detuvo. Anduvimos por unos corredores sin ver apenas. Uriz me llevaba sujeto por el antebrazo y tiraba de mí conduciéndome por un intrincado laberinto, doblando ora una esquina ora subiendo unos peldaños. Hasta que llegamos a un lugar fresco y húmedo, donde se detuvo y me mandó:

—Aguarda aquí.

Permanecí allí un rato. Todo era negro a mi alrededor. El corazón me palpitaba en el pecho y un frío sudor recorría mi espalda. No comprendía el porqué de aquello y no terminaba de confiar plenamente en Uriz. Presentía que había algo de locura en sus maniobras; pero, por otra parte, una misteriosa intrepidez me impulsaba a obedecer a sus extraños mandatos.

Vi venir un resplandor lejano que cobraba intensidad al fondo de un largo corredor. Alguien traía una vela encendida. Cuando la llama iluminó la estancia, pude apreciar que llegaban tres hombres. Uno de ellos era don Vicente de Vera, el segundo un anciano capellán de origen portugués a quien solíamos llamar padre Amaral y el tercero, que llevaba la palmatoria en la mano, me resultaba conocido, pero no sabía su nombre. Todos tenían expresión grave en el rostro y no decían nada.

—Sentémonos, caballeros —dijo don Vicente de Vera.

Nos sentamos los cuatro en el suelo alrededor de una pequeña mesa que era el único mueble en aquella lúgubre estancia. En el centro, la llama de la vela oscilaba creando en los rostros sombras duras, casi siniestras. El anciano capellán jadeaba y hacía esfuerzos para contener una tos persistente. En un rincón, de pie, Uriz nos miraba muy serio.

Habló primeramente don Vicente de Vera, con gran circunspección y solemnidad. Me explicó que aquélla era una reunión muy secreta y de suma importancia, advirtiéndome repetidamente acerca de los peligros que sobre mí y sobre ellos podían recaer en el caso de que alguien llegara a enterarse de lo que de seguido íbamos a tratar. Por mi parte, le aseguré que podían confiar en mí. Pero el capellán prefirió que se me tomara juramento. Sacó de entre sus ropas un crucifijo que yo sostuve en el pecho mientras juraba guardar silencio.

—Bien, al grano —dijo don Vicente—. Danos cumplida cuenta de lo que viste en la casa del turco.

Una vez más tuve que relatar paso a paso mi salida del almagacén y cuanto ya le conté a Uriz el día anterior. Me hicieron muchas preguntas. También quisieron saber cómo fui hecho cautivo y abundantes detalles de mi vida anterior al cautiverio: mi origen, apellidos, familia, amistades y relaciones; si era casado, si tenía mujer prometida o alguna querida, si tenía enemigos personales, cuál era mi hacienda en España, si tenía pleitos pendientes o cuentas que saldar… Toda mi vida fue desgranándose detalle a detalle delante de aquellos caballeros, como en una confesión general y minuciosa. Hasta que Uriz interrumpió respetuosamente el interrogatorio, advirtiendo:

—Señores, pronto amanecerá. Es preciso abreviar. Ya les dije a vuestras mercedes que el joven Monroy es cabal y de buena ley. Vayan a lo que nos trae y regresemos cuanto antes; no levantemos sospechas.

—Muchacho —me dijo el capellán con mucha solemnidad—, son éstos unos tiempos duros para la Cristiandad. Ya sufriste en tus propias carnes la fiereza y rapacidad de los sarracenos, que no pierden ocasión para causar males sin cuento a la empresa de nuestro Rey. Por más empeño que ponen las naciones cristianas y el mismísimo Papa para librar al mundo de los desmanes del turco, el peligro es grande y la guerra sin tregua. ¡Dios nos pide hasta el último sacrificio! ¿Estás dispuesto a cumplir con tu parte en esta causa hasta el fin?

Aunque no comprendía adonde querían llegar con todo aquello, asentí con un firme movimiento de cabeza.

—Bien, Monroy, así debe ser —dijo don Vicente poniéndome la mano en el hombro—. Ha llegado el momento de explicarte cuál es tu cometido —y dicho esto, miró al tercer caballero, que estaba sentado a mi lado y que aún no había abierto la boca.

—Presta mucha atención a lo que don Jaime de Leza va a decirte —me recomendó el capellán—. El sabe mucho de estas cosas.

Volví la cara hacia el tal don Jaime. Era un hombre corpulento de inexpresivo rostro y edad de unos cuarenta años, pues llevaba rapada la cabeza y tenía una espesa barba grisácea que casi ocultaba su boca. Una ancha y rosada cicatriz le recorría la frente de parte a parte, uniéndole las cejas por arriba, lo cual daba un aspecto muy extraño a su mirada. Hablaba de manera pausada y de vez en cuando levantaba el dedo índice, largo y tieso, como único gesto.

—Joven caballero —dijo—. Aquí en esta prisión de Susa van a suceder muchas cosas próximamente; cosas importantes, peligrosas y de gran alboroto. En fin, puede que Dios quiera que de aquí venga la solución de muchos males y el negocio de interesantes arreglos para la causa de nuestro Rey.

—¡Abrevia, Leza, por los clavos de Cristo! —le apremió Uriz.

—Sí, sí, voy a ello —contestó el caballero levantando el dedo—. Muchacho —dijo señalándome—, de todo ello tendrás noticias. Pero… tú… como si tal cosa… ¿comprendes?

—No —respondí con sinceridad.

Nuevamente, el tal Leza apuntó al cielo con el índice.

—Queremos decir que, aunque veas movimiento grande entre la gente cristiana de esta prisión y varíe el curso de los acontecimientos, tú no debes hacer mudanza alguna, sino seguir bajo la mano y gobierno de ese turco que te cautivó.

—Sigo sin comprender —insistí.

Uriz se aproximó entonces a mí y, mirándome muy fijamente a los ojos, explicó con rotundidad:

—Es muy posible que esta prisión se levante en armas y alguno de nosotros pondrá tierra por medio para escapar a la parte cristiana. Si Dios lo tiene a bien.

—¿Una revuelta? —pregunté.

—Eso mismo —asintió don Vicente.

—¿Y cuándo será eso? —quise saber ansioso.

—Hummm… —murmuró el padre Amaral—. ¡Quién lo sabe! ¡Dios quiera que no tarde demasiado!

—Bueno —me ofrecí muy dispuesto—, pues aquí me tienen vuestras mercedes para lo que sea menester; tocar la caja, luchar, poner tierra por medio…

—¡No, no, no, muchacho! —exclamó don Jaime—. Precisamente tú no debes hacer mudanza de tu estado. Si llega la hora de esa revuelta, has de permanecer quieto, tratando de salvar tu vida y no contarte entre los rebeldes.

—¿Quieto? ¿Como un cobarde? —protesté, para manifestar mi valor.

—Es de agradecer ese arrojo, Monroy —me dijo don Vicente—, pero serás más útil a nuestro Rey si continúas sujeto al Bajá, en su casa.

—No comprendo para qué he de hacer tal cosa. Si no me explica cuál es mi cometido…

—En su momento lo sabrás —aseguró don Vicente—. Mientras tanto, no te impacientes y mira sólo por salvar el pellejo.

—Recuérdalo, Monroy —insistió don Jaime levantando el dedo índice—, pase lo que pase, tu vida será lo más valioso.

—Y guarda también tu ánima —añadió el capellán—. Esos diablos sarracenos te llevarán por caminos de perdición. Recuerda siempre quién eres, de dónde vienes y al único Señor, a la única fe y al único bautizo a los que te debes. ¡Y que la Virgen Santísima cuide de ti!

—Señores —dijo Uriz con nerviosismo—, es hora de dejar este asunto. Hemos de regresar allá antes de que la gente despierte.

Me abrazaron uno por uno. Adiviné un brillo de emoción en los ojos de don Vicente de Vera. Don Jaime, que fue el último en despedirse, pegó sus labios a mi oído y me dij o con una voz sibilante:

—Sabrás de mí. Siempre espera mis noticias, suceda lo que suceda.

Uriz y yo anduvimos en completo silencio por la penumbra. Salimos al exterior y recorrimos el patio. Desde alguna parte, alguien gritó algo en lengua alárabe. Entonces, el capitán se puso en cuclillas y fingió estar haciendo de cuerpo. Yo le imité. Los guardias no nos prestaron mayor atención.

Cuando estuve al fin tumbado nuevamente en mi duro lecho, que apenas era un montón de jirones de sucia y vieja ropa, medité sobre todo lo que me habían dicho esa noche. Seguía confuso. En realidad no sabía aún qué se me encomendaba. Resultaba extraño asimilar que mi única obligación fuera procurar salir sano y salvo de una revuelta y no huir de allí.