Reparé en que los sirvientes y esclavos de mi dueño, Dromux Arráez, se referían ahora siempre a él como el Bajá. La razón de esto estaba en la manera que tienen los turcos de nombrar a sus jefes. A los patrones de sus galeras los llaman arráeces, así como a los capitanes de las escuadras de la mar. Siendo de mayor respeto el título de bajá, el cual otorgan a los gobernadores de provincias, a los visires y a los magnates de sus gobiernos. Así que el renegado Dromux pasó de arráez a bajá, merced al nombramiento de gobernador de Cairovan que su jefe Piali le dio como vicario del Sultán que era, antes de irse a Constantinopla.
Vi yo poco a Dromux Bajá en estos primeros días de mi estancia en la casa. Pero constantemente oía repetir: «El Bajá manda esto» o «Dispone el Bajá aquello», y se advertía un gran temor y respeto hacia su amo entre la servidumbre. Daba la sensación de que todo en aquella enorme residencia era provisional o que aún no se hallaban dispuestas las cosas de la manera más adecuada. Apreciábase que ese fiero jenízaro, hecho a vagar por los mares dedicándose a su oficio de pirata, de isla en isla y de puerto en puerto, estaba poco habituado a la vida en tierra firme; como así tampoco los subordinados que arrastraba con él, los cuales adolecían de cierto despiste para adecuarse a la nueva situación de su jefe. Era frecuente verles discutir por cualquier nimiedad o porfiar acerca de dónde debía colocarse algún mueble o adorno. Porque la casa estaba todavía patas arriba, llena de alarifes y artesanos que iban de acá para allá tapando grietas y desconchones o reparando puertas, ventanas y celosías.
Lo que sorprendía era ver que la mayor parte de aquella gente que vivía al servicio de Dromux era renegada, siguiendo la condición de su amo. Supe luego que en Susa vivían más de veinte mil renegados, y muchos más en Trípoli, Argel y Túnez. No eran pocos pues los que habiendo sido cristianos se convertían en estas tierras a la secta mahomética y se hacían sarracenos de pensamiento y de costumbres. La razón de esta muda de religión les venía dada, unas veces, por haber encontrado de esta manera la forma de salvar la vida, y otras, para hacerse un sitio en puertos de piratas con el fin de enriquecerse a cogía de las malas artes del ejercicio del corso. Aunque también abundaban aquellos que tenían cuentas pendientes que saldar con las justicias de sus reinos cristianos de origen y escapaban buscando el amparo de la morisma donde, con sólo manifestarse fiel a Mahoma, podían campar por sus respetos y hacer fechorías sin cuento. Y entre tales renegados abundaban sobre todo los italianos, napolitanos, calabreses y sicilianos, aunque no faltaban españoles del Levante, alicantinos, valencianos, menorqueses, mallorqueses, almerienses y todo género de chiquillería apresada por las costas; siendo estos últimos los que más lástima daban, pues sus tiernas mentes eran más fácilmente manejadas por la rufianesca pirata que hacían de ellos una hueste dócil y adiestrada para sus turbios negocios.
Y como suele suceder en estos casos, eran precisamente los moros conversos quienes más celo mostraban por su nueva religión y, por ende, más inquina hacia los cristianos. Como era el caso de Letmí, el criado que se encargaba de custodiarme, el cual no perdía ocasión de propinarme dolorosos azotes con la vara que llevaba siempre en la mano, y a su vez era quien más veces me llamaba «perro cristiano», que era el insulto preferido de la morisma para nosotros.
En cambio, el mayordomo Yusuf se comportaba conmigo admirablemente, y recriminaba seriamente a los demás sirvientes cada vez que les descubría maltratándome. Este extraño hombre era, por así decirlo, el verdadero jefe de la casa de Dromux, pues no había cosa que se hiciera sin su consentimiento, y el propio Bajá con frecuencia le preguntaba, aun delante de todos: «¿Te parece bien tal o cual cosa, Yusuf?». Así que, apreciando yo que le había caído en gracia a tan importante criado, sentíame más seguro bajo su mano.
Tres días estuve fuera del almagacén alojándome en la casa del Bajá. Después de tantas penalidades como había pasado en el cautiverio, parecióme este breve tiempo un paseo por el paraíso. A pesar de que el endiablado Letmí me sacudió lo mío siempre que pudo. Comí buenos pepinos, melones, verduras y hortalizas de todo género, guiso de cordero y pan hasta hartarme. Parecía milagro ver cómo mis enflacados miembros engrosaban sus carnes de un día para otro. Me di más de un baño caliente en lo que llamaban el hammam y sentía que el vigor acudía a mi cuerpo cuando me frotaban con perfumados ungüentos. Pero nada me resultó tan placentero como descansar seguro sobre un mullido jergón en el fresco sótano donde cada noche me encerraban bajo siete llaves. Entonces, sabiéndome al fin a salvo de muchos peligros que me acecharon antes, daba gracias a Dios con sinceras oraciones y me sumía en un dulce y reparador sueño que me enajenaba hasta el amanecer. Lo cual era verdadera novedad en mi vida de cautivo, pues hasta entonces mis noches fueron un angustioso duermevela donde se me presentaban todos los horrores que había visto en la guerra y tantas crueldades de las que fui testigo.
En estos tres días que digo, sólo se me pidió prestar un servicio en pago por tan considerado trato, y fue cosa nada difícil para mí: tañer y cantar para el Bajá en una fiesta que dio a sus invitados.
Para tal menester, me engalanaron bien a guisa de moro. De aquella vestimenta, lo que peor soportaba yo era el turbante. Pero no estaban las cosas como para andarse con caprichos, así que me aguantaba y en paz.
Me llevaron a un amplio salón cuyo suelo aparecía cubierto de alfombras y las paredes tapizadas en vivos colores. Todo estaba lleno de suaves almohadones, bajas mesas nacaradas, figuras y jarrones. Los invitados, acomodados a sus anchas, charlaban amigablemente mientras daban cuenta de todo tipo de ricas viandas y bebían en copas doradas. Al fondo, Dromux Bajá sonreía plácidamente, con gesto bobalicón a causa del vino que había bebido a esas alturas de la fiesta.
—Aguanta ahí sentado hasta que te digan lo que has de hacer —me indicó Yusuf señalándome un taburete.
Me senté y estuve observando a los comensales. Sobre las mesas se veían grandes empanadas, suculentas tajadas de carne, pájaros ensartados en brochetas pasadas por las brasas, marmitas con humeantes estofados, frutas, dulces y golosinas. Los aromas de las especias y el intenso olor de los guisos llenaban la estancia. El rumor de las conversaciones era monótono, salvo alguna que otra risotada, y en la suave penumbra propiciada por las delicadas lámparas de aceite, el ambiente languidecía. Aquellos fieros y aguerridos turcos se divertían ahora vestidos con frágiles túnicas de lino o seda, en vez de con las férreas armaduras, y cubrían sus cabezas envolventes sedas, damascos, pieles de armiño y plumas, en lugar de los habituales yelmos puntiagudos. Compadreaban amablemente, brindaban y departían acerca de cosas incomprensibles para mí, por hablar la lengua turca.
—¡Andando, ve al medio y haz lo que sabes! —me dijo de repente el mayordomo dándome una palmadita en la espalda.
Nervioso, anduve unos pasos hasta situarme donde me pareció más oportuno.
—¡No, ahí no! ¡he dicho al medio! —me susurró Yusuf.
Un criado fue a colocar el taburete justo en el centro de la estancia. Avancé sin hacerme notar. Me senté y comencé a tocar una bonita melodía que recordaba de mi estancia en Córdoba. Sentí cómo se hacía el silencio. Paseé la vista en derredor y percibí cierta indiferencia. El Bajá escuchaba atentamente a un invitado que le hablaba manoteando profusamente y ni siquiera miraba en dirección a donde me hallaba. Arranqué unos cuantos acordes más sonoros y canté como mejor sabía:
¡Ay, qué dulce tu amor me sabe!
Déjame gustar la miel que de tu cuerpo se escapa.
Veo la luna en tu piel, como suave luz de plata.
¡Ay, qué tierno tu amor me sabe!
Dromux dejó de prestar atención a la conversación y miró hacia mí con grave semblante. Luego hizo un gesto con la mano y no tardó en reinar del todo el silencio. Entonces, con mayor seguridad proseguí yo con un canto más lleno de melancolía:
Duéleme el alma señora por no tenerte a mi lado.
Se van y se vienen mis penas y no me hallo consolado.
Doleos de estos amores que no me dejan vivir.
Si no socorréis mis dolores puédome pronto morir.
Vi que les placían mucho estos versos al Bajá y a su concurrencia y me animé yo aún más. Estuve tañendo y cantando un buen rato. Ora cantaba una copla alegre y movida, ora otra triste y taimada. Desgrané en el laúd canción a canción gran parte del repertorio que conocía; tientos, requiebros, fantasías… Luego me fui dejando llevar por la núba tan triste que se toca en Málaga y estuve ya seguro de tener en el bote a los turcos, pues sus ojos brillaban inundados de lágrimas y hasta se les escapaban algunos suspiros. Cuando terminó la fiesta, me recompensaron con una fuente de pastelitos y una jarra de buen vino que apuré casi de un golpe. Pero Dromux ni siquiera se acercó a felicitarme, aunque me pareció advertir que me lanzaba una leve sonrisa complaciente. En cambio, Yusuf incluso me abrazó y, exultante, me llenó de alabanzas:
—¡Magnífico! ¡Muy bien! ¡Nuestro señor el Bajá estaba muy satisfecho!…
Me condujo luego Letmí al sótano donde me guardaban y no dijo palabra por los corredores. Ya me daba yo cuenta de que su rabia hacia mí se intensificaba a causa de este éxito. Y el muy traidor no se quedó con las ganas de darme el último azote del día, antes de empujarme al interior de la celda y cerrarla con sonoras vueltas de la llave, al tiempo que, furibundo, me despedía con un:
—¡Ahí te pudras, perro cristiano!