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Empecé a servirme del tambor para hacer las llamadas cuando el capitán Uriz me lo ordenaba. Este oficio mío, que resultaba de gran utilidad en el tercio, en la prisión servía para bien poco. Los hombres hacían caso omiso de los toques. La mayor parte de ellos se comportaba como quien oye llover. Algunos incluso se reían de mí cuando me veían poner todo el empeño en el centro de la plaza, llamando a la limpieza común, para convocar la asamblea o para la oración.

—¡Anda y que te zurzan, tambor destemplado! —protestaban—. ¡Calla y déjanos en paz!

Como viera el capitán que yo no me desalentaba a pesar de esta chanza, se acercaba a mí y me infundía ánimo.

—Adelante, Monroy, sigue con tu tarea. Al menos ese tambor nos recordará que, aun en este trance, somos súbditos del Rey católico.

Muchos de los cautivos vivían ya como hombres sin esperanza, vencidos por el tedio y el temor. En cambio Uriz estaba siempre cavilando. Tenía unos negros ojos muy vivos, con cierto asomo de delirio, que miraban nerviosos a todas partes. Estaba tan flaco y seco que parecía ser hecho de dura soga trenzada; mas no se le veía débil, sino enérgico y siempre agitado. Torcía la boca al hablar, como en un amargo rictus, y le asomaban unos amarillos dientes que apretaba con fiereza. Era sin duda uno de esos temerarios caballeros que da España; capaces de hacer cualquier locura, sin mirar por la propia vida ni por la de nadie.

De vez en cuando, aproximaba su boca a mi oído y me susurraba nervioso medias palabras cuyo sentido debía yo descubrir:

—Te conozco bien, Monroy. Cualquiera de los hombres del tercio de Sande sería digno de mi confianza. Aquí, tú, yo y cuatro más como nosotros podemos hacer grandes cosas.

Yo asentía con la cabeza, muy convencido de que siguiendo sus indicaciones cumplía con mi deber.

—Bien, bien —decía él—. Ya sabía que no me defraudarías.

—¿Qué he de hacer? —preguntaba yo.

—A su tiempo lo sabrás, muchacho —contestaba enigmático—. Tú, a lo tuyo, dale que te pego con ese tambor. ¡Haremos hazañas, grandes hazañas! La vida de un soldado no termina cuando uno es hecho prisionero. Sólo la muerte puede quitar de en medio a un guerrero de verdad.

—¿Y qué puede hacerse? —me impacientaba yo—. Apenas somos aquí mil hombres, estando los más de ellos famélicos y sin fuerzas.

—Menos es nada —decía él, aguzando los vivos ojos—. A su tiempo verás cuánto puede hacerse aquí por la causa de nuestro rey.

Como pasaba el tiempo sin que sucediera nada extraordinario, salvo las penalidades propias del cautiverio, y allí no se veía más movimiento que la rutina diaria de comer lo poco que nos daban, dormitar en el duro suelo y matar el aburrimiento con juegos de niños, vine a concluir que las propuestas de Uriz eran fruto de su fantasía. También llegué a creer que mi dueño, el gobernador turco de Susa, se había olvidado completamente de mí. Entonces me dio por pensar que mi condición de músico no me iba a librar de las penalidades. Las ilusiones que me hice en un principio se fueron desvaneciendo.

Pero sucedió que una mañana muy temprano se presentaron en el almagacén dos criados que decían venir de parte de Dromux. Uno de los guardianes de puerta voceó mi nombre y entonces supe que por fin me reclamaban en el palacio de mi amo.

Uriz se percató de este hecho y se apresuró a instruirme con muchas advertencias y recomendaciones:

—No pierdas ripio, Monroy; todo lo que veas y oigas en la casa de ese turco nos puede resultar muy útil. Hazte el sumiso, obedece a todo sin rechistar, gánate su confianza… Pero… que no te convenzan, muchacho; que a esos endiablados sarracenos les priva hacer renegar a nuestra gente…

Me llevaron primero al taller de un herrero donde me pusieron unos fuertes grillos de hierro en los tobillos, los cuales me unieron con una cadena de poco más de dos cuartas de largo, con la que difícilmente podría correr. También me colocaron argollas en las muñecas. De esta manera, sujeto de pies y manos, me condujeron por un laberinto de callejuelas a una plaza donde se alzaba la mezquita mayor de Susa. Fuimos bordeando un gran palacio hasta las traseras de lo que adiviné que era la residencia de Dromux, por la mucha guardia y servidumbre que se veía una vez que entramos por la puerta falsa. Los moros que estaban en los patios, ocupados en sus faenas, me miraban con mucha curiosidad y decían en su lengua cosas incomprensibles para mí.

Por una estrecha y oscura escalera, los que me custodiaban me bajaron a unos sótanos donde tenían los baños. Allí me despojaron de mis pobres y escasas ropas y me restregaron bien con ásperos estropajos de estopa. Más agradable fue sentir el contacto del agua cuando me sumergieron en una pileta. A todo esto, sentíame como un animal o un objeto entre sus manos. Parecían divertirse con el trabajo de asearme y me daba la sensación de que se burlaban de mi delgadez extrema, pues me señalaban los costillares que asomaban bajo mi piel por la poca carne que tenía pegada a los huesos. ¡Qué humillación, verme en manos de impíos hombres, en cueros y sin poder decir ni pío! En aquel lugar, me cortaron los cabellos y me rasuraron barba y bigote, dejándome lampiño como un infante. Esto fue el mayor escarnio que me hicieron, pues nada me parecía más afrentoso que sentir el manoseo de los moros en torno a los labios. Pero estaba muy resuelto a no abrir la boca, siguiendo las instrucciones del capitán Uriz.

Ya fuera de los baños, en unas dependencias donde se amontonaban telas y prendas de vestir, me echaron por lo alto una especie de camisón a la manera de sayo hasta los pies y, de esta guisa, me condujeron los criados ante la presencia de sus jefes.

Recibióme un grueso hombre de piel clara que estaba sentado en un diván, entre cojines. Éste, que era el primero de los mayordomos del palacio, me pareció desde el principio ser amable y no se mostraba tan despreciativo como los demás. Me remiró cuidadosamente y desplegó una sonrisa plena de satisfacción. Para sorpresa mía, me dijo en perfecta lengua cristiana:

—¡Ah!, tú eres el músico. ¿Cómo te llamas?

—Luís María Monroy de Villalobos —respondí.

—¿De dónde eres?

—De España.

—Si claro, de España, eso lo sé. ¿De qué parte de Castilla?.

—No de Castilla, de la baja Extremadura.

—¡Ah!, ¿Cerca de Córdoba?

—Queda lejos de Córdoba mi pueblo, aunque está más próximo a Sevilla.

—¡Ah Sevilla! —exclamo cerrando los menudos ojillos—. Debe de ser muy hermosa Sevilla. Eso dicen todos.

—Debe de serlo, señor —observé— aunque yo no puedo asegurarlo por propia experiencia, pues no la conozco.

—Pareces ser un joven instruido —dijo—. ¿Eres noble?

—Soy fijosdalgo.

—Se nota.

—Estoy muy orgulloso de mi sangre —aseguré.

—Bueno, bueno, muchacho —dijo agitando las manos— esa honra de poco puede servirte. Aquí no eres sino un esclavo uno mas de los sirvientes de nuestro amo el Bajá Dromux. La guerra es así ya sabes, Luis Manuel…

—Luis María, señor.

—Eso Luis María. Y bien, ¿qué sabe hacer Luis María Monroy? Dicen que sabes tañer y cantar admirablemente.

—¡Letmi trae el laúd! —ordenó autoritariamente a uno de los críados.

Enseguida fue el sirviente a buscar el instrumento y lo puso en mis manos. Lo templé y luego lo toqué y canté lo mejor que sabía. Holgóse el mayordomo de escucharme y aplaudió muy contento. Después dijo con mucha solemnidad:

—Nuestro amo, el gran Dromux Bajá, dará mañana en este palacio una fiesta para agasajar a los magnates aliados del sublime sultán Solimán. Nuestro amo adora la música. Tañerás tú y cantarás a la manera de España cuando te corresponda en el turno de las actuaciones.

—Haré lo que se me mande —contesté sumiso.

—¡Muy bien! —exclamó el mayordomo—. Ahora te daremos de comer algo, pues veo que estás muy menguado de carnes.

—Hay poco con lo que alimentarse en el almagacén.

—Vayamos a la cocina —ordenó poniéndose en pie.

En las cocinas del palacio abundaba la comida. Ya hacía tiempo que yo no veía carnes, verduras y frutas en tanta cantidad, tan frescas y bien dispuestas. Me sentaron a la mesa y pronto me trajeron los cocineros pan tierno, garbanzos y algunas presas de cordero. Me abalancé sobre lo que me ofrecieron arrastrado por mi hambre de muchos días.

—Bien, Luis María —me aconsejó el mayordomo—, come despacio que puede hacerte mal un atracón, tan seco y débil como estás.

El resto de los criados y esclavos que allí estaban se divertían a mi costa, al verme saciar el apetito de forma voraz, como un animal. Pero nada me importaba a mí más en aquel momento que reponer mis mermadas fuerzas.

El jefe de la servidumbre se sentó a mi lado y me observaba lleno de curiosidad. De vez en cuando me preguntaba cosas sobre mi persona y origen, sobre España y sobre la manera en que había venido a ser cautivo.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve he cumplido —contestaba yo entre tajada y tajada.

No es mala edad para hacerse aquí una vida —comentó él—. Siempre hay tiempo para acomodarse uno a lo que Dios manda. A tus años un hombre instruido y hábil como tú puede recomponerse la existencia entre la gente de la ley de Mahoma…

Debí de mirarle con extrañados y desafiantes ojos, porque enseguida se apresuró a añadir:

—Aunque, naturalmente, debe uno hacer borrón y nueva cuenta con lo pasado. Los cristianos se tienen hecha una mala y falsa semblanza del turco y de todos los seguidores del Profeta en general. Pero la vida no es muy diferente acá. Ya te digo: es cuestión de acomodarse.

—¿Acomodarse uno a ser esclavo de otros? —observé—. Más que cómodo, a mí eso me parece resignación.

—Piensas en cristiano, joven. Y yo te comprendo. Te costará mucho hacerte a esta vida. Pero veo que eres inteligente y sé que te será más fácil que a otros.

Me quedé mirándole fijamente. A estas alturas de la conversación, mi menguado estómago empezaba a estar lleno. El mayordomo era un hombre grueso de edad indeterminable que tenía la piel muy clara y rosada. Apenas le crecían unos cuantos pelos rubicundos en su barbilla redondita y casi siempre sonreía. Vestía con la túnica larga que usan los turcos y lucía en la cabeza el enorme turbante propio de quienes tienen algún poder entre ellos. Aunque sus ademanes resultaban inmoderados, el tono de su voz era muy extraño, femenino y delicado, recordando el de una mujer madura. Me parecía adivinar cierto poso melancólico en sus ojos. Después de tanto maltrato como yo había sufrido hasta ese día, su presencia amable me confortaba mucho.

—Ya que has salvado la vida —me aconsejaba paternalmente— debes cuidar de salir lo mejor parado que puedas en esta tierra. La vida de un cautivo no vale más que la de una mosca. Ésas son las crueles leyes de la guerra pero siendo listo y sabiendo la manera de ser útil, se puede sobrevivir. Fíate de mí y obedece a cuanto se te pida. Nuestro amo Dromux no es un hombre especialmente cruel. En esta casa todos somos esclavos. Incluso yo ya ves aunque tengo el mando sobre toda la servidumbre Mas no por ello vivimos mal en esta casa. No es tan mala la gente turquesa como la pintáis los cristianos. Las cosas son según uno las mira. Pregunta a cualquiera de ésos —me dijo señalando con el dedo a los otros criados que nos miraban muy atentos, aunque no entendían nada de lo que hablábamos—. Para ellos, la gente cristiana es el mismísimo diablo, pues así se lo pintaron los suyos desde que nacieron. ¿Comprendes?

—Y tú, señor —le pregunté—, ¿por qué hablas tan bien mi lengua?

—Porque nací cristiano. El beylerbey de Argel Jair Aldin Barbarroja me hizo cautivo cuando era niño de once años, en uno de sus asaltos a la costa española. Vivía yo como cualquier hijo de pastores, dedicado a cuidar las cabras de mi familia por los cerros de Málaga. Nunca sabré que fue de mis padres, si viven o han muerto ya.

—Es una gran crueldad sacar a un niño de su casa y de su gente y llevarlo esclavo a otro mundo —comenté, sobrecogió Por tan triste historia—. Mi caso es diferente, pues yo tenía todo el uso de mi razón cuando escogí libremente ser soldado e ir a la guerra. Si ahora soy cautivo es porque decidí arriesgarme, aun a sabiendas de que podía sucederme esto o algo peor; tener que llevar la dura vida de un galeote o incluso morir a manos del enemigo.

—Sólo lo que Dios quiere sucede —sentenció el mayordomo—. ¿Crees acaso que he sido más infeliz en esta vida que en la que tenían reservada para mi pueblo y mi familia? Has de saber que éramos pobres. Tal vez habría muerto de hambre en Málaga. Tú eres hijo de hidalgos, pero es muy dura la existencia de los pobres en España.

—No más que aquí —apostillé.

—No más que en ninguna parte —añadió.

Volvió a hacerse el silencio entre los dos. Aunque él mandaba sobre mí, dadas las circunstancias, al menos nos unía el origen. Ambos éramos cautivos. Sólo una duda me agitaba.

—¿Renegaste de la fe? —le pregunté.

Se quedó pensativo un rato y después contestó con gran aplomo:

—Para mí no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.

—Pero… eres un bautizado…

—Turquía está llena de bautizados que siguieron luego al Profeta cambiándose de ley. También nuestro amo Dromux nació en tierra de cristianos. Como muchos bajas, beylerbeys, arráeces, visires y hasta grandes visires del Imperio. Ya ves, pocos son los fieles de Mahoma que se hacen cristianos. Sin embargo, son legión los cristianos que se cambian de ley. ¿Por qué será?

—Será por la fuerza bruta —observé.

Será —añadió muy sonriente—. La misma fuerza bruta que usa el Rey de los cristianos para quemar herejes y expulsar a judíos y moros de sus reinos. En fin, dejemos ya la conversación —dijo zanjando la cuestión—. Debes descansar para que estos alimentos regeneren tu cuerpo flaco.

—Dime antes cómo te llamas.

—Yusuf es mi nombre —respondió—. Yusuf Gül Agá.

Dicho esto, se despidió de mí y ordenó a los criados que me condujeran a donde debía descansar. Por el camino, uno de ellos me iba golpeando con una vara y me empujaba de tal manera que, debido a la trabazón de las cadenas, caí al suelo un par de veces.

Ya solo, en el cuartucho donde me encerraron, medité acerca de lo que había sucedido ese día. Comprendía que mi vida no dejaría de ser dura, mas me confortaba haber dado con el tal Yusuf, que parecía ser más bondadoso que los demás sarracenos. Bien comido, dormí plácidamente.