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Permanecí encerrado en el almagacén de Susa sin salir para nada algo más de dos meses. Este tiempo parecióme una eternidad por el hambre, la desnudez y el calor que se padecía. Aunque nada era peor que ver la crueldad que los moros usaban contra los cautivos. En aquella prisión sufríamos hacinados más de un millar de cristianos, pertenecientes tanto al gobernador, como a los magnates y a algunos particulares, ricos o pobres. Unos cautivos eran «de rescate» —que decían— y otros simplemente esclavos. Los primeros eran aquellos que, por ser nobles oficiales y gente principal, se tenían reservados para sacarles buen provecho pidiendo por ellos una buena suma, de doscientos, trescientos, quinientos y hasta mil ducados, cuando se tratase de alguien importante, como un capitán o un caballero de distinguido linaje.

Los esclavos, en cambio, tenían muy dificultosa su libertad, pues, estimándose de poca monta, no se esperaba obtener dellos otro beneficio que su trabajo de sol a sol. Eran, por ende, estos últimos los más infelices, porque sus amos podían cometer con ellos mil atropellos y crímenes de gran crueldad y saña.

Caso aparte de unos y otros formaban aquellos cautivos que por su oficio de carpinteros, armadores, médicos o —como era mi circunstancia— músicos, significaban en sí mismos una valiosa pertenencia para sus amos, lo cual les hacía merecedores de un trato benigno siempre que estuvieran bien dispuestos a esmerarse en sus artes.

Ya dije que me encontraba yo entre estos últimos, habiendo comprobado que mis cautivadores usaban ciertos cuidados para mi persona, aunque eso mismo me quitaba la esperanza de ser rescatado un día.

Pero en el almagacén compartíamos todos los cautivos las mismas necesidades, por ser el lugar de encierro común, donde, como tengo dicho, nos guardaban de forma segura mientras a unos y otros se les iban adjudicando los destinos que disponían sus amos. Éstos daban una suma a los carceleros por nuestra custodia y mantenimiento y así podían irse cómodamente a sus negocios. De manera que, como es de suponer, la comida que nos daban era poca y mala; apenas unos puches de harinas negras y una menguada ración de agua cada día. No habiendo allí distinciones por rescate, ni por oficio, ni por amos. Aunque bien es verdad que, de todos los que estábamos en el almagacén, se llevaban la peor parte los esclavos que no podían esperar el rescate ni sabían mejor oficio que el de simples braceros. Para con estos infelices se despertaba la saña de los carceleros y vi usar en sus pobres carnes las más horrendas crueldades: apaleamientos, mutilaciones y tormentos de todo género. Cuando esas criaturas, famélicas y débiles hasta la extenuación, ya no servían para sus duros trabajos, eran ahorcados o degollados sin más contemplaciones.

Entre los muchos buenos y nobles caballeros que padecían cautiverio en aquel almagacén de Susa de tan triste recuerdo, estaba un maese de campo de nombre don Vicente de Vera. Era este militar hombre ya de edad madura, de más de cincuenta años, tal vez sesenta, pues tenía la barba y los cabellos muy blancos. Por su fina estampa y su elegante compostura, a pesar del lamentable trance, reflejaba ser caballero de buen linaje. Supe luego que era marqués, aunque no recuerdo el nombre de su marquesado. Pues bien, había sido este don Vicente de Vera gobernador de Susa por tres veces, ya desde los tiempos del cesar Carlos, hacía casi veinte años. De manera que se había pasado más de media vida guerreando contra los moros y turcos por la causa de nuestros reinos. Por su edad, por sus títulos y por sus dotes de gobierno, hacía este buen señor las veces de jefe de los cautivos cristianos que allí estábamos, y a pesar de que el dominio sobre nuestras personas lo ejercían los sarracenos, no había cristiano que le discutiese el mando en las cosas del interior de la prisión. Sobra decir que se hacía muy necesario un prudente y cabal gobierno entre las gentes que vivían tan desesperadas, para resolver pleitos, impartir justicia, evitar atropellos y mantener la paz y la convivencia. Tal era su natural autoridad, que hasta los turcos que le habían desposeído del rango de gobernador, al perder nuestro rey la plaza, le tenían grande consideración y respeto; tanto que incluso contaban con él a la hora de disponer ciertos menesteres en el almagacén, como proveer al reparto de las raciones, organizar la limpieza o distribuir a la gente en las pocas y destartaladas dependencias que componían aquella ruinosa fortificación. Y cuando algún cautivo necesitaba hacer valer sus derechos o sufría cualquier agravio por parte de los que allí habitaban, no dudaba en acudir a Vera para que le amparase o le diese consejo.

También había clérigos cautivos. Diariamente se decían misas en una improvisada capilla, donde asimismo se rezaban laudes cada mañana y vísperas por la tarde. No eran pocos los cautivos que acudían a estos piadosos actos. Sorprendía ver con cuánta devoción y temor de Dios se vivía en aquella prisión. Muchos de nosotros nos confesábamos con frecuencia y comulgábamos a diario, por si estaba del Cielo que fuese llegado antes de la noche el momento de rendir el alma. Pues ya digo que allí la vida de un hombre no valía nada.

Aunque tampoco faltaban los malos ejemplos. Veíanse cosas muy feas y se escuchaban rumores acerca de pecados horrendos que causaban espanto. Así, no era raro ver a algún que otro hombre hecho y derecho que se amancebaba con un muchacho a la manera de varón y hembra; haciéndole a este último llevar galas de mujer en lo privado. También había broncas, peleas, riñas, robos y hasta homicidios. Ya tenía trabajo el bueno de don Vicente de Vera para poder gobernar en paz a tan variopinta humanidad.

Desde las primeras semanas de cautiverio había hecho yo buena amistad con unos cuantos compañeros de edades semejantes a la mía, en cuya compañía me consolaba mucho en tan amargas horas; a más de protegernos así a modo de piña unos a otros de los atropellos de algunos desalmados. Con éstos y con ocho o diez más que se nos unían, formábamos una buena tropilla gracias a la cual nos veíamos libres de muchas afrentas que allí sufrían los mozos que no tenían a quién arrimarse.

Algo vería en nosotros un bravo y obstinado capitán llamado Miguel de Uriz para resolver tenernos en cuenta a la hora de tramar planes de revuelta. Y fue con mi persona con quien tuvo a bien entrar en conversaciones con muchos miramientos, cuidándose de no errar el tino a la par que no levantar sospechas. Porque era harto difícil conversar con intimidad en tal hacinamiento de personal.

Una tarde, en las reuniones que hacían en el patio los oficiales con el maese de campo don Vicente de Vera, que eran a vista de todos, Uriz propuso que se solicitase de los turcos permiso para dar órdenes dentro del almagacén mediante el toque de un tambor, como era costumbre en el ejército, pues era tal el gentío allí preso que no había manera de entenderse a la hora de organizar la vida. Y siendo militares la mayor parte de los cautivos, no nos sería difícil hacernos a una disciplina semejante a la del tercio. Porfiaron durante un buen rato sobre la propuesta los caballeros principales. Unos lo veían muy oportuno; otros se manifestaban contrarios, por considerar que no había allí dentro potestad militar y que, si acaso, admitían un mero gobierno civil entre buenos cristianos. Como no se ponían de acuerdo, terció finalmente don Vicente de Vera, cuya autoridad nadie discutía por haber sido el legítimo gobernador nombrado por nuestro señor el Rey.

—No estaría de más algo de orden en esta república —sentenció solemnemente—. Ya que no tenemos campanas que nos dividan la jornada ni heraldos que nos transmitan las órdenes de nuestro Rey, no me parece mala idea lo de regirse por el toque de tambor.

—Precisamente —se apresuró a indicar Uriz—, hay aquí un joven soldado que era tambor mayor en el tercio de don Alvaro de Sande. Él puede hacerse cargo de tocar las llamadas que tanto beneficio reportarán a la convivencia en esta prisión.

—¿Y el tambor? —repuso Vera—. ¿De dónde sacaremos el tambor?

—Deje eso de mi cuenta, señoría —respondió Uriz—; ya me encargaré yo de buscar uno.

—Sea —concedió el antiguo gobernador de Susa—. Apresúrese vuestra merced en dar con el tambor y sírvase disponer las llamadas como mejor convenga. Que ya veré yo el medio de convencer al turco para que nos deje regir la vida aquí dentro mediante el toque de la caja.

Este parecer de don Vicente de Vera zanjó la cuestión y se disolvió la asamblea, yéndose cada cual a pasar el rato como mejor podía. Entonces se acercó a mí el capitán Uriz y me dijo:

—Vamos, muchacho, que tenemos tú y yo que organizarnos para que funcione este negocio.

Le seguí obedientemente. Conocía yo a Uriz desde hacía tiempo. Era uno de los capitanes más afamados del tercio de Milán. Vino a esta guerra de Túnez a las órdenes de don Alvaro de Sande, como yo, y se ganó una merecida fama de hombre valiente y decidido allá en los Gelves, en la triste jornada que nos valió a todos este cautiverio.

Mientras caminaba a su lado, me preguntó:

—¿Estás dispuesto a prestar servicio a los cristianos que aquí estamos?

—Naturalmente, señor —contesté.

—Muy bien. Pues vayamos a ver la manera de hacernos con un tambor.

Acompañé a Uriz hasta la puerta principal de la prisión, donde solía estar el jefe de la guardia. Una vez allí, los moros nos miraron despectivamente y nos preguntaron qué nos llevaba a ellos. Uriz les pidió el tambor y los guardias no tardaron en querer saber qué recibirían a cambio. Tardaron en ponerse de acuerdo, pero finalmente cerraron el trato. El capitán les prometió una moneda de oro y ellos a su vez estuvieron dispuestos a procurar el tambor.

No sé cómo consiguió Uriz un escudo de oro en un sitio donde no tenía cabida cosa de valor alguna; pero él cumplió lo que pactó con los moros. No así cumplieron oportunamente su parte los guardias, que se presentaron con un cacharro casi inútil: un tambor de moros hecho con una especie de vasija de barro que sonaba destemplado.

—Poco podré hacer con eso —comenté desilusionado.

—Anda —me dijo Uriz—, cógelo y vamos. Ya habrá alguien que sepa tensarlo como Dios manda.