TREINTA Y CUATRO
Duelo al sol
Ulrika desenvainó el estoque y la daga maldiciendo por lo bajo. No era así como había querido que se desarrollara aquello. Había tenido la esperanza de que Galiana la dejara entrar. Había esperado luchar con él dentro de la casa. Por suerte, el día se había oscurecido aún más, con nubes bajas, pero la luz continuaba siendo un martirio. No podía luchar contra Stefan allí fuera. Eso la mataría.
—Me complace ver que estás viva —dijo Stefan, al tiempo que avanzaba—. Temía lo que pudiera pasarte a manos de las autoridades.
Ulrika resopló y se apartó de la puerta con el fin de ganar un poco de espacio para moverse.
—Fueron muy considerados —replicó—. Me quitaron la espada de madera. Ojalá la tuviera aquí, porque así podría devolvértela.
Stefan suspiró.
—Sé que no me creerás, pero actué en defensa propia. Sigo sin tener el más mínimo deseo de hacerte daño.
—En ese caso, ¿por qué está desenfundado tu estoque?
—He venido a matar a Galiana —declaró Stefan—. Apártate y no será necesario que luchemos.
Ulrika negó con la cabeza, acercándosele poco a poco. Tenía que atacar con rapidez, antes de que las fuerzas la abandonaran por completo. La luz diurna pesaba como un yunque sobre sus hombros.
—Ya te he permitido matar a Raiza y a Evgena a causa de mi credulidad. No me engañarás para que falte a mi juramento una tercera vez.
—No es ningún truco —afirmó él—. Admito que te usé para llegar hasta ellas. No era más que mi deber. Pero lo que dije antes, lo dije en serio. He llegado a… admirarte. Deseo que estemos juntos.
Ulrika gruñó y arremetió.
—¡Sólo para compartir la sepultura!
Stefan apartó la espada de Ulrika a un lado y retrocedió, enojado.
—No te entiendo. Dijiste que querías ser la defensora de Praag. Eso es lo que yo te ofrezco. Podemos gobernar juntos la ciudad. Podríamos ser los buenos administradores de los que hablabas… Hacer presa en los depredadores y defender a los débiles.
—A ti no puede importarte eso —replicó Ulrika con desdén.
—Ha llegado a importarme —le aseguró él—. Luchar contra el culto me ha demostrado cuánto debemos participar en los asuntos humanos. Si vamos a gobernar, debemos hacerlo bien.
Ulrika vaciló. ¿Estaría diciendo esas cosas sólo para engañarla? Parecía sincero. Tal vez era cierto que ella lo había hecho cambiar de manera de pensar. Pero ¿eso importaba? Puede que él la amase, puede que compartiera su filosofía, ¡pero también la había traicionado, le había mentido, la había manipulado para que traicionara a la señora a quien había prestado juramento, le había clavado una estaca de madera y la había abandonado para que muriera!
Por otro lado, ¿qué miembro de su nueva familia no le había hecho daño de una u otra manera? Hermione la había llamado conspiradora, Evgena y Galiana la habían catalogado como asesina, Famke había escogido el sendero de la cobardía, e incluso la condesa Gabriella, que la había cuidado durante la infancia, resultó ser una madre inconstante y poco fiable. Sólo Raiza había sido fiel, y Raiza estaba muerta… Peor que muerta.
Ulrika rememoró la mañana en que había compartido sangre con Stefan. No había sentido un placer más grande en la vida ni en la muerte. ¿Se negaría a sí misma una eternidad de placer semejante por una cuestión de honor, cuando parecía que el honor no tenía ningún valor en su nueva vida?
Lo miró, allí de pie, orgulloso y fuerte, y el deseo de él y de h que podía darle se hizo abrumador. Tenía ganas de dejar caer él estoque y avanzar hacia sus brazos. Tenía ganas de implorar su perdón y pedirle que se la llevara lejos del dolor que le provocaba el sol, pero una espina de orgullo la enganchó y la retuvo. Puede que el honor no tuviera ningún valor para sus hermanas, pero ¿acaso no había abandonado la hermandad por esa razón, precisamente? Si iba hacia él, si permitía que el placer se impusiera al honor, estaría renunciando a su último juramento, el más importante, el que se había hecho a sí misma, y no sería mejor que ninguno de ellos. Lo mismo daría que no hubiese salido nunca de Nuln.
—Lo siento, Stefan —dijo al fin—. No creo que alguien pueda ser un buen gobernante si tiene los pies sobre el cadáver de su predecesor.
Arremetió con el estoque. Él volvió a desviarlo, pero continuó sin contraatacar.
—Eres una necia por rechazarme —le espetó—. Morirás aquí.
Ulrika se encogió de hombros.
—Ya llevo retraso en eso.
Los labios de Stefan se fruncieron con un gesto de asco.
—En ese caso, te haré el favor.
Y dicho esto, atacó … con una estocada directa hacia el corazón de ella. Ulrika la desvió con la punta con la daga y atacó por debajo con el estoque, apuntando al abdomen de Stefan, pero él bloqueó el arma con algo que empuñaba en la izquierda: un trozo dentado de negro ónice.
Ulrika retrocedió con paso tambaleante y los ojos desorbitados al tiempo que reprimía un grito.
—¿Qué sucede? —preguntó Stefan, mientras la acometía con furiosos tajos del puñal de piedra—. Pensaba que estabas preparada para morir.
—Eso no es muerte —gruñó, apartándose de la Esquirla. No podía ni imaginar cómo sería estar consciente y atrapada eternamente dentro de semejante prisión, sin nada que hacer, nadie con quien hablar, sin aire, ni viento, ni movimiento. Si existía el infierno sobre la Tierra, era eso. Y en las manos de Stefan podía ser peor, mucho peor.
—¿Sabes qué les sucede a los vampiros cuando mueren? —preguntó Stefan, mientras la acosaba—. Esto es preferible.
—Eso depende de quién tiene la Esquirla en su poder, ¿no es cierto? —replicó Ulrika.
Percibió movimiento en una ventana del piso superior, y alzó la mirada. Alguien de la casa segura estaba observando el combate desde detrás de unas gruesas cortinas.
—Cierto —admitió Stefan—. Un hombre cruel te torturaría durante toda la eternidad. Por eso mi señor me ordenó que las usara con las lahmianas, para poder usarlas en sus… experimentos. Se enfadará al saber que maté a la boyarina sólo con plata, pero tuve que ocultar las Esquirlas antes de darme a conocer en su mansión, y no tuve oportunidad de recuperarlas antes del concierto.
—Así que piensas compensárselo entregándole mi esencia a cambio de la de ella —especuló Ulrika.
Stefan negó con la cabeza con expresión grave.
—Jamás haría eso. Si no quieres estar conmigo, guardaré tu Esquirla junto a mi corazón.
—Espero que te cortes con ella —dijo Ulrika, y dirigió un tajo a la mano con que sujetaba el arma de ónice.
Stefan evitó el golpe y volvió a acometer con ambas armas. Ella bloqueó la Esquirla, pero el estoque le abrió un tajo en la manga izquierda, justo por encima del guante. La hoja apenas si la rozó, pero eso carecía de importancia, porque el corte en la tela dejó su piel expuesta a la luz del día.
Ulrika retrocedió con paso tambaleante y gritó de dolor, mientras la piel descubierta se llenaba de ampollas y humeaba como carne estofada. Stefan volvió a arremeter y, a causa del pánico, ella paró el golpe con torpeza. La espada del vampiro le alcanzó un hombro, y otra línea de espantoso dolor le recorrió el cuerpo.
Fue dando traspiés hasta el otro lado de la fuente, apretando los dientes y maldiciendo. Había tenido tanto miedo de la Esquirla de Sangre, que no se le había ocurrido que el simple acero era igual de mortífero en un duelo diurno. ¡Qué estúpida! El sol no sólo la debilitaría: iba a matarla. ¡Le haría el trabajo a Stefan!
Tiró de la capa hacia adelante para cubrirse el agujero del hombro, pero no podía hacer nada con el brazo izquierdo. Si lo extendía para atacar o parar, lo dejaría expuesto al sol y se le quemaría otra vez, y el dolor de la herida no desaparecía ni siquiera apartándose del sol. Parecía que le presionaban contra la carne espadas candentes acabadas de salir de la forja.
—Por favor, Ulrika —le rogó Stefan, rodeando la fuente—. Abandona. No quiero hacerte más daño.
—No podrías —gruñó ella, y luego cargó, acometiéndolo con tajos y estocadas, aunque con cada movimiento exponía más piel al sol.
Él paró todos los ataques con facilidad y la obligó a retroceder, dirigiendo estocadas a sus ojos con la espada y tajos a los brazos con la Esquirla. Ella retrocedió ante la acometida y tropezó con el bordillo de la fuente. El estoque de él le asestó un tajo cuando caía, cortando tela y carne.
Ulrika gritó y cayó dentro del estanque seco, y la visión se le volvió borrosa mientras el sol le abrasaba la herida. Él avanzó para descargar otro tajo. Ella rodó detrás de la estatua de Salyak, sollozando de furia. Era imposible. Estaba demasiado débil y él era demasiado fuerte. No podía vencer. Tendría que huir o abandonar, y en cualquiera de los dos casos Galiana moriría y Stefan se alzaría con la victoria. Ganaría el mentiroso y manipulador. La amargura que sentía por eso casi dolía más que el sol.
Stefan rodeó la estatua, con una expresión dura y triste en la cara. Parecía verdaderamente reacio a matarla. Ulrika casi sonrió al verlo. En eso, al menos, ella era la fuerte y él el débil. Por mucho que lo deseara, ese deseo no le impediría matarlo. Se detuvo en seco ante ese pensamiento. ¡Era así como podía vencerlo!
Stefan se erguía sobre ella y bajaba la punta del arma para clavársela en la garganta.
Con un lamento sollozante, ella retrocedió al tiempo que soltaba el estoque y la daga.
—¡No! —gritó—. Basta. ¡Me duele demasiado! ¡No quiero morir!
Stefan se detuvo, suspicaz.
—¿Has cambiado de opinión, entonces?
Ulrika extendió el brazo para mostrarle las heridas llenas de ampollas, y luego lo encogió con brusquedad cuando comenzó a humear.
—¿Te extraña? ¡Nada merece este sufrimiento! —Se sujetó los brazos contra el pecho, intentando protegerse bajo la capa—. Por favor, sácame del sol. Comparte tu sangre conmigo. Seré tuya si acabas con el dolor.
Stefan permanecía de pie a su lado, aún vacilante, y luego apoyó la punta del estoque contra su cuello. La mano que empuñaba la Esquirla de sangre le colgaba al costado.
—Ponte de pie —dijo—. Vamos a entrar en la casa. Te encerraré hasta que me haya ocupado de Galiana.
Ulrika asintió con la cabeza y se levantó trabajosamente para apoyarse en una rodilla, pero entonces perdió el equilibrio y se sujetó a la estatua de Salyak para no caer, momento en que la punta del arma de Stefan se separó su garganta durante un breve instante. Era lo único que ella necesitaba. Con un gruñido, se lanzó hacía adelante intentando apoderarse de la Esquirla y golpeándolo con un hombro.
Stefan gritó de sorpresa y le asestó un tajo en un hombro con el estoque al caer ambos contra la base de la estatua. Una línea de dolor cruzó la espalda de Ulrika, pero retuvo la concentración y golpeó la mano de Stefan contra los pies de piedra de la estatua.
La Esquirla escapó de su mano. Ulrika la atrapó y la presionó contra la garganta de Stefan, justo por debajo de la mandíbula.
—Ahora ya sabes lo que se siente cuando te traicionan —dijo con voz ronca.
—¡Espera! —gritó él, a quien se le veía el blanco de los ojos en su esfuerzo por mirar hacia abajo para ver el negro cuchillo—. Tú no quieres hacer esto.
—Más que nada en el mundo —lo rebatió Ulrika.
—¡No lo entiendes! —gritó Stefan—. Sin mí no tienes nada. No tendrás ningún sitio al que ir. ¡Sólo yo puedo mantenerte a salvo!
Ulrika hizo una mueca de desdén y aumentó la presión de la esquirla. Estaba disfrutando con su sufrimiento.
—¿Puedes mantenerte a salvo a ti mismo?
—¡Escúchame! —insistió él—. El mundo está cambiando para nuestra raza. Mi señor ha enviado agentes a todas las ciudades del viejo mundo con el fin de que las preparen para su llegada. Puede que tu señora haya vencido a su títere strigoi en Nuln, y tú podrías vencerme aquí, pero vendrán otros, y él acabará por prevalecer, como ya lo ha hecho en muchos otros lugares.
Ulrika frunció el ceño. ¿Qué era aquello sobre Nuln? ¿De qué estaba hablando?
—No habrá rebeldes en el imperio de mi señor —continuó Stefan—. Ni tampoco lobos solitarios. Todos serán sometidos y morirán. Sólo yo puedo protegerte. Bajo mi protección, no te sobrevendrá ningún mal, pero si me matas, no tendrás adónde huir. Por favor, permíteme que te salve.
Ulrika se levantó y se arrodilló sobre el brazo de Stefan que sujetaba la espada. El sol le quemaba la espalda y el hombro, pero el dolor se volvió remoto de repente.
—¿Dices que el strigoi de Nuln era una marioneta? ¿Habrá otros? ¿La condesa Gabriella corre peligro?
Stefan asintió con la cabeza.
—En este preciso momento, los agentes de mi señor dan comienzo a su más grandiosa jugada allí. El golpe de decapitación.
—No si yo puedo impedírselo —gruñó Ulrika—. ¿Quién es ese señor tuyo?
—No seas estúpida —siseó Stefan—. Tu señora estará muerta antes de que llegues hasta ella. No tendrás hogar al que regresar. Quédate aquí conmigo, como mi consorte. Yo te protegeré de lo que se avecina.
Ulrika lo zarandeó y alzó la Esquirla de Sangre con gesto amenazador.
—¡Basta! ¿Quién es tu señor?
Stefan liberó el brazo de debajo de la rodilla de Ulrika y barrió el aire con el estoque. Ella se agachó cuando la empuñadura le golpeó una oreja, y le clavó la esquirla por reflejo, hundiéndosela en la garganta. Stefan pataleó y gritó, con los ojos desorbitados, mientras el negro ónice ejecutaba su obra. La cara se le colapso sobre sí misma, y las manos con que la sujetaba se marchitaron hasta convertirse en zarpas huesudas. Su cuerpo, debajo de ella, se encogió dentro de la ropa.
Ulrika se levantó con pies inseguros, horrorizada, y se sujetó a la estatua para no caer, observando cómo se apagaba la luz en los ojos hundidos de Stefan y él quedaba inmóvil, al fin. La inundó una ola de dolor que nada tenía que ver con el sol. Deseó… Pero siempre era una necedad desear que las cosas hubiesen sido diferentes.
Se inclinó y arrancó de la marchita garganta la Esquirla de Sangre, que ya relumbraba. La sintió palpitar a través de los guantes al meterla en el bolsillo de su cinturón. Quedaba sólo una cosa más por hacer. Recuperó el estoque y cortó la cabeza de Stefan, sólo para asegurarse, luego la recogió y se alejó de la fluente con paso cansino.
La puerta de la casa segura se abrió al acercarse ella, y un hombre de armas le hizo una reverencia para invitarla a entrar. Ulrika cruzó el dintel arrastrando los pies, y luego gimió de alivio cuando él cerró la puerta a su espalda y dejó fuera el despiadado sol.
Galiana se encontraba de pie en el último escalón de la escalera que conducía al piso superior, con la cara y la figura una vez más marchitas y parecidas a las de una muñeca. Ulrika dejó caer la cabeza de Stefan a los pies de ella, luego se arrancó la máscara y el velo y los arrojó encima de la cabeza.
—El asesino está muerto —dijo—. La comedia ha acabado. Yo… —Se tambaleó, mareada de dolor, y luego continuó—: Me disculpo por no haber visto quién era antes de que matara a la hermana Raiza y a la hermana Evgena. No he sabido cumplir con mi juramento.
Galiana bajó del escalón, la tomó de un brazo, y luego la condujo hasta una silla del vestíbulo.
—Has hecho mucho para reparar tu fallo —declaró—, y ahora mismo has luchado valientemente en mi defensa. Ahora descansa, y llamaré a alguien para que puedas beber.
—Gracias —dijo Ulrika, y cerró los ojos.
Algún tiempo más tarde, Ulrika despertó desnuda en una cama fresca y limpia. No recordaba haberse alimentado, pero tenía que haberlo hecho porque las heridas, aunque con ampollas y dolorosas, habían sanado en gran medida y ella se sentía lo bastante fuerte como para moverse.
Pasado un rato, entró una doncella y le ofreció el cuello, y un poco después de eso, cuando el sol se hubo ocultado, entró Galiana con su ropa recién lavada y cosida. La dejó sobre una mesa y luego fue a sentarse junto al lecho de Ulrika.
—Te debo una disculpa por el modo en que te hemos tratado, hermana —dijo—. Y estoy segura de que si la boyarina Evgena viviera, también ella se disculparía. Tenías razón con respecto al culto. Deberíamos haberte escuchado. Me temo que nos hemos aislado demasiado en los últimos siglos.
Ulrika negó con la cabeza.
—Y vosotras teníais razón con respecto a Stefan. También yo debería haberos escuchado.
Galiana sonrió y le dio unas palmaditas en una mano.
—Todas hemos cometido errores de esa naturaleza en un momento u otro. —Entonces bajó la mirada, repentinamente cohibida—. Parece… parece que ahora soy la única representante de nuestra reina en Praag, y… yo nunca antes he gobernado. Siempre he sido la mascota de la boyarina Evgena, a veces su consejera, pero nunca más que eso —levantó la mirada hacia Ulrika—. No creo que pueda hacerlo yo sola. Te quiero a ti, por tanto, como mi segunda al mando…, mi Raiza.
Ulrika parpadeó, desconcertada, y luego hizo una reverencia lo mejor que pudo sin levantarse de la cama.
—Me honras, hermana —aclaró—, pero no puedo. Tengo asuntos urgentes que atender en Nuln. De hecho, tenía la esperanza de suplicarte que me proporcionaras un carruaje, para poder llegar allí lo más rápidamente posible.
La expresión de Galiana se endureció.
—No ha sido una solicitud —dijo—. Aún te retiene aquí el juramento que prestaste.
—Pero… pero la boyarina Evgena ha muerto —protestó Ulrika.
—Y yo he heredado sus propiedades —declaró Galiana—, así que también he heredado sus vasallos. Ahora tienes un compromiso moral conmigo.
Ulrika se quedó mirándola mientras el pánico ascendía por su garganta.
—¡Pero tengo que regresar! ¡Mi señora está en peligro!
—¿Qué estás diciendo? —vociferó Galiana—. Tú no tienes más señora que yo.
—No. —Ulrika apartó las sábanas e intentó salir de la cama, pero cayó al suelo, aún mareada a causa de las heridas y del tiempo pasado al sol—. ¡No he compartido sangre contigo! ¡No puedes retenerme!
Galiana se le acercó, y la levantó y la puso de rodillas sólo con la mano izquierda; luego dejó salir las garras de la derecha.
—¿No puedo?
Ulrika abrió los brazos.
—Tendrás que matarme, entonces, porque no dejaré de intentar huir. Sylvania amenaza a mi señora, del mismo modo que te amenaza a ti y a todas las lahmianas. Debo regresar para protegerla.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Galiana, mientras bajaba la mano derecha de forma inconsciente—. ¿Qué amenaza es ésa?
—Stefan von Kohln me habló de ella antes de morir —dijo Ulrika—. Sylvania ha enviado agentes a todas las ciudades del viejo mundo, y los ha enviado para eliminar la influencia lahmiana en ellas; el strigoi de Nulm, Stefan aquí, y muchos otros, todo para preparar una gran invasión.
Galiana la soltó.
—¿Es eso cierto?
—Me temo que sí —afirmó Ulrika—. Dijo que su señor está haciendo su gran jugada en Nuln mientras hablamos, y que mi señora morirá en ella. Por eso no puedo quedarme.
Galiana retrocedió, con la cara ensombrecida.
—Esto es una calamidad —exclamó—. Debemos advertir a la reina. La hermandad tiene que prepararse.
—Entonces… entonces, ¿me dejas en libertad?
Galiana se volvió a mirar a Ulrika con los ojos centelleando.
—¿Dejarte en libertad? ¿Estás loca? ¿Cuándo Sylvania está atacando? Es precisamente ahora cuando más te necesito. No. Debes quedarte a mi lado.
Ulrika se puso de pie, rígida de dolor, y luego le hizo una reverencia.
—Señora, si me permites regresar a Nuln, te alabaré ante tus hermanas y, a través de ellas, ante la reina. Les hablaré de tu valentía y previsión en la batalla que hemos sostenido contra el culto y contra Stefan von Kohln. Les diré que salvaste a Praag, y que mereces toda la ayuda posible para mantenerla a salvo en el futuro. Pero si intentas retenerme, no te prestaré ninguna ayuda. Lucharé por marcharme con toda la fuerza que me queda. Te mataré en caso necesario, porque no permitiré que nada se interponga entre mi persona y mi verdadera señora. —Se encogió de hombros—. La elección es tuya: la gloria y la promesa de ayuda, o la posibilidad de morir. ¿Qué será?
Galiana lo miró con ojos fulminantes, como una muñeca colérica, con los diminutos puños cerrados a los lados, pero al fin, pasado un largo momento de furia contenida, le volvió la espalda con un resoplido y fue hasta la mesa donde había dejado la ropa de Ulrika.
—¿Cómo sé que de verdad harás lo que dices? —preguntó—. ¿Cómo sé que hablarás bien de mí cuando estés fuera de mi alcance?
Ulrika se inclinó otra vez.
—Me temo, señora, que no puedo darte más garantía que mi palabra.
* * *
Pocas horas más tarde, Ulrika salía de Praag por la puerta meridional en un carruaje cerrado, con un cochero, una muda de ropa de recambio y una doncella de la que alimentarse, todo proporcionado a regañadientes por Galiana. Enfrentada con la inamovible determinación de Ulrika de desafiarla, la vampiro había accedido por fin a dejarla marchar, pero sólo sonrió con desdén cuando Ulrika le pidió ayuda para regresar con rapidez a Nuln. Por fortuna, Ulrika tenía otra arma en su arsenal.
Al final, había hecho falta todo lo que tenía en su bolsa —cincuenta y seis marcos de oro del Reik, más un puñado de anillos, collares y brazaletes, todo robado a los bandoleros en los que Ulrika había hecho presa camino de Praag—, para lograr que Galiana le cediera un carruaje, un cochero y una doncella. Ulrika dudaba de que aquel pago hubiese bastado en caso de no hallarse Galiana tan venida a menos, pero la pérdida de la mansión de la boyarina Evgena y de todos los tesoros almacenados en sus cofres la habían dejado en la bancarrota, así que al final había consentido en hacer el trato.
En ese momento, mientras el carruaje corría en dirección sur, Ulrika dejó atrás todo pensamiento referente a Praag, y comenzó a pensar en lo que la aguardaba en Nuln. Se sentía un poco hipócrita al correr de vuelta junto a Gabriella después de haberla insultado y haberle dicho que carecía de honor, y de haberse marchado a comenzar en otro lugar con el fin de demostrar que el estilo de vida de las lahmianas no era el único, pero ¿cómo podría no hacerlo? Por muchas diferencias que hubiera entre ellas, Gabriella continuaba siendo la mujer que le había hecho de madre, y quien la había protegido cuando, en caso contrario, habría muerto, y el pensamiento de que se enfrentara con peligros que desconocía sin tener a nadie que le guardara la espalda, era más de lo que Ulrika podía soportar. Su rebelión personal podía esperar. La familia era lo primero.
Sus pensamientos se ennegrecieron con locas imaginaciones al preguntarse qué forma adoptaría el ataque sylvano contra Nuln. ¿Sería un ejército de la noche? ¿Sería una caza de brujas? ¿Sería algún nuevo Stefan que besaría la mano de Gabriella mientras envenenaba su sangre con magia arcana? ¿Se dejaría engañar la condesa por una artimaña semejante? ¿Permitiría que la sedujeran dulces palabras de amor y promesas de una eternidad sin soledad?
Ulrika se estremeció y abrió la ventanilla para desterrar aquella visión y sentir el tonificante aire de la fría noche de Kislev en la cara. En aquel tramo, el camino corría en paralelo con el río Lynsk, y contempló como la luna ondulaba sobre sus aguas, pero luego se estremeció cuando la visión le trajo recuerdos de cuando se había hundido bajo la corriente del Reik. El dolor de sus recientes heridas no había sido nada comparado con el sufrimiento que había experimentado cuando el río le había desgarrado el alma.
Ese pensamiento dio vida a otro, y se detuvo a reflexionar. Tenía que regresar a casa tan rápidamente como pudiera, pero había tiempo para lo que se le había ocurrido. Golpeó repetidamente con los nudillos en la pared del carruaje.
—¡Cochero! Detente junto al río.
—Si, señora.
El carruaje ralentizó hasta detenerse, y la doncella parpadeó y despertó en el asiento de enfrente.
—¿Todo va bien, señora?
—Sí, Svetka. Vuelve a dormirte.
Ulrika salió del carruaje, atravesó una zona de grama seca, y pasó entre los matorrales hasta la orilla del río. Abrió el bolsillo del cinturón y sacó la palpitante Esquirla de Sangre que contenía la esencia de Stefan. Había muchas razones para desearle una eternidad de dolor espantoso, terrible —por utilizarla, por mentirle, por matar a Raiza—, pero una destacaba por encima de todas las otras.
—Esto es por mostrarme el sueño —dijo, mientras sostenía la Esquirla en alto—, y arrebatármelo.
Y dicho esto, la arrojó tan lejos como pudo. Destelló en la luz de las dos lunas mientras giraba por el aire, y luego cayó entre las ondas y desapareció en el agua. Ulrika se quedó allí, y durante un momento miró como el río pasaba ante ella, para luego volver al carruaje y ponerse otra vez en camino, corriendo a través de la noche por el largo camino hacia Nuln.