TREINTA Y DOS

TREINTA Y DOS

Desenmascarados

La mente de Ulrika se rebeló ante la visión del demonio, y el impulso de unirse a los integrantes del público que chillaban y se pisoteaban unos a otros al intentar escapar de su presencia era casi abrumadora. Pero al mismo tiempo que le inundaba la mente de terror, el siempre cambiante ser la inmovilizaba en el sitio con su belleza y carisma. Sentía que su aura le causaba escozor en la piel como si se bañara en ácido, y sentía que unas fuerzas poderosas le tironeaban de la carne como si intentaran deformarla a su imagen y semejanza.

Por suerte, algo de su interior, tal vez el poder oscuro que animaba su cuerpo muerto, parecía luchar contra aquello. Otros no eran tan afortunados. En torno a ella, los músicos de la orquesta de Padurowski se retorcían y mutaban ante sus ojos. A la cabeza de un trompetista le creció una docena de estomas que se pusieron a sonar como trompetas, mientras que un violonchelista se convirtió en uno con su instrumento al fundírsele el cuerpo con la estructura de madera del violonchelo, y las manos se le retrocedieron para transformarse en clavijas en forma de voluta. Otros simplemente estallaban en masas informes de tentáculos que quedaban dando saltos por el escenario como peces fuera del agua.

Muchos de los integrantes del público se veían afectados de modo similar. A todos los que ocupaban las tres primeras filas se les estaban rajando sus elegantes vestidos al crecerles protuberancias, nuevas extremidades y cabezas que chillaban. Muchos más, aunque al parecer no afectados por la mutación, habían sido despojados de la cordura por el advenimiento del demonio, y farfullaban mientras se arañaban a sí mismos a causa del horror, se arrancaban los ojos, hacían pedazos a sus compañeros y saltaban de los palcos privados para morir destrozados contra los respaldos de las butacas de abajo.

En medio de esta locura, Valtarin se humilló ante el hermoso demonio, con la cara postrada contra el suelo de madera del escenario.

—¡Perdónanos, señor! —dijo—. Nosotros… nosotros… nosotros…

El demonio saltó sobre él, y Ulrika esperó ver al violinista descuartizado miembro a miembro, pero en cambio, el ser de cuerpo insustancial se hundió en el interior de él como un fantasma que volviera a deslizarse dentro de su tumba, y el muchacho comenzó a gritar y a refulgir.

Ulrika retrocedió sobre pies y manos, de espaldas al suelo, mientras Valtarin se levantaba y cambiaba de forma ante sus propios, ojos, para hacerse más alto, más fuerte y más hermoso, como un santo lascivo tallado en mármol blanco. A lo largo de la columna vertebral le crecieron bocas como si formaran la cresta de escamas de un dragón, y unas alas formadas por tubos de órgano en forma de abanico surgieron al aire desde sus hombros.

Padurowski se arrastró de rodillas hacia el demonio con los brazos abiertos.

—¡Señor, por favor! ¡Las almas de la ciudad todavía son tuyas! ¡Sólo tienes que cantar y te suplicarán que las tomes!

El demonio extendió una mano de alabastro, y un manojo de cuerdas de piano brotó de ella y se extendieron hacia el maestro, para enrollarse en torno a sus extremidades, cuello y torso como los zarcillos de una enredadera y alzarlo del escenario.

—Y vamos a empezar por ti —replicó el demonio, con un coro de voces—, que tenías intención de utilizarnos y volver a encerrarnos.

Los ojos de Padurowski se desorbitaron mientras se retorcía en el aire, y dejó caer la daga.

—¡No, señor! ¡Nunca!

—¿Le mentirás a quien conoce tus más oscuros deseos? —La risa del demonio sonó como una orquesta de músicos ebrios—. Tu alma está tan abierta para nosotros como una herida.

Y al decir eso, Padurowski cayó hecho pedazos cuando las cuerdas de piano se tensaron y lo cortaron en una lluvia de sangre, esquirlas de hueso y trocitos rojos que salpicaron a Ulrika y el escenario en todas direcciones. Sólo quedaron jirones de vapor blanco que relumbraban dentro de una jaula de goteante alambre rojo.

El demonio levantó la jaula hasta su cara para acercar el vapor, y luego cerró los ojos al inhalarlo.

Al distraerse el hermoso horror, Ulrika al fin halló la fuerza de voluntad suficiente como para levantarse, y reculó con la esperanza de escapar mientras continuaba distraído. Nunca había tenido tanto miedo, ni en la vida ni en la muerte. El demonio era más poderoso que cualquier cosa que hubiese visto jamás, y sabía que no podía luchar contra él.

Pero antes de que llegara a medio camino del lateral de escenario, los ojos del demonio se abrieron y la miraron directamente, dejándola petrificada.

—Nuestra rescatadora —ronroneó—, la que nos liberó tanto de la torre como de esa vil prisión de cuatro cuerdas que nos ha retenido durante tanto tiempo. Te estamos enormemente agradecidos y te recompensaremos —sonrió—. Si, por este servicio, te retendremos con nosotros. Nunca antes hemos tenido un amante inmortal, uno que pueda sanar de cualquier caricia. Hay tantísimas cosas que hemos querido probar…

Ulrika retrocedió con paso tambaleante cuando el demonio avanzó hacia ella, desplegando majestuosamente las alas formadas por tubos de órgano, y entonces vio la daga de Padurowski tirada sobre el escenario, detrás de él. Se lanzó pasando por debajo de las zarpas del demonio y se levantó con la daga en la mano, para luego rotar sobre sí misma y clavársela en la espalda. Fue como apuñalar un rayo. Salió despedida hacia atrás, repelida por la descarga, y se estrelló contra el decorado con la mano con que había empuñado la daga humeando. El arma se había transformado en una larga lengua mojada que se le enrollaba alrededor de la muñeca y se la lamia.

—Muchacha estúpida —dijo el demonio, deslizándose hacia ella—. ¿Le daríamos a un servidor algo que pudiera causarnos daño? —tendió una mano ante sí, y de ella volvieron a brotar cuerdas de piano que la envolvieron aprisionándola—. Aun así —continuó, levantándola en el aire—, debes ser castigada por intentarlo. Nos preguntamos cuáles serán los límites de tu capacidad de regeneración.

Ulrika gritó al sentir que las cuerdas se le clavaban lentamente en la carne. Se retorció en el aire, pero no tenía nada en lo que apoyarse. El dolor aumentó. La sangre brotó cuando los alambres le abrieron tajos en el cuello y las muñecas. Tendió ante sí las manos para implorar una misericordia que sabía que jamás obtendría, pero antes de que pudiera hablar, un rayo de luz dorada atravesó el auditorio y golpeó al demonio en el pecho, seguido por un aullante viento sobrenatural que lo bombardeó con dagas de hielo y lo hizo retroceder a través de los asientos y los músicos mutantes, con las cortinas del proscenio flameando y restallando a su alrededor.

El ser de alabastro dio traspiés y bramó bajo el doble ataque, y Ulrika cayó sobre el escenario con un golpe sordo, jadeando de alivio mientras las cuerdas de piano lo dejaban libre. Miró hacia arriba. El demonio, encogido dentro de la esfera de luz y el remolino de hielo, giraba hacia las butacas, rugía como un millar de trompetas y buscaba a sus atacantes. Entonces, un segundo rayo de luz, más brillante que el primero, lo golpeó desde otro ángulo y lo derribó de costado.

Ulrika se cubrió los ojos y miró hacia el exterior del escenario. A través de la cegadora luz del royo, pudo entrever a un sacerdote de Dazh que se encontraba de pie en el palco privado del duque invocando a su dios, mientras que desde otro palco manaban abrasadoras corrientes de hielo y oro dirigidas hacia el demonio.

El colérico rugido de aquel ser se convirtió en una canción barroca, discordante y dolorosa para los oídos. El canto hizo surgir un aura violeta que le rodeó el cuerpo, palpitando al ritmo de la melodía y haciendo retroceder el hielo y la luz dorada. Trinó como una soprano, y unos purpúreos zarcillos de poder serpentearon por los rayos que lo habían herido, sofocándolos y buscando a quienes los habían lanzado.

Uno tocó al sacerdote de Dazh, que se arrugó como una pasa y murió. Se apagó la luz de su interior, y los zarcillos del demonio se hicieron más fuertes, pero antes de que pudiera tocar a sus otros torturadores, lo acometieron más ataques mágicos sacerdotales procedentes de todo el Teatro de la Ópera, y volvió a verse empujado hacia atrás al tiempo que sus contornos se difuminaban.

La intención de Padurowski había sido usar el violín para destruir la mente de todos los magísteres, brujas y sacerdotes de Praag, y, consecuentemente, estaban todos allí, y ahora que el hechizo del violín se había roto, estaban enfadados y contraatacaban con todo el poder que tenían a su disposición.

Ulrika intentó alejarse a gatas del grandioso núcleo de energía abrasadora que aporreaba al demonio y lanzaba de un lado a otro los asientos, los instrumentos y los cuerpos de los pobres músicos mutantes como si se encontraran en el centro de un torbellino, pero no pudo moverse. Apenas si fue capaz de clavar las garras en el escenario y sujetarse para no verse arrastrada.

Al fin, el demonio no pudo resistir más. Retrocedió con paso tambaleante, las alas formadas con tubos de órgano se le hicieron pedazos y su canto se convirtió en meros aullidos. El aura púrpura parpadeó y desapareció, y los zarcillos púrpura se marchitaron.

—Regresaremos —gimió, fulminando con la mirada a sus perseguidores—. Y toda Praag cantará hasta entregarnos el alma.

Y con un restallar de destellante luz violeta, se desplomó sobre el escenario, encogiéndose y enroscándose sobre sí mismo hasta que fue sólo Valtarin el que quedó allí tendido, marchito y mirando fijamente con ojos que se le habían vuelto púrpura, dorados y opacos.

Ulrika alzó la mirada y parpadeó; tenía náuseas y estaba dolorida de pies a cabeza. Se sentía como si hubiera estado prisionera dentro de una campana gigante mientras la tañía un ogro, pero por lo demás parecía estar entera. Era una de los afortunados. Las secuelas de la batalla eran horribles de contemplar. Los cuerpos de los enloquecidos y los mutantes yacían por todo el escenario y el patio de butacas, y los lamentos de los supervivientes parecían cuajarse en el aire. Incluso el propio escenario había sido cambiado. Las figuras doradas que trepaban por ambos lados del proscenio se habían convertido en deformadas parodias de sí mismas, provistas de tentáculos, con relumbrantes gemas purpúreas por ojos. Se necesitaría, muchos sacerdotes trabajando durante muchos meses para purificar el Teatro de la Ópera y dejarlo en condiciones de ser utilizado otra vez.

Pasado un largo momento durante el que no pudo hacer nada más que quedarse mirando la devastación, Ulrika se recuperó lo bastante como para ponerse de pie y avanzar con paso tambaleante hacia las bambalinas, desesperada por marcharse antes de que los guardias se reagruparan e irrumpieran en el escenario.

Valtarin levantó la mirada cuando Ulrika pasó arrastrando los pies, pero miró más allá de ella, sin enfocarla.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, con las manos tendidas ante sí—. ¡Dioses, no puedo ver! ¡No puedo ver! ¿Cómo voy a tocar si no puedo ver?

—Pregúntaselo a la muchacha que has matado —le gruñó Ulrika, y continuó avanzando a trompicones. Hubiera podido matarlo, pero le pareció mejor castigo dejarlo vivir su vida. Le deseó que la disfrutara.

Ya casi había llegado a las cortinas, cuando una voz la llamó desde la parte posterior del teatro.

—¡Esperad, amigo! —exclamó—. Quiero hablar con vos.

Ulrika alzó la mirada. El duque Enrik avanzaba hacia la parte delantera de su palco privado mientras el resto de sus invitados permanecían cautelosamente encogidos detrás de él.

—Praag ha contraído una gran deuda con vos esta noche, señor —afirmó Enrik—. Y quiero conocer vuestro nombre.

—Si —se le sumó otra voz—. Mostradnos vuestro rostro, amigo, para que podamos datos las gracias.

Ulrika volvió la cabeza y vio a un magíster ataviado con un rico ropón de color azafrán que la contemplaba desde otro palco. Un escalofrío le recorrió la columna al ver que se trataba de Max Schreiber. De repente tuvo la certeza de que había sido él quien primero había atacado al demonio, golpeándolo con su purificadora luz dorada. Retrocedió con paso inestable. El encuentro que había anhelado tanto como temido se había producido al fin. El loco impulso de hacer lo que él le pedía la acometió con una fuerza irresistible. Su expresión cuando le viera la cara bien merecería pasar por todos los problemas que vendrían a continuación.

Levantó una mano hacia la máscara con una amplia sonrisa invisible, pero antes de que pudiera quitársela, una hermosa mujer ataviada de azul hielo y blanco salió de detrás de Max y se reunió con él ante la balaustrada: la bruja del hielo, su amante.

El loco regocijo de Ulrika se apagó. Suponía que le debía la vida a la bruja, ya que ella y Max habían logrado con su ataque combinado que el demonio la soltara, pero a pesar de todo la odiaba.

Ulrika bajó la mano, y en lugar de quitarse la máscara le dedicó un saludo al duque, para luego volverse y hacer hacia Max un gesto insultante con dos dedos antes de marcharse hacia las bambalinas con paso inestable, riéndose ante la expresión conmocionada y confusa del solemne rostro del magíster.

Ulrika bajó cojeando por la escalera hasta el foso, y miró a su alrededor antes de bajarse la máscara hasta el cuello otra vez. Hasta allí llegaba el bullicio del escenario —que sonaba como si toda la guardia personal del duque anduviera por él en tropel, de un lado a otro—, pero en el interior del foso estaba todo en silencio, y aparte de los muertos y agonizantes, no había nadie. Entró corriendo y vio los cuerpos de Jodis y del hechicero jorobado tendidos cerca de la plataforma, pero ni rastro de Stefan y Evgena. El pánico se apoderó de ella.

—¿Stefan? —llamó, mientras comprobaba la identidad de los cuerpos—. ¿Boyarina?

Un ruido procedente del agujero del suelo la hizo volverse. Evgena estaba saliendo de él, con Stefan detrás.

—¿Que ha sucedido? —pregunto Ulrika, cuando se le acercaron.

—Intentaron huir —dijo Evgena, sonriendo, mientras se limpiaba el vestido de tierra—. No ha escapado ninguno.

—¿Y Valtarin y Padurowski? —preguntó Stefan, mientras se quitaba la capa corta y se envolvía una mano con ella—. ¿Están muertos?

Ulrika asintió con la cabeza.

—Muerto uno, y peor que muerto el otro, y el violín con el demonio que tenía dentro también han sido destruidos. El culto está acabado.

Evgena dejó escapar un suspiro de alivio.

Stefan hizo lo mismo.

—¡Fantástico! En ese caso, al fin he quedado en libertad para acabar mi trabajo.

Y antes de que pudieran preguntarle qué quería decir, recogió uno de los largos cuchillos bañados en plata de Jodis con la mano que se había envuelto con la capa, y se lo clavó entre los omóplatos a Evgena.

Ulrika se quedó mirándolo, petrificada, mientras la boyarina gritaba y se manoteaba la espalda intentando arrancárselo y las venas del cuello empezaban a volverse negras bajo la pálida piel.

—¿Qué… qué estás haciendo? —gritó Ulrika—. ¡No lo entiendo!

—Sólo cumplo con mi deber —replicó Stefan, y recogió con cuidado el otro cuchillo bañado en plata—. Matar a la boyarina Evgena Boradin y a sus descendientes.

Evgena se volvió para tender hacia él una mano temblorosa y abrir la boca, pero antes de que pudiera hacer nada más que un sonido gorgoteante, Stefan le cortó la cabeza con el segundo cuchillo. La cabeza rodó hasta los pies de Ulrika. No había sangre. El borde de la terrible herida producida por la plata estaba tan negra como madera quemada.

Ulrika contempló la mirada sin vida de Evgena y luego los ojos destellantes de Stefan.

—¡Tu… tú eres Kiraly! —exclamó—. ¡Es verdad que has venido aquí a vengarte!

Dejó caer el cuchillo de plata con un murmullo de desagrado.

—A vengarme no —dijo—. A cumplir con un deber. Y Kiraly lleva doscientos años muerto. Sólo utilicé su nombre para intentar hacer salir a la boyarina.

Ulrika sacudió la cabeza para intentar detener el torbellino del interior de su mente. Nada tenía sentido.

—¡Esto no puede ser! ¡Le perdonaste la vida! Por eso confié en ti. ¡Tuviste la oportunidad de matarla cuando huimos de la mansión, y no lo hiciste!

—Sí —asintió él, pensativo—. Fue una difícil decisión. Cuando conduje a los miembros del culto hasta la casa, esperaba que Evgena los destruyera, cosa que me dejaría en libertad para matarla, pero matar a Raiza fue un error que no debería haber cometido. De inmediato me di cuenta de que la lucha se decantaría hacia el lado contrario, y eso no podía permitirlo. Praag tiene que ser mía. Voy a reclamarla en nombre de mi señor. No podía permitir que estas marionetas del Caos me la robaran de debajo de las narices —bajó los ojos hacia la cabeza de Evgena—. Me vi obligado a permitir que las lahmianas vivieran hasta que me ayudaran a derrotar al culto. Ahora ya lo han hecho.

—Y ahora tienes intención de matarme a mí. —Ulrika se puso en guardia.

La cara de Stefan se ensombreció.

—No, amada mía, en absoluto. Yo hablaba en serio. Gobernaremos Praag juntos. Viviremos aquí para siempre.

—¿Qué? —gritó Ulrika—. ¿Esperas que te crea? En cuanto te vuelva la espalda, me matarás como a todas las otras.

Los ojos de Stefan destellaron.

—He mentido en muchas cosas —admitió—, pero no en eso. Hemos compartido sangre. Tenemos un vínculo.

—¡Y tú lo has roto matándola! —contestó Ulrika, señalando el cadáver de Evgena—. ¡Por la sangre de las águilas! ¿Crees que puedo ahora amarte?

—¡No te entiendo! —Le espetó Stefan—. ¡La despreciabas! ¡Habías dicho que no te importaría si la mataba!

—No… Carece de importancia si yo la despreciaba o no —replicó Ulrika— Tu dijiste que no habías venido a matarla. Me mentiste. Tú…

Se interrumpió cuando los recuerdos volvieron a ella, un centenar de pequeñeces que había dicho Stefan, al parecer insignificantes en su momento, pero que ahora resultaban muy claras. Había sido el comentario de él sobre mujeres chismosas lo que había hecho que a ella se le ocurriera preguntarles a las lahmianas acerca del culto, y con ello atraer a Raiza al exterior, donde él pudiera atacarla. Había sido él quien le había metido en la cabeza la idea de una reunión en terreno neutral. ¡Si Evgena hubiera accedido, ella, Raiza y Galiana habrían muerto aquella misma noche!

—¡Me utilizaste para llegar hasta ellas! —gritó—. ¡Utilizaste lo que sentía por ti! ¡Por los dientes de Ursun! ¡Te las entregué! —alzó el estoque y avanzó hacia él—. No sentía ningún afecto por Evgena, pero no soy el instrumento de nadie. Moriré antes de permitir que logres el éxito a través de mí.

Los ojos grises de Stefan se volvieron fríos, y se arrodilló para recoger otra vez el cuchillo bañado de plata con la mano protegida por la capa.

—Tu respuesta fue un sí —dijo, con una voz como el hielo—. ¿No lo recuerdas? Dijiste que estarías conmigo con independencia de lo que sucediera. Has roto tu palabra.

Ulrika saltó para intentar atravesarlo antes de que recogiera el cuchillo, pero él desvió su arma con el estoque y lo recogió, para luego dar una voltereta de la que salió al tiempo que intentaba asestarle un tajo.

Ella gruñó y retrocedió ante el brillante filo.

—Esas cosas se las dije a un hombre en quien confiaba —dijo—. Tú no eres él.

Stefan atacó, y le abrió un tajo en un brazo cuando ella paró el golpe. Retrocedió y chocó contra un cajón lleno de espadas y escudos de madera.

—Tal vez deberías luchar con ésas —dijo Stefan con desdén—. También son falsas.

Se oyeron los pasos de alguien que bajaba por la escalera, y la voz de Galiana susurró dentro del foso.

—¿Hermana? ¿Ulrika?

Stefan volvió la cabeza, alarmado, y Ulrika dirigió un tajo a la mano izquierda que llevaba envuelta en la capa corta. El cuchillo plateado cayó rebotando al suelo cuando la hoja le abrió un corte hasta el hueso. Él retrocedió con paso tambaleante al tiempo que maldecía. Lanzó una estocada al cuello del vampiro, pero él se agachó por debajo del arma y pasó por su lado dando traspiés para caer entre las espadas de madera.

—¡Galiana! ¡Aquí! —llamó Ulrika, al tiempo que volvía a atacar. Él desvió la estocada a un lado con su arma, para luego recoger una espada de madera de la pila y acometerla con un ataque salvaje. El bloqueo de Ulrika llegó demasiado tarde, y la roma punta de madera le perforó el abdomen y ascendió hasta quedar atascada entre las costillas de su espalda.

Ella se inmovilizó, paralizada por el dolor. Le dolía como ninguna herida de espada que hubiese sufrido jamás. Se parecía más al dolor que sintió cuando se cayó al río, como si la madera no sólo hubiese atravesado su cuerpo sino también su esencia. Entonces supo por qué la estaca era el arma preferida por los cazadores de vampiros. Era veneno para los de su raza.

—Lo… lo lamento —dijo Stefan, al tiempo que reculaba.

Ella se desplomó de lado, incapaz de mover un solo músculo. ¿La espada le habría perforado el corazón? No lo sabía. Todo su cuerpo parecía gritar. No había manera de distinguir una parte de otra.

Desde el otro lado del foso le llegó una exclamación ahogada de sorpresa. Los ojos, cuya visión era cada vez más borrosa, le permitieron ver a Galiana mirando desde la puerta.

—¿Qué has hecho? —gritó, y entonces vio el cadáver decapitado de Evgena—. ¡Señora! —chilló, para luego correr hasta ella y arrodillarse.

Stefan recogió el cuchillo plateado que Ulrika le había hecho soltar y empezó a avanzar con cautela hacia Galiana, ocultándolo con la mano.

—Ulrika la ha matado —dijo—. Intenté impedírselo, pero no llegue a tiempo Era una asesina sylvana, enviada para destruir vuestra hermandad desde el interior.

Galiana apartó los ojos que tenía clavados en Evgena, y dio la impresión de que lo oía por primera vez.

—¿Era ella la asesina? —preguntó—. ¿No tú?

—Lo juro, señora —asintió él, acercándose muy poco a poco—. Tenía la intención de mataros a todas y gobernar en vuestro lugar.

Galiana se puso de pie y reculó ante él con cautela al tiempo que sacaba las garras.

—¿De verdad? Pero entonces, ¿quién mató a la hermana Raiza?

—Ulrika tenía un cómplice —replicó Stefan, sin alterarse ni dejar de avanzar—. Y continúa en libertad. Pero no te preocupes, yo te protegeré. Gobernaremos Praag juntos.

De la escalera llegaron pasos y el entrechocar de vainas de espada.

—Bajad ahí, vosotros cuatro —bramó una voz—. Continuaremos registrando.

Stefan se inmovilizó, pero los ojos de Galiana brillaron.

—Caballeros! —gritó, corriendo hacia la escalera—. ¡Caballeros, ayudadme! ¡Por aquí! ¡Hay adoradores del Caos!

Stefan se tensó como si tuviera intención de saltar tras ella, pero el ruido de gente de armas bajando la escalera lo detuvo. No podría llegar hasta Galiana a tiempo.

—¡Vaca lahmiana! —rugió con voz ronca—. ¡No vivirás para ver otra puesta de sol!

Se volvió a mirar a Ulrika al tiempo que alzaba la daga bañada en plata, pero los hombres ya entraban en el foso. Con una maldición saltó hacia el agujero del suelo y desapareció de la vista.

La cabeza de Ulrika cayó sobre su pecho y Galiana se desplomó en los brazos del primer hombre que cruzó la puerta, un soldado que llevaba el uniforme de la guardia privada del duque.

—¡Alabado sea Ursun por vuestra llegada, señores! —sollozó—. ¡Me temo que tenían la intención de sacrificarme! ¡Rápido! ¡Han huido por ese agujero!

Lo último que Ulrika vio antes de que sus ojos se cerraran fue a los soldados girando de un lado a otro la cabeza con ojos desorbitados, mientras corrían hacia el agujero, para mirar los cuerpos de Evgena y de los miembros del culto muertos y agonizantes, y el último pensamiento que tuvo antes de desvanecerse fue que la amenaza de Stefan no había sido vana. Podía caminar bajo el sol y sabía dónde estaba la casa segura de Evgena.

Iba a matar a la última lahmiana de Praag mientras dormía.