TREINTA Y UNO
La canción de los condenados
A Ulrika le pareció que la escena era una extraña parodia de lo que estaba ocurriendo arriba, sobre el escenario. El hombre que sostenía el violín ocupaba la misma posición que Padurowski en su podio, mientras que unos cuarenta miembros del culto se arrodillaban en semicírculo ante él, como los músicos sentados en sus asientos. Pero mientras que la orquesta tocaba música, los miembros del culto hacían algo mucho más extraño e inquietante.
En el suelo, ante la plataforma, había un brasero de piedra bajo y ancho en el interior del cual ardía un fuego purpúreo, y mientras Ulrika, Stefan y Evgena observaban, los miembros del culto que estaban arrodillados recogían botellas tapadas con un corcho que tenían alineadas ante sí y las lanzaban contra el brasero al ritmo de la salmodia. Una tras otra, las botellas se hacían pedazos contra el borde de piedra, y de ellas salían ondulantes nubes de niebla translúcida que hacían que las llamas purpúreas crecieran y de ellas se desprendieran jirones de humo blanco.
El humo flotaba hacia la Viola de Fieromonte, girando en el aire como atraído hacia el tiro de una chimenea, y era absorbido a través de los calados de la caja, mientras el violín gemía y se lamentaba.
—Las almas —susurró Ulrika, apretando los puños—. Las almas de las muchachas sacrificadas.
—Están alimentándolo —murmuró Evgena—. Sobornándolo para que lleve a cabo la tarea que ellos desean.
Praag siempre renace llegó a su sonora conclusión por encima de ellos justo cuando se rompía la última botella, y la voz de Padurowski les llegó a través de las tablas del escenario.
—Ahora tocaremos para vosotros una canción destinada a honrar a los guardianes de las marcas —dijo—, que tan valientemente protegen nuestra frontera septentrional. Ésta es una canción tradicional de esos territorios, una antigua balada que se titula Mientras cosecho y siembro.
Un personaje jorobado se levantó de la primera hilera de miembros del culto, y llamó por señas a unos hombres que estaban al otro lado de la habitación.
—¡Rápido! —susurró—. ¡La última víctima!
Ulrika reconoció a aquel hombre al instante. Era el hechicero jorobado que había estado a punto de matarlos a todos con su magia en la mansión de Evgena. Ésta también lo reconoció. Gruñó y comenzó a mover las manos en complicados gestos.
Las primeras frases de la balada flotaron en el aire mientras dos miembros del culto arrastraban a una mujer hasta el brasero. Ulrika se atragantó. Era la muchacha ciega de la taberna Jarra Azul. Tenía las manos atadas y se retorcía entre sus captores, presa de un terror cerval.
El hechicero jorobado se le acercó y la zarandeé.
—¡Canta! —le vociferó—. ¡Canta la canción!
La muchacha se encogió y retrocedió, gimoteando de miedo. Él le apoyó una daga contra la garganta.
—¡Canta, maldita seas!
La muchacha sollozó otra vez, pero luego dejó de hacerlo y comenzó a cantar siguiendo la música de la orquesta. Con las primeras palabras, Ulrika reconoció la canción. La había entonado aquella primera noche, cuando ella acababa de llegar a Praag; era la balada de la muchacha que se queda esperando mientras su amante parte hacia la guerra. Ulrika no la había reconocido por el título, ni por el almibarado arreglo musical de Padurowski, pero supo cuál era al empezar a cantarla la muchacha ciega.
A Ulrika se le hizo un nudo en el pecho al escuchar, porque, a pesar de lo aterrorizada que estaba la muchacha, no podía evitar cantar bien, y la canción, tan dulce, triste y llena de recuerdos del hogar, era como un rayo de sol que se clavara directamente en el corazón de Ulrika. No lograba imaginar por qué aquellos degenerados podían querer escuchar algo tan puro, pero luego comprendió la razón.
Con cada nota, por la boca de la muchacha salían blancos jirones de vapor casi invisibles, una niebla translúcida que se mezclaba con el humo blanco del brasero y ascendía para ser inhalada a través de los calados de la Viola de Fieromonte.
—No —dijo Ulrika, con voz ronca, y comenzó a avanzar—. ¡No!
Evgena interrumpió el encantamiento e intentó sujetarla.
—¡Muchacha idiota! ¿Qué estás haciendo?
Stefan hizo lo mismo.
—¡Ulrika, espera!
Ulrika se zafó de las manos de ambos.
—¡Están robándole la voz!
Cargó saliendo de las sombras, lanzada en línea recta hacia el hechicero jorobado. El hombre alzó la mirada al tiempo que soltaba a la cantante y retrocedía, mientras el resto de los miembros del culto gritaban y se disponían a levantarse. El hechicero alzó los brazos cuando Ulrika dirigió un tajo hacia su cara, y el estoque se detuvo antes de golpearlo como si hubiera chocado contra un muro. El jorobado sonrió con crueldad y comenzó a mover las manos en gestos arcanos, pero un rayo de crepitante energía negra salió disparado del lugar en que se ocultaba Evgena y lo atravesó. El hechicero cayó al suelo, retorciéndose y chillando, mientras por su piel danzaban crepitantes arcos de energía.
Ulrika avanzó un paso para matarlo, pero los miembros del culto se lanzaron hacia ella al tiempo que sacaban cuchillos de debajo de los ropones. Se volvió para hacerles frente, y se encontró con Stefan a su lado, con los dientes desnudos.
—Ésa era una manera de hacerlo —gruñó él.
Juntos asestaron estocadas y tajos al aullante grupo, perforando gargantas, entrañas y entrepiernas mientras intentaban llegar hasta los miembros del culto que retenían a la cantante, pero antes de poder acercarse, Ulrika vio un destello de plata con el rabillo del ojo y se apartó a un lado, un par de centímetros por delante de un cuchillo largo destinado a abrirle un tajo en la cara.
Giró sobre sí misma con el estoque en guardia. Era Jodis, otra vez desnuda, que arremetía con el segundo cuchillo largo. Ulrika saltó hacia atrás y acabó espalda contra espalda con Stefan, mientras cuatro de los corpulentos bárbaros de Jodis se abrían paso a codazos entre los miembros del culto para rodearlos.
—No dejáis de huir de nosotros, cadáveres —dijo la nórdica con sus dos bocas, y luego se volvió a vociferar a los miembros del culto y a los dos hombres que conducían a la cantante ciega—. ¡Vosotros, dejad a éstos y matad a la bruja! ¡Vosotros dos, levantadla! ¡A él también! ¡Llevadlos fuera de su alcance!
Ulrika arremetió e intentó matar a la nórdica mientras tenía la atención dividida, pero los bárbaros intervinieron atacándolos desde todas partes mientras los miembros del culto retrocedían para avanzar con cautela hacia Evgena.
Dentro del círculo de destellante acero de los bárbaros, Ulrika no pudo hacer nada más que observar, impotente, mientras los dos hombres subían a la cantante ciega a la plataforma para situarla junto al miembro del culto que tenía la Viola de Fieromonte, y luego hacían una señal a los hombres que estaban en el interior de la rueda.
—¡Arriba! —gritó uno—. ¡Arriba!
Los hombres comenzaron a caminar, haciéndola girar desde el interior, y la plataforma ascendió entre crujidos de cuerdas y maderas. La cantante yacía inmóvil, mientras el alma le era arrancada a través de la boca por el violín, palabra a palabra y nota a nota.
—Una voz capaz de atravesar el corazón de todos los que la oyen, ¿eh? —dijo Jodis con desprecio, mientras acometía contra las piernas de Ulrika con sus armas—. Y de inyectar en ellos el dulce veneno de nuestro señor como el colmillo hueco de una víbora.
Ulrika hizo retroceder a la nórdica hacia la plataforma bajo un chaparrón de acero, y Stefan avanzó con ella para protegerle la espalda y los flancos, pero no se movían con la velocidad suficiente. La plataforma ya casi había llegado al techo.
—¡Señora! —gritó Ulrika—. ¡Detenlos! ¡Para la rueda!
Evgena estaba ocupada en mantener a distancia a los miembros del culto con una muralla de ondulante rojo, pero hizo lo que pudo disparando un rayo de crepitante energía hacia los hombres de la rueda. Sin embargo, antes de que el rayo los alcanzara, se formó a su alrededor una niebla violeta que lo absorbió. Ulrika miró más allá de Jodis y vio que el hechicero jorobado se levantaba sobre unas piernas inseguras y que en torno a sus manos danzaba la energía violeta.
—No nos estropearás la sorpresa —siseó, y lanzó una erupción de serpientes purpúreas hacia Evgena.
Por encima de la batalla, la antigua canción popular llegó a su fin, y la voz de la cantante ciega se apagó con un espantoso estertor mientras los aplausos del público resonaban a través del suelo del escenario. Ulrika alzó la mirada y vio como el último aliento de vapor blanco abandonaba la boca de la muchacha y era absorbido al interior del violín, y a continuación el miembro del culto que sujetaba el instrumento la echó fuera de la plataforma de una patada.
Ulrika retrocedió de un salto al tiempo que tiraba de Stefan para apartarlo, y el cuerpo de la cantante, al caer, derribó al bárbaro que tenían a la izquierda, para luego resbalar hasta el suelo. La expresión de perplejo horror que había en el hermoso rostro de la muchacha hizo que Ulrika tuviera ganas de hacer pedazos a Jodis con las manos desnudas. Saltó hacia la nórdica, con el estoque y la daga convertidos en borrones.
Mientras Jodis bloqueaba y paraba, la voz de Padurowski sonó en lo alto.
—Y ahora, damas y caballeros —anunció—, ¡algo especial para todos vosotros! ¡Un solo ejecutado por el orgullo de la Academia, el músico de más talento de su edad, y que interpretará una canción que no ha sido tocada en Praag en doscientos años!
Ulrika apartó la mirada de la lucha para alzarla en el momento en que el miembro del culto que estaba sobre la plataforma se quitaba el ropón con un gesto brusco y lo arrojaba a un lado. ¡Era Valtarin! Se echó hacia atrás el flequillo, encajó la Viola de Fieromonte debajo de la barbilla, y comenzó a tocar una rápida melodía mientras se abría una trampilla que había en el escenario y la plataforma ascendía a través de ella. El Teatro de la Ópera estalló en un espontáneo aplauso al verlo salir, y siguió dando palmas para acompañar la cadenciosa música.
Ulrika conocía aquella canción. Había estado oyéndola en el viento desde que había llegado a Praag. Maldijo al verlo todo con claridad. ¿Cómo había podido ser tan ciega? ¿Cómo podía no haber visto que Valtarin y Padurowski eran miembros del culto? ¡Habían jugado con ella como si fuera idiota!
Jodis rió con ambas bocas y retrocedió de un salto, abriendo los brazos en un gesto de triunfo.
—¿Lo ves, cadáver? Has fracasado. Ya bailan para Slaanesh…
Ulrika arremetió y le atravesó el corazón con el estoque. Jodis se quedó mirando la herida con ojos fijos, y luego se desplomó, con la boca de la protuberancia del cuello chillando mientras su boca verdadera gorgoteaba y escupía sangre.
—Hablas demasiado, cadáver —dijo, haciendo hincapié en la última palabra, para luego arrancarle la hoja de entre las costillas y retroceder hasta Stefan, que aún luchaba con los otros bárbaros—. ¡Tenemos que llegar hasta el escenario!
—Sí —asintió él, y entre ambos los hicieron retroceder hasta la puerta que conducía a la escalera.
—¡Hermanos! ¡Detenedlos! —gritó con voz ronca el jorobado.
Estaba trabado en un duelo con Evgena y no podía moverse. Tampoco podía hacerlo Evgena. De la frente del jorobado, oculta tras la capucha, manaban tentáculos de energía purpúrea que serpenteaban en torno a la boyarina intentando atravesar la ondulante esfera teñida de rojo que había formado a su alrededor.
Los miembros del culto obedecieron la orden del hechicero y se volvieron de espaldas a Evgena para impedir que escaparan Ulrika y Stefan. Ésta, frenética, atravesó a un bárbaro con el estoque luego apuñaló con la daga al último mientras luchaba con Stefan, tras lo cual corrieron los dos hacia la puerta seguidos de cerca por los miembros del culto.
—Sigue adelante —le dijo Stefan, dándole un empujón para luego volverse en la puerta con el fin de hacer frente a sus perseguidores—. Yo los contendré aquí.
Ulrika entró en la escalera dando traspiés y se volvió a mirarlo, parpadeando.
—Pero…
—No hay tiempo para luchar contra ellos a cada paso que demos —le espetó él cuando lo alcanzaron los primeros—. Vete. Esta fue tu guerra desde el principio. ¡Debes ser tú quien le ponga fin!
Ulrika vaciló durante el más breve de los segundos y luego corrió escaleras arriba. Habría preferido tener a Stefan a su lado, pero él tenía razón. No había tiempo. Se lanzó a la carrera a través del laberinto de corredores, mientras volvía a ponerse la máscara de tragedia. No sería buena cosa que su primo, el duque, la reconociera en su debut sobre el escenario.
Cuando irrumpió en las bambalinas, la escena que se desarrollaba frente a ella parecía tan normal que estuvo a punto de dudar de lo que veía. ¿Qué podía tener de amenazador un solista que tocaba un violín mientras un director de orquesta de bondadoso aspecto dirigía a la orquesta en el acompañamiento y el público se mecía y lo acompañaba con palmas? Pero una mirada más atenta revelaba la verdad: la gente tenía los ojos vidriosos y desorbitados, como alegres borrachos en el máximo estado de embriaguez antes de desplomarse, y daban palmas y cantaban al ritmo de la música como si fueran autómatas, todos al mismo tiempo y con total precisión.
Algunos, según vio Ulrika, luchaban contra aquello, y tenían la frente perlada de sudor porque intentaban resistirse a la llamada de la melodía. Un viejo general apretaba los dientes y los puños mientras su cabeza se inclinaba. Un sacerdote de Dazh murmuraba furiosamente para sí pero no podía evitar que sus manos se movieran. Sabían que sucedía algo malo, pero habían sido atrapados por el insidioso hechizo antes de poder reunir la voluntad necesaria para resistirlo.
También a Ulrika le resultaba difícil luchar contra el influjo de la canción. Mientras corría hacia el escenario, el ritmo era tan insistente que la hacía tropezar, y la melodía, aunque desenfadada y juguetona, transmitía una conmovedora melancolía que le hizo derramar lágrimas. Ésa tenía que ser la muchacha ciega. La voz de su alma, mezclada con la del brillo cada vez más potente del violín, estaba haciendo exactamente lo que Jodis había dicho que haría: abriendo un pasadizo hasta los corazones de los presentes que permitiría que la venenosa canción llegara a su interior y los corrompiera.
Una furia arrasadora inundó a Ulrika y debilitó el poder de la música sobre ella. Usar algo tan puro para hacer algo tan inmundo era despreciable. Entró a la carga en el escenario con el estoque en alto.
El público lanzó una exclamación ahogada y Padurowski se volvió, y entonces Valtarin gritó, pero ninguno podía dejar lo que estaban haciendo, porque si no se rompería el hechizo. La esperanza nació en Ulrika a medida que se acercaba a toda velocidad. Lo único que tenía que hacer era matar al violinista y la Canción se interrumpiría; pero cuando sólo quedaban cinco zancadas para llegar hasta él, Valtarin se volvió para fulminarla con la mirada y tocó una giga improvisada que se impuso al acompañamiento de Padurowski y prácticamente arrojó las notas contra ella. Ulrika se tambaleó al golpearla con toda su fuerza el poder del violín, y a continuación comenzó a bailar, saltando y zarandeándose como una marioneta controlada por su creador.
El público rugió y rió, y dio palmas con más fuerza que antes. Pensaban que formaba parte del espectáculo. ¿Y por qué no iban a pensarlo? Ulrika debía de tener un aspecto cómico con su máscara de tragedia y su estúpido danzar. Intentó luchar contra la música, pero no podía hacer que sus piernas dejaran de deslizar los pies por el suelo y patear el aire. Cuanto más lo intentaba, más se imponía sobre ella la voluntad del violín, haciéndola zarandearse y agitar brazos y piernas.
Pero ¿y si se entregaba?
Dejó que la música la arrastrara, se rindió al ritmo y danzó hacia Valtarin, ejecutando gráciles barridos en el aire con el estoque al ritmo de la música. Los ojos del violinista se abrieron con expresión alarmada y retrocedió. Ella le dedicó una ancha sonrisa. Estaba funcionando. Era como virar por avante en el viento en lugar de navegar directamente contra él. Hizo otra pirueta y el estoque llegó a una distancia de treinta centímetros de su objetivo.
Pero cuando se acercó más, Padurowski saltó ante ella, con la casaca lila aleteando, y se puso en guardia con su batuta de director, sonriendo y haciéndole muecas al público.
—¿Lo veis, mis señores? —gritó—. ¿Veis cómo la música es la mejor de las armas contra el salvajismo y la barbarie?
El público aprobó sus palabras con una aclamación mientras Ulrika lo acometía con una estocada. Si quería morir por proteger a Valtarin, que así fuera. Su muerte podría arrancar a la gente de aquella euforia envenenada.
Pero cuando la hoja salió disparada hacia el corazón de Padurowski, éste la paró con la batuta, y la fuerza del bloqueo estuvo a punto de arrancarle la espada de la mano. Ulrika reprimió una exclamación.
¿Cómo podía ser? Debería haber podido cortar en dos aquella fina varilla.
Padurowski soltó una risotada.
—Slaanesh ha sido generoso con sus dones —susurró—. El vigor de la juventud y un arma de poder con la que hacer su voluntad.
Acometió con la batuta, y Ulrika, aún atónita y danzando al ritmo de la música de Valtarin, no se desplazó a tiempo. Le dio en el muslo, sólo un golpe de refilón, pero cortó tela y músculo.
Gritó de dolor y tropezó mientras bailaba entre rugidos del público. El mundo onduló a su alrededor, y durante un breve instante vio a un Padurowski diferente en lugar del anciano que pensaba que tenía delante. Continuaba siendo larguirucho y de pelo blanco, pero su cara carecía de arrugas y era hermosa, con un cuerpo fuerte y firme… y en la mano no tenía una batuta de director, sino una daga como una aguja, con una hoja que parecía un estilete y rielaba con energía sobrenatural.
—¡Sigue tocando, Valtarin! —gritó ese nuevo Padurowski—. Le tomaré las medidas mientras bailamos.
Entonces, la visión desapareció y el mundo recobró su aspecto sólido. Padurowski soltó una risilla e intentó herirla en el cuello con la batuta, pero ella ya había visto la verdadera forma que tenía y la paró como lo habría hecho con una espada. Se oyó un entrechocar de acero y el estoque fue rechazado con una muesca en el filo, pero había desviado el ataque.
Padurowski maldijo y volvió a atacar, aunque su expresión ya no era alegre, pero ella volvió a contrarrestarlo porque él carecía de la habilidad de un espadachín.
—Es una pena que tu señor no te dotara de la destreza que debería acompañar tu arma —dijo ella con desdén.
—Será suficiente, parásito —gruñó él, mientras asestaba furiosos tajos al aire.
Ulrika miró hacia el público mientras ambos se movían en círculos, con la esperanza de que alguien se hubiese dado cuenta de que luchaban en serio, pero las caras que veía tenían una expresión más ausente que antes, con una animación que ya era de naturaleza bestial, y con ojos que brillaban tanto de odio como de alegría.
—¡Matadla! ¡Matadla! —salmodiaban al ritmo de la música de Valtarin, y se levantaban de las butacas para mecerse y danzar.
Ulrika gimió. Si no detenía pronto aquello, la canción iba a consumirlos por completo, pero continuaba sin poder volverse hacia el violinista, continuaba sin poder interrumpir sus propias cabriolas alocadas. Y entonces se le ocurrió. Tenía que hacer lo mismo que había hecho antes: debía seguir la corriente.
Reculó ante Padurowski, y giró de manera que al retroceder quedara más cerca de Valtarin.
Los ojos del director de orquesta destellaron y volvió a sonreír.
—¿Lo ves? ¡Te debilitas, mientras yo no hago más que fortalecerme!
Arremetió con una puñalada de la afilada daga dirigida al corazón de Ulrika. Ella retrocedió con paso tambaleante hacia Valtarin, agitando el estoque detrás de sí como si intentara recuperar el equilibrio, y luego lo descargó sobre el diapasón de la Viola de Fieromonte.
El resultado fue catastrófico Cuando el estoque cerceno las cuerdas de tripa y rompió el cuerpo de madera, el violín chilló como un centenar de huracanes y estalló en una bola de luz blanco purpúreo que lanzó a Valtarin, Ulrika y Padurowski por el aire y derribó de los asientos a los músicos de la orquesta. El público, que hacía apenas un instante reía y danzaba, se puso a gritar y se cubrió los ojos.
Desde donde había caído, en el lado izquierdo del escenario Ulrika se quedó mirando a la gigantesca figura translúcida que surgió del interior de la luz blanca, más hermosa que cualquier ser que hubiese visto jamás a pesar de que parecía no tener forma ni cara definidas, sino que cambiaba constantemente de una a otra. Aulló con la potente voz del violín, y luego volvió sus ojos dorados perpetuamente cambiantes hacia Valtarin y Padurowski.
—¿Dónde están los estúpidos que nos prometieron las almas de toda una ciudad?