TREINTA
El concierto
Una hora más tarde, mientras caía la noche, Ulrika, Stefan, Galiana y Evgena salieron de la vivienda segura —una casa modesta situada en una tranquila calle sin salida del barrio de los Comerciantes—, y viajaron sumidos en gélido silencio, dentro de un carruaje negro, a través del barrio noble hasta la plaza del Cabrestante, la plaza más grande de Praag, en cuyo lado meridional se alzaba el palacio del duque, y en su flanco oriental se erguía el Teatro de la Ópera.
Ulrika y Stefan iban ataviados de acuerdo con la última moda de Praag: Ulrika con jubón y calzones verde oscuro y negro, con una capa a juego, y el corto pelo blanco oculto bajo un gorro de piel kossar; y Stefan con prendas azul oscuro y blanco, con una capa corta drapeada sobre un hombro. Para completar los disfraces, Evgena les había entregado unas máscaras. Ulrika estaba segura de que algún mezquino resentimiento había gobernado la elección, ya que para Stefan había escogido la tradicional máscara negra que cubría toda la cara, propia de la comedia, mientras que la de Ulrika pertenecía al eterno contrapunto de la comedia, la tragedia, que incluso tenía una lágrima de diamante y una lúgubre boca curvada hacia abajo.
Evgena y Galiana también se habían vestido con ropa elegante. Evgena con un vestido verde bosque orlado de negro para que hiciera juego con el atuendo de Ulrika, y Galiana de azul marino sobre seda blanca para hacer juego con Stefan, aunque las máscaras de ellas eran hermosas y destellantes obras de arte decoradas con plumas iridiscentes en lugar de chistes feos. Además de estos disfraces, la boyarina y su hermana se habían puesto pelucas nuevas, ondas castañas para Evgena y una cascada de rizos rubios para Galiana, pero las auténticas transformaciones eran las que mostraban las mujeres en sí.
Mediante la más negra magia lahmiana, la boyarina había proyectado sobre ellas una ilusión de juventud y hermosura asombrosa de contemplar. Evgena, que desde que Ulrika la había conocido tenía aspecto de gato desollado y momificado, en ese momento parecía ser una digna belleza de unos cuarenta años, más o menos, con unos pechos sugerentes y ojos seductores, mientras que Galiana, que antes parecía una muñeca marchita con una peluca demasiado grande para su cabeza, tenía el aspecto de una jovencita de rostro fresco, con mejillas rosadas y carnosos labios entreabiertos. Aquello hizo que Ulrika se preguntara cuándo habían abandonado el esfuerzo de mantener la ilusión, y por qué. También hizo que se preguntara si alguna vez había visto el verdadero rostro de la condesa Gabriella.
Cuando llegaron, la plaza del Cabrestante era una agitada confusión de carruajes y coches, todos los cuales regurgitaban hombres y mujeres bellamente ataviados que se movían en lentos grupos que giraban por la plaza como enjoyadas hojas de árbol agitadas por un viento perezoso. En torno a la plaza, una muralla de guardias contenía a la muchedumbre de refugiados y mendigos de mejillas hundidas que contemplaban a las brillantes criaturas del interior con asombrados ojos vidriosos, como si aquellas cosas pintadas y enmascaradas fuesen especímenes de un extraño zoológico.
En el lado meridional de la plaza, el palacio, iluminado desde abajo por un millar de linternas, se alzaba como una estrafalaria formación de roca roja y dorada, rodeada de murallas almenadas y adornada por altas torres con cúpula en forma de cebolla recubiertas de mosaicos de granate y metal batido. No podía decirse que el Teatro de la Ópera fuese más sobrio, con una barroca fachada de azulejos azules y rojos, estatuas de mármol y torrecillas en el tejado de cobre recubierto de verdete; y entre esta ornamentada decoración, las heridas que había sufrido durante la Gran Guerra contra el Caos. No se habían llevado a cabo reparaciones porque Praag estaba orgullosa de su historia desgarrada por las guerras, y las columnas destrozadas y los desconchones de bordes negros mostraban el prosaico ladrillo que había detrás de la belleza de los muros y el fantástico tejado.
En medio de esta locura, Ulrika bajó del carruaje de Evgena con la boyarina cogida de su brazo; Galiana y Stefan los siguieron unidos del mismo modo, y los cuatro avanzaron a través de las risueñas hordas.
Allí había hombres ataviados con ricos atuendos o con uniforme militar, tocados con sombreros y cubiertos con capas de pieles de zorro, oso y gato de las nieves. Las mujeres coqueteaban vestidas con corpiños ribeteados de armiño de todos los colores, y vestidos rellenos con muchas capas de enaguas que barrían el suelo. Ambos sexos llevaban máscaras de toda clase, desde simples antifaces que cubrían sólo los ojos, hasta disparatadas creaciones de cuero y laca que ocultaban todo el rostro tras una estilizada representación de dioses y héroes, pájaros y otros animales, demonios y monstruos. Incluso los más augustos y nobles ministros y miembros del sacerdocio habían entrado en el espíritu de la noche e iban ataviados con brillantes colores y llevaban destellantes baratijas además de las cadenas y sigilos de su cargo.
Justo cuando llegaban a los escalones de mármol que conducía al patio de acceso del Teatro de la Ópera, salió un paje con un clarín y tocó una sucesión de notas rápidas para indicar que todos debían ir a ocupar sus asientos. Siguió una gran migración hacia las puertas, y Evgena, Ulrika, Stefan y Galiana se unieron a la aglomeración. Mientras avanzaban con extrema lentitud, los rodeaba el zumbido de las conversaciones: los habituales comentarios de quién vestía qué y quién acompañaba a quién, pero, entremezclado con eso, Ulrika oyó pronunciar un nombre que le era familiar, y prestó mayor atención.
—¿Padurowski? ¿De verdad?
—Pero si algunos decían que Padurowski había muerto.
—No, ha regresado.
—¿Dónde ha estado? Nadie pudo encontrarlo, ni siquiera la policía secreta.
—En el hospital, según he oído. Al cuidado de las Hijas de Salyak.
—Probablemente tenía algo de los nervios. Seguro que yo lo tendría, si tuviese que actuar ante el duque.
Ulrika intercambió una mirada con Stefan mientras continuaban las conjeturas. Llegaron a pensar que el maestro había sido secuestrado o asesinado por los miembros del culto. ¿Había escapado de sus garras? ¿Había estado escondido? ¿O recuperándose de las heridas?
—¿Significa eso que tampoco secuestraron a Valtarin? —murmuró Stefan.
Ulrika se encogió de hombros, pero entonces se le ocurrió algo. La cantante ciega… ¿Habría esperanza también para ella?
Al fin llegaron a las puertas doradas, y Evgena avanzó con osadía. Ulrika temía que les pidieran la invitación, pero tras una deslumbrante sonrisa y una exhibición de escote por parte de la boyarina, el portero les hizo una reverencia para que entraran sin pronunciar una sola palabra… derrotado por la más poderosa magia lahmiana.
Una vez dentro, Evgena los condujo de inmediato al piso de arriba, a un palco privado —no al suyo, que temía que pudiese, estar vigilado, sino al de un cortesano que sabía que estaba enfermo y no asistiría—, y ocupó uno de los lujosos asientos.
—Guardad silencio —dijo—. Tengo que buscarlos.
Cerró los ojos y descansó las manos sobre el regazo. Galiana se sentó junto a ella e hizo lo mismo. Ulrika las dejó con sus cosas. Su propia visión bruja era tan pobre que no merecía la pena que lo intentara. En cambio, se acercó a la barandilla con Stefan y miró al interior del Teatro de la Ópera a través de los orificios oculares de la máscara.
Abajo, los asistentes más humildes conformaban un disparatado mosaico de colores mientras tomaban asiento en las butacas, mientras los de clase alta reían y hablaban entre sí en tres hileras de palcos privados que se encontraban por encima de ellos, apoyados sobre columnas doradas decoradas con esculturas de grotescas gárgolas con cuerpo de músico que tocaban el violín, la trompeta o el tambor, todos ellos hechos con huesos humanos.
El escenario del teatro estaba oculto tras unas enormes cortinas de color burdeos adornadas con borlas que lucían el escudo de Praag, así como los escudos de armas del duque y otros mecenas. En el elaborado proscenio continuaba el motivo decorativo de música, locura y muerte que representaba el cerco de Praag, con demonios esculpidos que trepaban por las columnas de la izquierda del escenario, mientras los valientes defensores de la ciudad trepaban por las que había a la derecha. Al final se encontraban en una titánica batalla que alcanzaba su clímax en lo más alto del centro del escenario, donde Magnus el Piadoso blandía un martillo de oro hacia la cabeza de Asavar Kul, observado por juglares con cara de calavera que tenían en las manos laúdes y arpas.
Ulrika estaba observando todos estos detalles cuando en el patio de butacas estalló una explosión de aplausos, que luego se propagó a los palcos. Miró en torno. La gente de abajo se ponía de pie y se volvía para alzar la mirada hacia el palco central de la parte posterior de la sala, y todos los ocupantes de los palcos privados hacían lo mismo.
Siguió las miradas y vio que la elegante figura de su primo Enrik, duque de Praag, entraba en el palco y avanzaba hasta la barandilla para agradecer la aclamación. Iba vestido de un blanco deslumbrante de pies a cabeza, desde el gorro de pieles hasta la capa corta de armiño, pasando por el jubón, los calzones que titilaban escarchados de diamantes, y las botas de caballería que resultaba muy evidente que nunca habían estado cerca de un caballo.
Saludó a la sala con una grácil reverencia, y luego hizo un gesto a sus huéspedes, un rutilante grupo de generales, ministros, sacerdotes y brujas del hielo, para que tomaran asiento. Cuando se hubieron sentado, él hizo lo propio en un trono de plata coronado por la cabeza de un oso de las nieves de un blanco purísimo, cuya piel y zarpas colgaban por los brazos del sillón. Ulrika sonrió para sí. Algunos decían que su primo estaba loco, pero había gobernado de manera admirable durante el reciente asedio, y siempre había sabido cómo ofrecer un buen espectáculo.
Un momento después, Evgena abrió los ojos.
—Se ocultan bien —dijo con un suspiro—. Como no tienen más remedio que hacer, dada la asistencia de tantos sacerdotes y brujas. Si yo no tuviera la certeza de que están aquí, puede que nunca los hubiera encontrado. Pero, aunque lo sé, sólo puedo conjeturar su presencia de manera indirecta.
—¿Cómo es eso? —preguntó Ulrika.
—Hay una zona situada en alguna parte debajo o detrás del escenario que desvía mi mirada de una manera casi imperceptible para mí. Cuando intento mirar allí, me encuentro pensando que ya lo he hecho, y paso de largo. —Se rió—. Si sólo hubiese mirado una vez, no habría vuelto a pensar siquiera en ella. Pero puesto que estaba decidida a encontrar algo, acabé por reparar en la compulsión de apartar la mirada. Es una magia muy sofisticada y muy poderosa. Espero que nos bastemos para vencerla.
Se puso de pie y miró a Galiana, que también se levantó.
—Quédate aquí, hermana, y observa al público. Podría haber miembros del culto. Vigila los vientos, y estate preparada para actuar si alguien empieza a reunirlos.
Galiana hizo una leve reverencia.
—Sí, hermana.
Evgena echó a andar hacia la puerta al tiempo que hacía un gesto a Ulrika y a Stefan.
—Venid. Vayamos a buscar a los amantes de los demonios. Ahora estoy preparada. Esta vez seré yo quien golpee primero.
Evgena volvió a valerse de la poderosa magia de sus pestañas, su sonrisa y su escote para distraer al guardia que vigilaba la puerta que conducía a la zona de detrás del escenario, con el fin de que Ulrika y Stefan se escabulleran a su espalda. Se reunió con ellos un momento más tarde, sonriendo con aire presumido.
—Lo he enviado a buscar a la guardia —sonrió—, diciéndole que había visto a la boyarina Evgena Boradin, de quien se sospecha que practica la brujería, entrando a hurtadillas en su palco privado.
Ulrika también sonrió mientras subían apresuradamente por una escalera mal iluminada. La boyarina parecía haberle cogido el gusto a todo aquello, una vez que se había puesto manos a la obra. Era la prueba de algo que Ulrika había aprendido hacía muchas, muchas batallas: la expectación es cien veces peor que la acción en sí.
Los escalones acababan en los bastidores, y los recorrieron con la mirada. Una escalera desvencijada ascendía hasta la cavernosa oscuridad de encima del escenario, y cerca de allí esperaban los tramoyistas junto a un montón de cuerdas y poleas. En el centro, detrás de unas cortinas cerradas, en semicírculos que rodeaban un podio, se sentaban los músicos, que ataviados con unos sencillos sobrevestes negros, afinaban sus instrumentos, mientras un director de escena que llevaba un libro abierto en una mano los contemplaba con ansiedad.
—¿Están preparados ya, caballeros? —preguntó—. Ya es la hora. Ya es la hora.
Se oyó un murmullo general de asentimiento.
—Excelente, excelente —dijo el director de escena—. En ese caso, comenzaremos. —Y con un suave silbido y un agitar de manos, se dirigió a paso ligero hacia el otro lado del escenario.
—Aquí no hay nada —afirmó Evgena, y se volvió hacia la puerta de la pared lateral mientras los tramoyistas tiraban de las cuerdas y las cortinas empezaban a abrirse—. Debemos ir más adentro.
Los aplausos les llegaron a través de las cortinas que se separaban, y luego se redoblaron cuando un personaje alto con melena blanca avanzó hacia el podio. Ulrika se volvió a mirar cuando los otros atravesaban la puerta. Era el maestro Padurowski, ataviado con una larga chaqueta lila y calzones que le llegaban hasta la rodilla; sonrió alegremente y levantó la batuta.
Desde el centro del escenario hizo una reverencia al público.
—Mi señor duque, damas y caballeros, me siento profundamente conmovido por las numerosas personas que han manifestado su preocupación por mi seguridad, pero, como veis, todo está en orden y no es necesario que pensemos más en el asunto. Esta noche es una celebración dedicada a nuestro amado duque y sus valientes generales, a nuestra divina zarina y a los incontables hombres y mujeres que se unieron para derrotar a la terrible horda que nos amenazó el pasado invierno. Así pues, sin más preámbulos, comenzamos. ¡Por Praag! ¡Por Kislev!
Y dicho esto, se volvió y alzó la batuta mirando a la orquesta. Ulrika dio media vuelta y siguió a los otros al interior de un corredor mal iluminado mientras los músicos arrancaban con una conmovedora versión de Grifos del norte.
La música los siguió mientras serpenteaban a través de un laberinto de corredores y escaleras estrechos. Había puertas que daban a depósitos de utilería y salas de ensayo, y a habitaciones llenas de maquinaria desconocida para Ulrika. Stefan apartó una cortina y encontró un armario lleno de alabardas hechas de madera y pasta de papel. En otro colgaban cascos de apariencia fiera con cuernos hechos de hojalata. Evgena abrió una puerta que daba paso a una sala de techo alto donde había un andamio colocado ante un lienzo de dos pisos de altura y cuarenta pasos de ancho sobre el que se veía una pintura inacabada de lo que parecía un jardín elfico de la remota Ulthuan.
Al avanzar a paso rápido con los otros, Ulrika pasó ante una escalera que bajaba hasta una puerta que parecía conducir bajo el escenario, pero la descartó. Ahí abajo no podía estar pasando nada.
Cinco pasos más adelante, se detuvo.
—Señora —susurró, señalando hacia atrás—. Esa escalera. He tenido la idea de que no deberíamos comprobarla.
Evgena se volvió a mirarla con el ceño fruncido.
—Por supuesto que no. Nada podría… —Se detuvo—. Ah. Ya veo —asintió con la cabeza con admiración—. Aun sabiéndolo, la he pasado por alto.
—Bien hecho —la felicitó Stefan.
—Si —corroboró Evgena, y luego se volvió para continuar corredor abajo—. Ahora, vamos, tenemos que comprobar otros sitios.
—¡Señora!
Evgena se volvió otra vez, con los ojos muy abiertos.
—¡Por la reina! —echó a andar hacia la escalera, dando pasos mesurados y dedicándole toda su concentración—. Mis pensamientos resbalan por esa protección como agua sobre cera.
Ulrika y Stefan la siguieron escaleras abajo, y a cada paso la mente de Ulrika le decía que ya había mirado detrás de esa puerta, o que no percibía nada al otro lado, o que tenía algo más importante que hacer en otra parte. Junto a ella, Stefan rechinaba los dientes, y supo que también a él tenía que estar afectándolo.
Al fin llegaron hasta la puerta. Ulrika continuaba sin percibir ninguna energía mágica detrás, y las emocionantes frases de Praag siempre renace eran lo único que podía oír a través de ella, con la excepción, cosa extraña, de un ruido de cristales rotos que se repetía una y otra vez.
Evgena se detuvo y alzó una mano.
—Aquí hay también otras protecciones —dijo.
Ulrika concentró su visión bruja y al fin distinguió un débil relumbrar purpúreo que rielaba a poca distancia por delante de la puerta. Evgena se subió una manga de terciopelo para dejar a la vista el mismo brazalete que había usado Raiza para pasar a través de las protecciones que rodeaban la ceremonia del templo de Salyak. Avanzó mientras murmuraba y cerraba el puño.
Ulrika observó, esperando la brecha estrecha y larga que se abriría en la protección, pero la oleosa película se apartó de inmediato del brazalete, burbujeando, y retrocedió mucho más que cuando Raiza había utilizado el mismo truco. Al cabo de poco había en ella un agujero más alto y ancho que la estrecha escalera en que se encontraban.
Evgena, con los dientes apretados, les hizo a Ulrika y Stefan una señal para que avanzaran. Desenvainaron los estoques y las dagas y atravesaron el agujero en dirección a la puerta. Ulrika giró el picaporte. Estaba bloqueado. Giró con más fuerza y se rompió con un chasquido apagado. Esperó, escuchando por si se daba la alarma, pero no oyó nada por encima de los sonidos de la orquesta.
Se bajó la máscara hasta el cuello para ver mejor, abrió la puerta apenas una rendija y miró al interior. La música subió de volumen, al igual que el extraño sonido de cristales rotos, y a través de una confusión de vigas, pilares y viejos artefactos hechos de engranajes, poleas y cuerdas, Ulrika vio hombres vestidos con ropones purpúreos que se encontraban arrodillados en semicírculo, salmodiando y lanzando objetos que no podía distinguir bien.
Se deslizó a través de la puerta, seguida por Stefan y Evgena, y recorrió el entorno con la mirada. El foso era un espacio alto y oscuro abarrotado de escalerillas de mano y escaleras de madera que conducían hasta pasarelas estrechas. Apoyados contra las paredes se veían trozos dispersos de decorado, y debajo de las escaleras que rodeaban una zona despejada situada en el centro, había grandes cajones llenos hasta arriba de espadas de madera, escudos, coronas de pasta de papel y estandartes de zares muertos mucho tiempo atrás.
Al avanzar poco a poco, el olor de la sangre recién derramada llegó a su nariz, y bajó la mirada. Dentro, justo al otro lado de la puerta, yacían dos tramoyistas degollados. Pasó por encima de ellos sin pisarlos y avanzó con sigilo a través de un bosque de pilares de madera, seguida por Stefan y Evgena, hasta que un tosco agujero abierto en la piedra hizo que se detuvieran. Había sido excavado hacía poco, y se adentraba en la húmeda tierra oscura. Junto a él había un montón de picos y palas, así como un montón de losas de piedra arrancadas.
—Han subido desde las cloacas —murmuró Stefan.
Ulrika asintió con la cabeza y rodeó el agujero.
La zona abierta del otro lado estaba dominada por dos ruedas huecas, como las de los molinos de agua, y en su interior había dos hombres de pie. El artefacto estaba sujeto mediante cuerdas a una plataforma cuadrada situada en el centro mismo del lugar, y sobre la plataforma se erguía un miembro del culto, con capa y capucha, como todos los otros, que sostenía en alto un violín que sólo podía ser la Viola de Fieromonte.