VEINTISIETE
El enemigo de mi enemigo
No fue Severin quien abrió la puerta de la mansión de Evgena esta vez, sino Raiza, que empuñaba el sable desnudo. Ulrika se sobresaltó al ver que el brazo izquierdo de la esgrimista acababa ahora en un guantelete metálico articulado.
—Te dije que no volvería a perdonarte la vida —le recordó. Ulrika levantó las manos.
—Dile a la boyarina que Stefan von Kohln ha muerto —declaró—. Y que yo continúo manteniendo el juramento que le hice a ella.
Raiza no pareció oírla.
—Desenvaina tu espada —dijo con voz serena—. No te mataré si estás desarmada.
—Hermana, por favor —insistió Ulrika—. Tú has visto a los miembros del culto en acción. Sabes que la amenaza que entrañan es real. Ya he averiguado qué planes tienen, pero no puedo detenerlos yo sola. La boyarina Evgena es mi única esperanza. Por favor…
—Desenvaina tu espada —repitió Raiza con frialdad.
Ulrika bajó las manos hacia el estoque, pero en lugar de desenvainarlo soltó la hebilla del cinturón de la espada y lo arrojó a los pies de Raiza, para luego abrir los brazos ante ella.
—¿Habría venido aquí, hacia una muerte segura, si no fuese sincera? Podéis hacer lo que os plazca conmigo, sólo pido que me escuchéis primero. Os lo suplico.
Raiza la miró y luego miró el estoque, que empujó con la punta de un pie hacia el interior del vestíbulo de entrada.
—Espera aquí —dijo, y a continuación usó la punta del sable para cerrar la puerta.
Ulrika dejó que sus hombros se relajaran. Al menos no estaba muerta, aunque por la expresión impasible de Raiza no podía saber si había ido a abogar por su causa o a buscar refuerzos.
Miró por encima del hombro hacia la noche neblinosa, y se estremeció. Allí fuera, en alguna parte, Stefan luchaba contra los miembros del culto, herido y solo. Intentó librarse de su imagen cayendo al suelo con una flecha de punta de plata clavada en la espalda, pero no pudo. Sabía que él había insistido en que lo dejara, pero si de verdad moría, ella nunca se perdonaría a sí misma. Ni siquiera la venganza contra el culto la liberaría de esa culpa.
Su mente volvió al futuro dorado que Stefan había conjurado para ella: juntos para siempre, gobernando Praag. Lo deseaba tanto que le dolía. Y, en realidad, Praag era lo menos importante. Renunciaría a ello para poder estar con Stefan y vivir como desearan durante el resto del tiempo. Por supuesto, tendrían que sobrevivir al culto, y a Kiraly, y luego estaba el pequeño problema de haberle jurado su fidelidad eterna a Evgena, pero tal vez si protegía a la boyarina de esas amenazas y cumplía con su juramento, Evgena la recompensaría con la libertad.
Ulrika suspiró. Sí, tal vez, pero nada de lo que Evgena había hecho hasta el momento le daba razón alguna para abrigar esperanzas. ¡Por los dientes de Ursun!, ¿por qué había prestado ese juramento? ¿Cómo había podido dejarse atrapar para siempre en el sofocante abrazo de Evgena cuando tenía la verdadera felicidad al alcance de la mano?
Se abrió la puerta y Raiza la mantuvo abierta con la mano de acero, el sable aún desnudo en la otra mano.
—Te recibirá —anunció—. Pero debes saber que es improbable que vivas durante mucho tiempo si entras aquí.
Ulrika tragó con dificultad, mirando a ambos lados de la puerta, donde los gigantescos osos habían vuelto a ocupar sus pedestales, y luego asintió con la cabeza.
—Correré el riesgo.
Raiza le hizo un gesto con la cabeza a Ulrika para que entrara, y a continuación la condujo una vez más por los polvorientos corredores abarrotados de trofeos. Ulrika reparó en que muchos de los pedestales y perchas estaban vacíos. Sonrió para sí: unos cuantos menos con los que enfrentarse si tenía que luchar para salir de allí.
La boyarina esperaba en el salón de paredes rojas y el hogar apagado, como la vez anterior, sentada en el diván, en una postura rígida y con la espalda recta, con Galiana en su sillón habitual. Raiza dejó a Ulrika de pie ante su señora y ocupó su lugar junto a Evgena sin envainar la espada. Contra las paredes había apostados hombres de armas, también con los aceros desnudos.
—¿Está muerto? —preguntó Evgena sin más preámbulo—. ¿Tienes la certeza de que es así?
Ulrika negó con la cabeza.
—No puedo tener la certeza, señora, pero no logro imaginar cómo habría podido sobrevivir.
La postura de la boyarina se volvió más rígida.
—¿Qué quieres decir? Si has entrado en ésta casa valiéndote de mentiras, morirás por ello.
—Quiero decir que lo dejé protegiendo mi huida contra los miembros del culto —replicó Ulrika, deseando estar segura de que no era así—. Estaba herido, rodeado y superado en número.
—¡Así que tú has venido a acabar su trabajo y matarme! —le espetó Evgena, desdeñosa.
—Él no ha venido a Praag a matarte, señora —replicó Ulrika, apretando los dientes—. Ha venido para detener al vampiro que tiene intención de intentarlo, como ya te dije antes. Y aunque tú me has provocado y perseguido, yo tampoco he venido a matarte, ni he roto el juramento que te hice, ni jamás he tenido siquiera la intención de hacerlo. He venido a pedirte, otra vez, lo único que te he pedido hasta ahora. Ayúdame a derrotar al culto que amenaza vuestra ciudad y a vosotras mismas.
Evgena cruzó las manos sobre el regazo.
—Razia me ha dicho que te habías enterado de no sé qué planes del culto. ¿Cuáles son?
Ulrika hizo una inclinación de cabeza y comenzó.
—Gracias, señora. El culto ha conseguido una reliquia de gran poder, un violín llamado Viola de Fieromonte. Está poseída por un demonio, y tiene el poder de volver locos a los hombres cuando se la toca. El culto tiene intención de…
Evgena se rió.
—¿Un violín? ¿Tu culto todopoderoso amenaza Praag con un violín? ¿Vamos a morir todos de hemorragia de oídos?
—Yo misma he sentido su poder, señora —le aseguró Ulrika—. Von Kohln y yo se lo quitamos al culto cuando sus miembros intentaban robarlo de la torre de los Hechiceros. El demonio del interior confundió mi mente y me engañó para que me desprendiera de él, y los miembros del culto se lo llevaron. Temo que sea plenamente capaz de hacer lo que ellos esperan que haga.
—¿Y que es…? —preguntó Evgena.
—Creo que tienen intención de tocarlo en el concierto de victoria del duque, y usarlo para convertir a la gente más importante de Praag (todos los nobles, generales, sacerdotes y brujas del hielo) en lunáticos asesinos. En la confusión que seguirá, los miembros del culto abrirán las puertas para que entre su reina, Sirena Pelo de Ámbar, paladín del Caos que se oculta en las colinas con su horda. Tomará Praag sin hallar oposición.
La boyarina sonrió con desdén y dio la impresión de que no iba a hacer caso de la historia, pero entonces su expresión vaciló y pareció detenerse a pensar.
—Recuerdo… recuerdo ese violín. Una maravilla pasajera de justo después de la Gran Guerra contra el Caos. Los Águilas Blancas de Belarski, miembros de la compañía de lanceros alados más valiente de la época, fueron ejecutados después de que se comportaran como dementes mientras danzaban con la música de ese instrumento.
—También yo lo recuerdo —confirmó Galiana—. Hicieron pedazos a sus propias esposas e hijos diciendo que eran demonios disfrazados. Pero el violín fue quemado en la hoguera, si no recuerdo mal… Un espectáculo destinado a entretener a la corte del duque.
—Si fue quemado un violín —intervino Ulrika—, no fue la Viola de Fieromonte. Aún existe.
Evgena guardó silencio, pensativa. Raiza tosió con cortesía antes de intervenir.
—Esta mañana, Emil comentó que anoche se había oído alboroto en la torre de los Hechiceros. Los agentes secretos lo han investigado. Encontraron cuerpos de miembros de un culto.
—Y el maestro Padurowski, que tenía que dirigir la orquesta, ha desaparecido —añadió Galiana—. Mi doncella me lo ha contado. Era el tema de conversación de hoy en los mercados.
Evgena continuó en silencio durante un largo momento, para luego abrir el abanico y agitarlo, nerviosa.
—Este complot podría tener éxito —dijo—. Es una locura, pero podría tener éxito.
—Podría, a menos que tú hagas algo para impedirlo.
Evgena le lanzó una mirada de enojo. Ulrika pensó que veía miedo en ella.
—¿Qué? ¿Qué quieres que haga yo?
—El concierto debe ser cancelado —declaró Ulrika—. Tú tienes espías en la corte, señora. Si le dijerais a alguien que la vida del duque peligrará si asiste a la velada, no permitirán que la cosa siga adelante. Una vez hecho esto, debemos encontrar a los miembros del culto, destruir el violín y enviar al demonio de vuelta al reino del Caos.
Evgena rió.
—¡Niña, estás loca! —Cerró el abanico con brusquedad—. ¿Desterrar demonios? ¿Atraer la atención de los agentes de la zarina? No sé qué es más peligroso, pero no estoy dispuesta a hacer ninguna de las dos cosas.
Ulrika acabó por perder la paciencia.
—¿Acaso no eres una lahmiana? ¿No eres una maestra del secreto y la manipulación? No te pido que hagas tú misma ninguna de esas cosas, sino a través de tus secuaces y esclavos de sangre, como lo harías normalmente.
Galiana y Raiza estaban mirando a Evgena como si también ellas quisieran instarla a la acción pero tuvieran miedo de hablar. La boyarina se levantó con brusquedad y se acercó al hogar apagado con movimientos tensos y rígidos.
—Ni siquiera eso carece de riesgos —dijo al fin—. Una cosa es enviarle un regalo al duque a través de un intermediario y sugerirle que un determinado hombre está mejor cualificado que otro para el cargo de capitán de la guardia, y otra muy distinta es pedirle a ese intermediario que susurre que la vida del duque está en peligro. Las personas que dicen cosas semejantes son llevadas a las salas de interrogatorio de la policía secreta, donde se les formulan preguntas y se les pide que revelen sus fuentes de información, y no habría suficiente lealtad de sangre como para mantener cerrada la boca de un intermediario cuando los hierros se pusieran al rojo vivo.
Golpeó el abanico contra sus faldas.
—He corrido antes ese tipo de riesgos, cuando la alternativa era la destrucción, pero esto…
—¡Destrucción es precisamente lo que constituye la alternativa en este caso, señora! —interrumpió Ulrika—. Ya sé que temes al riesgo. Aquí has logrado la comodidad y no deseas poner en peligro tu posición, pero ¿no ves que el riesgo que entraña no hacer nada es mayor que el riesgo que correrás si me ayudas?
—No lo sé —titubeó Evgena, desgarrando el papel del abanico con las zarpas—. No lo sé. Tal vez lo más prudente sea retirarse a Kislev durante una temporada. Nuestras hermanas de allí nos acogerán hasta que las cosas se hayan resuelto por sí solas.
El enojo comenzó a hervir dentro del pecho de Ulrika. A pesar de toda su fría dignidad y tono de superioridad, la boyarina Evgena era una cobarde, demasiado temerosa como para tomar medidas para defenderse.
—Señora —insistió, con los dientes apretados—, no creo que la reina de la Montaña de Plata vaya a mirar con buenos ojos una retirada o…
Evgena lanzó un grito ahogado antes de volverse a mirar a su espalda, y Ulrika se interrumpió pensando que había hablado con excesiva franqueza, pero la boyarina miraba más allá de ella, hacia la puerta.
—¡Están aquí! —exclamó, para luego pronunciar una frase arcana y mover los brazos en el aire trazando signos con brusquedad. Galiana se puso de pie, con sus ojos de muñeca muy abiertos.
—¿Quiénes están aquí, señora?
—¿Cuántos? —preguntó Raiza.
Detrás de la puerta que daba al corredor estalló un estruendo de chillidos, aleteos y rugidos, seguidos por asustados gritos de hombres, golpes sordos y entrechocar de acero.
Evgena apuntó a Ulrika con el abanico.
—¡Pequeña idiota, los has conducido hasta nosotras! —siseó—. ¡Nos has arrastrado a tu estúpida guerra!
—Señora, no lo he hecho —protestó Ulrika—. Yo…
Evgena se volvió hacia sus hombres.
—¡Id! ¡Fuera! ¡Defended la puerta!
Los hombres de armas corrieron a la puerta del corredor para participar en el combate. Al abrirla, los sonidos de batalla se hicieron más fuertes, y con ellos se oyó una voz conocida que se alzaba al pronunciar las palabras de un encantamiento: el hechicero jorobado. Los chillidos de los animales no muertos pasaron de la furia al dolor al entonar el brujo su hechizo, y los alaridos de los miembros del culto se transformaron en aclamaciones. Luego, los hombres de Evgena cerraron la puerta de golpe y todos los sonidos disminuyeron.
—Son fuertes —gruñó la boyarina, que luego llamó a Galiana con un gesto—. Ven, hermana.
Galiana fue hacia ella a toda prisa al tiempo que se abría tajos en las palmas de las manos con las garras mientras Evgena hacía lo mismo. Unieron las manos y la sangre de las dos se mezcló al entrar en contacto las mutuas heridas. Cerraron los ojos y se pusieron a murmurar al unísono, mientras en torno a ambas se formaban espirales de niebla roja que volvían borrosos los contornos de las mujeres vampiro.
Justo al otro lado de la puerta del corredor sonaron gritos coléricos y pesados golpes. Daba la impresión de que los hombres de Evgena estaban muriendo en defensa de la entrada.
—Conmigo, hermana —dijo Raiza, mientras se encaminaba a paso rápido hacia la puerta.
—Me has quitado las armas —le recordó Ulrika.
Raiza señaló con la mano metálica.
—El banco de la ventana.
Ulrika atravesó la habitación a la carrera mientras en sus entrañas se formaba una espiral de miedo. ¿Cómo era posible que los miembros del culto estuvieran allí? ¿Había muerto Stefan? Él nunca habría permitido que pasaran más allá de donde él estaba mientras conservara la vida. El corazón de Ulrika se inflamó de furia y culpabilidad. No debería haberlo abandonado. ¡Ella lo había matado!
Levantó la tapa del banco integrado en la ventana. Dentro halló su cinturón con el estoque y la daga, que reposaban sobre cojines y pieles. Lo recogió y echó a correr de vuelta hacia Raiza al tiempo que se lo ceñía en torno al talle.
La puerta salió despedida hacia el interior, arrancada de los goznes, y los guardias de Evgena cayeron de espaldas dentro de la habitación, heridos, agonizantes y muertos, en el momento en que la giganta blanca y desnuda de la torre de los Hechiceros entraba a grandes zancadas, con el hacha de plata destellando a la luz del fuego. Un grupo de miembros del culto se debatía detrás de ella, luchando contra una escandalosa bandada de halcones y milanos no muertos. Otras aves de presa graznaban en torno a la cabeza y hombros de la giganta, pero sus garras no hacían mella en su vidriada piel brillante.
Raiza la acometió con una estocada dirigida al corazón, pero su sable no fue más eficaz que las garras de las aves. La giganta barrió el aire con el hacha. Raiza la esquivó y tropezó con un guardia caído. Ulrika cargó aullando y logró llamar la atención de la mujer, pero su ataque fue tan fútil como los otros.
Retrocedió a saltos ante el hacha, mientras sus ojos recorrían el entorno a toda velocidad en busca de algo que fuera lo bastante pesado como para romper el blanco caparazón liso de la mutante. Sobre un pedestal se alzaba la estatua de mármol de una diosa khemri. Ulrika la sujetó por la cabeza con cara de gato y la blandió como si fuera una porra. Cuando estaba viva, habría necesitado ambas manos para levantarla, pero en aquel momento le pareció apenas más pesada que el estoque.
La giganta paró el golpe con el hacha, que arrancó esquirlas a la escultura pero, antes de que pudiera contraatacar, un brillo rojo atravesó el aire como una ondulación que se propagara por un charco de sangre, y cuando tocó a la mutante, ésta empezó a asfixiarse y se aferró el cuello, con los ojos salidos de las órbitas. La sangre espumeó en sus labios y ella se dobló en dos… y no fue la única. La onda alcanzó a los miembros del culto que estaban en el corredor, y también ellos se asfixiaron: era obra de la hechicería de Evgena y Galiana. Ulrika no esperó para aprovechar la ventaja, y volvió a acometer a la giganta boqueante. La estatua se partió por la mitad al hacer pedazos la piel de porcelana de la espalda de la mutante y romperle las costillas. Bramó de dolor y, vomitando sangre, acometió con salvajismo a Ulrika.
Raiza le clavó profundamente el sable en la fisura de la herida. La giganta lanzó un grito ahogado y se desplomó en el suelo, muerta al fin. Ulrika saltó por encima de aquel cuerpo descomunal y se metió entre los miembros del culto que ocupaban el corredor, seguida de cerca por Raiza y los hombres de armas que quedaban en pie. Fue una carnicería, ya que los miembros del culto estaban asfixiándose y vomitando sangre, y seguían acosados por los halcones que se ensañaban con sus cabezas.
Pero justo cuando Ulrika empezaba a pensar que habían vencido, un tremendo choque silencioso le golpeó el pecho y le atravesó la mente haciéndole dar un traspié. Se sintió como si hubiera impactado contra ella una ola oceánica y la hubiera lanzado contra una playa rocosa. Raiza también se tambaleó, y dentro del salón se oyeron los gritos de Evgena y Galiana, que se aferraron la cabeza y cayeron de rodillas. El rojo resplandor de la magia que ambas proyectaban se desvaneció, a la vez que todos los halcones cayeron al suelo, rígidos e inmóviles.
—¡Señora! —gritó Raiza, avanzando a trompicones hacia Evgena—. ¿Estás herida?
Antes de que pudiera llegar hasta ella, algo grande y negro atravesó los cristales de una de las ventanas de la habitación llevándose las cortinas consigo, y cruzó la alfombra hasta el hogar, dejando tras de sí un rastro de polvo. Era la cabeza de un oso, con el cercenado cuello disecado y exangüe.
Cuando Ulrika se volvía para mirar de qué se trataba, una figura saltó a través de la ventana rota y se acuclilló en el alfeizar riendo con dos voces. Era Jodis, la ágil nórdica mutante con rastas y la boca de gruesos labios que no dejaba de masticar en el cuello. Llevaba el cuerpo desnudo y pintado para la guerra, y los plateados cuchillos largos preparados para la lucha.
—¡Aquí están, hermanos! —llamó por encima de un hombro—. ¡Éste es el núcleo del nido.
—¡Defended la puerta! —bramó Ulrika a los guardias de Evgena, y luego dio media vuelta para comenzar a correr hacia Jodis, aullando de furia.
Pero apenas había dado unos pocos pasos cuando oyó que más adoradores del Caos corrían por la casa. Maldijo y empujó al corredor a los tres restantes hombres de armas de Evgena.
—¡Defended la puerta! —gritó, y continuó su carrera hacia Jodis.
La nórdica saltó de la ventana al suelo para hacerle frente mientras una docena de corpulentos bárbaros de pecho desnudo atravesaban la ventana destrozando lo que quedaba de ella, con espadas y antorchas en las manos.
Ulrika atacó con una estocada baja dirigida a abrir el desnudo abdomen de Jodis, pero los cuchillos bañados de plata giraron y se movieron a la velocidad del rayo hacia el cuello de Ulrika, que logró pararlos con la daga justo a tiempo.
—Así que el sol no te mató —dijo Jodis con ambas bocas—. Mejor. Quiero ese placer para mí.
—De ser así, deberías haber venido sola.
Ulrika retrocedió, bloqueando golpes por todas partes, mientras Jodis y sus salvajes avanzaban. El ataque mágico que había herido a Evgena y matado a sus mascotas la había debilitado demasiado como para luchar contra tantos oponentes. Se sentía desfallecida, floja y vacía. Un salvaje la acometió con una larga espada negra. Ella se apartó a un lado, sabedora de que no iba a poder evitarla; pero, en el último segundo, Raiza apareció a su lado y la apartó, arrancándole los ojos al nórdico con la mano metálica.
—Gracias, hermana —jadeó Ulrika, y volvió a concentrarse en Jodis.
Raiza continuó luchando en silencio, situándose para impedir que la nórdica y sus hombres llegaran hasta Evgena y Galiana. Ulrika hizo lo mismo, pero la empresa resultaba imposible. Eran sólo dos espadas. No podrían contener a tantos enemigos.
Pero entonces les llegó ayuda desde atrás. Uno extraños jirones rojos flotaron hacia los bárbaros como telarañas llevadas por una brisa. Jodis y sus hombres se tambalearon y gritaron cuando se les enrollaron en torno a los brazos y la cabeza, quemándoles la carne con su sedosa caricia. Ulrika y Raiza aprovecharon la oportunidad para matar a tres bárbaros en un instante y hacer retroceder a Jodis.
Ulrika se atrevió a echar un vistazo a su espalda. Evgena continuaba desplomada, medio inconsciente, sobre un diván —la conmoción mágica parecía haberla golpeado con más fuerza que al resto—, pero Galiana estaba inclinada sobre ella, con la peluca roja torcida y los finos brazos extendidos. De las puntas de sus dedos manaba humo rojo que luego se concentraba en hebras flotantes.
Al otro lado de la puerta, los hombres de armas de Evgena luchaban contra los miembros del culto en el corredor. Estaban resistiendo bien. Si Evgena se recuperaba, tal vez tendrían una oportunidad de supervivencia.
Entonces, un movimiento que se produjo por encima de la cabeza de Jodis hizo que Ulrika levantara los ojos. En una de las ventanas destrozadas había un hombre encorvado cubierto con la capa con capucha de los miembros del culto, y en una de sus manos destelló algo negro que estaba a punto de lanzar.
—¡Hermanas! —gritó—. ¡Cuidado! ¡Kiraly!
Raiza levantó la mirada en el momento en que Kiraly lanzaba la Esquirla de Sangre directamente hacia Evgena. Con un rugido, la esgrimista saltó, olvidando a su oponente, y barrió el aire con la mano de metal para detener el vuelo de la Esquirla, que resbaló por el suelo, mientras Kiraly sacaba una segunda.
Jodis aprovechó la distracción de Raiza y le clavó una estocada en las costillas con una de sus dagas plateadas. La esgrimista dio un traspié, con un grito ahogado, en el preciso momento en que Kiraly lanzaba la segunda esquirla.
Raiza se lanzó de cabeza para detenerla, pero la herida le hizo ser más lenta, y en lugar de golpearla cayó ante su trayectoria. La negra Esquirla se le clavó profundamente en el pecho con un golpe sordo y le llegó al corazón. Raiza gritó y cayó al suelo, aferrando la Esquirla de Sangre, y entonces se marchitó ante los mismísimos ojos de Ulrika hasta convenirse en un esqueleto recubierto por una piel floja.