VEINTISÉIS
Los desaparecidos
Unos sonidos de algo arrastrándose despertaron a Ulrika y a Stefan al caer la noche, y vieron que el esclavista se arrastraba débilmente hacia la escalera con la intención de escapar. Lo detuvieron en la puerta, lo arrastraron de vuelta al sótano y compartieron la última sangre que le quedaba, para luego romperle el cuello, arrojar su cuerpo al interior de otra habitación, y vestirse para salir.
Entre ellos había una cierta incomodidad mientras se dedicaban a tareas mundanas y terrenales. Lo que había sido tan perfecto y cierto en pleno crepúsculo matutino, en ese momento hizo reflexionar a Ulrika con mayor detenimiento, y vio la misma cautela en los ojos de Stefan. Sin embargo, ninguno de los dos parecía dispuesto a abordar la cuestión de lo que había ocurrido, y durante un momento hizo que la conversación fuera forzada y extraña.
Por fortuna, la urgencia de la investigación les proporcionaba temas de conversación neutrales, y no tardaron en comentar lo que harían a continuación. Se habían quedado solos, repudiados por las lahmianas, y con sólo esa noche de tiempo antes del concierto para encontrar y detener al culto, además de destruir el violín.
—Una vez más —dijo Stefan, paseándose por la bodega— hemos perdido el rastro. No sabemos ni dónde están ni quiénes son. Me temo que no vamos a tener más alternativa que asistir al concierto y esperar a que ataquen.
—Eso podría ser demasiado tarde —señaló Ulrika—. Si al menos pudiéramos… —Se interrumpió al ocurrírsele una idea—. ¡Ja!
—¿Qué? —preguntó Stefan.
Ulrika se inclinó hacia adelante, sonriente.
—La manera más sencilla de arruinar los planes a los miembros del culto es desconvocando el concierto. No podemos acudir nosotros mismos a las autoridades. —Ella, desde luego que no. Si intentaba llegar hasta su primo, el duque Enrik, le formularían toda clase de preguntas incómodas, y probablemente habría una estaca de madera al final del interrogatorio—. Pero Padurowski, el tutor de Valtarin, será el director. Si le habláramos de los planes del culto, tal vez él podría poner sobre aviso al duque o a alguien del Teatro de la Ópera.
Stefan frunció el ceño.
—¿Nos creerá? Tenía la certeza de que el violín había sido destruido. Y en caso de que nos crea, ¿lo creerán a él las autoridades?
—Habida cuenta de que es la vida del duque lo que estaría en peligro, ¿podrían atreverse a correr el riesgo de no creerlo? —razonó Ulrika—. A estas alturas ya habrán descubierto el agujero del muro que rodea la torre de los Hechiceros, así como los cuerpos de los miembros del culto que había en la sala de entrada. Los protectores del duque y los agentes secretos ya deben de tener el presentimiento de que está pasando algo. Un mensaje enviado a través de Padurowski podría asustarlos lo bastante como para que cancelaran el concierto. Y en caso de que no fuera así, nosotros continuaremos con la investigación.
Stefan asintió con lentitud.
—¿Piensas que merecería la pena intentar convencer a la boyarina Evgena de que vuelva a colaborar? Podría tener más influencia en la corte que un humilde director de orquesta.
Ulrika gruñó.
—Evgena piensa que soy tu títere. Piensa que queremos matarla. No quiero tener nada más que ver con ella.
—Yo tampoco —convino Stefan—. Pero ella podría salvar Praag…
—Está demasiado preocupada por los linajes y la traición como para que le importe la suerte que pueda correr la ciudad —replicó Ulrika con amargura—. Cuando deje de preocuparse de nosotros y vuelva la cabeza, se encontrará con que ha ardido hasta los cimientos detrás de ella.
—Muy bien —suspiró Stefan—. Vayamos a ver al maestro.
Stefan permaneció callado y retraído mientras recorrían las destrozadas calles del Novygrad bajo el manto de la noche y atravesaban luego el bullicioso barrio de los Comerciantes. Apenas parecía mirar por dónde iba, y simplemente zigzagueaba, con la cabeza baja, a través de la multitud en constante movimiento de soldados, mendigos y borrachos, hasta que, justo cuando entraban en el puente de Karlsbridge, alzó la mirada con ceñuda expresión pensativa.
—Tú deberías gobernar en lugar de ella —dijo.
—¿Qué? —preguntó Ulrika.
Él se volvió a mirarla.
—Tienes razón con respecto a Evgena. Es una estúpida, una señorona momificada que lleva demasiado tiempo encerrada en ese mausoleo de casa que tiene. Tú deberías gobernar en su lugar.
Ulrika rió.
—¿Yo? Yo no quiero gobernar. Y ya he acabado con las lahmianas.
—¡Al diablo con las lahmianas! —exclamó Stefan—. ¿Para qué necesitas su consentimiento? Podrías ser reina, aquí, en solitario.
Ulrika negó con la cabeza.
—Vendrían a por mí. La reina de la Montaña de Plata se enteraría y me haría matar.
—Sí, sí, ya lo sé, pero… —Soltó una maldición y, tomándole una mano, la miró a los ojos—. Lo que dije esta mañana, lo dije en serio. Esto está bien, lo que compartimos, y no quiero que acabe. —Se detuvo en medio del puente y abrió los brazos como queriendo abarcar toda la ciudad, sus luces reflejadas y destellando en las aguas del Lynsk—. Praag podría ser nuestro hogar. Nosotros…
Se interrumpió, con una sonrisa torcida en los labios y los ojos grises brillando.
—A pesar de lo necias que son, resulta que me siento extrañamente apegado a tus tontos ideales de hacer presa sólo en los depredadores. Piensa en cómo podría ser Praag si la gobernáramos nosotros. Piensa en lo que podríamos hacer.
Ulrika parpadeó y dio un traspié cuando una visión, un ilusionante futuro perfecto, surgió en toda su plenitud ante ella al oír esas palabras. Praag, saludable y curada, como había sido durante dos siglos; un lugar en el que la gente viviría sin miedo, y cuyo suelo temieran pisar los miembros de los cultos, los matones y los esclavistas; y, ocultos en el centro de la urbe, ella y Stefan viviendo con un cómodo lujo en la mansión de Evgena, los salvadores secretos que estarían detrás de, todas esas bondades. Era un sueño embriagador, y por un momento estuvo a punto de perderse en él, pero luego volvió a la realidad.
—El cuadro que me pintas resulta tentador —dijo al fin—, pero es imposible. A pesar de que ella me haya rechazado, yo aún le debo lealtad a Evgena. No podría usurpar su lugar. Y la reina jamás lo permitiría. Yo… yo tampoco quiero que acabe lo que compartimos, pero… no podrá ser así.
Él asintió con tristeza.
—No. No, supongo que no. Pero… —Volvió a levantar la mirada hacia ella—. Pero ¿estarás conmigo, pase lo que pase?
Ulrika vaciló. Lo que sentía por él era fuerte, pero volvió a surgir la eternidad. ¿Estaba dispuesta a jurarle fidelidad durante tanto tiempo? Tragó con dificultad.
—Permite… permite que te dé la respuesta cuando haya acabado este asunto. Podría suceder que no sobreviviéramos a él.
Stefan frunció el ceño, pero luego inclinó la cabeza.
—Muy bien, mi señora —admitió—. Me has dado un incentivo para sobrevivir.
Se dieron la vuelta y continuaron cruzando el puente, otra vez en silencio.
Ulrika le dirigía miradas disimuladas mientras serpenteaban por el barrio de los estudiantes en dirección a la Academia de Música. Stefan estaba tan serio que más de una vez ella estuvo a punto de hablar para decirle que estaba preparada para darle la respuesta, pero se contuvo en todos los casos. No estaba preparada. En los últimos tiempos había hecho demasiados juramentos, y con demasiada frecuencia lo había lamentado inmediatamente después. Quería asegurarse antes de volver a hacerlo.
Aquella noche había más estudiantes de lo habitual por el barrio, hablando unos con otros en voz baja. Algunas de las muchachas que los acompañaban estaban llorando. Pero no fue hasta que Ulrika hubo pasado junto a una media docena de grupos que un nombre, repetido una y otra vez, atravesó la confusión de sus propios pensamientos: Valtarin.
Aminoró el paso y escuchó con más atención cuando ella y Stefan pasaron ante otro grupo.
—Desaparecido —dijo un joven que llevaba un violonchelo a la espalda—. Desvanecido. Juego sucio, según dicen.
—No lo creo —replicó un compañero con barba, riéndose—. Es probable que esté borracho en alguna parte.
—Tal vez lo haya matado alguna muchacha —apuntó otro—. Por celos.
Ulrika hizo girar al joven del violonchelo cogiéndolo por el hombro.
—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Qué le ha pasado a Valtarin?
El muchacho la fulminó con la mirada por tratarlo con tanta rudeza, pero su deseo de cotillear se impuso a la indignación.
—Anoche desapareció de su habitación —dijo—. Al menos es lo que he oído. El casero lo oyó subir con una muchacha, como de costumbre. Luego, por la mañana, había desaparecido, y la muchacha estaba llorando y armando un escándalo. Parece ser que había ido a abrir la puerta porque habían llamado, y no había vuelto a la cama.
—¡Ja! —Intervino el joven con barba—. Al despertar encontró a la muchacha más fea de lo que le había parecido la noche anterior, y se escabulló. Yo lo he hecho alguna vez.
El del violonchelo negó con la cabeza.
—No lo han visto en todo el día. Tenía que tocar esta noche en el Regreso del Kossar, y no se ha presentado.
—En ese caso, está borracho en un salón de kvas de alguna parte —aseguró el de la barba—. Como tantas veces antes de ahora.
—Eso espero —replicó el del violonchelo.
—Yo también —le aseguró Ulrika, y soltó al muchacho. Pero cuando se volvió otra vez hacia Stefan, negó con la cabeza—. Aunque me temo que no sea así.
—Estoy de acuerdo —dijo Stefan—. Me da mucho que pensar. Todas esas almas que colecciona el culto, ¿son para alimentar al violín? ¿Y están alimentándolo ahora con almas de músicos?
Ulrika se encogió de hombros y luego se detuvo en seco. Si eso fuera verdad, entonces… De repente se dio la vuelta y echó a correr por una calle lateral al tiempo que le hacía un gesto a Stefan para que la siguiera.
—¿Qué pasa? —preguntó él cuando le dio alcance—. ¿Adónde vas?
—Tengo que comprobar algo —respondió.
* * *
Ulrika se detuvo en la puerta de la taberna Jarra Azul y se quedó mirando al interior mientras se le caía el alma a los pies. En el escenario había una muchacha tocando la balalaica y cantando, pero era la muchacha equivocada, una rubia muy vulgar que cantaba canciones obscenas.
Se acercó a la barra y llamó con un gesto al tabernero que se encontraba detrás.
—La muchacha ciega —dijo—. ¿No canta esta noche?
—Debería de haberlo hecho —replicó el tabernero—. Pero no ha venido. Envié a Misha a su casa para ver si se había quedado dormida o algo parecido, pero no estaba.
—¿Hay algún otro lugar en el que pueda estar? —preguntó, sin poder disimular su inquietud.
El tabernero negó con la cabeza.
—Es ciega. No va a ninguna parte. Tiene un amiguito, un niño que le lleva la comida y la acompaña hasta aquí y de vuelta a casa. Es lo único que hace.
Ulrika cerró los ojos.
Stefan la esperaba junto a la puerta.
—¿Malas noticias?
—Se la han llevado —replicó Ulrika, con voz inexpresiva y fría—. Lo pagarán caro.
—Gracias —dijo al fin, y luego dio media vuelta.
Volvió a salir a la calle y echó a andar otra vez hacia la Academia de Música. Le transmitiría la advertencia a Padurowski, pero tanto si el concierto era cancelado como si no, perseguiría a los miembros del culto. Aquello ya no era por Praag, ya no era por una noble idea de proteger a los débiles. Era por venganza.
Ulrika y Stefan aporrearon la puerta del estudio que el maestro Padurowski tenía en el mohoso edificio de la facultad. No hubo respuesta. Ulrika miró arriba y abajo del estrecho corredor, en busca de algo que le indicara que había alguien más allí, pero todas las puertas estaban cerradas, y por debajo de ellas no se veía brillar ninguna luz.
—Tenemos que averiguar dónde vive —dijo ella.
—Tal vez esté ensayando en el Teatro de la Ópera —sugirió Stefan.
Comenzaron a bajar por la estrecha escalera de madera y se encontraron con una anciana encorvada que llevaba un pañuelo en la cabeza y alzaba hacia ellos una mirada suspicaz desde el último escalón.
—¿Qué queréis? —preguntó—. ¿Sois estudiantes?
—Estamos buscando al maestro Padurowski —dijo Ulrika—. ¿Sabéis dónde está?
—Se ha marchado —replicó la anciana.
—Sí —convino Ulrika—. Ya me he dado cuenta de eso. ¿Sabe adónde?
—Hoy no ha venido —respondió la mujer.
Ulrika apretó los dientes y se esforzó por ser paciente.
—¿Así que está en casa?
La anciana negó con la cabeza.
—Los hombres del duque han dicho que no. Fueron a buscarlo allí para llevarlo a la ópera, y luego vinieron aquí —entrecerró los ojos—. ¿Qué queréis del profesor? ¿Sabéis dónde está?
—Si supiera dónde está, no se lo estaría preguntando, ¿verdad? —le espetó Ulrika.
Ella y Stefan apartaron a la anciana para pasar, y cruzaron la puerta. Ella los siguió con los ojos, murmurando para sí, mientras salían al recinto de la Academia.
Ulrika suspiró cuando echaron a andar a través del campus.
—Temo que tengas razón —dijo ella—. Estas desapariciones tienen que formar parte de los preparativos para la noche de mañana. El culto matará a la muchacha ciega, a Valtarin y al profesor en algún ritual. Si al menos pudiéramos averiguar…
Calló con brusquedad cuando oyó que alguien silbaba a lo lejos; era una loca melodía obsesionante que le resultaba muy familiar.
—¡La canción! —exclamó, mirando en torno. Se había formado niebla mientras buscaban a Padurowski, y era tan densa en los terrenos de la Academia que árboles y edificios surgían de ella como fantasmas gigantescos. Ulrika no veía nada.
Stefan también escuchó, y sus ojos se endurecieron.
—La Viola de Fieromonte tocaba esa canción.
—Olvida lo que he dicho —declaró Ulrika con una sonrisa lobuna—. Parece que el culto ha venido a nosotros.
—Qué cortés por su parte —comentó Stefan.
Echaron a andar a través del patio interior en dirección al silbido, pero cuando se aproximaban a la fuente del centro, otro silbido repitió la melodía, esta vez hacia su derecha. Giraron hacia el nuevo sonido, al tiempo que desenvainaban las espadas y se ponían en guardia. Un tercer silbido les llegó de detrás del edificio de la facultad, y luego un cuarto, más lejano, desde la izquierda. Continuaban sin poder ver nada. La niebla, junto con los arbustos y árboles que salpicaban los terrenos de la Academia lo ocultaban todo, aunque Ulrika detectaba fuegos de corazones en el perímetro de su percepción. Los había por docenas.
—Rodeados —dijo Stefan con un gruñido.
El silbido cesó de modo tan repentino como había comenzado, y la noche se sumió en un silencio absoluto. Ulrika y Stefan giraron en círculo lentamente, observando el entorno. Nada. No se movía nada. A Ulrika no le gustaba.
—¿A qué estáis esperando? —gritó—. ¡Salid y luchad!
Se oyeron chasquidos secos por todas partes, y una docena de proyectiles negros salieron volando de la niebla. Ulrika y Stefan los esquivaron y derribaron con los estoques. Eran saetas de ballesta. Una pasó tan cerca de Ulrika que le rozó la oreja izquierda con las plumas. Stefan atrapó otra en el aire.
—Punta de plata —dijo, mirándola—. Como es natural.
Ulrika giró en círculo, gruñendo y con los brazos abiertos.
—¡Enfrentaos conmigo, cobardes! ¡Acero contra acero!
Otra lluvia de flechas voló hacia ella, pero Stefan se lanzó al suelo y la derribó al caer, y los proyectiles pasaron por encima sin causarles ningún daño.
—No podemos vencer aquí —susurró él—. Tenemos que retiramos.
—Pero volveremos a perderlos.
—No —repuso él—. Los haremos salir y los mataremos cuando se dispersen para buscarnos. ¡Vamos!
Ulrika pensó que la idea era razonable. Dio una voltereta junto con él para ponerse de pie y corrió en dirección a la calle, situada al otro lado de las aulas. Una lluvia de flechas silbó tras ellos, pero zigzaguearon y hurtaron el cuerpo y los proyectiles pasaron de largo. Tres miembros del culto se levantaron de entre los arbustos que tenían delante armados con espadas. Ulrika y Stefan los mataron sin apenas detenerse.
Al continuar corriendo, Ulrika vio más de una veintena de siluetas con capucha que atravesaban a la carrera el recinto en su persecución; iban armados con ballestas y espadas. La mayoría se quedaban atrás, incapaces de igualar su velocidad, pero algunos les seguían el paso, veloces como galgos.
—Están separándose —dijo Stefan—. Alejémonos un poco más.
Ulrika asintió con la cabeza. Salieron de entre los árboles y sus pies repiquetearon sobre la calle adoquinada. Enfrente había un callejón. Corrieron hacia allí, con el más rápido de los perseguidores a poca distancia detrás de ellos.
—Ahora debemos perderlos —decidió Stefan, mientras chapoteaban en los charcos asquerosos del callejón—. Y luego volver atrás cuando se separen para buscarnos.
Ulrika le dedicó una ancha sonrisa.
—Tú esto ya lo has hecho antes.
—Es un viejo truco con los cazadores de vampiros —replicó Stefan—. Ellos piensan que te tienen, y eres tú quien los tiene a ellos.
Condujeron a los miembros del culto en una laberíntica persecución por callejones y pasajes del barrio de los estudiantes, saltando por encima de tapias y esquivando montones de basura, y luego, finalmente, Stefan se detuvo en la parte posterior del taller de un tallista de piedra, y escuchó. Les llegó el eco de los pasos de sus perseguidores a través de la niebla, desde una manzana de distancia, más o menos.
—¡Ahora! —dijo—. Subamos a los tejados. Desde allí los veremos pasar.
Le hizo un gesto a Ulrika para que subiera ella primero. La muchacha se sujetó al extremo sobresaliente de una viga, para luego trepar como una araña por la pared del taller. Stefan comenzó a subir detrás de ella, pero justo cuando Ulrika se izaba hasta el tejado, él soltó un gruñido y cayó de espaldas en el callejón.
Ulrika se volvió y lo vio tendido en el fango, retorciéndose de dolor.
—¡Stefan!
No obtuvo respuesta. A ella se le encogió el estómago de miedo. Volvió a bajar con rapidez y se arrodilló junto a él. Los pasos de los perseguidores se aproximaban.
—Stefan —susurró—. ¿Qué sucede?
Él se arrancó algo de la parte posterior de una pierna: una saeta con punta de plata. Estaba chorreando sangre. Ulrika maldijo. Ni siquiera había oído el ruido del disparo.
—Ayúdame a levantarme —pidió él, haciendo una mueca de dolor.
Ulrika lo tomó de un brazo y lo puso de pie, mirando nerviosamente alrededor por si aparecía el ballestero. No vio nada en la niebla. A Stefan se le doblaron las rodillas y cayó contra ella.
—¡Adelante! —dijo con voz ronca, señalando una esquina cercana—. ¡No puedo trepar!
Ulrika se echó el brazo de Stefan por encima de los hombros y lo ayudó a girar en la esquina mientras intentaba echarle un vistazo a la pierna. La herida quedaba oculta por la tela de los calzones, pero éstos estaban empapados de sangre.
—No te detengas —siseó él—. Deprisa.
Ulrika continuó corriendo, llevando consigo a Stefan. Los sonidos de persecución los rodeaban ya por todas partes. Stefan aguantaba el dolor apretando los dientes a cada paso.
—Esto no servirá de nada —dijo, mientras daba saltos, a su lado—. Seguirán mi rastro de sangre. No podremos escapar de ellos.
—Tú continúa adelante —replicó Ulrika.
Lo metió dentro de un patio y giró por el lateral de un edificio de viviendas. Oyó que os miembros del culto entraban en el callejón mientras ella y Stefan corrían hacia la parte delantera.
—Sí —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Continuaré, pero no contigo. Tenemos que separarnos. Ellos seguirán mi sangre y tú podrás escapar. Veré si puedo atrapar a uno y hablar con él.
—Pero… —empezó a protestar Ulrika.
Él la interrumpió haciendo un gesto impaciente con una mano.
—Nosotros dos solos no podemos luchar contra estos amantes de los demonios, y lo que ha ocurrido esta noche lo demuestra. Tienes que recurrir otra vez a las lahmianas y conseguir que te ayuden. Es la única esperanza que tienes de derrotar al culto.
—¡Pero me matarán! —exclamó Ulrika.
Cruzaron una calle lateral hasta otro callejón. Ulrika prácticamente llevaba a Stefan en brazos. Una tapia cerraba el otro extremo.
—Diles que estoy muerto —sugirió él, recostándose contra una pared mientras Ulrika arrancaba una tabla de la tapia.
Se volvió a mirarlo.
—¡¿Qué?!
—Diles que he muerto luchando contra los miembros del culto —dijo él—. Que he muerto defendiéndote a ti. —Se rió, aunque por el sonido parecía que estaban estrangulándolo—. Diles que ya no eres mi títere.
—¡Pero tú no vas a morir! —exclamó Ulrika.
—No si puedo evitarlo —replicó Stefan—. Pero tal vez sería mejor que ellas pensaran que sí. Las lahmianas tienen los contactos necesarios para impedir el concierto, y una red de espías con la que pueden volver a encontrar al culto si yo fracaso aquí, pero, por mi causa, se negarán a ayudarte. Así que lo mejor será que desaparezca. Ahora, sube a los tejados. Yo alejaré a estos estúpidos.
—No puedes —protestó ella—. Estás herido. Apenas si puedes caminar.
—Cuando un lobo resulta más peligroso es cuando lo acorralan. Me reuniré contigo en la panadería y te daré la información que haya conseguido. Ahora, márchate.
—No —se negó ella, y se volvió hacia los pasos que resonaban cada vez más cerca.
¿Cómo podía marcharse? ¿Cómo podía abandonarlo cuando acababa de encontrarlo, cuando acababa de descubrir lo que podían tener estando juntos? ¿Y si aquélla era la última vez que lo veía?
—No —repitió—. Lucharé a tu lado.
Stefan gruñó.
—¡Estúpida! ¡Jamás lograrás vengarte de esos dementes si mueres aquí! Debes vivir para desbaratar sus planes y acabar con ellos. —Le dio un empujón—. ¡Márchate!
Ulrika apretó los puños, reacia a ceder a la lógica de Stefan. Al fin, soltó una maldición y luego lo aferró y lo besó mordiéndole los labios con ansia antes de apartarlo de un empujón y fulminarlo con la mirada.
—Sí —dijo—. Mi respuesta es sí.
A continuación huyó muro arriba cuando el sonido de pasos aumentaba de volumen en todas las direcciones.