VEINTICINCO
Pasión roja
Ulrika gritó y rodó cuando los ardientes rayos le alancearon el cuerpo. Una mano firme la arrastró hasta las sombras. Miró hacia arriba con los ojos medio ciegos de dolor. Stefan se encontraba de pie a su lado, ileso, al parecer.
—Cúbrete —dijo él—. Rápido. Tenemos que marcharnos.
—¿Ma… marcharnos? Pero…
—¡No podemos luchar contra todos ellos! ¡Deprisa!
Ulrika miró por encima del hombro de Stefan y vio que Jodis se ponía de pie y echaba a andar hacia ellos, la sangre corriéndole por el torso desnudo desde el punto en el que estoque de Ulrika se le había clavado entre las costillas. La gigante femenina también continuaba viva y se levantaba de la pila de escombros que había al pie de la escalera, con extrañas heridas por todo el cuerpo que parecían rajaduras de forma estrellada hechas en un cristal grueso. Detrás de ellas, unos pocos miembros del culto también avanzaban a trompicones.
—¿Qué pasa, cadáveres? —Se burló Jodis—. ¿Por qué no huís?
Mareada a causa del dolor, Ulrika sacó unos guantes que llevaba en el cinturón, y apretó los dientes al ponérselos sobre los dedos quemados. La nórdica y los miembros del culto estaban desplegándose para rodearlos. Se echó la capa sobre la cabeza palpitante de dolor, y luego alzó la mirada. Stefan se había puesto la capucha de su capa de erudito, pero por lo demás estaba desprotegido.
—Pero ¿y tú? —preguntó Ulrika—. Vas a quemarte.
Stefan la puso de pie con brusquedad.
—No me quemaré. Ahora, ven —dijo, y la arrastró hacia la puerta.
Ulrika lo siguió dando traspiés, encogiéndose y cerrándose la capa con fuerza cuando el sol le presionó los hombros como ladrillos calientes y la luz reflejada en el suelo le clavó puñaladas en los ojos.
Detrás de ellos, Jodis gritó de sorpresa y cólera, y Ulrika oyó los pasos veloces de unos pies descalzos sobre la piedra.
Se oyó un raspar metálico y Stefan le puso a Ulrika en la mano el estoque mientras continuaban corriendo, bajaban los escalones y se adentraban en la estrecha área que mediaba entre la torre y el muro exterior.
—Tendrás que trepar mientras yo… —comenzó él, pero entonces se interrumpió—. No. Han perforado el muro. Bien. Deprisa.
Ulrika daba traspiés detrás de Stefan, con una mano ante sí, mientras él la guiaba a lo largo del muro exterior. El ruido de pasos estaba acercándose cada vez más. De repente, Stefan la empujó con fuerza hacia adelante, y Ulrika oyó el entrechocar del acero a su espalda.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó él.
Ulrika tropezó con unos escombros que había en el suelo y cayó contra el muro. Habían abierto una brecha en él. La atravesó con paso tambaleante y salió a la calle. Otro choque de espadas y un chillido de cólera, y la mano de Stefan volvió a tirar de su brazo, riendo y alejándola de la torre.
—Pensaban que nos tendrían atrapados con el sol —dijo—, pero ahora son ellos quienes están atrapados. No pueden salir desnudos a seguirnos por las calles de Praag, cuando tienen bocas dónde no deberían y piel que se raja como el cristal.
—No entiendo cómo, puedes caminar a la luz del sol —exclamó Ulrika—. ¿Cómo es que no te duele?
—Me duele —la rebatió-. Pero no arde, no de inmediato. Yo tampoco lo entiendo. Nací así, eso es todo. Ahora, deprisa. Tenemos que llevarte a casa.
—Pero el violín —protestó Ulrika—. El hechicero…
—Hace mucho que se marchó —replicó Stefan—. Y somos demasiado débiles para luchar contra él. Tendremos que volver a intentarlo esta noche.
Ulrika bajó la cabeza.
—Lamento haberlo perdido. Creo… creo…
—Influyó en tu mente —la interrumpió Stefan—. Lo sé. La próxima vez sabrás defenderte de él. Vamos. Tenemos que encontrar una reja que nos permita acceder a las cloacas.
Continuaron avanzando con rapidez, buscando con frenesí mientras el sol castigaba a Ulrika a través de la ropa como una cachiporra llameante. Le asombraba que Stefan pudiera soportarlo. Ella apenas si podía mantenerse de pie bajo el sol, aun estando cubierta por completo. ¡Qué maravilla poder caminar por el exterior durante el día! Un don semejante eliminaba casi del todo la maldición de ser vampiro. Uno podía hacer lo que hacían los humanos normales. Podía cabalgar durante el día y viajar en un coche abierto. Uno podía apartar de sí las sospechas de los cazadores de brujas con una sola entrevista a mediodía.
Una manzana más adelante, Stefan encontró una tapa de cloaca justo dentro de un callejón. Apartó a patadas a los mendigos que dormían sobre ella, la levantó y la ayudó a bajar, para luego seguirla y volver a colocarla por encima de su cabeza. Ulrika gimió de alivio y bajó con piernas inseguras por la escalerilla de hierro hasta el túnel de ladrillos. El dolor de sus quemaduras no se atenuó, pero al menos ya no se las calentaba el sol.
Las cloacas, como se evidenció al cabo de poco, no eran la manera ideal de desplazarse por Praag, en particular cuando se estaba casi demasiado débil como para caminar, y mucho más para correr o luchar. Olían de manera abominable, y estaban pringosas y atestadas de ratas. Todas esas cosas eran de esperar, por supuesto, pero también había otros residentes más siniestros. Extrañas figuras jorobadas se movían en manada por los canales, y se alejaban hacia las sombras, chapoteando, al oír acercarse el sonido de los pasos de Ulrika y Stefan. Misteriosos ululares y silbidos resonaban en torno a ellos, y muy lejos, al fondo de túneles que se bifurcaban, vieron fuegos de campamento que proyectaban sombras distorsionadas sobre las arqueadas paredes.
Más peligrosas que estos tímidos horrores eran las compañías de infantería kossar que marchaban en fila por aquel laberinto, con las lanzas preparadas y silenciosos batidores merodeando por delante de ellos en busca de las criaturas que allí se ocultaban. En más de una ocasión, Ulrika y Stefan tuvieron que esconderse en un túnel lateral y esperar hasta que pasaran, y en un caso tuvieron que rodear con sigilo una auténtica batalla entre los soldados y unos hombres harapientos que tenían brazos o piernas de más, cabezas con cuernos o demasiados ojos, o bocas donde deberían haber tenido el estómago.
Mientras se alejaban a toda velocidad de los gritos y el entrechocar del acero, Ulrika se preguntó si aquellos horrores habían estado siempre allí, o si les había dado el ser la magia del Caos concentrada sobre la ciudad por los hechiceros de Arek Garra de Demonio durante el asedio.
Al seguir las cloacas hasta el interior del Novygrad, los túneles se tornaron pronto demasiado poblados para poder recorrerlos con comodidad, y se vieron forzados a salir a la superficie. Había demasiados mutantes acurrucados en las sombras, y al estar en su propio territorio ya no se mostraban tan tímidos como los otros.
Ulrika se encogió, deshidratándose, cuando ella y Stefan salieron a las ruinosas calles y el sol volvió a golpearla como un martillo. Ya era pleno día, y las diez manzanas que tuvieron que recorrer hasta el escondite de la panadería abandonada fueron una absoluta tortura. Al final, estaba tan débil que Stefan tuvo que llevarla en brazos. Le palpitaba de dolor todo el cuerpo, como si lo tuviera en llamas, y sentía los brazos y las piernas como si fueran de papel y ramitas finas, pero el hambre que la acuciaba casi ahogaba todos esos sufrimientos. Tenía una desesperante necesidad de alimentarse. La lucha, las quemaduras y el calor del sol que la desecaba le habían consumido todas las fuerzas que había obtenido de la sangre del aprendiz, y tenía la sensación de que podría deshacerse en polvo si no bebía un poco.
Stefan la tumbó sobre la mesa del obrador, junto al horno, donde le quitó la capa que la envolvía, y entonces hizo una mueca de compasión al ver su piel llena de ampollas. La suya no presentaba marca ninguna, aunque estaba roja como una langosta hervida, y le temblaban las manos cuando metió la mochila debajo de la cabeza de Ulrika a modo de almohada.
—Espera aquí —le dijo—. Yo traeré sustento para ambos.
Ulrika no pudo hacer nada más que asentir con la cabeza y tumbarse de espaldas, con la vista fija en el techo de ladrillo, mientras el salía a toda prisa. No podía dormir ni relajarse. Temblaba como una hoja, y cada estremecimiento iba acompañado de oleadas de espantoso dolor. No era la primera vez que la quemaba el sol, pero, en comparación, las anteriores habían sido como el leve roce de una llama. El dorso de ambas manos parecía una superficie de leche hirviendo sobre la que burbujeaban espantosas ampollas translúcidas llenas de pus. Se tocó la cara. La tenía en el mismo estado. Y por debajo de ese agudísimo dolor estaba el sordo palpitar de la herida que Jodis le había causado con el cuchillo de plata. El tajo de la muñeca tenía los bordes tan negros y quebradizos como papel quemado.
Pasado un rato interminable durante el cual entró y salió de ensoñaciones en las que mujeres con vestidos de telaraña la arañaban con manos como garras de halcón, y donde un hombre sin rostro que iba ataviado con la indumentaria de adorador del Caos le abría las venas con una esquirla de ónice en cuyo centro palpitaba una luz roja. Despertó al oír pasos y voces en lo alto.
—Yo no acepto mercancía dañada —estaba diciendo un hombre de voz áspera—. Sólo acepto las muchachas más jóvenes y hermosas.
—Os aseguro —respondió la voz de Stefan— que es tan hermosa que desearía no tener que separarme de ella, pero en estos tiempos difíciles uno necesita el dinero más que la belleza, ¿no?
Ulrika frunció el ceño cuando el hombre de voz áspera soltó una risotada. No entendía lo que sucedía.
—Si lo sabré yo… —apostilló el hombre—. Bueno, veamos, ¿dónde está?
—Aquí mismo —replicó Stefan—. Abajo, en la bodega.
Entonces se produjo una pausa.
—¿En la bodega? ¿No será una trampa? ¿No tendréis ahí abajo un socio esperando para atracarme?
—Por supuesto que no —replicó Stefan con serenidad—. Tomad. Podéis empuñar mi espada, si así lo deseáis.
—No —dijo el de la voz áspera—. No. Está bien. Pero nunca se es demasiado cauteloso, ¿sabéis?
—Desde luego —convino Stefan—. Permitid que encienda una lámpara y bajaremos.
Al oír rascar un pedernal, Ulrika se incorporó sobre un codo y desenvainó la espada. ¿Acaso Stefan iba a venderla? ¿Por qué? ¿A qué venía aquella traición?
El arco que conducía a la escalera se iluminó con una luz amarilla, y unos pasos hicieron crujir los escalones. Stefan entró en la habitación, seguido por un matón vestido con ropa chillona. El hombre alzó la linterna que llevaba al tiempo que entrecerraba los Ojos para escrutar la oscuridad, y su luz mostró un bigote retorcido y un sombrero emplumado de ala ancha sobre un pañuelo negro, como los bandidos estalianos.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Allí, sobre la mesa —dijo Stefan—. Esperándoos.
El hombre se volvió hacia la mesa y reculó, presa de arcadas.
—¡La cara! ¿Qué le ha pasado en la cara?
—Ah, eso se le curará —afirmó Stefan—. Sólo necesita una buena comida.
Y dicho esto, le arrebató la linterna de las manos y lo empujó hacia Ulrika.
Ella, cuyos temores se habían disipado, arrojó la espada a un lado y atrapó por los brazos al hombre que gritaba. Stefan no la había traicionado. De hecho, parecía haberse preocupado .por escoger una víctima que mereciera su aprobación, un depredador de la peor calaña. Sería un placer desangrarlo.
El esclavista forcejeó e intentó escapar, pero ella era más fuerte, a pesar de lo debilitada que estaba. Lo atrajo hacia sí, le quitó el sombrero de un golpe y sufrió un par de arcadas a causa del olor a perfume barato y gomina para el pelo, pero a continuación le clavó los dientes en el cuello.
Un refrescante alivio inundó el cuerpo de Ulrika al correr la sangre por su garganta y cesar los forcejeos del matón. El tejido seco de Ulrika se hinchó y suavizó, y el dolor de las quemaduras y del corte hecho con el cuchillo de plata empezaron a disminuir. El latir del corazón del esclavista, profundo como el mar, contrarrestó el palpitante dolor de la cabeza de ella y la envolvió en calmantes oleadas saladas. Cerró los ojos y se aferró a él como una amante, envolviéndolo con los brazos y las piernas y tumbándolo sobre la mesa.
Al poco rato, una mano le tocó con delicadeza un hombro.
—Basta —dijo la lejana voz de Stefan—. Basta —repitió—. También yo tengo hambre.
Ulrika intentó apartar la mano de un golpe.
—¡Déjame en paz!
Stefan la atrapó por la muñeca.
—Basta —dijo otra vez—. Te darán náuseas.
Ulrika lo fulminó con la mirada durante un momento, incapaz de entender sus palabras, pero luego la razón volvió a ella y soltó al hombre.
—Lo siento —se excusó.
—No es necesario disculparse —replicó Stefan, mientras apartaba al hombre—. Tu necesidad es grande, pero más adelante habrá más.
Mordió al hombre en el mismo lugar que lo había mordido Ulrika, y ella observó, fascinada, cómo las manos del hombre luchaban débilmente, pero luego rodeaban a Stefan por la cintura y se aferraban a él. No debería de haberla sorprendido que una víctima masculina sintiera placer con el mordisco de un vampiro de su mismo sexo; ¿acaso la pobre Imma, la doncella de la casa de Herr Aldrich, no le había jurado amor eterno a Ulrika después de que ésta se hubiese alimentado de ella? Sin embargo, la conmocionó, aunque, al mismo tiempo, le resultó excitante. Stefan se mostró extrañamente delicado con el hombre, sujetándolo y acariciándolo mientras bebía, sin tironearle del cuello ni desgarrárselo.
Cuando hubo terminado y el hombre quedó laxo en sus brazos, Stefan lo llevó hasta otra mesa y lo tendió sobre ella, tras lo cual le cruzó los brazos sobre el pecho. Los ojos de Stefan, cuando se volvió hacia Ulrika, estaban vidriosos y tenía los párpados medio cerrados.
—Nos ocuparemos de él más tarde —dijo, mientras avanzaba hacia ella con una sonrisa—. Pero primero debemos ocuparnos de ti.
Ulrika frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Le tomó una mano y le dio la vuelta. Aunque las ampollas habían disminuido de tamaño, no habían desaparecido y aún le dolían; y el tajo negro dejado por el cuchillo de plata continuaba siendo oscuro y no se había cerrado del todo.
—No estás completamente curada —afirmó Stefan—, y has perdido mucha fuerza. Serían necesarias muchas víctimas y muchos días para devolverte a tus plenas facultades, y no tenemos tiempo para eso, pero hay otro modo de conseguirlo.
Ulrika dio un respingo cuando él la miró a los ojos.
—¿Qué otro modo?
—Yo tengo fuerza de sobras —explicó, y volvió la cabeza para presentarle el cuello—. La compartiré contigo.
Ulrika parpadeó, conmocionada.
—¿Quieres que… que me alimente de ti?
Él alzó una ceja.
—Seguro que has oído hablar de esto antes, ¿no?
—S… sí —asintió ella—, pero me dijeron que era… hacer el amor.
Él volvió a sonreír.
—Puede serlo. Pero también cura y transmite fuerza. ¿Quieres volver a enfrentarte con esos nórdicos amantes de demonios estando débil y enferma?
Ella negó con la cabeza al recordar los velocísimos cuchillos largos de Jodis, pero aun así vacilaba.
—¿No hace eso que dos vampiros se vinculen el uno al otro? ¿Sean leales el uno al otro? ¿Cómo la sangre que compartí con la boyarina Evgena?
—Forma un vínculo —confirmó él, al tiempo que asentía con la cabeza—. Y más fuerte que ese de la sangre bebida de un cuenco. Seremos como hermano y hermana. A ti te resultará difícil volverte contra mí, y a mí me resultará difícil volverme contra ti.
Ulrika frunció el ceño. ¿Era eso lo que ella quería? Stefan la había tratado con frialdad al principio, pero se había convertido en un buen compañero para ella. ¿Quería que fuera más que eso? Sin duda sería ventajoso hacer que a él le resultara difícil traicionarla, pero ¿y si se enamoraba y no podía volverse contra él aunque necesitara hacerlo?
—No te presionaré —dijo él, al darse cuenta de sus dudas—. Si deseas continuar sintiendo dolor, es tu prerrogativa. —Se inclinó hacia ella y volvió la cabeza otra vez—. Yo sólo te hago la oferta. La decisión es tuya.
Ulrika miró el cuello fuerte y esbelto, y la gruesa vena azul que corría por debajo de la piel de alabastro. En ella había un pulso que pertenecía al hombre del que había bebido, pero más lento y fuerte que cualquier pulso humano. Podía captar el olor de la sangre a través de la piel, limpio y puro, sin los hedores humanos a sudor, perfume y enfermedad que tan a menudo lo disimulaban. Aunque acababa de alimentarse, Ulrika descubrió que tenía hambre otra vez, un hambre desesperada. Su piel quemada imploraba alivio. Sus venas agotadas suplicaban que las llenaran. Y también su corazón suplicaba. También él deseaba que lo colmaran.
Poco a poco, como una hoja de hierro atraída por un imán, los labios de Ulrika se acercaron más al cuello de Stefan, y luego lo besaron. Él tembló pero permaneció quieto, con las manos a los lados. El pulso latía lento y potente bajo los labios de la vampiro, como el tambor de un maestro de galera, e igual de insistente.
No pudo resistir más. Sus colmillos se extendieron y mordió, recordando que debía ser delicada, y bebió. Stefan gruñó y se apoyó contra Ulrika, y ella lo abrazó para sujetarlo. Su sangre era mucho más rica que cualquiera que hubiese bebido de un hombre vivo. Su poder fluyó por su interior como lava, no sólo aportándole calor, sino inflamándola. Era como si la sangre hubiese sido destilada para limpiarla de toda impureza y transformarla en un elixir de fuerza.
Le daba vueltas la cabeza, inundada por las emociones, aunque no sabía si éstas eran suyas o si pertenecían a Stefan y eran transmitidas por la sangre. Grandes alegrías, tristezas titánicas y furias arrasadoras la llevaban por turno al borde de las lágrimas. Con cada sorbo sentía que conocía más sobre el corazón de Stefan: la lealtad hacia su padre, el odio hacia los enemigos de su padre, el afecto que sentía por ella, su soledad, su deseo.
Al final no pudo beber más. Era demasiado rica, demasiado abrumadora. Se estremeció y volvió a tumbarse sobre la mesa, jadeando y mirándolo. Él tenía los ojos cerrados.
—Ha sido… ha sido… —intentó decir ella.
—Ha sido, ya lo creo —replicó él, que abrió los ojos para posar sobre ella una mirada insondable—. Eres… eres fuerte en el beber, hermana. Podrías arrancarle el corazón a un hombre.
Los ojos de Ulrika se abrieron con alarma.
—Lo lamento —dijo, preocupada—. ¿No habré…?
Él le acarició una mejilla y negó con la cabeza.
—No te disculpes. Es un regalo que para mí ha sido una bendición recibir.
Ella sonrió, soñolienta.
—Eres tú quien me ha hecho un regalo a mí —respondió, al tiempo que alzaba las manos. Estaban curadas. Incluso el tajo abierto por el cuchillo de plata no era más que una fina cicatriz negra—. Nunca me he sentido más fuerte. Gracias.
Stefan tomó una de las manos que le presentaba, y la besó.
—No es necesario dármelas —murmuró—. Pero también yo tengo heridas. ¿Si me permitieras…?
Ulrika vaciló ante ese paso. Era cuando alguien se alimentaba de ti que perdías la voluntad, pero ¿cómo podía negarle eso a Stefan, cuando él se lo había ofrecido con tanta generosidad? Lo atrajo hacia sí y volvió la cabeza.
—Bebe cuanto quieras.
Stefan la rodeó con los brazos y acercó los labios a su cuello. Ulrika se estremeció al sentirlo, ambos excitados y vagamente nerviosos. La última persona que había bebido de ella había sido Adolphus Krieger, el vil depredador que la había convertido en lo que era, y la sensación de los labios de Stefan en el cuello le recordó las dulces manipulaciones de su padre de sangre, la forma en que había jugado con ella y fingido que ella tenía elección. ¿Era Stefan igual, como había sugerido Evgena? ¿Estaba engañándola, de alguna manera? ¿Con alguna finalidad insondable?
Estuvo a punto de apartarlo al sentir deslizarse las dudas dentro de su corazón, pero el recuerdo del beso de Krieger, del placer que le había proporcionado, comenzó a apartarlas. Había sido un placer que, para vergüenza suya, había acabado suplicando cuando él se lo había negado. Dejó las manos donde las tenía y permaneció inmóvil, tensándose mientras los dientes de Stefan le rozaban la piel, para luego suspirar y abrazarlo con fuerza en el momento en que le perforó el cuello con una deliciosa descarga de dolor, y encontró la vena.
Cerró los ojos cuando él comenzó a extraer sangre con una suave presión. Era un tipo de placer diferente del de beber sangre. Éste último era el placer del hambre saciada y la fuerza recobrada. El de aquel momento era el placer de la pérdida del control, el pausado éxtasis soñoliento del relajamiento de la tensión. Los oscuros recuerdos de Krieger se desvanecieron al ser eclipsados por maravillosos sueños de volar, de deslizarse con Stefan como dragones por un cielo de sangre. Él la conducía, la arrastraba tras de sí, y ella se sentía feliz de seguirlo, de permitir que escogiera el rumbo, de librarse a su voluntad y dejar que hiciese con ella lo que quisiera. Si deseaba beber hasta hartarse y dejarla morir, que así fuera. Moriría dichosa, flotando hacia el cálido sol rojo de Stefan hasta que la consumiera en su núcleo fundido.
Gimió de consternación cuando él levantó la cabeza y puso fin al beso. La sensación que tuvo fue como si hubieran cortado una especie de cordón umbilical que los unía, y de repente sintió frío y soledad. Le rodeó con las manos la parte posterior del cuello y volvió a atraerlo hacia sí, pero él se resistió.
—No me atrevo —dijo—. Podría debilitarte demasiado.
—Entonces déjame beber más de ti —pidió ella—. Y podrás beber otra vez.
Atrajo la boca de él hacia la suya y le mordió los labios y la lengua, haciendo manar sangre que chupó con glotonería. Él también la mordió. Empezaron a arrancarse la ropa y a frotarse el uno contra el otro.
Por lo poco que Gabriella le había contado a Ulrika acerca del amor entre vampiros, ella había pensado que no sería nada más que un intercambio de sangre, pero entonces descubrió que no era verdad. Eran animales, después de todo, bestias que debían aprender a controlar su naturaleza salvaje o descuartizarían a sus víctimas miembro a miembro. Su manera de amar era tan animal como su modo de alimentarse: dolor y placer en igual medida, mordiscos y besos, arañazos y caricias, heridas que sanaban en cuanto se hacían, y piel desnuda que la sangre y las lenguas volvían resbaladiza.
Nunca antes había experimentado nada parecido. Ni durante las duras galopadas con los soldados de caballería, ni durante los combates con Félix, que se convertían en revolcones y otra vez en combates, ni con la vergonzosa y sensual rendición a manos de Krieger. Lo que experimentaba en ese momento era más salvaje que cualquiera de esas cosas, el placer más fuerte y duradero. Y en todo esto existía un peligro que lo hacía aún más estimulante. Cualquiera de los dos podría beber demasiado y matar al otro. La sensación era de estar rodando al borde de un precipicio, desafiándose el uno al otro a caer hacia la muerte de los dos.
Finalmente, tras un tiempo sin tiempo, quedaron tendidos, desnudos el uno en brazos del otro, saciados y exhaustos. Ulrika apoyaba la cabeza sobre el pecho fuerte y suave de Stefan, completamente en paz. Eso era lo que había estado buscando. Eso era lo que había echado de menos. Ése era el motivo de que se hubiese sentido atrapada entre las lahmianas y condenada a una vida eterna: no tenía con quién compartirla. Era así como debía sentirse un vampiro. Ya estaba en la senda correcta. Ya sabía qué quería.
Stefan se movió y le acarició el pelo.
—Esto —murmuró—… esto está bien.
Ulrika le tomó la mano y se la besó.
—Si —asintió—. Esto está bien.