VEINTICUATRO
La criada de la reina
Los dos guardias miraron a su alrededor con intranquilidad.
—¿Puedes usar tu visión, hermano? —preguntó uno de ellos.
—¿Aquí? —El brujo se rió—. Apenas si puedo ver la realidad a causa de todas las ilusiones que se arremolinan en este lugar. Mi visión es inútil. Id y usad las armas que hemos preparado para vosotros. Sí son los que atacaron antes, las necesitaréis.
Ulrika y Stefan intercambiaron una mirada al oír eso, y luego observaron cómo los hombres desenvainaban largas espadas y empezaban a buscar entre la calcinada confusión que llenaba la sala. Las hojas de las armas brillaban con el lustre de la plata, y parecía que las habían chapado de ese metal. Los miembros del culto habían sido preparados para enfrentarse con ellos.
Mientras los hombres buscaban —uno pasó justo por debajo de Ulrika y Stefan para entrar en la sala contigua—, el brujo avanzó hasta la bóveda y comenzó a murmurar y mover las manos con complicados gestos. A pesar de lo que había dicho sobre que su visión era inútil, Ulrika tenía la certeza de que estaba intentando determinar qué había dentro de la bóveda y qué la protegía. Se preguntó qué poderosa magia emplearía para abrirla. Iba a tener que ser un hechizo realmente grandioso.
Un rato después volvieron los dos hombres.
—No los hemos visto, hermano —dijo uno.
—Hemos registrado el piso de arriba y el de abajo —explicó el otro—. Han estado allí, pero ya no están.
El brujo asintió con la cabeza.
—Muy bien. Tal vez se han dado por vencidos. La cámara sería inexpugnable incluso para los de su naturaleza. Manteneos vigilantes, de todos modos, pero antes haréis lo que habéis venido a hacer. ¿Tienes la mano de la hechicera, hermano Song?
El hombre asintió con la cabeza, sacó un paquete de una bolsa que llevaba a la cintura y lo desenvolvió. Contenía una mano desecada.
El brujo retrocedió un paso.
—No permitas que toque el suelo, las paredes ni cualquier otra cosa de las que hay aquí… yo incluido —advirtió—. Sólo la mano de alguien que extraiga su magia de los vientos de color puede abrir la cerradura, y tiene que estar libre de todo rastro de contaminación del Caos.
—De acuerdo, hermano —replicó el hombre que sostenía la mano con sumo cuidado.
—Y tú, hermano Lyric —dijo el brujo, dirigiendo la mirada hacia el otro hombre—, ¿tienes la llave?
—Sí, hermano —sacó una llave de grandes dimensiones que llevaba dentro del jubón, y se la enseñó.
—Bien —asintió el brujo—. Ahora, unidlas como os enseñé.
Los dos hombres se acercaron y pusieron la llave en la mano cortada como si la estuviera sujetando, para luego atarla con cordel alquitranado.
—¿Ha quedado firme? —preguntó el brujo.
—Así es, hermano —replicó el hermano Song, comprobándolo.
—Entonces, abrid la puerta —ordenó el brujo—. Pero permaneced en guardia. No sé qué puede haber ahí dentro. Tenéis que protegerme.
—Con nuestras vidas, hermano —exclamaron los hombres al unísono.
El hermano Song se acercó a la puerta, con la mano cercenada sujeta por el muñón, mientras el hermano Lyric se ponía en guardia detrás de él y el brujo preparaba un hechizo. Ulrika negó con la cabeza ante la simplicidad de lo que estaba viendo. Había imaginado que se esgrimirían grandiosos hechizos. No se le había ocurrido que, por algún medio desconocido, los miembros del culto podrían haber obtenido la llave.
El hermano Song metió la llave en la cerradura e intentó hacerla girar. No se movió porque los dedos que la sostenían estaban flácidos y, a pesar de la cuerda, no sujetaban la llave con firmeza. Frustrado, el hermano Song adelantó una mano para cerrarlos.
—¡No! —gritó el brujo—. Debe hacerse sólo mediante la mano de ella. Si tus dedos tocan la llave mientras esté dentro de la cerradura, no se abrirá.
El hermano Song gruñó, irritado, y volvió a intentarlo, empujando la mano contra la cerradura y haciéndola girar. Si hubiera sido una cerradura de factura humana, puede que aquello no hubiese funcionado en absoluto, pero las cerraduras de los enanos, aunque eran infranqueables si se empleaba la llave incorrecta, eran conocidas por la suavidad de su funcionamiento. Y al fin, con los dedos de la hechicera retorcidos en una posición que los habría roto en vida, la llave giró dentro de la cerradura, y se oyó un estruendo de grandiosos contrapesos que se desplazaban y cerrojos que se descorrían.
—Excelente —susurró el brujo, frotándose las manos—. Ahora retrocede y permanece en guardia. A partir de este momento continuaré yo.
El hermano Song arrojó a un lado la mano cercenada con la llave y preparó la espada como le había ordenado el brujo, que entonces avanzó y tiró del picaporte. Al principio, la puerta no se movió, pero luego, con lentitud, comenzó a abrirse, y un alocado estallido de música de violín salió rápidamente de dentro y danzó de un lado a otro como un niño contento al verse libre del colegio.
Ulrika miró a Stefan con los ojos desorbitados. Él le pidió por gestos que se le acercara. Ulrika lanzó una mirada a los dos guardias, y al ver que tenían los ojos fijos en el interior de la bóveda en la que estaba entrando el brujo, se desplazó al otro extremo del arco.
—Cuando lo tenga —dijo Stefan—, los matamos. Primero a él y luego a los otros dos.
—¿A él? —preguntó Ulrika—. Pero si los otros tienen armas de plata.
—Y él tiene fuego, ¿recuerdas?
Ulrika asintió con la cabeza y volvió al otro extremo del arco, donde volvió a guarecerse detrás del águila. Ella y Stefan desenvainaron sus espadas y dagas, y luego treparon hasta quedar acuclillados sobre los hombros de las estatuas. Stefan alzó una mano.
—¡Al fin! —dijo la voz del brujo en el interior de la bóveda—. E intacto por el fuego y el paso del tiempo. ¡Espléndido!
Los guardias recularon cuando el brujo salió con un estuche de forma rectangular, hecho en madera de caoba con bisagras de oro, que sujetaba entre los brazos como si fuera un bebé.
Stefan bajó la mano y, como sombras gemelas, él y Ulrika saltaron en silencio desde las águilas de piedra y aterrizaron a pocos pasos de los tres miembros del culto.
Los dos guardias ni siquiera los habían oído cuando Ulrika y Stefan los empujaron al pasar, y el brujo estaba justo dándose la vuelta cuando lo atacaron. Stefan le atravesó el corazón, y Ulrika le metió el estoque dentro de la sorprendida boca y se la sacó por la nuca, cosa que lo mató al instante. Parecía una muerte demasiado rápida para alguien que había estado a punto de hacerla arder en las llamas, pero no había nada que hacer.
Arrancaron las armas del cuerpo y se volvieron para enfrentarse con los dos guardias, mientras el brujo se desplomaba detrás de ellos y el estuche del violín se le deslizaba de las manos.
Los guardias cargaron, asestando febriles tajos al aire con sus largas espadas. Ulrika reculaba y paraba los golpes con precaución. El hombre contra quien luchaba era bueno, pero no podía compararse con ella salvo por lo que respectaba a la plata. De no haber sido por eso, Ulrika se habría atrevido a clavarle una estocada rápida y finalizar la pelea lo antes posible, pero un solo corte desafortunado de aquella espada y sería ella la que llegaría a su fin.
El adorador del Caos soltó una carcajada.
—¡Sí, demonio! ¡Conocemos tu debilidad!
Avanzó, dirigiendo tajos al brazo extendido de la vampiro, pero la vacilación de Ulrika había hecho que se sintiera demasiado confiado y abrió una brecha en su guardia. Desvió la espada del hombre hacia un lado con la daga, y luego le atravesó el corazón con el estoque cuando él intentó retroceder. Stefan despachó a su contrincante en el mismo momento, agachándose para esquivar un tajo salvaje y atravesando el cuello del hombre.
Ulrika dejó escapar un suspiro de alivio, y luego frunció el ceño.
—Hemos olvidado interrogarlos.
Stefan se encogió de hombros.
—Con el violín en nuestro poder, no hay necesidad de hacerlo. Su plan se ha frustrado.
Ulrika se volvió hacia el lugar en que yacía el estuche de caoba del violín, junto al brujo muerto. Estaba cubierto de protecciones y sellos rúnicos, al parecer destinados a mantener cautivo el instrumento, pero a pesar de eso el violín radiaba, como un sol negro, una energía sobrenatural que le provocaba picor en la piel.
—Destruyámoslo aquí y ahora —dijo, al tiempo que alzaba el estoque—. Percibo su vil influencia a través del estuche.
—¡No! —exclamó Stefan—. Si de verdad está poseído por un demonio, nos encontraríamos en un peligro mortal. El hecho de romper el instrumento podría poner en libertad al demonio, que podría matarnos a los dos.
Ulrika volvió a mirar el estuche, esta vez con inquietud.
—Pero entonces, ¿qué es lo que tenemos que hacer? Si no lo destruimos, el culto volverá a intentar hacerse con él.
Stefan frunció el ceño.
—Es una pena que la boyarina Evgena te haya agregado a su lista negra. Es una gran practicante de las artes, según tengo entendido, y es probable que conozca un modo de destruirlo sin correr peligro —gruñó con enfado—. Bueno, ya encontraremos alguna manera, pero éste no el momento de pensar en el asunto. Tendremos que llevárnoslo y decidir después.
—Muy bien —convino Ulrika.
Al agacharse para recoger el estuche le dio vueltas la cabeza, y se apoderó de ella un impulso casi incontrolable de abrirlo y sacar el violín. Le imploraba que lo pusiera en libertad y le prometía el cumplimiento de todos sus deseos, la derrota de todos sus enemigos, el amor de todos aquellos a los que amara. Lo único que tenía que hacer era sacarlo de su prisión. Resistió el impulso con dificultad, y luego metió el estuche dentro de una mochila de cuero que el brujo muerto llevaba sujeta al cinturón. Se le estremeció la columna vertebral cuando se echó la mochila a la espalda. Sintió que algo ardiente que no era calor le penetraba en la piel.
—Vámonos —dijo—. Rápido. Quiero librarme de esto lo antes posible.
Stefan asintió con la cabeza y ambos subieron al alféizar de la ventana. Él comenzó a bajar de inmediato, pero Ulrika miró hacia el este. Por encima de las montañas el cielo era de color gris claro. Se acercaba el amanecer. Tendrían que moverse con rapidez si querían regresar al refugio seguro del sótano de la panadería antes de que saliera el sol. Ulrika recobró el control y, a continuación, comenzó a descender, obligándose a avanzar a una velocidad medida y moderada.
Cuando llegaron a la franja de piedra retorcida, se preparó para la aparición de las visiones y la desorientación, pero, cosa extraña, aunque llegaron, eran más débiles y no la afectaron. Esta vez no tuvo necesidad de cerrar los ojos para encontrar asideros fiables. ¿Era debido a que ya había experimentado antes la tormenta? ¿Quizá se había acostumbrado a ella? ¿Acaso el brujo, de algún modo la había suavizado?
Entonces supo la respuesta. Lo estaba haciendo el violín. Quería escapar, y estaba ayudándola a llegar al suelo por el sistema de suprimir las visiones. El pensamiento hizo que se estremeciera. ¿Estaba haciendo lo correcto al sacarlo de la torre, o el violín le estaba manipulando la mente? ¿Cómo podía saber si tenía el control de sí misma o si era él quien la dirigía?
Descendieron por debajo de la zona de piedra fundida y volvieron a entrar en la torre a través de una ventana. A Ulrika le preocupaban las enredaderas y los purpúreos frutos sedientos de sangre, y se preguntaba si iban a tener que volver al exterior de la torre para evitarlos, pero cuando llegaron a la maleza, la encontraron marchita y seca, con todas las vainas inmóviles sobre los escalones, convertidas en nada más que pequeñas fundas secas.
—Como yo había predicho —dijo Stefan, mientras se agachaba para pasar por debajo de las enredaderas disecadas—. El brujo nos ha despejado el camino.
De súbito, Ulrika se sintió muy contenta por el hecho de que lo hubieran matado antes de que pudiera lanzar su hechizo.
A partir de ese momento aceleraron el paso escaleras abajo hasta ir casi a la carrera, pasando sin detenerse ante las extrañas escenas que se habían quedado mirando en el camino de subida. Luego, justo cuando giraban en la última curva antes de descender al abovedado vestíbulo de entrada, Stefan se detuvo en seco. Ulrika también se detuvo, sujetándose a la barandilla.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Latidos de corazones —replicó él—. Debajo de nosotros.
Ulrika aguzó los sentidos y también los oyó. Eran una docena, más o menos, en reposo al pie de la escalera.
—Más miembros del culto.
Bajaron con sigilo hasta atravesar el techo de la grandiosa cámara, para detenerse justo ante la gran brecha dejada por las escaleras gemelas al romperse. Entre los escombros, a la luz de unas pocas linternas, aguardaba un grupo de adoradores del Caos cubiertos con capa y máscara. Algunos se paseaban, otros estaban sentados, y los demás murmuraban entre sí.
Uno de los que paseaban se volvió a mirar a un hombre que se hallaba reclinado en la escalera leyendo un libro en silencio.
—¿Por qué tardan tanto? ¿Dónde están?
El hombre del libro respondió sin, levantar la mirada.
—La escalada es difícil, y abrir la bóveda podría requerir tiempo, hermano. Ten paciencia.
Ulrika frunció los labios. También conocía esa voz. Pertenecía al brujo jorobado a quien ella y Raiza habían espiado cuando oficiaba la ceremonia en el templo de Salyak, el hombre que había atrapado el alma de la muchacha inocente en el interior de una botella.
Otro adorador del Caos alzó la mirada hacia el que se paseaba y se rió.
—¿Es que te da miedo este lugar, pequeño? ¡Cuando llegue la reina, será un santuario! —La voz era áspera y de acento extranjero, y sonaba como si hablaran dos hombres a la vez.
Stefan señaló el agujero de entrada delantera.
—Si conseguimos atravesar en silencio esta brecha de la escalera —susurró al oído de Ulrika—, podremos descender lo bastante como para llegar hasta el agujero antes de que ellos puedan reaccionar.
Ulrika lo miró, decepcionada.
—Pero el jorobado está aquí. El que se me escapó antes.
Stefan la miró a los ojos sin parpadear.
—¿Quieres vengarte, o quieres salvar Praag?
Ulrika bajó la cabeza.
—Tienes razón. Perdóname.
Stefan se encogió de hombros y luego, con un cuidado infinito, recogió una de las cuerdas que colgaban de la barandilla rota y descendió por ella pasando por encima del borde del último escalón. Ulrika escogió otra cuerda e hizo lo mismo, deslizándose con lentitud, valiéndose sólo de las manos para no hacer crujir la cuerda con posibles balanceos.
Al final, sus pies tocaron el escalón superior del tramo de abajo, y los apoyó con todo cuidado al tiempo que se aseguraba de no empujar ninguna de las herramientas que aún estaban esparcidas por allí. Stefan se posó con idéntico cuidado a su lado, y juntos comenzaron a bajar de puntillas por la escalera de caracol hacia los desprevenidos miembros del culto.
Fue entonces cuando el violín decidió tocar una canción.
Ulrika se quedó petrificada cuando los miembros del culto se pusieron en pie de un salto y alzaron la mirada hacia la loca melodía. Stefan fulminó con la mirada la mochila que Ulrika llevaba a la espalda.
—¡Qué cosa más traidora! —susurró—. ¡Abajo! ¡Rápido!
Bajó la escalera con sonoros pasos, y Ulrika aceleró tras él mientras el violín le chillaba su canción febril en los oídos, golpeando contra su columna.
—¡Detenedlos! —gritó el jefe—. ¡Tienen la Viola de Fieromonte!
Los adoradores del Caos subieron en masa por la escalera al tiempo que desenvainaban espadas y dagas, bramando bárbaros gritos de guerra mientras el violín hacía sonar una danza desenfrenada. Ulrika y Stefan se encontraron con ellos cuando les faltaba un tercio de la espiral para llegar al suelo, y pasaron a través de los cultistas como si fueran paja, acometiendo con los estoques y las dagas a la velocidad del rayo para bloquear torpes golpes y atravesar pechos, cuellos y entrepiernas.
Pero cuando hubieron pasado, otros tres —uno pequeño y dos enormes— subieron para bloquearles el paso. Ulrika y Stefan atacaron con despreocupación, pero estos miembros del culto eran diferentes y les devolvieron los tajos con una velocidad y una fuerza sobrenaturales… y con plata. Uno de los grandes blandía una gigantesca hacha bañada en plata que estuvo a punto de arrancarle a Ulrika el estoque de la mano. El pequeño empuñaba dos largos cuchillos, también bañados en plata, que movía como un torbellino, y Ulrika tuvo que echarse atrás cuando uno pasó como un destello a menos de tres centímetros de sus ojos. Junto a ella, Stefan logró esquivara duras penas el hacha del segundo gigante, idéntica a la del primero.
—¡Profanadores! —gruñó el pequeño, con una voz que parecía compuesta por dos voces y que se alzó por encima del lamento del violín—. ¡Dadnos el estuche!
En los escalones superiores, los miembros del culto a los que Ulrika y Stefan habían herido al pasar estaban recuperándose y bajaban lentamente hacia ellos.
—¡Cruza! —gritó Stefan.
Hizo retroceder a uno de los gigantes de una patada y saltó a la escalera gemela. Ulrika rió y lo imitó, haciendo retroceder a sus atacantes y saltando por encima de la separación hasta la segunda escalera de caracol, mientras ellos asestaban fútiles tajos al aire detrás de ella.
El peso del estuche del violín le golpeó la espalda al aterrizar y le hizo dar un traspié. Stefan la sujetó, y ambos se volvieron para seguir bajando pero antes de que pusieran el pie en el primer escalón, el adorador del Caos pequeño y los dos gigantes aterrizaron ante ellos y les cerraron el paso. Ulrika lanzó una exclamación ahogada al tiempo que se ponía en guardia. ¿Qué clase de hombres podían ejecutar semejante salto?
—¿Creéis que vuestra fuerza nacida de la noche podrá salvaros? —chilló el pequeño, con su extraña voz doble—. ¡Nosotros somos más fuertes! ¡Estamos bendecidos!
Y diciendo esto, los tres adoradores del caos se arrancaron las capas y las arrojaron a un lado, mostrándose completamente desnudos. Ulrika reculó, asqueada, al ver que no eran totalmente humanos. Stefan gruñó una maldición.
El pequeño era una mujer, pelirroja y bronceada por el sol, con sinuosos tatuajes norse por todo el nervudo cuerpo de estrechas caderas. Tenía un atractivo brutal, con ojos sensuales que miraban desde debajo de rastas como serpientes, pero también era repelente, porque la boca de la cara no era la única que tenía. Una protuberancia le abultaba en el cuello como si estuviera a punto de nacerle una segunda cabeza, y una boca babeante y distendida y se lamía los carnosos labios con una larga lengua rosada.
Sus monolíticos compañeros eran igual de inquietantes, porque aunque eran gemelos idénticos —gigantes de duros músculos y bárbara belleza, con el pelo rubio trenzado y ojos azules—, uno era categóricamente masculino, mientras que el otro era notoriamente femenino. La piel de ambos brillaba con el lustre blanco de la porcelana.
—¡Estúpidos cadáveres! —dijo la mujercilla, hablando por las dos bocas—. Os encontráis ante Jodis la Insaciada, criada de Sirena Pelo de Ámbar, que pronto será la reina de Praag. En su nombre, yo seré vuestra perdición. En su nombre, yo…
—Adelante —la interrumpió Ulrika con una sonrisa burlona, y la acometió cuando aún estaba a media frase.
Si la mujer fue pillada por sorpresa, no lo demostró. Paró el golpe de Ulrika con facilidad y se lanzó al ataque, con los largos cuchillos convertidos en un borrón, mientras sus compañeros cargaban contra Stefan, descargando tajos con las hachas y ululando como doncellas espectrales. Ulrika no pudo resistir ante el ataque de Jodis, que era demasiado veloz y a cuya plata temía demasiado. Sólo un corte de esos cuchillos podría dejarla malherida. Reculó, parando y esquivando, buscando un agujero en la brillante red que la nórdica tejía a su alrededor mientras el violín le chillaba y rechinaba en los oídos. Si al menos se callara…
Junto a ella, Stefan también estaba retrocediendo. Su espada asestaba repetidos golpes a los dos gigantes, pero la hoja no hacía más que rebotar sobre ellos con un tintineo, como si estuvieran hechos de mármol, y las hachas plateadas hendían el aire a una distancia peligrosamente corta de su cabeza y su cuello.
Apartados de la lucha, los restantes miembros del culto descendían por la otra escalera para ir hacia su gemela, sobre la que habían saltado Ulrika y Stefan. Volverían a estar rodeados en cuestión de pocos momentos, y no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir a eso.
Ulrika bloqueó las armas de Jodis, pero la mutante le golpeó el pecho con un pie descalzo y salió despedida hacia la barandilla, estrellando contra ella también el estuche del violín, lo que hizo que el instrumento aullara, colérico. Al inclinarse por encima de la barandilla, Ulrika vio que el brujo jorobado contemplaba la lucha desde el suelo y esperaba, con las manos envueltas de serpenteante energía purpúrea.
Jodis volvió a atacar y Ulrika la esquivó, mientras en su mente se formaba una idea, una manera de eliminar al menos una amenaza. Volvió a bloquear las armas de la nórdica, desviándolas hacia los lados. Jodis mordió el anzuelo y le dio una patada en el estómago. Ulrika se lanzó hacia atrás y saltó dando una voltereta de espaldas por encima de la barandilla, para caer directamente hacia el jorobado.
Él se arrojó hacia un lado dando un grito, y la energía de sus manos se disipó a causa de la sorpresa. Ulrika giró en el aire y cayó con las piernas flexionadas, para luego saltar de inmediato con el estoque dirigido hacia el corazón del brujo, pero el peso del estuche del violín, al que no estaba habituada, hizo que el arma se desviara y le atravesara las entrañas en lugar del corazón. El brujo chilló y se desplomó sobre los escombros, aferrándose con las manos el vientre herido.
Ulrika se irguió para acabar con él, pero Jodis ya había saltado y le cerraba el paso. Detrás de ella, tres miembros menores del culto corrían a unírsele.
—Deja de luchar, marioneta —dijo la nórdica, riendo con ambas bocas—. ¿No ves que Slaanesh maneja tus hilos?
Ulrika la acometió con la esperanza de matarla antes de que le llegara la ayuda, pero el estuche del violín volvió a desequilibrarla y las armas plateadas de Jodis desviaron el ataque. Ulrika maldijo, frustrada, mientras el violín reía y los tres miembros del culto se unían a la refriega. ¡Maldito violín! La golpeaba y se estrellaba contra sus brazos a cada movimiento, y la constante melodía estridente hacía que le resultara difícil concentrarse.
Ulrika mató a un miembro del culto, y luego miró escaleras arriba a causa de un horrible chillido que resonó en lo alto. El gigante masculino retrocedía con paso tambaleante, estrellándose contra un grupo de miembros menores del culto, con el hacha de plata clavada en el hermoso rostro, mientras su gemela femenina acometía a Stefan con frenética furia.
Jodis arremetió otra vez contra Ulrika, con los largos cuchillos destellando. Ulrika paró el arma de la izquierda, pero el estuche del violín desvió el brazo de la daga de su posición y el segundo cuchillo se deslizó de través por el dorso de su muñeca. Ulrika retrocedió de un salto, apretando los dientes cuando un dolor espantoso le subió por el brazo hasta el hombro. El cuchillo de plata le había hecho apenas el más superficial de los cortes, pero la piel que rodeaba el rasguño ya estaba contrayéndose y ennegreciéndose.
A Ulrika se le cayó la daga de los dedos y el mundo empezó a girar a su alrededor. Luchó para no desmayarse, reculando y barriendo el aire con salvajes tajos de estoque para mantener a Jodis y a los últimos miembros del culto a distancia. El violín reía en sus oídos mientras su peso tiraba de ella y le hacía dar traspiés. ¡No podía luchar así! Gritando una maldición, se quitó de los hombros las correas de la mochila y la arrojó a un lado con el violín dentro, para luego ponerse otra vez en guardia, con la palpitante muñeca herida a la espalda.
—Ahora —gruñó Ulrika—. Ahora sí que te mataré.
Se lanzó a fondo, lanzando estocadas con salvajismo, y Jodis retrocedió, logrando apenas desviar la punta del estoque a tiempo. Ulrika le hizo una finta, y luego efectuó un barrido lateral para matar a los últimos dos miembros del culto antes de seguir con una nueva estocada contra Jodis. La nórdica retrocedió, confusa, alejándose con rapidez de la punta del arma de Ulrika y gruñendo a causa del esfuerzo. Ulrika sonrió con satisfacción. ¡Ahora sí que luchaba como debía! Sin el peso del violín y sus incesantes quejas, era tan ligera como el aire; podía pensar. Acabaría aquello en cuestión de segundos.
Pero al instante siguiente, Jons recobró la compostura y comenzó a bloquear todos sus ataques con facilidad. Soltó una carcajada al obligar a Ulrika a retroceder.
—¿No te he dicho ya que Slaanesh maneja tus hilos?
Ulrika no supo a qué se refería hasta que, de reojo, vio que el brujo jorobado avanzaba cojeando con rapidez hacia la puerta, con la mochila apretada con fuerza contra el vientre sangrante.
Por encima del ruido de la batalla que se libraba en la escalera, oyó que Stefan maldecía.
—¡Estúpida muchacha! ¿Qué has hecho?
Las entrañas de Ulrika se contrajeron. ¿Qué descabellado impulso le había hecho arrojar a un lado el violín? ¿En qué había estado pensando? Pero no había sido ella. El violín la había engañado, tal y como había temido que hiciera.
Gruñó de furia y esquivó a Jodis con la intención de pasar de largo y atrapar al jorobado antes de que llegara a la puerta, pero la nórdica reculó para mantenerse delante de ella e intentó alcanzarla con los cuchillos.
—¿Qué? —Se burló con las dos bocas—. ¿Quieres recuperar lo que has regalado?
De lo alto llegó un estridente grito de dolor, y Stefan bajó como un borrón por la escalera para correr tras el hechicero, mientras la gemela caía por encima de la barandilla.
Jodis volvió la mirada hacia él.
—¡No! —gritó—. ¡Alto!
Ulrika aprovechó la distracción de la nórdica y le clavó el estoque entre las costillas, luego la derribó con un golpe de hombro y también corrió tras el hechicero. A través del agujero de la base de la puerta entraba luz diurna. Tenían que detenerlo antes de que saliera o no podrían seguirlo.
El jorobado lanzó un grito de alarma al verlos acercarse, y entonces alzó la mano libre. Rielaba de energía chisporroteante. Ulrika y Stefan aceleraron la carrera con la esperanza de alcanzarlo antes de que atacara, pero cuando dejó en libertad la hirviente energía no se la lanzó a ellos, sino a la puerta.
Una erupción de poder casi invisible golpeó como un puño contra los ladrillos que la tapiaban, y salieron despedidos hacia el exterior en una atronadora explosión de polvo y escombros.
Ulrika y Stefan recularon con desesperación mientras el brujo salía corriendo de la torre y la luz del sol matinal atravesaba la oscuridad como una llameante punta de lanza, pero Ulrika no pudo detenerse a tiempo y se precipitó bajo el brillo de un rayo abrasador, lanzando las manos hacia adelante y dejando caer la espada al golpear contra el suelo iluminado por el sol. La piel de los nudillos se le llenó de ampollas y comenzó a humear. Tenía la sensación de tener la cara en llamas.