VEINTITRÉS

VEINTITRÉS

La torre

Ulrika y Stefan observaron la torre de los Hechiceros desde el tejado del edificio más próximo, lo cual no quería decir que se encontrara cerca en absoluto. La torre se alzaba en la intersección del Gran Paseo, la principal avenida de Praag, con el río Lynsk, y estaba rodeada por un amplio espacio desierto, como si el resto de la ciudad se alejara poco a poco de ella. En torno a su base se había construido un alto muro de piedra sin puertas de ningún tipo, aunque Ulrika no sabía si era para mantener fuera a la gente o mantener algo encerrado en su interior.

Dentro de esta barricada, la torre se erguía como un mástil partido. Incluso en estado ruinoso, era tres veces más alta que el más alto de los edificios de viviendas de las proximidades, y su derruida parte superior abría agujeros en la niebla baja que giraba perpetuamente a su alrededor, La parte inferior tenía pocos desperfectos, con los rojos muros rectos y verticales, y los contrafuertes y balcones en perfecto estado, pero más arriba la piedra presentaba marcas y estaba contorsionada de un modo terrible, rastros dejados por las mortíferas energías que se habían liberado cuando explotó. Allí, la piedra estaba chamuscada, se desmenuzaba y presentaba enormes agujeros negros. Cerca de la parte superior, una zona parecía haberse fundido, los muros se doblaban unos sobre otros como si fueran de arcilla húmeda, y el pináculo era sólo un muñón desigual y ennegrecido, como la muñeca de un hombre que hubiera estado sujetando una bomba en el momento de la explosión.

—No veo ni percibo la presencia de nadie —dijo Ulrika.

—Yo tampoco —confirmó Stefan—. O bien nos hemos adelantado a ellos, o ya se han llevado el violín.

—O no se encuentra aquí, después de todo —apuntó Ulrika.

—Vayamos a verlo —decidió Stefan.

Bajaron por la fachada del edificio, y luego atravesaron a paso ligero la amplia plaza desnuda hasta el muro que rodeaba la torre. Ulrika miró en torno para asegurarse de que no los observaba nadie, y luego empezó a trepar. La construcción era tosca y no carecía de asideros. A lo largo de la parte superior había una hilera de púas, pero ella y Stefan pasaron entre ellas y bajaron al estrecho espacio lleno de escombros que había entre el muro y la torre.

Ulrika levantó la mirada hacia lo alto de la construcción con el ceño fruncido. Los muros, al menos cerca de la base, eran mucho más lisos que la barricada, y todas las ventanas de los pisos inferiores habían sido tapiadas con ladrillos. Trepar por allí podría resultar difícil.

Stefan comenzó a caminar en torno a la base, buscando un modo de entrar. Ella lo siguió. En el lado opuesto encontraron la antigua entrada, una espléndida abertura en arco con dragones de piedra enroscados en torno a sus columnas y la cabeza de un oso que miraba con ferocidad desde la clave. También estaba tapiada con… pero no del todo. Cerca del suelo, en una esquina, habían abierto a golpes un agujero en el muro de ladrillos.

Ulrika maldijo mientras corrían hacia allí.

—¡Han llegado antes que nosotros!

Stefan negó con la cabeza.

—Si lo han hecho, se nos han adelantado en varios años. Mira.

Ulrika miró desde más cerca. Era verdad; los trozos de ladrillo que rodeaban el agujero estaban cubiertos de polvo. Lo habían abierto hacía mucho tiempo, y el polvo parecía estar intacto.

—Ladrones de hace mucho tiempo —concluyó Stefan.

—Cuentan con mi agradecimiento por abrir camino —dijo Ulrika, y se acuclilló para meter la cabeza por el agujero.

En el interior había una espléndida sala de más de tres pisos de alto, con un techo arqueado de basalto que tenía incrustadas constelaciones de estrellas, planetas y lunas de latón. Debajo de este falso firmamento había enormes estatuas en proceso de desintegración que representaban a hombres y mujeres ataviados con ropones de mago, los cuales miraban hacia abajo desde nichos abiertos en las paredes y empuñaban varitas mágicas, báculos, astrolabios y balanzas. La postura de las estatuas era erguida y noble, pero las caras de piedra eran máscaras depravadas y corruptas, de mirada lasciva, que sacaban la lengua y tenían hocico de cerdo en lugar de nariz y cuernos en la frente. Los escultores no las habían tallado así, sin duda. Ulrika se estremeció, acobardada, y volvió a mirarlas.

En el centro había una escalera de doble hélice, tan delicada como si hubiese sido construida por los elfos de Ulthuan, que ascendía hacia el techo desde un montículo de escombros, como un par de serpientes que se enroscaran la una en torno a la otra; y en el muro opuesto había oscuras puertas abiertas. Algunas parecían conducir a otras habitaciones, mientras que una de ellas daba a una escalera que descendía. Ulrika aguzó los sentidos para detectar fuegos de corazones o latidos que se ocultaran en los pisos superiores y en los sótanos, pero no percibió nada. El edificio parecía vacío como una tumba.

Reptó a través del agujero hasta el suelo polvoriento, se puso de pie y miró en torno mientras se sacudía la ropa y Stefan entraba tras ella.

—¿Debemos subir o bajar? —preguntó.

Antes de que Stefan pudiera responder, los inmovilizó un sonido: una triste melodía obsesionante que descendía de los pisos superiores procedente de un violín.

—Subir, según parece —dijo Stefan, y echó a andar hacia la doble escalera de caracol.

Ulrika se estremeció, y luego lo siguió. Daba la impresión de que el instrumento los estaba llamando para que siguieran adelante.

Las escaleras gemelas ascendían en espiral hacia el techo, pero no estaban del todo a plomo, sino que se apoyaban la una en la otra como amantes borrachos, sin que ninguna alcanzara el agujero del techo hasta el que habían llegado en otros tiempos. Había un vacío de aproximadamente el triple de la altura de Ulrika entre la parte superior de las escaleras y los trozos que estaban pegados al agujero, y Ulrika vio que la base de ambas escaleras también estaba rota. Tragó con dificultad. No había nada que mantuviera las dos escaleras en posición vertical, salvo el hecho de que se apoyaran la una en la otra. No estaban unidas ni por la base ni por la parte superior.

—Tal vez deberíamos intentar escalar el exterior, después de todo —dijo.

—Se han mantenido así durante doscientos años —señaló Stefan—. Nuestro insignificante peso no debería afectarlas.

Comenzó a subir con paso seguro por la escalera de la izquierda. Ulrika esperó un momento, preparada para salir corriendo si todo aquello se derrumbaba, y luego lo siguió. Sus pies levantaban grandes nubes de polvo con cada paso, pero las escaleras ni siquiera oscilaron.

Tras dos vueltas completas llegaron al punto donde estaban rotas, y otra vez hallaron signos de anteriores visitantes. Cuerdas y poleas salvaban la brecha vertical como la obra de una araña gigante, y había varias herramientas sobre el último escalón en ruinas. Stefan avanzó hasta el borde y tiró con fuerza de una cuerda, de la que cayó una lluvia de polvo al tensarse, pero resistió. Probó con todo su peso, y luego subió por la cuerda usando sólo las manos hasta las escaleras que descendían del techo.

Ulrika sujetó la parte inferior de la cuerda, y luego, cuando Stefan llegó al escalón inferior, subió tras él; y, la piel se le erizó un poco al balancearse a aquella gran distancia del suelo. Al llegar arriba, Stefan la sujetó por un brazo y la ayudó a poner pie en los escalones colgantes. El violín lejano los felicitó por sus esfuerzos con una frase cantarina, y guardó silencio otra vez.

La música le dio dentera a Ulrika.

—Quiere ser libre —dijo.

Stefan asintió con la cabeza, y luego cada uno desenvainó su estoque y empezaron a subir la curva que atravesaba el techo y penetraba en una caja de escalera cerrada. Tras describir una curva completa llegaron a un rellano que conectaba con una galería circular flanqueada por varias puertas. A través de éstas vieron aulas forradas de madera con hileras de bancos y atriles, y pizarras que tenían signos extraños escritos con tiza. En la puerta de una de las aulas se apiñaban esqueletos ataviados con ropón, como si los estudiantes hubieran muerto cuando intentaban salir todos al mismo tiempo.

Tras ascender medio círculo más encontraron otro esqueleto tendido en la escalera, boca abajo y con los pies más arriba que la cabeza, como sí hubiese caído cuando bajaba corriendo. Sujetaba una barra de oro en las manos. Ulrika hizo una mueca al ver que los huesos de los dedos también eran de oro; en realidad, todos los huesos de las manos se le habían convertido en oro, y el metal continuaba subiendo hasta las muñecas. Había laminillas de oro finas como papel recubriéndole las manos, como si la piel también se hubiese convertido en oro. Ella y Stefan pasaron junto al esqueleto y continuaron subiendo.

Un momento más tarde Ulrika percibió la presencia de alguien que se encontraba de pie ante la balaustrada, en el piso siguiente, y alzó la mirada al tiempo que se ponía en guardia. Allí no había nadie, pero en cuanto apartó la mirada, volvió a percibir aquella presencia, y también las de otros. Miró a Stefan.

—Fantasmas —dijo él—. O ecos del pasado.

Cuanto más subían, más extrañas se volvían las cosas: estatuas que lloraban sangre fresca, susurros raros que a Ulrika le farfullaban imposibilidades lascivas al oído, aterrorizados chillidos procedentes de habitaciones desiertas, una estancia a través de cuya ventana entraba la brillante luz del sol aunque todas las otras estaban bañadas por la luz de la luna.

Tampoco eran tangibles todas las cosas extrañas que había allí. Las emociones recorrían la torre como ráfagas de viento, y envolvían brevemente a Ulrika y a Stefan en nubes de odio, lujuria, mareo o tristeza insoportable, y las ráfagas se hacían más fuertes cuando más ascendían. El estado de ánimo de Ulrika alternaba entre las ganas de llorar o reír, o de atacar a Stefan, aunque el deseo de arrancarle la ropa o la garganta cambiaba de un momento a otro. Apenas lograba evitar verse arrastrada a los altibajos de estos falsos sentimientos, y se rodeaba el torso con los brazos bien apretados a causa del esfuerzo que tenía que hacer para resistirse.

Pasaron por un sitio en el que la piedra de la escalera estaba tan caliente que las suelas de los zapatos les humeaban y no podían tocar los pasamanos, y por otro piso donde todo —las paredes, los muebles, los tederos de las paredes y la gente— se había convertido en hielo: una escena de terror congelada con cristalina perfección durante siglos. Estudiantes de cristal sorprendidos cuando corrían y miraban por encima del hombro como si huyeran de una explosión. Una mujer madura que protegía a una más joven entre los brazos. Un joven aprendiz que corría con los brazos sobrecargados de libros. La mayoría estaban fundidos con el suelo allá donde lo tocaban sus pies, pero unos pocos se habían soltado y yacían en trozos dispersos allí donde habían caído. El violín volvió a sonar cuando Ulrika y Stefan pasaron ante esos desdichados, y las vibraciones que produjo en el cristal hicieron que pareciera que estaban gritando.

Algunos pisos más arriba, la escalera estaba obstruida por una densa maleza de nudosas enredaderas de hojas rojas y grandes frutos de color púrpura. Las enredaderas salían de las salas a las galerías y cubrían el espacio que mediaba entre ambas escaleras de caracol. Ulrika y Stefan buscaron una manera de rodearlas, pero llenaban por completo el espacio cerrado de la escalera. No parecía haber más alternativa que pasar a gatas a través de ellas.

Con Stefan a su lado, Ulrika se abrió paso a través de las carnosas hojas y se subió al tronco de una enredadera. Hizo una mueca. La corteza era resbaladiza y aceitosa y olía a moho. Le costaba sujetarse a ella. Entonces, un sonido susurrante hizo que levantara la cabeza. Stefan también miró detrás de sí. Las hojas encarnadas se frotaron unas contra otras y luego guardaron silencio.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Ulrika.

—¿Ratas? —sugirió Stefan.

Continuaron trepando de una enredadera a otra, adentrándose cada vez más en la maraña. Ulrika hizo una pausa al ver un esqueleto a pocos pasos por debajo de ella, caído entre dos enredaderas, y luego otro colgando entre ellas un poco más adelante. Llevaban andrajosos restos de ropa negra así como cuerdas y herramientas.

—¿Los antiguos ladrones?

Stefan asintió con la cabeza.

—Pero ¿qué los mató?

Se oyó otra vez el sonido susurrante, y Ulrika se volvió a mirar cuando algo se movió en la periferia de su campo visual. Giró en redondo. Era uno de los bulbosos frutos purpúreos de la enredadera que se alzaba sobre el tallo como una serpiente.

En el momento en que lo miró, se abrió como una vaina y se lanzó en línea recta hacia sus ojos, extendiendo un estambre como una aguja de hueso acabada en punta de flecha. Ulrika chilló, y sólo sus reflejos sobrehumanos le permitieron atrapar el estambre antes de que le atravesara la pupila. Otro se le clavó en el brazo, momento en que los carnosos labios de la vaina se cerraron en torno al dardo y se pusieron a succionar la herida. Ella se la arrancó con un alarido, y la planta se llevó un trozo de su piel al retraerse. A su lado, Stefan también maldecía y daba manotazos, y por todas partes salían veloces vainas de entre las hojas y les clavaban los estambres.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó Stefan—. ¡Continúa avanzando! ¡Cúbrete la cara!

Ulrika dio manotazos a su alrededor para rechazar las vainas, y luego se echó la capa por encima de la cabeza y se metió un trozo en la boca con el fin de mantenerla cerrada mientras continuaba trepando a ciegas y buscando a tientas la enredadera siguiente.

Las vainas la atacaban desde todas partes mientras subía, clavándole los estambres en los brazos, las piernas y la espalda, y por las maldiciones y gruñidos que oía a su lado sabía que Stefan se encontraba igualmente acosado. Por la mente le pasó una rápida visión de lo que había sucedido con los ladrones. Al carecer de la velocidad de un vampiro, debieron de quedar cegados al instante, y luego las vainas chupadoras los habrían hecho pedazos cuando luchaban con desesperación por salir del laberinto de enredaderas. Una muerte horrible.

Ulrika y Stefan fueron más afortunados En efecto, para alivio de Ulrika, aunque también para su confusión, tras el ataque inicial la violencia de las vainas fue menguado. Continuaban retorciéndose y golpeándola, pero atacaban menos a menudo con los estambres, aunque parecían cada vez más y más furiosas. Al fin, una mano de Ulrika tocó piedra en lugar de resbaladizas enredaderas, y salió a gatas del interior de la maraña a los escalones. Stefan apareció arrastrándose detrás de ella, y se alejaron gateando escaleras arriba mientras las vainas tensaban los tallos detrás de ellos para intentar alcanzarlos.

—¡Plantas inmundas! —gruñó Stefan, dejándose caer sobre los escalones para masajearse las heridas cuando ya estaban a salvo, fuera del alcance de la vegetación.

Ulrika se desplomó a su lado e hizo lo mismo. Tenía las manos y las muñecas cubiertas de laceraciones y rojos pinchazos inflamados.

—Creo que somos afortunados por no estar vivos —dijo.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Stefan, mientras se extraía un estambre roto de una pierna.

—No parecía gustarles nuestro sabor.

—Espero que mueran a causa de nuestra sangre —masculló Stefan.

Ulrika le dedicó una media sonrisa.

—Me pregunto si era necesario que viniéramos aquí. El violín parece bien guardado. ¿Podría algún hombre vivo superar esos obstáculos?

—Ellos son miembros de un culto —le recordó Stefan—. Dispondrán de magia.

La sonrisa de Ulrika se desvaneció. Su compañero tenía razón. Era probable que los miembros del culto no tuvieran ninguna dificultad.

—Sigamos adelante, entonces —dijo con un suspiro.

Se levantaron y continuaron subiendo la escalera, pero después de un par de giros completos se encontraron con una obstrucción que parecía del todo insalvable. Como había notado Ulrika cuando estuvieron observando la torre desde lejos, una parte de ella parecía haberse fundido; y acababan de llegar a esa parte. Las paredes de la escalera y la torre se habían doblado como si hieran de cera caliente; los pisos se habían hundido y aplastado unos sobre otros, estrechando la vía de ascenso al hincharse y combarse hasta casi cerrarla.

Ulrika se acercó al techo hundido y lo tocó. Era de duro granito. Cualquiera que hubiese sido la energía que había fundido la piedra ya había desaparecido, y el granito parecía haber vuelto a su estado natural.

Stefan suspiró.

—Esto podría ser el fin —dijo—. Ni siquiera un brujo atravesaría eso.

—No —convino Ulrika—, pero un vampiro podría rodearlo.

Stefan la miró con curiosidad, y ella le hizo un gesto para que la siguiera, tras lo cual regresó al rellano que acababan de dejar atrás. Las habitaciones de aquel piso parecían haber sido los aposentos personales de los magos que habían vivido allí, ya que en su interior se veían camas, mesas y escritorios. Y también siluetas humanas impresas a fuego en las paredes y los suelos, como sombras proyectadas por un sol brillante.

Ulrika fue hasta una ventana alta destrozada, asomó la cabeza y miró hacia arriba. A diferencia de los lisos muros de la base, allí la piedra presentaba hoyos y se desmenuzaba, lo cual ofrecía abundantes asideros, mientras que más arriba, donde la torre se había fundido, estaba arrugada y llena de protuberancias, e incluso más gastada, si cabe, como la piel de una serpiente a medio mudar.

—Es prácticamente una escalerilla —apuntó, y entonces salió y empezó a trepar mientras Stefan la seguía.

Sin embargo, al llegar al nivel de las paredes fundidas, el ascenso se volvió más difícil. La piedra zumbaba a causa de la energía atrapada en ella y hacía que los dedos le hormiguearan y se le contrajeran, mientras vientos extraños que transportaban gritos humanos la azotaban e intentaban hacer que se soltara de la torre. Luego apareció de la nada un hombre que cayó hacia ella, agitando brazos y piernas y chillando. Ulrika dio un respingo y tuvo que manotear desesperadamente con las garras para volver a sujetarse, pero él pasó a través de su cuerpo, tan insustancial como el aire. Cayeron más hombres cuando continuó trepando, y en torno a Ulrika comenzaron a estallar ruidos repentinos y destellos de luz cegadora que desaparecían al instante.

A la luz de los destellos veía horribles criaturas aladas volando en círculos alrededor de la torre, escupiendo fuego y negra bilis, mientras brujos ataviados con amplias túnicas flotaban sobre discos de color púrpura y disparaban rayos arcanos contra el edificio. Los hechiceros defensores respondían con sus propios rayos, y hacían que las alas de las abominaciones se recubrieran de hielo para que no pudieran volar, aunque siempre había más para sustituirlas.

A Ulrika le pareció que estaba escalando a través de una tormenta de tiempo, donde los acontecimientos de la destrucción de la torre se repetían eternamente. En torno a ella se arremolinaban fuego y energía negra que le quemaban la piel sin dañarla. La pared que estaba escalando era alternativamente recta y vertical, luego fundida y cambiante, y a continuación deformada, fría e inmóvil. En más de una ocasión fue a aferrarse a un asidero y estuvo a punto de caer al descubrir que en realidad no existía. Después de eso, cerró los ojos y trepó sólo mediante el tacto. Sin embargo, continuó siendo azotada por ruidos, vientos y recuerdos que no le pertenecían, pero al final se hicieron menos frecuentes, y las corrientes y sonidos amainaron.

Volvió a abrir los ojos y vio que había sobrepasado la sección fundida, hasta un área donde la piedra estaba ennegrecida y rajada y la carbonilla se le adhería a las manos y la ropa. Más arriba, a la izquierda, había una ventana; trepó con cuidado hasta ella, y por fin pudo entrar, con los brazos temblorosos a causa de la fatiga. Se asomó para ayudar a Stefan. Cuando ambos se encontraron a salvo, se pusieron de pie para sacudirse el hollín de la ropa y las manos, y miraron a su alrededor.

La estancia ocupaba una cuarta parte de la torre, tenía forma de cuña y el techo alto; al otro lado había una puerta pequeña que daba acceso a la escalera, y grandes puertas arqueadas con columnas a ambos lados que daban paso a otras dos de las cuatro secciones de la torre. Parecía haber sido una especie de cámara del tesoro en otros tiempos, porque había arcones, cofres y objetos extraños por todas partes, destruidos en su totalidad. Los arcones se habían transformado en montones de madera ennegrecida, y los que habían contenido no eran más que masas irreconocibles. Las armaduras estaban convertidas en pilas de brillante chatarra, y las gemas que llevaban incrustadas aparecían rotas y enturbiadas. En un estante caído se veían cubiertas carbonizadas de libros cuyas páginas habían sido consumidas por el fuego en su totalidad. Regueros de plata y oro recorrían las losas del suelo desde cofres rajados. En un rincón yacía roto un obelisco negro de la antigua Nehekhara.

Ulrika se acuclilló a recoger una gema partida.

—Si el fuego destruyó esto, ¿cómo ha sobrevivido el violín?

Stefan negó con la cabeza y se encaminó hacia la puerta de la pared de la derecha. Ulrika se puso de pie y lo siguió. La habitación contigua era igual a la primera, una ruina ennegrecida y llena de tesoros quemados. La atravesaron para pasar a la siguiente. La tercera sala también estaba llena de objetos destrozados, salvo por una enorme cámara de piedra empotrada en el muro interior.

—Así ha sobrevivido —declaró Stefan.

Se acercaron a ella, caminando con cuidado entre los restos. Llegaba hasta el techo, y aunque las paredes estaban tan negras de hollín como el resto de la sala, se encontraban intactas, al igual que la puerta reforzada con bandas metálicas y todos sus goznes, cerraduras y demás piezas de hierro. Desde el interior, el violín los llamaba con una lastimera melodía suplicante.

Ulrika se quedó mirando la puerta, asombrada.

—¿La batalla deformó la piedra y la hizo arder como si fuera madera y, sin embargo, esto sobrevivió?

Stefan avanzó y limpió el hollín de la placa de la cerradura, donde descubrió una franja de angulosas runas que la rodeaba.

—Obra de enanos —dijo—. Mi señor tenía una cámara como ésta para proteger sus tesoros. No sirvió para nada, sin embargo, contra la traición de Kiraly —añadió con amargura.

Ulrika tiró del robusto picaporte. No se movió. Dio una patada a la puerta. Era tan sólida como parecía, y daba la impresión de tener más de un palmo de grosor. Rodeó la cámara para examinar los costados. Estaban intactos y eran sólidos.

Negó con la cabeza.

—Si todo el poder del Caos no pudo abrirla, dudo que nosotros encontremos un modo de hacerlo.

Stefan se volvió hacia la puerta.

—Hasta ahora sólo hemos examinado este lado —sugirió—. Podríamos tener más suerte con la parte de arriba, la de abajo y la de atrás.

* * *

Pero no fue así. Cuando salieron a la galería circular que rodeaba la escalera cerrada y contra la cual se apoyaba la parte posterior de la cámara, se encontraron con que estaba entera; y en los pisos superior e inferior descubrieron que lo mismo sucedía con el techo y el suelo. En un lugar en el que nada había permanecido inalterado por la magia, sólo las paredes construidas por los enanos habían sobrevivido intactas.

Ulrika suspiró cuando regresaron a la habitación de la cámara y se detuvieron ante la puerta.

—Yo tenía razón, antes. No era necesario que viniéramos. Nadie podrá abrir esta cámara. Ni siquiera un brujo. El plan de los miembros del culto, cualquiera que sea, fracasará.

—Es probable que tengas razón —admitió Stefan con el ceño fruncido—. Aun así, sería mejor asegurarse.

—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Ulrika—. La única manera de asegurarnos sería llevándonos el violín y destruyéndolo.

—Esa sería la manera más segura, sí —convino Stefan—, pero comprobar que los miembros del culto no logran abrir la cámara también sería una gran tranquilidad.

Ulrika alzó una ceja.

—¿Te refieres a esperar aquí y ver cómo fracasan?

—Exacto.

—Muy bien —consintió Ulrika—. Y después se encontrarán atrapados aquí dentro con nosotros. Podremos interrogarlos tranquilamente.

Stefan le dedicó una sonrisa de suficiencia.

—Ahora sí que hablas como un vampiro.

* * *

Encontraron el sitio perfecto donde esperar y observar: encima de las columnas que flanqueaban una de las puertas que daban a las otras habitaciones. Estaban coronadas por estatuas ennegrecidas y rotas de águilas kislevitas de dos cabezas, cada una de ellas más alta que un hombre, y se acuclillaron detrás. Ulrika y Stefan estaban bien escondidos, pero a pesar de eso tenían una buena vista de la cámara.

Durante una hora no sucedió nada, ya Ulrika comenzó a preocuparle que el sol saliera antes de que llegaran los miembros del culto y los obligara a pasar el día ocultos en el interior de la torre, pero un repentino sonido agudo y lastimero del violín le hizo alzar la cabeza, igual que a Stefan.

Ulrika aguzó el oído y los demás sentidos. Se oían voces débiles en el exterior de la torre, y muy abajo, en el límite más extremo de su percepción, el latido de varios corazones humanos.

Pasado un momento, una voz se alzó por encima de las otras.

—Experimentaréis algunas sensaciones extrañas a medida que subamos, hermanos. Cerrad los ojos y no hagáis caso de ellas. Son ecos del pasado, nada más.

Siguieron murmullos de asentimiento y luego todo quedó en silencio.

Ulrika intercambió una mirada con Stefan. Había reconocido la voz.

—Es el brujo del almacén de Gaznayev —susurró—. El que intentó quemarnos.

—Excelente —lo celebró Stefan—. Quería encontrarme con él otra vez.

Se adelantaron un poco con precaución, mirando las ventanas que había más abajo. Percibía tres fuegos de corazones que se acercaban, ascendiendo por el exterior de la torre. Un momento mis tarde oyeron gritos reprimidos y gruñidos.

—¡Continuad! —susurró la voz del brujo—. ¡No les hagáis caso!

Ulrika apretó los dientes con la esperanza de que los hombres se perdieran en las violentas ilusiones de la tormenta mental y se mataran al caer, pero, para su decepción, no oyó más gritos.

Luego, en el alféizar de una de las ventanas aparecieron unas sombras redondeadas. Ulrika y Stefan se agacharon más, intentando ver mejor. Los hombres parecían haber escalado la pared con mucha rapidez. Incluso ella y Stefan habían tardado más.

Las sombras se agrandaron al acercarse, y Ulrika y Stefan se quedaron mirando fijamente a los tres hombres ataviados con la capa propia del culto, provista de capucha con velo facial, que entraron flotando por la ventana, tomados de la mano, rodeados por un nimbo de energía violeta, y se posaron con suavidad en el suelo. El brujo, situado en medio, mostraba una calma perfecta, como si volar fuese para él tan natural como caminar, pero los otros dos hombres dejaron escapar suspiros de alivio al verse otra vez sobre un suelo firme.

—En guardia —dijo el brujo, señalando las huellas dejadas por Ulrika y Stefan, que se destacaban con brillante claridad contra el suelo ennegrecido de hollín—. Los intrusos están aquí. Registrad el lugar.