VEINTIDÓS

VEINTIDÓS

La música de la noche

—Tendré que alimentarme dentro de poco —dijo Ulrika, mordiéndose el labio inferior mientras ella y Stefan iban a paso rápido hacia la Academia de Música.

—Pues aliméntate —le respondió Stefan, abarcando con una mano a los pocos estudiantes que andaban por las calles—. Más tarde podríamos necesitar nuestras fuerzas.

Ulrika vaciló, azorada.

—Soy… soy algo exigente —comentó—. Podría tardar un poco en encontrar a alguien adecuado.

Stefan alzó una ceja.

—¿Qué necesitas, sangre de vírgenes o de la realeza? Bien que bebiste en medio del incendio.

—Prefiero los villanos —dijo Ulrika—. No me gustan los que hacen presa en los inocentes, y no deseo ser uno de ellos.

—Ah —asintió Stefan—. La enfermedad del bebé. Muchos vampiros la sufren durante su primer año. Se te pasará.

—No veo cómo el tiempo puede cambiarme las ideas —replicó Ulrika, poniéndose rígida.

—Es inevitable —explicó Stefan—. Aún te sientes conectada con tu pasado humano. Tus amigos aún viven. Los acontecimientos de tu vida aún afectan tu presente. Pero dentro de veinte o treinta años, cuando la gente que conoces esté muerta, y cuando todo lo que sucedió antes de tu renacimiento haya pasado a la historia, verás que tu vínculo con la humanidad es una ilusión. Compartimos la forma y el lenguaje, pero somos una especie aparte.

—Eso lo admito —reconoció Ulrika—, pero no nos da derecho a hacer presa indiscriminada en ellos. Evitar a los inocentes es sólo un inconveniente menor.

—Su inocencia es otra ilusión —continuó Stefan—. ¿Piensas que siquiera el más bondadoso y de mente más abierta de los humanos levantaría un solo dedo para defenderte si se enterara de tu verdadera naturaleza? —rió con un sonido tétrico—. Recurriría a la antorcha y la hoguera de madera de serbal, como todos los otros, y no dedicaría ni un segundo a interrogarte acerca de la superioridad moral de tus hábitos alimentarios.

—Lo que ellos harían o no carece de importancia —replicó Ulrika con obstinación—. Mi sentido del honor dimana de mi propio interior, no de lo que otros hagan o piensen. Me niego a actuar como un monstruo sólo porque ellos piensen que lo soy.

Stefan sonrió con indulgencia.

—Muy altruista por tu parte —dijo—. Te aplaudo por ser tan fiel a tus principios. Sólo espero que no aspires a que te siga por esa estrecha senda.

Ulrika frunció el ceño. Aquello no se le había ocurrido antes. Si se negaba a permitir que las opiniones de otros influyeran en lo que ella pensaba que era correcto o incorrecto, pero esperaba que los otros cambiaran su manera de actuar para ajustarse a su sentido de la moral, eso la convertía en una hipócrita. Y sin embargo, ella había jurado hacer presa en los depredadores de la humanidad. Si Stefan era uno de ellos, ¿significaba que debía hacer presa en él? ¿Debería impedirle que matara inocentes? ¿Tenía que convencerlo de alguna manera de la corrección de su propio modo de pensar? ¿O debería hacer una excepción en su caso porque luchaban en el mismo bando contra los miembros del culto?

—Tú debes seguir tu propio camino, por supuesto —respondió con lentitud—. Sólo espero que veas algo de sabiduría en el mío.

—¿Sabiduría? No —replicó Stefan—. Idealismo, repugnancia hacia tu propia raza, negación de tu propia naturaleza… ésas son las cosas que veo. Pero no veo ninguna gran sabiduría.

—¿No hay sabiduría en el hecho de proteger la sociedad de la que nos alimentamos? —preguntó Ulrika—. Ahora tú proteges Praag para poder vengarte de Kiraly. ¿No es eso la totalidad de tu vida en miniatura? ¿No necesitas que el mundo de los humanos permanezca estable para poder perseguir tus metas, cualesquiera que sean? Tienes que mantener a los campesinos de tu castillo a salvo y productivos para que sigan pagándote la renta que te permite vivir de la manera a la que estás acostumbrado. Necesitas que el Imperio continúe siendo fuerte con el fin de que impida que las hordas del norte invadan tus tierras. ¿Preferirías tener que luchar continuamente por tu existencia?

—Hay sabiduría en eso, efectivamente —admitió Stefan—, pero no consigo ver cómo puede amenazar la estabilidad de este baluarte humano el hecho de beber la sangre de una nodriza por aquí y de un honrado burgués por allá.

—Eh… bueno —tartamudeó Ulrika—. Los bandidos, los asesinos y los miembros de los cultos del Caos son una amenaza para el tejido social, ¿verdad? Así pues, si se los elimina, se fortalece ese tejido, y… y.

—Racionalizaciones —la cortó Stefan—. Creo que la verdadera razón que te mueve es que el pensamiento de hacer daño a esas pobres criaturillas indefensas te repugna, así que buscas argumentos que parezcan racionales para apoyar tu sentimentalismo.

Ulrika frunció los labios, esforzándose por hallar un argumento con el que rebatirlo. ¿Tendría razón Stefan? ¿Acaso estaba sólo actuando como una chiquilla granjera que no quería que mataran a su ternero favorito porque era muy suave y dulce? Quería creer que en su convicción había algo más que eso, pero estaba resultándole difícil expresarlo.

—Hemos llegado —dijo Stefan.

Ulrika alzó la mirada. Las puertas de la Academia de Música se alzaban ante ellos: dos ornamentadas columnas de piedra coronadas por gárgolas que tocaban flautas y trompetas se alzaban entre los arboles de los boscosos límites de los Jardines de Magnus Ulrika las miró con una sensación de alivio. El debate tendría que posponerse, y el tiempo le vendría bien para buscar una mejor respuesta para la pregunta de Stefan.

Si al menos no tuviera tanta hambre…

Atravesaron la entrada y penetraron en un extraño mundo rutilante. Daba la impresión de que la locura que había retorcido Praag hubiera golpeado con más fuerza allí, pero también de modo caprichoso. Los edificios de la Academia eran construcciones raras y situadas en ángulos extraños, provistas de agujas y torrecillas, y adornadas con listas de brillantes azulejos azules, rojos y anaranjados. De los tejados nacían minaretes que parecían champiñones enjoyados, y los terrenos estaban salpicados de fuentes adornadas con estatuas que representaban a diferentes héroes míticos, todos ellos contorsionados y tensos, cuyas manos arañaban el aire y los rostros hacían muecas como si los hubieran inmovilizado en los agónicos estertores de alguna pasión terrible.

Pero a pesar de lo relucientes que eran los edificios por fuera, su interior estaba a oscuras, y el lugar parecía casi tan desierto como las calles que lo rodeaban. Sólo unos pocos estudiantes arrastraban los pies por los patios, y para tratarse de una academia de música reinaba en ella un silencio inquietante.

Ulrika se preguntó adónde se habrían ido todos, pero un momento más tarde le dio la respuesta una de las estatuas. Se erguía en el exterior de la sala de conciertos; era una mujer alada que empuñaba una espada, y sus muslos estaban tan cubiertos de cintas negras que parecían peludos como los de una osa. Ulrika estiró una de las cintas al pasar. En ella había algo escrito en tinta blanca: «ANDRE VERBITSKY - CLARINETE - ASESINADO EN LA BATALLA DE ZVENLEV. QUE EL PADRE URSUN LO RECIBA».

Eran todas parecidas: violonchelistas, flautistas, clavicordistas, timbaleros que habían dejado los instrumentos para empuñar espadas y lanzas y habían muerto a centenares en defensa de la ciudad y el país que amaban. A Ulrika le dolía mirar las cintas. Aquéllos no eran los hombres que uno pensaba que irían a la guerra por Kislev.

No eran los muy curtidos jinetes ungol, ni los orgullosos lanceros gospodar. Eran sólo los muchachos que llenaban los regimientos, que marchaban detrás de los héroes, que morían antes de que su talento pudiera ser descubierto. Eran los muchachos que faltaban de los patios.

—Eso de ahí es la biblioteca, me parece —comentó Stefan, al tiempo que señalaba hacia la derecha.

Ulrika acarició las cintas con suavidad antes de seguirlo. Aquél sería el destino de toda Praag si triunfaba el culto. Todas las estatuas de la ciudad quedarían revestidas de negro. No iba a permitirlo. No mientras viviera.

* * *

La biblioteca parecía un sapo dorado, un edificio ancho, achaparrado y cubierto por un exceso de cúpulas de lapislázuli y oro que brillaban como verrugas enjoyadas, pero su interior estaba tan oscuro como el del resto de la Academia, lo cual era perfecto para los propósitos de Ulrika y Stefan.

Pasearon en torno a la parte posterior como si sólo estuvieran admirando su descomunal mole, luego miraron en torno a ellos para ver si alguien los observaba, y treparon por la barroca ornamentación hasta un balconcito. A través de los cristales con forma de diamante de las puertas vieron una sala central circular, de techo alto, con tres pisos de galerías en torno a un atrio central, cada piso ocupado en su totalidad por librerías abarrotadas.

—Puede que tengamos que pasar aquí un buen rato —comentó Stefan, contemplándolas.

—Tiene que haber algún tipo de catálogo —apuntó Ulrika, con más confianza de la que sentía.

Después de echar otra cautelosa mirada en torno, aferró el picaporte. Tras dos tirones secos, el pestillo saltó de su alojamiento con un ruido de madera rajada. Ambos se escabulleron al interior y se apresuraron a bajar al suelo.

En el centro del atrio, rodeado de mesas bajas que parecían arrodillarse a sus pies como adoradores, había un escritorio alto, casi como el atril de un sacerdote, que lucía las palabras «PODIO DEL BIBLIOTECARIO» grabadas en la parte frontal en alfabeto kislevita, y detrás había un muro bajo formado por librerías que crujían bajo el peso de casi un centenar de enormes tomos.

—¿El catálogo? —preguntó Ulrika, señalándolos.

—Vamos a verlo —replicó Stefan.

Se acercaron y sacaron algunos tomos al azar. Ulrika abrió uno de ellos por la mitad. Las páginas eran de gruesa vitela, y originalmente escritas en pulcra letra antigua de manos diferentes, con los títulos a la izquierda y las anotaciones a la derecha. La dificultad residía en que en esas columnas originales se había sobrescrito, tachado, corregido y hecho añadidos con tanta frecuencia que las páginas resultaban casi ilegibles. Había palabras escritas sobre palabras, nuevas entradas introducidas apretadamente entre las antiguas, flechas que señalaban cosas que habían sido tachadas, y las anotaciones habían sido alteradas seis o siete veces, cada vez con números y letras más y más pequeños al intentar quien escribía encajar las nuevas en los espacios libres cada vez más reducidos de la página.

Ulrika cerró el libro con un gemido y miró el lomo.

—Ca a Ce —leyó. El que estaba a continuación en el estante decía Ci a Co. Cada letra del alfabeto tenía más de un libro.

—¿Memorias de Kappelmeister Barshai estará archivado por memorias? —preguntó, mientras volvía a dejar el libro en el estante—. ¿Por Barshai? ¿Barshai es el nombre o el apellido?

Stefan negó con la cabeza y cerró de golpe el libro.

—Será mejor que lo probemos todo. Tú empieza con Barshai. Yo buscaré por memorias.

Ulrika asintió con la cabeza y pasó un dedo a lo largo de la hilera de gruesos libros hasta encontrar el que decía Ba a Bi, lo sacó y lo llevó hasta el escritorio. Stefan se reunió con ella y se pusieron a pasar páginas. Ulrika negó con la cabeza mientras contemplaba las columnas casi ilegibles que llenaban las páginas. En algún momento habían estado en orden alfabético, pero las entradas nuevas estaban simplemente escritas en los márgenes o en la página opuesta. Sólo eso bastaba para causarle mareos, y su creciente hambre sólo estaba empeorando las cosas.

Encontró una página donde la mayoría de las entradas originales comenzaban por Bar, pero sobrescritas había otras que empezaban por Bam, Bas, Bal, e incluso Bon. Pasó con lentitud los dedos hacia abajo por las columnas originales, intentando leer, a través del apiñamiento de garabatos, lo que había escrito.

—Variaciones para acorde de cejilla en la ejecución de Roppsmenn Zither; Desnudo ante los dioses: las danzas de la más oscura ind; Bartolf, Gustalf, Minuetos y danzas tradicionales. —Ulrika soltó un gruñido—. Es una locura. A veces, los libros están listados por temas; otras, por el nombre del autor.

—Mnemotécnicas para las escalas imperiales —murmuró Stefan—. Memorias de Estalia; La hija del tritón, ópera en siete actos.

Un golpe sordo que les llegó del vestíbulo de entrada les hizo levantar la cabeza. Fue seguido por un suave tintineo de llaves y el chirrido de una cerradura.

Como si fueran uno solo, Ulrika y Stefan cerraron los libros con rapidez, los devolvieron a los estantes, y se agacharon detrás del atril del bibliotecario.

Desde el vestíbulo les llegaron más golpes sordos y ruido de pasos, seguidos por sofocadas risillas femeninas y exagerados siseos para pedir silencio. Unas luces amarillas proyectaron sombras enormes sobre la pared al acercarse unos pasos pesados e inseguros. Ulrika olía la sangre de las venas y el vino del aliento.

—No mucha gente lo shabe, preciosha —dijo una voz masculina con pastosa pronunciación de borracho—. En la galería del segundo pisho de está expushta la cama en la que Ossilian Astanilovich compusho todos sus gonciertos. ¿Te gustaría verla?

Ulrika se agachó más cuando la risueña pareja atravesó la puerta con paso tambaleante, manoseándose el uno al otro al tiempo que caminaban. Ella era la más baja, una joven redondeada y con las mejillas rojas cuyo generoso pecho escapaba del vestido de profundo escote. Su acompañante, más alto, era un muchacho delgado con una melena de color arena que llevaba una vela ladeada en una mano, y con un rostro que a Ulrika le sorprendió reconocer. Se trataba de Valtarin, el violinista prodigio a quien había visto actuar en la fiesta. Parpadeó de asombro ante la coincidencia.

—Deja que te lleve a hacer un recorrido —dijo Valtarin, al tiempo que entraba en el atrio y agitaba un brazo extendido para car la totalidad de la biblioteca—. Eshta shanta casa esh donde tudié las obras de losh maestros, y aprendí lash notash y ago secretos que rompen go razones y abren piernash.

Stefan se inclinó hacia Ulrika cuando Valtarin y la muchacha se acercaron más.

—No tenemos tiempo para esperar hasta que estos estúpidos se marchen —susurró—. Debemos matarlos y continuar buscando. Ahí tienes tu oportunidad para alimentarte.

—Yo… —titubeó Ulrika—. No. A él lo conozco. Tengo un plan mejor. Podría resultarnos útil.

Stefan alzó una ceja.

—Si no nos resulta útil, morirá.

Ulrika asintió con la cabeza.

—Esho —siguió diciendo Valtarin, mientras señalaba con un dedo el podio tras el que ellos se ocultaban—, ehs donde se shentaba Gorbenko, como un diosh gusticiero, repartiendo información sholo a losh dignos. ¡Vaya un bufón! ¡Qué manera mdsh retrógrada de pensar…!

Se interrumpió con una exclamación ahogada cuando Ulrika y Stefan se levantaron de detrás del escritorio. La muchacha chilló y se desplomó junto a él en medio de un revoltijo de enaguas.

—¿Qui… qui… quiénes sois vosotros? —tartamudeó Valtarin—. ¿Qué estáis haciendo aquí?

Tenía el corazón acelerado, al igual que la muchacha. Su miedo resultaba embriagador. Ulrika estaba empezando a lamentar no haber accedido a matarlos como había sugerido Stefan.

—Buscamos conocimiento —dijo, con toda la calma de que fue capaz—. ¿Y vosotros?

—¡Pero… pero la biblioteca eshtá cerrada! —protestó Valtarin—. No podéish eshtar aquí.

—Apuesto a que vosotros tampoco —apuntó Ulrika, y luego sonrió con aire de suficiencia y miró a la muchacha—. Ciertamente no por la razón que os ha traído. Así que todos tendríamos problemas si se descubriera que hemos entrado, ¿verdad?

Valtarin la miró a ella, luego a Stefan y por último a la muchacha, para sopesar la situación.

—Yo… Yo…

Ulrika lo interrumpió.

—¿Sabes cómo encontrar un libro en estos catálogos?

Valtarin parpadeó, al parecer sorprendido por la pregunta, y negó con la desgreñada cabeza.

—Sólo Gorbenko sabe cómo hacerlo. Losh ha convertido en un lío sólo para gonservar el trabajo. Nadie puede ya encontrar nada sin él.

La mano de Stefan descendió con gesto casual hasta la empuñadura del estoque. Ulrika bajó del podio para mantener los ojos de Valtarin fijos en ella.

—En ese caso, tal vez tengas conocimiento directo de lo que estamos buscando —dijo.

Los ojos de Valtarin la siguieron cuando se acercó a una mesa y se recostó contra ella. La muchacha se levantó del suelo y se colgó de un brazo de Valtarin.

—Represento a un coleccionista de instrumentos musicales de excelente calidad —mintió Ulrika, al tiempo que cogía la bolsa que colgaba de su cinturón y la abría—. Un noble del Imperio de Sigmar que está buscando un raro instrumento legendario del que tal vez hayas oído hablar —sacó cinco monedas de oro y las fue dejando, una a una, sobre la mesa—. La Viola de Fieromonte.

Los ojos de Valtarin se abrieron de par en par al oír el nombre, y al recular con paso tambaleante estuvo a punto de derribar otra vez a la muchacha. Su corazón empezó a latir con más fuerza aún.

Ulrika intercambió una mirada con Stefan, que había bajado para situarse detrás de Valtarin. ¡Qué reacción tan sorprendente! ¿Era posible que el muchacho supiera algo sobre el robo?

—Veo que has oído hablar de ella —comentó Ulrika, al tiempo que avanzaba hacia él—. ¿Acaso también estás interesado en el instrumento?

—¿Qué? —exclamó Valtarin, cuya nerviosa mirada iba de ella a Stefan—. ¡No! Ni siquiera creo que aún exista. No es más que un nombre que trae mala suerte, una maldición para un músico. Trae mala suerte oír hablar de ella, y todavía más mencionarla.

—Creo que para ti es algo más que eso —lo presionó Ulrika—. Estás sudando. ¿Por qué?

El muchacho reculó ante ella, con los ojos saliéndole de las órbitas.

—Yo… yo… ¡¿Por qué no nos dejáis en paz todos vosotros, chiflados?! —gritó—. ¡Aquí nadie sabe dónde está vuestro maldito violín!

Ulrika se detuvo y volvió a mirar a Stefan, para luego desviar los ojos otra vez hacia Valtarin.

—¿Han venido otros? —inquirió—. ¿A preguntar por la Viola de Fieromonte?

Él asintió con la cabeza, con los ojos aún desorbitados de miedo.

—Yo… yo… no los vi personalmente —respondió—. Pero lo oí contar. Casi matan del susto al viejo Daska.

—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Stefan—. ¿Quiénes eran?

—No lo sé —replicó Valtarin—. Sólo me contaron que vinieron a merodear por aquí hace algunas semanas diciendo que querían comprarla, igual que vosotros. Y no les gustó que nadie pudiera decirles dónde estaba.

—Bueno, nosotros no somos tan violentos —le aseguró Ulrika, al tiempo que empujaba las monedas hacia el muchacho tembloroso—. Si pudieras decirme dónde está, o en qué lugar de la biblioteca podría encontrar información sobre el instrumento, estas monedas serían tuyas. Estábamos buscando un libro titulado Memorias de Kappelmeister Barshai.

Valtarin miró las monedas, luego alzó los ojos hacia los tres pisos de libros, y negó con la cabeza.

—No sé dónde está. Nunca he…

Ulrika suspiró y se dispuso a recoger las monedas mientras Stefan bajaba una mano hacia la empuñadura de la espada.

—¡Esperad! —exclamó Valtarin, al tiempo que se alejaba un poco de Stefan—. ¡Esperad! No he terminado. Iba a decir que nunca he oído hablar de él, pero conozco a alguien que tal vez lo sepa. Es… estoy seguro de que lo sabe.

Por encima de un hombro de Valtarin, Stefan negó con la cabeza, a todas luces impaciente por reemprender la búsqueda. Ulrika no le hizo caso.

—¿Quién es esa persona? —le preguntó al muchacho.

—Mi viejo tutor, el maestro Padurowski —dijo—. Lo sabe todo sobre violines. Si la Viola de Fiero… eh… el instrumento aún existe, sin duda él podría deciros dónde está.

—¿Y dónde está él ahora? —preguntó Ulrika.

—Estará en su estudio —sugirió Valtarin—. Trabajando en los arreglos para el concierto de victoria del duque.

—¿Y los otros que vinieron, llegaron a hablar con él? —quiso saber Stefan.

Valtarin negó con la cabeza.

—No lo sé. Me parece que no. A quien vieron fue al tutor Daska. Después de eso estuvo una semana sin salir de sus aposentos.

—¿Puedes llevarnos hasta Padurowski, entonces? —presionó Ulrika—. Las monedas serán tuyas.

Valtarin vaciló y miró a Stefan.

—¿Vais a hacerle daño?

—No somos como los otros —le aseguró Ulrika—. Le pagaremos, del mismo modo que te pagamos a ti.

El muchacho asintió al fin.

—Venid conmigo.

Se volvió hacia el vestíbulo de entrada y les hizo señas para que lo siguieran. Stefan le lazó a Ulrika una mirada de desaprobación cuando ella recogía las monedas, y ambos echaron a andar con el joven. Ulrika se encogió de hombros.

Desde detrás les llegó un quejumbroso lamento ebrio.

—Pero Valtarin, pensaba que ibas a enseñarme la cama de Astanilovich.

* * *

El estudio del maestro Padurowski estaba en un modesto edificio universitario situado en la periferia del campus, una abarrotada colmena de diminutos apartamentos que olla a polvo, limpiamuebles y papel muy viejo. Valtarin llamó a una puerta que había en la parte posterior del segundo piso, y una voz enérgica respondió:

—¡Adelante!

El joven abrió la puerta e hizo una reverencia, momento en que, por encima de su pelambrera, Ulrika vio una habitación estrecha forrada de librerías abarrotadas e iluminada por una lámpara que descansaba sobre una pila de folios. Había un hombre inclinado ante un escritorio cuyo rostro ocultaba el alborotado cabello blanco mientras escribía rápidamente con una pluma de ganso sobre una gran hoja de papel pautado.

—¿Es mi cena, Luba? —preguntó, sin levantar la mirada—. Déjala sobre la silla, ¿quieres?

—Soy yo, maestro —dijo Valtarin, que volvió a inclinarse—. Valtarin.

El maestro Padurowski levantó la cabeza y se apartó de la cara una gran melena de pelo blanco. Estaba sonriendo.

—¡Qué agradable! —Tenía un rostro alargado surcado de arrugas, y era todo nariz y mentón, con una frente alta y unas cejas blancas que habrían avergonzado a un magíster.

—He traído a unas personas que quieren veros, maestro —dijo Valtarin, al entrar—. Quieren haceros unas preguntas.

Padurowski frunció el ceño.

—No tengo tiempo para eso, muchacho —protestó, agitando la pluma y salpicándolo todo de tinta—. Ensayamos mañana y todavía no he transcrito la parte de los metales. Más adelante, más adelante. La semana que viene.

—Puedo pagaros por vuestro tiempo, maestro —dijo Ulrika. Padurowski negó con la cabeza y volvió a inclinarla sobre su trabajo.

—No podréis pagarme lo suficiente como para salvarme el cuello si decepciono al duque en su concierto. Marchaos, marchaos.

—Sólo serán unos minutos —insistió Ulrika—. Y os pagaré un marco del Reik, de oro, por cada uno.

El maestro volvió a levantar la cabeza, con el interés reflejado en los ojos.

—¿Un marco del Reik por cada minuto? Ni siquiera el duque paga tan bien —dejó la pluma y se recostó en el respaldo de la silla—. Haced vuestras preguntas.

Ulrika puso una moneda sobre la mesa.

—Represento a un coleccionista de instrumentos musicales qué busca un violín famoso conocido como Viola de Fieromonte. Vuestro estudiante ha dicho que tal vez podríais saber dónde está.

—Les he dicho que antes han venido otros a preguntar por ella, maestro —intervino Valtarin atropelladamente—. ¡Les conté que habían interrogado al tutor Daska, y que se habían enfadado mucho porque él no lo sabía!

Padurowski hizo una mueca.

—Yo no sé por qué, de repente, se despierta todo este interés por una vieja leyenda.

—¿Una leyenda? —preguntó Ulrika—. ¿Queréis decir que no existe?

El maestro le dedicó una sonrisa torcida.

—Parece que no ganaré muchas monedas de oro —dijo—, porque la respuesta es corta. Existió, pero ya no. La viola fue quemada justo después de la Gran Guerra contra el Caos. La fábula dice que había sido poseída por un demonio cuando las hordas tomaron la ciudad, y que tenía el poder de volver locos a los hombres. Por entonces, el duque ordenó que la quemaran en la hoguera, como si fuera una bruja. —Se rió—. No sé si estaba poseída de verdad. Tal vez sí. Pero sí sé que fue quemada, y sus cenizas dispersadas a los cuatro vientos. Una verdadera lástima, porque se decía que tenía el sonido más puro de todo el mundo.

Ulrika suspiró. Eso no podía ser cierto, no si los miembros del culto habían hecho una apuesta tan fuerte, pero resultaba obvio que Padurowski pensaba que lo era, y parecía tener poco sentido insistir más en el asunto. Depositó otras dos monedas de oro sobre el escritorio, junto a la primera.

—Gracias por vuestro tiempo, maestro. Informaré de esto a mi patrón.

—Lamento no haber podido proporcionaros una información más de vuestro agrado —dijo Padurowski—. Pero gracias. Nunca antes había ganado dinero con tanta facilidad.

Ulrika le entregó a Valtarin las cinco monedas que le había prometido, y ella y Stefan bajaron por la estrecha escalera del edificio de la facultad y salieron del recinto de la Academia.

—No lo entiendo —dijo Ulrika, cuando atravesaban las puertas de la Academia de Música y echaban a andar sin rumbo por las calles del barrio de los estudiantes, desierto salvo por una patrulla de la guardia de aspecto abatido—. ¿Cómo es posible que los miembros del culto anden tras un violín que fue quemado hace doscientos años?

—Padurowski debe de saber menos de lo que él cree que sabe —apuntó Stefan—. Tal vez en aquel momento hicieron correr la historia de la hoguera para ocultar la verdadera suerte corrida por el violín.

Ulrika asintió con la cabeza.

—Pero, de ser así, ¿dónde está?

Continuó andando, intentando pensar en los lugares de la ciudad donde podría esconderse un instrumento musical. El hambre hacía que le costara pensar. La había reprimido durante la entrevista con Padurowski, pero ahora estaba aumentando otra vez, dándole la lata como un niño insistente. La reprimió y volvió a la cuestión.

Había cámaras de tesoros en el palacio del duque, por supuesto, y Praag tenía muchos coleccionistas privados de objetos insólitos. O tal vez la viola estaba oculta en el Teatro de la Ópera o en la propia Academia de Música, pero ¿en cuál de esos lugares, o de un centenar de otros, debían comenzar a buscar? Los miembros del culto tenían intención de robarla aquella misma noche, y si no podían impedírselo, la usarían al cabo de dos noches más, cuando Mannslieb alcanzara el plenilunio…

Un nuevo pensamiento eclipsó a todos los demás dentro de su cabeza. ¿El Teatro de la Ópera? ¿La luna llena? ¡Por los dientes de Ursun, ya lo tenía!

Sujetó a Stefan por un brazo.

—¡Ya sé lo que van a hacer! ¡Ya sé cómo tienen intención de usar el violín!

—¿Cómo? —preguntó Stefan.

—¡En el concierto de victoria del duque Enrik! —replicó ella—. Tendrá lugar la noche en que Mannslieb alcanzará el plenilunio.

Stefan frunció el ceño.

—Sí, pero…

Ulrika lo interrumpió.

—Los relatos dicen que el instrumento vuelve locos a los hombres cuando se lo toca, ¿verdad? ¡Los miembros del culto van a tocarlo ante el duque y todos los nobles, generales y maestros de los gremios de Praag para volverlos locos de remate! Así intentan rendir la ciudad de Praag: acabando con sus gobernantes.

Los pasos de Stefan se hicieron más lentos.

—Yo… yo… creo que podrías tener razón. Esto… esto es un peligro grave, más grave de lo que pensaba hasta ahora. Hay que impedirlo.

—Sí —asintió Ulrika—, pero ¿cómo…?

Un movimiento que se produjo en la periferia de su campo visual captó su atención. Cuando volvió la cabeza, la figura retrocedió al interior de un callejón. Ella volvió a desviar la mirada como si no hubiese visto nada.

—Nos están siguiendo —dijo.

Stefan asintió con la cabeza y la vista fija al frente.

—¿Dónde?

—En el callejón que tenemos detrás —contestó Ulrika.

—Entonces vayamos a hablar con él —decidió Stefan.

Como si fueran uno sólo, dieron media vuelta y se encaminaron con rapidez hacia el callejón.

El hombre que se ocultaba allí lanzó una exclamación ahogada al verlos aproximarse, y comenzó a recular. Ulrika frunció el entrecejo. Había visto antes esos hombros caídos y esa boca de labios flojos. Entonces se dio cuenta de quién era: el aprendiz del fabricante de instrumentos musicales. ¿Acaso los había estado siguiendo desde que estuvieron en la tienda? Aquello era penoso.

El aprendiz dio media vuelta para huir cuando se le acercaron. Ulrika saltó por encima de su cabeza y cayó justo delante de él, al tiempo que desenvainaba el estoque. El muchacho patinó al detenerse, y miró hacia atrás, con los ojos desorbitados de terror. Stefan se le acercaba por la espalda, y también había desenfundado su arma. El muchacho sacó una daga del cinturón con mano temblorosa.

—Guarda eso, aprendiz —dijo Ulrika, al tiempo que avanzaba hacia él—. Sólo queremos hablar…

—¡Por la llegada de la reina! —chilló el aprendiz antes de clavarse el cuchillo en el cuello y degollarse.

Ulrika y, Stefan saltaron hacia él y le aferraron el brazo, pero llegaron demasiado tarde. El muchacho estaba cayendo de rodillas, con un chorro de sangre manándole a borbotones de la garganta abierta, mientras la luz moría en sus ojos.

—¡Maldito sea! —gruñó Ulrika, derribándolo de un empujón—. ¡Maldito sea!

—No lo maldigas —le espetó Stefan—. ¡Desángralo, rápido!

Ulrika se sobresalió, fastidiada, y luego cayó de rodillas y cerró la boca sobre la herida sangrante. Tenía un hambre tremenda, pero a causa de la frustración había apartado de un empujón lo que más necesitaba. Succionó la sangre del muchacho, intentando beberla antes de que se derramara por el suelo.

Cerró los ojos con placer, pero cuando la dulce canción de la sangre palpitaba en sus oídos, se le unió el débil trino de un violín que hacía volar un discordante contrapunto del éxtasis de Ulrika, y que la enganchó como una espina curva y mantuvo su mente por encima del flujo de roja calidez, importunándola. Parecía que siempre estaban tocando algún violín en Praag, a veces quejumbroso, a veces risueño, siempre transportado hasta ella por un capricho del viento. ¿Acaso era siempre el mismo violín? Y si así fuera, ¿quién lo tocaba, y por qué parecía oírlo siempre en momentos de gran angustia u horror?

La cabeza de Ulrika se alzó con brusquedad del cuello del aprendiz al ocurrírsele una idea imposible. Levantó la mirada hacia Stefan.

—¿Oyes esa canción?

Stefan aguzó el oído.

—Sí —dijo—. Un violín, en alguna parte.

Ulrika se limpió la boca en una manga del muchacho, y se puso de pie.

—¿Lo has oído antes?

Stefan frunció el ceño, pensativo.

—Si —respondió, al fin—. Ahora que lo mencionas, sí. Siempre lejano, y siempre un fragmento, nada más.

—Así es —asintió Ulrika, en cuyo pecho crecía la emoción—. Lo mismo me ha sucedido a mí. No le he hecho caso en ningún momento. Ahora mismo hay demasiada música en Praag. Sólo parecía otra parte de la sinfonía. Pero… pero está en todas partes, aunque sólo cuando ha sucedido algo terrible. Lo oí después de matar a los matones de Gaznayev, y cuando maté a los miembros del culto en la destilería, y cuando la Esquirla de Sangre hirió a Raiza.

—¿Estás segura? —preguntó Stefan.

Ulrika negó con la cabeza.

—No lo sé. Tal vez sean sólo imaginaciones mías. ¿Recuerdas cuándo tú…?

Ambos callaron cuando la canción volvió a apagarse, desvaneciéndose en la distancia como si hubiera cambiado el viento. Stefan frunció el ceño, pensativo.

—Lo oí cuando las lahmianas me expulsaron de su casa, y otra vez justo antes de que acudiera a ayudarte en el almacén de los delincuentes. Y también en otras ocasiones, me parece. A veces sonaba como una voz. Otras, como un violín.

—¡No como un simple violín! —exclamó Ulrika, con repentina convicción—. ¡Es el violín! ¡El de Fieromonte!

Stefan volvió a fruncir el entrecejo.

—Eso es una conjetura bastante aventurada —apuntó—. La música podría ser cualquier cosa. Podría tratarse de un instrumento diferente cada vez. Podría ser una mera coincidencia.

—Lo sé —reconoció Ulrika—, pero ¿qué otra cosa tenemos en la que basarnos? Esos malditos miembros del culto cubren su rastro a cada paso que dan.

—¿Qué me dices del fabricante de instrumentos? —preguntó Stefan—. Tal vez ha enviado a este estúpido a seguirnos.

Ulrika negó con la cabeza.

—¿Nos habría dicho el título del libro si fuera miembro del culto? ¿Nos habría dicho dónde encontrarlo?

—No lo hemos encontrado —replicó Stefan—. Podría no haber sido más que un engaño.

—¿Con qué propósito? —preguntó Ulrika—. ¿No habría tenido más sentido despedirnos con las manos vacías e intentar seguirnos hasta nuestra casa? ¿O atacarnos en la calle?

Stefan suspiró.

—Muy bien, pero ¿cómo vamos a utilizar una nota que lleva el viento? No se la puede seguir. Yo la he oído en todos los barrios de la ciudad.

Ulrika se mordió el labio. Stefan tenía razón. El hecho de saber que aquella melodía obsesionante se originaba en la Viola de Fieromonte no les proporcionaba la repentina capacidad de encontrarla. ¿O sí? Alzó la mirada.

—¿De qué dirección procedía la música, ahora mismo? —preguntó.

Stefan lo pensó un momento y luego señaló hacia el este.

—De allí.

Ulrika asintió con la cabeza. Era lo mismo que ella recordaba.

—¿Y cuándo lo oíste por primera vez en la casa de Evgena?

Stefan puso los ojos en blanco.

—¿Esperas que me acuerde de eso? ¿Lo recuerdas tú? ¿En alguno de los casos?

Ulrika intentó evocar las ocasiones en que había oído la música. Había oído el violín en casa de Max, cuando lo había descubierto en compañía de aquella mujer, pero lo único que podía recordar era su propia cólera. ¿Y las otras veces? Lo había oído después de acabar con el matón que le había robado a la cantante ciega. Eso habla sucedido en el barrio de los estudiantes, como en aquel momento, y la música había llegado de… del este, sí, igual que hacía un instante. Pero cuando había perseguido a Kiraly por los tejados después de que lanzara la Esquirla de Sangre a Raiza, se encontraba en la periferia del Novygrad, en la mitad oriental de la ciudad, y la melodía le había llegado del oeste.

—Del norte —dijo Stefan de repente—. Cuando la oí en el exterior del almacén de Gaznayev, llegaba del norte. Recuerdo haber mirado en esa dirección.

Ulrika frunció los labios.

—Así pues, en el oeste nos llega del este. En el este nos llega del oeste. En el sur nos llega del norte.

—Eso situaría el instrumento en el centro de la ciudad —dijo Stefan—. En algún lugar cercano a…

—La torre de los Hechiceros —murmuró Ulrika—. ¡El Colegio de Magia del antiguo zar!

Stefan frunció el ceño.

—Otra conjetura —dijo, y luego se encogió de hombros—. Pero ¿qué más tenemos? —Dio media vuelta y echó a andar hacia la calle.