VEINTE
La lección de esgrima
—¿Qué es una esquirla de sangre? —preguntó Ulrika.
—Un arma terrible —respondió Stefan—. Existen seis. Mi señor era coleccionista de objetos arcanos, y las esquirlas de sangre estaban entre sus artefactos favoritos. Son prisiones. Absorben el alma de cualquiera a quien matan, y la atrapan, con la conciencia intacta, dentro de su estructura cristalina, donde puede ser sometida, durante toda la eternidad, a cualquier tortura mágica que plazca al propietario del fragmento de ónice.
Ulrika se estremeció. ¡Qué destino tan espantoso!
—Ni siquiera los vampiros son inmunes —continuó Stefan—. Puede que algunos discutan sobre si los vampiros tienen alma, pero lo que es incontestable es que poseen conciencia, y también ésta puede quedar atrapada dentro de una Esquirla de Sangre. Eso… eso es lo que le ocurrió a mi señor. Kiraly lo mató con una Esquirla y lo aprisionó dentro de ella —bajó la mano derecha hasta la empuñadura de la espada—. Cuando haya matado a Kiraly, buscaré alguna manera de ponerlo en libertad, aunque me han dicho que es imposible.
—Eso es algo terrible —dijo Ulrika—. Espero que encuentres la manera de lograrlo.
Stefan agitó una mano para quitar importancia al comentario.
—No te preocupes. ¿Qué me dices de Kiraly? ¿Luchaste con él?
—¿Crees que el adorador del Caos…? ¿Piensas que era él? —tartamudeó Ulrika.
—No puede haberse tratado de nadie más.
Ulrika parpadeó. No era de extrañar que no hubiera detectado ningún fuego de corazón. No lo tenía.
—Lo… lo perdí —dijo—. Era demasiado veloz. Lo lamento.
—¿Viste en qué dirección iba? —preguntó Stefan, con los dientes apretados.
—Corría hacia el este para adentrarse en el Novygrad cuando se desvaneció —respondió—. Pero ahora podría estar en cualquier parte.
Stefan se volvió de inmediato hacia el este.
—Tengo que encontrarlo —dijo, y se alejó a grandes zancadas por la calle desierta.
Ulrika se apresuró a seguirlo. Si estaba diciendo la verdad, aquel Kiraly era también enemigo de la boyarina Evgena.
—Espera —gritó—. Te ayudaré.
—Si quieres… —asintió Stefan, sin volverse a mirarla—. Pero cuando lo encontremos, será sólo mío. No intervendrás.
—Por supuesto —admitió Ulrika.
Continuaron a paso ligero hacia Karlsbridge y la zona este.
* * *
Stefan registraba las ruinas del Novygrad como un poseso, corriendo a gran velocidad de un edificio destrozado al siguiente, y rugiendo el nombre de Kiraly por las calles. Derribaba puertas y hundía a pisotones los suelos resquebrajados para explorar sótanos en ruinas. Ponía en desbandada a pordioseros y mutantes, e interrogaba a acobardados refugiados para saber si habían visto algún desconocido sospechoso o encontrado cuerpos exangües. Nadie sabía nada.
Ulrika siguió a Stefan con una cierta inquietud, temerosa de que, en su locura, atrajera sobre ellos a la guardia de la ciudad o a los agentes secretos, o peor aún, se les derrumbara encima el tejado de alguna de las casas de viviendas que se encontraban en estado precario. El fervor de Stefan resultaba aterrador y un poco frustrante de ver. Si hubiera invertido tanta pasión en encontrar a los miembros del culto, puede que ya los hubieran derrotado.
¿Y qué sucedería si encontraba a Kiraly? A Stefan sólo le interesaba combatir al culto porque quería asegurarse de que Praag continuara en pie cuando llegara el vampiro. Si Stefan lo mataba, el culto dejaría de importarle. Recogería las Esquirlas de Sangre y regresaría a Sylvania. Aunque, ahora que ella se había unido a las Iahmianas, tal vez su ayuda fuese innecesaria. Pero, a pesar de compartir sangre con Evgena, continuaba sin fiarse de sus extrañas hermanas. Su miedo a la traición parecía más fuerte que el miedo que le tenían al culto, y le preocupaba que el más ligero paso en falso o pensamiento descarriado por su parte las lanzara otra vez a por su cabeza.
Una mano gélida pareció aferrarle el corazón ante el pensamiento que tuvo a continuación. ¿Estaría dando ese paso en falso en aquel preciso momento? ¿Debería estar ayudando a Stefan a buscar a Kiraly, o debería correr a casa de Evgena para avisarle que Kiraly iba a matarla? ¿Y si ya había atacado la mansión de las lahmianas? Sería culpa de Ulrika si Evgena no estaba preparada. Hasta cierto punto, ya se sentía cómplice del ataque contra Raiza. Resultaba obvio que Kiraly había estado vigilando la casa de Evgena. Si Ulrika no les hubiera pedido ayuda a las lahmianas para luchar contra el culto, Raiza no habría salido de la casa para investigar y no se habría puesto en peligro. Sin pretenderlo, Ulrika la había atraído al exterior, donde Kiraly había podido atacarla.
—Stefan —dijo, mientras bajaba tras él por la escalera de un edificio de viviendas que acababan de registrar—. Debo regresar de inmediato a casa de las lahmianas.
—Pues márchate —replicó Stefan, sin prestarle mucha atención, y hundió la puerta delantera de una patada para salir a la calle.
Ulrika salió tras él, pero se detuvo al ver un brillante resplandor rosado en el cielo, por encima de la muralla oriental de la ciudad. Había comenzado a amanecer mientras estaban dentro. No había manera de que pudiera regresar a la mansión de Evgena antes de que saliera el sol. Ya no podía poner a la boyarina sobre aviso hasta que cayera la noche. A menos que…
¿Podría ir por las cloacas? Sí, pero tendría que salir a la calle para poder llegar a la casa, y entonces ya sería pleno día. Ardería hasta carbonizarse en los escalones de la entrada. Maldijo. No parecía haber modo de lograrlo. Por supuesto que el sol también detendría a Kiraly… a menos que hubiese atacado ya. Ulrika suspiró. No había nada que hacer. Tendría que esperar a que acabara el día, correr a la mansión en cuanto el sol volviera a ponerse, y rezar para que no fuese demasiado tarde.
Miró a su alrededor. Stefan no parecía haberse dado cuenta de que amanecía. Estaba reventando a patadas los tablones que tapiaban los escaparates de una tienda quemada que se encontraba en su camino.
—Stefan —lo llamó Ulrika.
Él no pareció oírla.
—¡Stefan!
Él se volvió, con los ojos enloquecidos y brillantes.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Lo has encontrado?
—Se acerca el amanecer —le advirtió ella—. Tenemos que ponernos a cubierto.
—¡Al infierno con el amanecer! —espetó Stefan—. ¡Tengo que encontrar a Kiraly.
Ulrika alzó una ceja.
—El amanecer te enviará al infierno a ti —replicó—. Pero continúa, si lo deseas. Yo voy a retirarme.
Stefan soltó un gruñido.
—¡No me importa lo que hagas! Yo… —Se dominó y se pasó una mano por el cabello lacio—. No, no. Tienes razón. Debo detenerme. Debo hacerlo.
—Conozco un lugar cerca de aquí —propuso Ulrika—. No es nada extraordinario, pero es un sitio seguro. Podrías… —Tartamudeó al darse cuenta de lo que estaba diciendo, pero era demasiado tarde para echarse atrás—. Puedes quedarte allí, si quieres.
Stefan le dirigió una reverencia cortés.
—Si no es demasiada molestia.
—Claro que no —respondió Ulrika, pensando que muy bien podría serlo—. Por aquí.
Lo condujo a través de las ruinas hacia la panadería, mientras se preguntaba si no habría cometido un error al revelarle su escondite a un hombre que era casi un completo desconocido. Bueno, siempre podía encontrar otro refugio, ¿verdad?
Ulrika se encogió de hombros, azorada, mientras conducía a Stefan escaleras abajo, hacia el sótano de la panadería. No tenía ninguna de las comodidades de un hogar. No había muebles, sino montones de escombros, polvorientas mesas de obrador y el horno en el interior del cual dormía ella, y además carecía de un lugar donde asearse. Tampoco se había hecho con mantas o almohadas. Allí dormía con la cabeza apoyada en la mochila.
Stefan no pareció inmutarse.
—Es mejor que el sitio en que he estado alojado yo —dijo, y de inmediato se puso a quitarle el polvo a una de las mesas de obrador para utilizarla como lecho—. He estado demasiado preocupado como para pensar en el alojamiento.
Ulrika vaciló, y luego señaló el horno.
—Puedes dormir allí conmigo, si quieres. No entra nada de luz.
Él la miró con una media sonrisa.
—Eres muy amable por ofrecérmelo —dijo—, pero no quiero molestarte. Gracias.
Ulrika asintió con la cabeza, sin saber muy bien si se sentía decepcionada o aliviada. Se sentó sobre los escombros y empezó a quitarse las botas.
—Esta noche tengo que ir a ver a las lahmianas. Debo informarlas de que no pude seguir a los miembros del culto. Y hay que advertir a Evgena de que Kiraly va tras ella. Tal vez nos ayudarán a darle caza.
Stefan soltó una carcajada.
—¿Ayudarnos? ¿A nosotros? ¡Ja! A ti puede que te ayuden, pero si se enteran de que estoy contigo, me darán caza a mí.
—Pero —protestó Ulrika— seguro que cuando se enteren de que la verdadera amenaza…
—Eres joven —la interrumpió él—. Te queda mucho que aprender. Las lahmianas piensan que cualquiera que no sea una de ellas es una verdadera amenaza. Mis intenciones carecen de importancia. Mis acciones carecen de importancia. Sólo mi sangre importa, y ellas la desprecian. —Se encogió de hombros—. Redundaría en beneficio de los intereses de todos nosotros si los que nos enfrentamos con estos enemigos comunes lucháramos juntos contra ellos, pero eso no sucederá. No me aceptarán.
—Pero ¿por qué no? —insistió Ulrika—. Nuestros enemigos son fuertes. Los miembros del culto casi nos queman vivos, y ese Kiraly ha estado a punto de matar a Raiza. Todos estaríamos más seguros si nos aliáramos. Tendríamos la posibilidad de compartir lo que sabemos de esos cultistas, y presentarles un frente común.
—Tú piensas de manera lógica —afirmó Stefan—. Pero ésa no es una característica lahmiana.
—Entonces, yo haré que lo sea —declaró Ulrika, que se puso de pie con una bota puesta y el otro pie descalzo—. Iré a verlas y… No, los dos iremos a verlas. Les hablaremos de Kiraly y de las Esquirlas de Sangre, y…
—Estás loca, muchacha —rió Stefan, interrumpiéndola—. Yo no me acercaría siquiera a ellas. Me matarían.
—¡Pero acabas de decir que sería la forma más correcta de actuar! —protestó Ulrika.
—Puede que sea la más correcta —replicó Stefan—, pero también sería fatal —suspiró y negó con la cabeza—. Te pido que me disculpes. Es honorable por tu parte querer ser íntegra con tu señora, pero ella es demasiado estrecha de miras como para atender a razones. Si yo entrara en su guarida, no volvería a salir.
Ulrika maldijo y le volvió la espalda, pero entonces se le ocurrió una idea y se dio la vuelta otra vez.
—¿Y si yo las trajera hasta ti?
Stefan frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Ulrika sonrió.
—Lo haremos por etapas, para que se acostumbren a la idea. Iré a verlas yo sola, y les hablaré de ti; les diré que conoces bien a Kiraly y que las ayudarás a defenderse de él. Si lo aceptan, las llevaré a hablar contigo en un terreno neutral, donde puedas escapar si intentan atacarte. Cuando hayan oído todo lo que tienes que decir, estoy segura de que te darán la bienvenida.
Stefan negó con la cabeza.
—Eres una ingenua si piensas eso —dijo—. Pero…
Ulrika lo miró, esperanzada.
—¿Pero?
—Pero a pesar de todo podría merecer la pena intentarlo —comentó al fin—. Si se niegan, no habremos perdido nada. Si intentan algo, yo podré escapar y conoceremos su disposición —miró a Ulrika—. Mi único temor es por ti. Evgena podría enojarse contigo por haber hablado conmigo, y podría intentar castigarte o desterrarte.
—Correré el riesgo —decidió Ulrika—. Si de verdad puede ver lo que hay en mi corazón, entonces sabrá que lo he hecho con buena intención. No podemos continuar luchando contra dos amenazas por separado. ¿Lo… lo harás?
Stefan vaciló, aunque luego asintió con la cabeza.
—Lo haré. De acuerdo… encontrémonos en la destilería de kvas. Todos conocemos el lugar y… —Sonrió con expresión de complicidad—. Y hay muchas rutas de escape si todo sale mal.
—Sí. Excelente —aceptó Ulrika—. Seremos más fuertes si lo logramos —declaró.
Volvió a sentarse y empezó a quitarse la otra bota con una profunda sensación de alivio. Unir fuerzas no sólo haría que estuvieran todos más seguros, sino que acabaría con su necesidad de mantener en secreto ante Evgena su relación con él. Todo se arreglaría por la noche, y podrían concentrar la atención en luchar contra sus enemigos en lugar de hacerlo unos contra otros.
—Ulrika —la llamó Stefan.
Ella levantó la mirada.
Stefan le sonrió, la primera sonrisa auténtica de su relación de simples conocidos.
—Quiero… quiero darte las gracias. Éste es un paso que yo no habría dado por mi cuenta. Eres valiente. Intentaré estar a la altura.
—G… gracias —tartamudeó ella, devolviéndole la sonrisa. Se esforzó por encontrar algo más que decir, y entonces se dio cuenta de que había estado sosteniéndole la mirada durante demasiado tiempo. La apartó de repente, y se produjo un silencio incómodo. Ninguno de los dos parecía saber adónde mirar.
Al final, Stefan se volvió y se tumbó sobre la mesa.
—Que duermas bien —dijo, y luego rodó y quedó tendido de lado, mirando a la pared.
Ella contempló su espalda durante un momento, y luego acabó de quitarse la segunda bota.
—Buenas noches.
Se metió dentro del horno y se acurrucó en su interior. La superficie de piedra le pareció más incómoda esa noche que las anteriores.
* * *
Ulrika sonrió irónicamente para sí cuando levantaba la mano hacia la aldaba de la puerta de Evgena. Una vez más acudía a ver a la boyarina con una propuesta que, sin duda, la haría enfadar y que, en efecto, podría incitarla a desterrar a Ulrika, pero esta vez se sentía menos nerviosa que la anterior. Unir fuerzas con Stefan era algo que debía hacerse. Ulrika lo sabía en el fondo de su corazón, y si Evgena la repudiaba por sugerirlo, Ulrika podría separarse de la vieja arpía y sus hermanas con la conciencia tranquila.
Aun así, no quería que las cosas salieran de ese modo. Las dos amenazas que entrañaban Kiraly y el culto eran demasiado grandes. La ayuda de las lahmianas sería de vital importancia. Tenía que lograr el éxito en su demanda. No había ninguna otra opción. Irguió los hombros y llamó a la puerta.
La espera fue mucho más corta esta vez, y cuando Severin abrió y bajó hacia ella la mirada por encima de su ancha barba cuadrada, su «¿Sí?» no estaba ni remotamente tan cargado de desprecio como la vez anterior.
—Ulrika Magdova Straghof regresa para informar a la boyarina Evgena —dijo.
El enorme mayordomo le hizo una reverencia facilitándole la entrada, y ella pasó otra vez entre las sombras de los dos gigantescos osos que guardaban la puerta. Los ojos coronados de polvo de los otros trofeos destellaron como si la miraran en la oscuridad del vestíbulo.
—La boyarina está vistiéndose —afirmó Severin—. Tened la amabilidad de aguardar en el salón.
—Gracias —replicó Ulrika, y luego se detuvo—. Ah, ¿la señora Raiza está despierta?
—Está en el salón de baile —dijo Severin—. ¿Deseáis verla?
—Por favor.
—Por aquí.
Ulrika lo siguió a través de la silenciosa casa, complacida de que esta vez no le hubiera pedido que le entregara la espada; era otra mejora respecto a la visita anterior. La condujo a través de corredores llenos de telarañas, flanqueados por aves y bestias disecadas, hasta una puerta doble de cuarterones, de detrás de la cual le llegaron silbidos, golpes sordos y chasquidos que había olvidado hacía mucho tiempo. Severin abrió las puertas, y luego hizo una reverencia hacia el interior.
—La señora Ulrika, señora —anunció.
Del interior llegó el acerado susurro de Raiza.
—Hazla entrar.
Severin se volvió y le hizo una reverencia franqueándole el paso. Ulrika entró y, tal y como había esperado, encontró a Raiza, ataviada con camisa blanca y calzones de color tostado, trabada en combate con un muñeco de esgrima que había sido instalado en un extremo de la larga sala de pesadas vigas. Ulrika sonrió. Era lo que había deducido por los sonidos que recordaba de los tiempos en que se entrenaba con los kossares de su padre: el silbido de la espada de madera y el golpe seco contra una superficie de cuero, el arrastrar de pies y el golpe sordo de las botas contra el suelo al descargar el peso en el momento de atacar.
—Hermana, me siento aliviada —dijo Ulrika, que avanzó con una sonrisa en los labios—. Te has recuperado.
Raiza clavó una última estocada en la garganta del maniquí y luego se volvió y la saludó con una inclinación de cabeza.
—Sólo en parte —dijo, y levantó el brazo izquierdo, que acababa en un muñón justo por debajo del codo.
Ulrika se quedó mirándolo, horrorizada. Los movimientos de Ralza al practicar esgrima eran tan gráciles que no se había dado cuenta del estado de su brazo.
—Hermana, yo… Perdóname, yo no…
—No te disculpes —la interrumpió Raiza—. De no ser por ti, sería toda mi persona la que faltaría. Como ya te dije, no lo olvidaré.
Ulrika bajó la mirada con azoramiento.
—De modo que no se curó. ¿No volverá a crecer?
Raiza negó con la cabeza.
—La boyarina Evgena es una hechicera y curandera muy capacitada, y ha probado con todo lo que tenía a su alcance, pero no lo ha logrado. El cuchillo negro es un arma terrible.
—Lo es —confirmó Ulrika—. He averiguado más cosas sobre él, y he regresado para advertir a la boyarina sobre el cuchillo y sobre el hombre que lo empuñaba.
—En ese caso, deberías esperar a que ella llegue para hablar del asunto —dijo Raiza. Se volvió hacia la pared y apoyó contra ella la espada de madera, para luego recoger el sable y metérselo debajo del brazo truncado—. Hasta entonces, ¿te apetece un poco de esgrima? Estoy aprendiendo a adaptar mi equilibrio a mi nueva… condición.
—Será un honor —asintió Ulrika.
Se desabrochó el jubón y se lo quitó, luego soltó el cinturón de la espada y desenvainó el estoque, mientras Raiza hacía lo mismo con el sable y dejaba caer la vaina al suelo. Fueron hasta el centro del salón de baile, se saludaron y se pusieron en guardia.
Raiza alzó una ceja.
—Una postura imperial y una espada tileana. ¿Acaso no eres de las marcas del norte?
Ulrika le dedicó una ancha sonrisa.
—Sí, pero durante un tiempo practiqué con un diestro esgrimista del Imperio, y adopté algunas técnicas meridionales.
—Muy bien —dijo Raiza—. Veamos si te resultan útiles.
Y dicho esto se lanzó a fondo, apuntando directamente al corazón de Ulrika. Ésta bajó la mano y desvió la estocada con la empuñadura de su arma, para luego devolverla apuntando a la garganta de Raiza. El sable de su contrincante desvió la punta del estoque, y al retroceder dirigió un tajo hacia el hombro de Ulrika, que se apartó de un salto, incapaz de evitar el ataque de ninguna otra manera.
La pérdida de una mano no parecía haber afectado en lo más mínimo las capacidades de la esgrimista. Era tan veloz y ágil como antes, y su arma tan difícil de detener como un rayo zigzagueante. Ulrika apenas acababa de pararla cuando atacaba por otro sitio.
Entonces, Ulrika reparó en un punto débil: una tendencia de Raiza a bloquear desviándose demasiado hacia la derecha y dejando la zona central momentáneamente desprotegida. Ulrika la atacó tres veces en rápida sucesión, haciendo que su brazo se desviara cada vez un poco más a la derecha, y luego una cuarta vez, un descenso por debajo del arma de su oponente para abandonar el hierro, y una segunda estocada directa al abdomen de Raiza.
El guardamano del sable de Raiza descendió sobre la empuñadura del arma de Ulrika con la fuerza de un martillo, y ésta se encontró con la punta de la hoja apoyada contra el esternón. Permaneció inmóvil. La había pillado, y si Raiza hubiera acabado la maniobra, la habría atravesado.
—Una trampa —exclamó—. Me avergüenza haber caído en ella.
—No te avergüences —dijo Raiza—. Has caído en ella sólo porque eres una esgrimista excelente. Un espadachín inferior no habría reparado en el cebo, y por tanto no lo habría mordido.
—En ese caso, tendré que esforzarme por superar la excelencia —declaró Ulrika mientras se separaban—. Porque quiero reconocer el cebo como tal, la próxima vez.
La esgrimista sonrió.
—Tengo muchos años de trucos en la cabeza —dijo—. Y dispondrás de tiempo sobrado para aprenderlos.
—Estoy deseando hacerlo.
Volvieron a colocarse en posición, y entonces Ulrika bajó el estoque. Era raro encontrar a otra mujer que luchara, y sentía curiosidad.
—Perdóname —dijo—, pero ¿cómo llegaste a empuñar la espada y… a unirte a la boyarina?
Raiza apretó los dientes, y Ulrika temió haber forzado demasiado la nueva actitud amistosa de la esgrimista, pero, pasado un momento, dijo:
—Llegué a empuñar la espada por la misma razón que tú —explicó—. Por la familia. Mis hermanos cabalgaban en una rota, al igual que mi marido. Cuando las hordas llegaron la última vez, me despojaron de mi granja y de mis hijas, y al final también de mi marido. Cuando mis hermanos volvieron a nuestro pueblo con su caballo y su armadura, yo me la puse, monté el caballo y cabalgué con ellos a la guerra.
—¿La última vez? —preguntó Ulrika—. ¿Este invierno pasado?
Raiza negó con la cabeza.
—Hace doscientos años, durante la Gran Guerra contra el Caos. Luchamos aquí, en Praag, en la puerta de las Gárgolas, y luego por las calles cuando Magnus y el zar recuperaron la ciudad. Fue entonces cuando conocí a la boyarina Evgena. —Una expresión ceñuda le arrugó la frente—. Ella y sus hombres estaban defendiendo su casa, que por entonces era una casa diferente, contra los saqueadores, y mis hermanos y yo acudimos a rescatarla. Los… los mataron a todos menos a mí, que quedé agonizando. Ella me dio el beso oscuro. He estado con ella desde entonces.
Ulrika asintió con la cabeza, pero le sorprendía el final de la historia. No había visto nada parecido a la compasión en Evgena.
—¿La boyarina se sintió conmovida por tu sacrificio? —preguntó. Raiza soltó un bufido.
—Vio una espada útil tirada en la calle, y la recogió. Eso es todo.
Ulrika la miró.
—¿No te cae bien?
—Es absolutamente imparcial —replicó Raiza con serenidad—. ¿Qué más puedes pedirle a tu señora? —levantó el sable para ponerse en guardia—. ¿Continuamos?
Ulrika hizo el saludo, pero cuando estuvo preparada, se oyeron pasos en el corredor y las puertas se abrieron de par en par. Ella y Raiza bajaron las espadas cuando entraron Evgena y Galiana, cuyos largos vestidos susurraron al rozar el suelo. Las seguía un puñado de hombres de armas.
Ulrika hizo una profunda reverencia.
—Señora. Hermana.
Ellas no le devolvieron la reverencia.
—Anoche no regresaste —dijo Evgena, mirándola a los ojos—. Estábamos preocupadas por tu seguridad.
«Preocupada por si yo había renunciado a cumplir el juramento hecho, más probablemente —pensó Ulrika—. Bueno, en mi corazón verás que no ha sido así.»
—Te presento mis disculpas, señora —dijo en voz alta—. La persecución de los enemigos hizo que me encontrara lejos de aquí al amanecer. Me vi obligada a buscar cobijo en otra parte.
—Y esa persecución ¿fue fructífera? ¿Seguiste al adorador del Caos del que me habló Raiza hasta su guarida?
—No, señora, no lo hice —replicó Ulrika—. Cuando partí tras él, ya había desaparecido.
Los ojos de Evgena se encendieron.
—Así que perdiste al monstruo que le ha costado la mano a Raiza y has embrollado la pista que te proporcionamos. Francamente impresionante. ¿Tienes algo que puedas enseñar para justificar los esfuerzos de la noche?
Ulrika reprimió una respuesta airada.
—Sí, señora, lo tengo. He averiguado la identidad del hombre que atacó a la hermana Raiza y el nombre del arma que la hirió.
El rígido semblante de la boyarina se suavizó un poco.
—Ésa es una buena noticia —admitió—. Venid al salón. Ahora tenemos que escuchar los informes de algunos de nuestros espías, pero antes te oiremos a ti.
Ulrika hizo una reverencia, se puso el jubón, se sujetó el cinturón de la espada, y siguió a las otras a través de la casa hasta la sala con paredes de color de la sangre seca. Allí, Evgena ocupó su sitio en el diván, mientras Galiana se acurrucaba en su sillón y Raiza se situaba junto a la boyarina, igual que había hecho la noche anterior. Ulrika se preguntó si había cambiado algo de aquel ritual a lo largo de los doscientos últimos años.
—Habla, pues —dijo Evgena, cuando Ulrika hubo ocupado su sitio ante ella—. ¿Quién es ese adorador del Caos que empuña armas tan poderosas como ésa?
—El arma se llama Esquirla de Sangre, señora —empezó Ulrika—, y hay cinco más. Son prisiones para almas. Absorben la esencia de las víctimas y la retienen por toda la eternidad. Si le hubiera causado a Raiza una herida más grave..., la habría consumido.
Galiana se estremeció, y la cara de Raiza se tomó más adusta de lo habitual. Evgena se mantuvo fría e imperturbable.
—¿Y el miembro del culto? —preguntó.
—No es un miembro del culto, señora —replicó Ulrika—. Sólo iba disfrazado. Es alguien a quien conociste en tu pasado. Un vampiro.
—No seas evasiva conmigo, muchacha —le espetó Evgena—. ¿Quién?
—Se llama Konstantin Kiraly —respondió Ulrika—. Y ha venido al norte para vengarse de ti por…
Evgena la interrumpió con una risa seca.
¿Quién ha estado contándote esa tontería? Kiraly murió hace mucho tiempo. Yo misma lo maté. Le corté la cabeza.
—Me han dicho que lo llevaron a Sylvania y… y lo devolvieron a la vida.
Evgena frunció el ceño.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Quién sabe de Kiraly?
Ulrika vaciló. Había llegado al punto de no retorno. Si no podía convencer a Evgena de que la historia de Stefan era verdad, y que él no entrañaba peligro alguno para ella, con toda probabilidad la echarían a la calle a patadas, o algo peor. Una vez más deseó tener el don de la persuasión de la condesa Gabriella. Tragó con dificultad.
—Fue un vampiro llamado Stefan von Kohln quien me lo contó, señora —continuó—. Busca vengarse de Kiraly por la muerte de su padre de sangre. Desea aliarse contigo, unir fuerzas para derrotar a Kiraly y a los miembros del culto.
Las arrugas de la frente de Evgena se hicieron más profundas y se volvió a mirar a Galiana.
—Stefan von Kohln. ¿No era ése el nombre del cachorro sylvano que vino a husmear por aquí hace poco?
—Lo era —replicó Galiana. En sus brillantes ojos negros destelló la sospecha al mirar a Ulrika.
—Es cierto que vino a verte hace poco, señora —confirmó Ulrika—. Lo despediste sin permitirle hablar.
Evgena frunció los labios.
—¿Qué lo despedí? Raiza lo habría matado si no hubiera corrido a tanta velocidad como lo hizo. ¿Y ahora me dices que ese asesino es tu confidente?
—No es ningún asesino, señora —le aseguró Ulrika—. Tus enemigos son sus enemigos. También él persigue a los miembros del culto, y ha jurado matar a Kiraly, el cual ha jurado matarte a ti. Deberíais luchar en el mismo bando.
Los ojos de Evgena llameaban y sus manos se aferraban a los brazos del diván.
—O eres una necia o una asesina a sueldo. No sé muy bien cuál de las dos cosas es más peligrosa. En cualquier de los dos casos, has roto el juramento de protegerme al confraternizar con ese sylvano, y pagarás por ello.
—¡Señora, no he hecho tal cosa! —protestó Ulrika, que alzó la voz a pesar de sí misma—. Y sabes que es así. Todo lo que he hecho ha sido con las mejores intenciones. Estoy intentando protegerte.
—En ese caso, eres una necia, como ya he dicho —declaró Evgena, sorbiendo por la nariz—. Y eres demasiado estúpida como para vivir.
—Por favor, señora —imploró Ulrika—. ¿Es que no vas a considerar ni siquiera por un momento que la historia de Stefan pueda ser verdad? ¡Kiraly vive! ¡Raiza y yo nos hemos enfrentado con él! ¿Puedes negar la pérdida de su mano?
—Ah, estoy segura de que os enfrentasteis con alguien —admitió Evgena—. Y estoy segura de que sé quién era… Y tú también lo sabes.
El pensamiento dejó a Ulrika petrificada. ¿Podría ser verdad?. ¿Podría haber sido Stefan quien se ocultara detrás de la más que usaban los miembros del culto? No parecía posible. Había visto su cara al enterarse de lo acaecido con la Esquirla de Sangre. Estaba horrorizado. Se había vuelto loco. Había destrozado el Novygrad en busca de Kiraly. ¿Era posible que todo fuese parte de una trampa? Bueno, sí, claro que sí, pero ¿con qué finalidad? No veía razón que lo explicara.
—No lo creo, señora —replicó—. Desde el principio, Stefan no ha querido tener nada que ver contigo. Fui yo quien sugirió que buscáramos tu ayuda en la lucha contra el culto, y él rechazó la idea. Fui yo quien insistió en que teníamos que unir nuestras fuerzas. Si hubiera querido utilizarme para llegar hasta ti, ¿no te parece que me habría suplicado que hiciéramos exactamente eso?
Sus palabras cayeron en un frío y duro silencio. Las tres lahmianas la contemplaban con ojos peligrosos.
—¿Desde el principio? —preguntó Evgena con una voz fría como el hielo—. ¿Cuánto hace, con exactitud, que conoces a ese von Kohln?
Ulrika sintió que la piel le hormigueaba a causa del miedo. Su lengua la había traicionado.
—Yo…
—¿Cuánto hace? —la apremió Evgena.
—Desde… desde la noche en que me encontrasteis dentro de la destilería de kvas —respondió Ulrika, dubitativa—. Me ayudó a luchar contra los miembros del culto.
Los ojos de Evgena la atravesaron.
—Así que admites que lo conocías antes de venir a vernos. En efecto, vosotros dos hablasteis de la posibilidad de aliaros conmigo. Sin embargo, cuando me hiciste el juramento, me ocultaste ese hecho. ¿Por qué?
—Yo… yo…
—¡Basta! —gritó Evgena—. No quiero oír más mentiras. ¡No eres ninguna necia! ¡Eres una espía sylvana! ¡Perjura traidora de tu propio linaje! ¡Tú y tu señor von Carstein habéis venido a matarnos a mí y a mis hijas! —sonrió con desprecio—. Bueno, pues von Kohln va a tener que hacer su propio trabajo sucio a partir de ahora —agitó el abanico hacia Raíza y los hombres de armas—. Matadla.