DIECINUEVE

DIECINUEVE

La Daga Negra

Mantener el carruaje a la vista no fue difícil. Ulrika y Raiza eran veloces y el vehículo lento, ya que avanzaba por la ciudad a un trote discreto, y siguió la ruta más larga hasta el barrio de los Comerciantes para luego dar media vuelta y meterse por las sinuosas calles sembradas de basura de la periferia del ruinoso Novygrad.

Pasó ante chozas de mendigos y a través de campamentos de refugiados antes de detenerse, por fin, en el callejón que corría por detrás de lo que en otros tiempos había sido un templo de Salyak, pero ahora era una ruina destrozada, medio derruida entre dos altos edificios de viviendas, con la mitad de la fachada derrumbada sobre la calle. Ulrika y Raiza observaron desde la sombra de una desvencijada taberna mientras Dolshiniva, Romo y otro hombre salían del carruaje y se encaminaban hacia la parte posterior del templo. Llevaban una capa con la capucha puesta, como los miembros del culto con los cuales Ulrika se había enfrentado antes, pero no había modo de camuflar la gordura de Romo ni las curvas de Doishiniva. Cuando se acercaron al templo, se abrió una puerta, y se colaron dentro mientras el carruaje se alejaba callejón abajo y desaparecía.

Ulrika comenzó a avanzar, pero Raiza la detuvo e hizo un gesto con la cabeza hacia el tejado del templo, Allí había un hombre acuclillado en una esquina, vigilando todas las llegadas.

—Será fácil ocuparse de el —apunto Ulrika, mientras se desplazaban fuera de la línea visual del vigilante.

—No vamos a ocuparnos de él —dijo Raiza—. Nos basta con espiar a estos estúpidos. No deben saber jamás que hemos estado aquí.

A Ulrika le molestó el tono, pero asintió con la cabeza. Raiza tenía razón.

—Muy bien.

Corrieron hasta situarse a cubierto del edificio de viviendas y se pegaron contra la pared, para luego avanzar hasta llegar al estrecho espacio que lo separaba del templo. Raiza miró al otro lado de la esquina, y luego se deslizó dentro con Ulrika detrás. Alzaron la mirada. Una hilera de ventanas rotas se abría en la pared del templo, a unos tres cuerpos de distancia del suelo, pero la pared que habían por debajo era de piedra lisa sin roturas de ningún tipo.

—Difícil —dijo Raiza, mientras se frotaba el mentón.

—En absoluto —replicó Ulrika, y señaló la pared del edificio de viviendas, toda ladrillos rotos y maderas deformadas—. Podemos escalar por ahí hasta llegar a la altura de las ventanas, y luego salvar la brecha de un salto.

—Sí —repuso Raiza—, de no ser por eso.

Señaló el espacio que mediaba entre ambos edificios, y por un momento Ulrika pensó que estaba señalando algo que había al otro extremo del callejón, pero luego recurrió a su visión bruja y vio un rielar casi invisible, de color púrpura, a apenas unos pasos de su cara. Se proyectaba como una burbuja de jabón desde la pared del templo y dividía el callejón en dos: algún tipo de protección mágica. Soltó una maldición. Estaba segura de que habría reparado en ella en caso de haberse hallado sola, pero estaba poniendo tanto empeño en el intento de impresionar a Raiza que se había distraído.

—¿Tienes alguna manera de atravesarla? —preguntó.

Raiza tendió la mano y se arremangó para dejar a la vista una vigorosa muñeca rodeada por un viejo brazalete que parecía de pergamino antiguo, hecho de trenzas superpuestas y completamente cubierto por una escritura que Ulrika no reconoció.

—Un regalo de la señora Evgena, que es docta en estas cosas —declaró Raiza. Se volvió hacia el arremolinado rielar y extendió la mano con lentitud—. Separa los vientos, pero no interrumpe su flujo.

Ulrika observó mientras Raiza adelantaba poco a poco el puño hacia la transparente piel de la protección mágica. Al acercarse el brazalete, las espirales purpúreas empezaron a apartarse de él como el humo de una vela alcanzado por un remolino de viento, y luego se curvaron en torno a él. Raiza se detuvo y tensó el brazo, y la iridiscencia se separó un poco más. El brazo le temblaba a causa del esfuerzo, y Ulrika vio que su cara tenía una expresión dura, de determinación. Pasado un momento, en la burbuja se había formado una abertura de borde ondulado, tan alta y ancha como un halfling, pero que se estrechaba hasta acabar en punta por los extremos. Raiza descendió con cuidado hasta hincar una rodilla, de modo que la parte más ancha de la brecha llegara al suelo.

—Pasa a gatas —dijo, con los dientes apretados—. No toques los laterales.

Ulrika se acuclilló poco a poco hasta quedar de rodillas junto a Raiza, y entonces se detuvo. Aquello iba a ser engorroso. Había muy poco espacio para pasar junto a la esgrimista sin golpearle el brazo ni tocar la superficie de la protección.

Se quitó el cinturón de la espada y lo deslizó a través de la brecha antes de pasar ella, con los dientes apretados a causa de los nervios. No sucedió nada. Se puso a gatas, y luego se agachó hasta quedar casi tendida en el suelo. Sus hombros se encontraban peligrosamente cerca de los ondulantes bordes. Los encogió tanto como pudo, y se valió de los codos para avanzar con lentitud, contoneándose desmañadamente.

—¡Las caderas! —le advirtió un susurro ronco de Raiza.

Ulrika se inmovilizó para mantener el cuerpo en el sitio exacto que ocupaba, y luego escuchó por si oía gritos o alarmas. Nada. Dejó escapar un suspiro.

—Menos contoneos, que así no pareces el muchacho que pretendes ser.

A Ulrika no le hizo gracia la broma, y luego avanzó lentamente hasta que oyó a Raiza susurrar detrás de ella.

—Perfecto. Ya estás al otro lado.

Ulrika recogió las piernas con cuidado, luego se puso de pie y comenzó a abrocharse el cinturón de la espada mientras Raiza levantaba la rodilla para acuclillarse y deslizar una pierna hacia adelante. El brazo ya le temblaba, y su cara, de por sí pálida, había adquirido una tonalidad cenicienta. Se agachó y pasó con cuidado en torno a su propio codo, como alguien que se deslizara a través de una cortina con una bandeja llena de capas.

—Bien hecho —dijo Ulrika cuando la esgrimista reculó desde la brecha y retiró el brazo con lentitud para dejar que se cerrara detrás de ella—. Y ahora, ¿tienes una manera igual de astuta para escalar una pared vertical?

—Tú me subirás hasta allí —dijo Raiza, al tiempo que asentía con un cansado gesto de la cabeza—. Luego te subiré yo. Une las manos y apoya la espalda contra el muro.

Ulrika alzó una ceja con expresión escéptica, pero hizo lo que le decía. Había muy poco espacio entre la pared del templo y la trémula burbuja de luz que lo rodeaba. Si impulsaba a Razia en el ángulo equivocado, rompería la protección y los miembros del culto sabrían que estaban allí. Por otro lado, eso significaría que se acabaría el secretismo y empezaría la pelea, y Ulrika empezaba a anhelar una pelea.

Raiza retrocedió hasta quedar tan cerca de la burbuja como se atrevía, y luego se preparó mientras Ulrika se agachaba al máximo para poder darle impulso.

—¿Preparada?

Ulrika asintió con la cabeza. Raiza avanzó dos rápidos pasos, apoyó un pie en el estribo que formaban las manos de Ulrika, y saltó al tiempo que Ulrika la impulsaba hacia arriba con toda su fuerza.

Miró hacia arriba en el momento en que la esgrimista salía disparada hacia lo alto en línea recta y pasaba rozando la superficie de piedra de la pared. Por un segundo, Ulrika pensó que no le había dado el impulso suficiente, pero, al llegar al punto más alto del arco, Raiza alzó rápidamente una mano y se sujetó al alféizar de una ventana con las puntas de los dedos, para luego impulsarse hacia arriba.

Tras algunas maniobras, la esgrimista entró por la ventana y empezó a desenrollar la faja roja que llevaba en torno a la cintura. Cuando hubo acabado, ató un extremo en torno a la vaina de latón con el sable metido dentro, y luego la trabó de través en la estrecha ventana, de modo que la punta y la empuñadura del arma quedaran atascadas contra los laterales por la parte de dentro; luego dejó caer hacia abajo el resto de la faja.

El extremo con flecos se detuvo unos cuantos palmos por encima de la altura a la que alcanzaba Ulrika, así que reculó como había hecho Raiza, para luego correr hacia el edificio, saltar, impulsarse con un pie contra la pared y atrapar la faja con ambas manos. Se golpeó los hombros al rebotar contra el muro, pero no perdió el asidero y la faja también resistió. Estiró las piernas y ascendió hasta la ventana caminando por la pared, donde Razia le dio una mano para ayudarla a entrar y se llevó un dedo a los labios.

Ulrika asintió con la cabeza. A través de la entrada de la ruinosa habitación sin puerta les llegaban parpadeantes luces purpúreas y voces que se alzaban en una invocación. Se encontraban cerca de lo que fuera que estaba sucediendo. Esperó mientras Raiza volvía a ponerse el cinturón con el sable y se enrollaba la faja en torno al talle, para luego atravesar sigilosamente con ella la habitación que parecía haber sido la oficina de un administrador de Salyak antes del asedio y asomarse por la puerta.

Al otro lado había una galería con columnas que daba a una gran sala de techo alto. La sala no era el templo que Ulrika había estado esperando, sino lo que quedaba de una sala de hospital. Habían empujado las camas contra las paredes para dejar libre un amplio espacio donde más de cuarenta personas cubiertas con capa y capucha formaban un círculo mientras salmodiaban con las manos tendidas ante sí.

Ulrika se estiró un poco para poder ver por encima de sus cabezas, pero ya sabía lo que iba a encontrar. En medio de ellos, en el suelo, había un círculo pintado con sangre, y dentro de éste yacía una aterrorizada muchacha, con su cuerpo desnudo cubierto por una extraña caligrafía, y las manos y tobillos atravesados por estacas de hierro que habían sido clavadas en las losas de piedra del suelo. Las oscilantes llamas de color púrpura de seis velas ardían en torno a ella, y un adorador alto y jorobado se encontraba de pie cerca de su cabeza, desde donde dirigía a los otros en la cacofónica salmodia. Ulrika gruñó al ver que la muchacha no era la primera que moriría esa noche. Junto al círculo había una pila de cuerpos desnudos, todos con las palmas de las manos y los pies sangrando.

Sus ojos volvieron con rapidez al oficiante en el momento en que éste alzaba una botella de cristal vacía por encima de su cabeza y la agitaba al ritmo de la salmodia. Ulrika frunció el ceño. El oficiante de la destilería de kvas también llevaba una botella. En aquel momento pensó que sólo jugaba con ella de modo distraído, pero ahora lo dudó. ¿Tenía algún significado?

Cuando el coro de voces de los adoradores del Caos subió de tono, el oficiante jorobado extendió los brazos y situó la botella boca abajo, por encima de la muchacha. Ella gritó y se contorsionó como si la hubieran apuñalado, y luego, para horror de Ulrika, su torso comenzó a elevarse del suelo como una tienda de campaña en un vendaval. Por desgracia, también estaba clavada al suelo como una tienda lo está por las cuatro esquinas, y aunque su cuerpo se levantó, las estacas la retuvieron cruelmente por las manos y los pies.

Ulrika dio un gruñido y avanzó un paso mientras su mano bajaba hasta la empuñadura del estoque, pero Raiza le sujetó el brazo.

—Hemos venido a descubrir quiénes son los jefes —le recordó—, no a interferir.

—¡Pero la están matando! —susurró Ulrika.

Raiza se limitó a mirarla.

—Eres demasiado humana —dijo.

Ulrika se zafó de su presa.

—¡Y tú eres demasiado fría! —comenzó a avanzar otra vez. Detrás de ella, la esgrimista desenvainó el sable hasta la mitad.

—¿Acaso el juramento que le has prestado a la boyarina va a romperse en la primera prueba a la que es sometido?

Ulrika se detuvo con los puños apretados. Si Raiza sólo la hubiera amenazado con la violencia, puede que hubiese continuado adelante, pero un juramento era más fuerte que el acero, y hería más profundamente que éste cuando se rompía. Maldijo y retrocedió, con los dientes apretados.

—No se romperá —afirmó.

Raiza asintió con la cabeza y envainó el arma. Ambas volvieron la atención hacia la ceremonia.

El oficiante jorobado estaba bajando la botella hacia la muchacha, que gritaba con desesperación, mientras sus seguidores entonaban la salmodia y la corriente sobrenatural que alzaba a la víctima del suelo se hacía más fuerte, hasta el punto de que amenazaba con arrancar sus manos y pies de las estacas. Un extraño resplandor blanco estaba saliendo del cuerpo de la joven, estirándose y luchando como un caracol al que arrancaran de dentro de su concha.

Luego, de un modo tan repentino que Ulrika estuvo a punto de no verlo, la botella descendió por su propia cuenta, zafándose de las manos del oficiante, y la boca sin tapón golpeó directamente el esternón de la muchacha con una detonación parecida al disparo de una pistola y se quedó allí pegada. La muchacha soltó un espeluznante alarido y el resplandor blanco fue arrancado de su cuerpo y absorbido por la botella.

Con un grito de triunfo, el corcovado oficiante le puso un tapón de corcho a la botella y la levantó en alto entre las manos, mientras la muchacha caía al suelo, muerta. Los miembros del culto lo aclamaron, bañándose en el resplandor blanco que palpitaba dentro de la botella.

Ulrika apartó la mirada, temblorosa, mientras su mente volvía a recordar a la muchacha que había encontrado en la bodega ruinosa. En su pecho había visto una contusión purpúrea circular cuya causa ignoraba entonces. Pero ahora ya no.

—Deben morir todos —dijo.

Desde abajo les llegó una voz sonora.

—¡Siete almas esta noche, devotos!

Ulrika volvió a mirar. Era el oficiante jorobado quien hablaba, mientras metía la relumbrante botella dentro de un saco de cuero que ya contenía otras más.

—Siete almas qué nos acercan más a la hora del despertar —continuó—. La hora en que todos vuestros sueños se verán cumplidos. Y mañana por la noche será eliminado el último gran obstáculo que nos separa de la victoria. ¡Los acólitos de más confianza del señor robarán la Viola de Fieromonte del lugar donde permanece oculta, y la caída de Praag quedará asegurada. ¡Aclamemos todos al señor y la llegada de la reina!

Raiza señaló con la cabeza al jorobado mientras los miembros del culto repetían la invocación.

—Lo seguiremos a él —dijo.

Ulrika asintió con la cabeza.

El oficiante deforme alzó las manos para pedir silencio.

—Pero —continuó, bajando la voz hasta un susurro ominoso— nosotros, los humildes, aún tenemos mucho que hacer para preparar su llegada, y nos asedian los peligros por todas partes. Anoche, sin ir más lejos, nuestros hermanos del Novygrad fueron atacados por un demonio que nos privó de una veintena de almas. Nadie sabe qué intención tenía, pero no podemos permitir que prevalezca.

Ulrika sonrió al oír que los miembros del culto murmuraban con ansiedad. Sintió la tentación de revelar su presencia sólo para verlos huir, aterrados.

El jorobado adelantó una mano.

—Pero no temáis, amigos —gritó—. El señor nos protege a todos. Ni siquiera los inmortales pueden oponerse a él. Sin embargo, debéis permanecer vigilantes e informar de cualquier agitación de las sombras para que el señor pueda ocuparse de ellos. ¿Tengo vuestra palabra de que lo haréis?

Los miembros del culto murmuraron su asentimiento.

—Muy bien. —Fue dando la vuelta para mirarlos a todos por turno—. Ahora, escuchadme. Deben compensarse esas víctimas de sacrificio perdidas. Aún nos quedan muchas botellas por llenar, y sólo dos días para hacerlo. Hago un llamamiento para que redobléis vuestros esfuerzos. En esta ciudad hay muchachas por todas partes. Cogedlas en nombre del señor y para la gloria de la reina.

—¡Aclamemos todos al señor! —entonó el grupo—. ¡Alabemos todos la llegada de la reina!

Ulrika gruñó por lo bajo. Más muchachas muertas. No iba a permitirlo.

—Traed a las elegidas en el momento oportuno —siguió diciendo el hombre jorobado—. Seréis informados de la manera habitual del próximo lugar de reunión. Ahora, marchaos. ¡Sed vigilantes y fructíferos, y que las bendiciones del señor del deseo os inspiren!

—Haremos la voluntad del Señor del Deseo —murmuró el grupo, al tiempo que hacía una profunda reverencia, y luego se volvieron de espaldas al círculo para comenzar a alejarse hacia las diferentes salidas que tenía la estancia.

Ulrika y Raiza no les hicieron el menor caso. Se concentraron por completo en el oficiante, al que observaron mientras se echaba sobre uno de los hombros el saco de cuero que contenía las botellas con las almas y se encaminaba hacia la puerta del templo. Dos corpulentos miembros del culto echaron a andar tras el jorobado, y luego salieron por la puerta para inspeccionar la calle. Cuando le indicaron que el camino estaba despejado, él volvió a ponerse en marcha, para luego detenerse en el umbral y agitar una mano.

Una tensión que Ulrika no se había dado cuenta de que le presionaba el pecho y los tímpanos desapareció de golpe, y el aire pareció aligerarse.

—Ha desactivado las protecciones —dijo Raiza, y a continuación se volvió—. Ahora, a los tejados.

Ulrika la siguió hasta la ventana de la oficina y se subió al alféizar. Por encima de ella, las paredes no eran tan lisas como por debajo. Los ladrillos en proceso de desintegración y las pilastras decorativas proporcionaban buenos asideros. Ulrika aguzó los sentidos, mientras trepaban, en busca del hombre que había estado vigilando desde arriba, pero el fuego de su corazón descendía por el interior del edificio, y el tejado estaba desierto cuando ella y Raiza llegaron arriba.

Corrieron con paso silencioso hasta el otro extremo y miraron hacia abajo. El oficiante jorobado y sus dos guardias sacaban tres caballos del edificio ruinoso que había enfrente del templo. El adorador del Caos sujetó el saco que llevaba al arzón de la silla de montar, y a continuación subieron todos a los caballos y se alejaron en dirección al río.

Ulrika y Raiza corrieron tras ellos, saltando de tejado en tejado, con la torre de los Hechiceros silueteada en la distancia por las dos lunas que se alzaban detrás de ella. Ulrika sonrió mientras corría y el viento nocturno le besaba la cara. La inundó la dicha de moverse sin restricciones, de tener la gracilidad con la que en otros tiempos sólo había soñado, y estuvo a punto de olvidar por qué seguían a los hombres, deleitándose sólo en el acto. Le lanzó una mirada a Raiza, que corría a su lado. La cara de la esgrimista se mostraba tan adusta y carente de emociones como siempre. La sonrisa de Ulrika se desvaneció. ¿Era eso lo que la aguardaba más adelante en el camino de la eternidad: la pérdida de la alegría? ¿También ella se volvería algún día tan fría e insensible como una máquina?

El oficiante y sus guardias hicieron girar sus cabalgaduras para entrar en una calle que iba hacia el norte. Raiza y Ulrika cambiaron de rumbo para seguirlos, pero cuando saltaban por encima de un estrecho callejón, Ulrika vio con el rabillo del ojo que algo se movía, y volvió la cabeza. Una figura ataviada con la misma ropa que los miembros del culto avanzaba a saltos tras ellas por los tejados, moviéndose a la misma velocidad, y arrojó algo en dirección a Raiza.

—¡Cuidado! —gritó Ulrika.

Sus palabras tuvieron el efecto contrario al deseado. La esgrimista se detuvo para volverse a ver qué pasaba, y acabó justo en la trayectoria del objeto que giraba por el aire. Ulrika extendió un brazo con desesperación y le dio un empujón que la apartó a un lado dando vueltas, y el proyectil hirió a Raiza en una muñeca en lugar de en su corazón. Era una esquirla de ónice del tamaño de una daga.

Raiza chilló con una voz que Ulrika no habría esperado de ella, y se desplomó sobre el tejado, aferrándose el brazo.

—Así caen todos los que procuran nuestra destrucción —gritó el miembro del culto, para luego dar media vuelta y huir por los tejados.

Ulrika saltó de inmediato tras él, gruñendo mientras desenvainaba la espada, pero, para su sorpresa, él aumentó la distancia que los separaba. Era imposible que un hombre normal fuera tan rápido y fuerte. Sus saltos eran más largos y potentes que los de ella. ¡Estaba escapando!

—¡Enfréntate conmigo, cobarde! —le gritó, pero él no ralentizó la carrera.

Aceleró valerosamente tras el fugitivo, que aumentaba distancias saltando por encima de calles y salvando chimeneas con más de un metro de margen, pero luego desapareció al pasar por encima de un edificio de viviendas de tejado alto, y cuando ella llegó arriba y miró a su alrededor, no vio ni rastro de él. Corrió hasta cada uno de los aleros para mirar hacia las calles y callejones de abajo, y aguzó los sentidos en busca del fuego del corazón del hombre, pero no lo detectó. El fugitivo ya se encontraba fuera del alcance de su percepción.

Con una maldición, Ulrika dio media vuelta y echó a correr otra vez desandando sus propios pasos, mientras un vertiginoso violín tocaba una loca tonada en algún lugar lejano, apenas audible por encima de los sonidos de la ciudad.

—Lo he perdido —dijo, al saltar al tejado donde había dejado a Raiza.

La esgrimista no levantó la mirada. Estaba desplomada contra una chimenea y se había subido la manga izquierda para dejar a la vista la muñeca, que miraba con ojos fijos. Ulrika también se quedó mirándola con el corazón encogido. La mano y el antebrazo de Raiza estaban arrugados y encogidos. Los músculos que deberían haber recubierto los huesos habían desaparecido casi por completo, y la piel le colgaba como tejido empapado. Apenas podía doblar los dedos.

—¡Por los dientes de Ursun! —exclamó Ulrika—. ¿Qué ha sucedido?

—Ha sido sólo un arañazo —susurró Raiza con voz átona—. Sólo un arañazo…

Su voz se apagó y miró la esquirla de ónice que había caído a su lado. Ulrika tragó con dificultad. Estaba segura de que aquel objeto antes era negro. Ahora algo rojo palpitaba en su interior.

—¿Qué es eso? —preguntó, al tiempo que se arrodillaba.

Raiza negó con la cabeza.

—No lo sé. Pero es peor que la plata. Se… se ha llevado una parte de mí… una parte de mi esencia. Si me hubiera dado en el corazón… —Se estremeció y alzó la mirada hacia Ulrika—. Me has salvado la vida. No lo olvidaré.

Ulrika le tendió una mano para ayudarla a levantarse.

—Vamos. Te acompañaré a casa.

Raiza aceptó su ayuda y se puso de pie, pero negó con la cabeza.

—Regresaré yo sola. Ve tras el jorobado. Síguelo hasta el lugar al que se dirige, si puedes. Debemos sacar algo en limpio de esta noche. —Se inclinó para recoger la afilada esquirla de ónice con la mano derecha. Se movía como una anciana—. Hablaré con la boyarina acerca de éste culto. —Se miró la muñeca marchita—. Creo que ahora podré convencerla del peligro que representa. Tú date prisa.

Ulrika asintió.

—Lo encontraré —afirmó, para luego dar media vuelta y saltar al tejado contiguo.

* * *

Pero no encontró al hombre jorobado. En el tiempo que ella había dedicado a perseguir al asesino y volver junto a Raiza, él y sus hombres se habían desvanecido. Desde los tejados, buscó por todas las calles y callejones del vecindario, y luego saltó al suelo e intentó seguirlos por el olor. Pudo hacerlo a lo largo de unas cuantas manzanas, pero luego el rastro fue a parar al Gran Paseo y se perdió entre los olores de todos los otros caballos, carros y personas que habían pasado y aún pasaban de un lado a otro.

Por un momento pensó en volver de inmediato junto a Evgena y decirle que había perdido a los hombres, pero era reacia a enfrentarse con la regañina, en particular si eso podía influir en la decisión de la boyarina respecto a luchar contra el culto o no hacerlo.

Contarle cómo habían ido las cosas, y estaba haciéndose tarde. Tal vez, él tendría noticias sobre el culto, algo que pudiera presentarle a Evgena a la noche siguiente.

Además, había prometido reunirse con Stefan en la Jarra Azul para

Negó con la cabeza mientras pasaba al trote ligero ante la torre de los Hechiceros rumbo al distrito de la Academia. Se había marchado de Nuln a Praag porque no quería servir a ningún señor ni señora, y de alguna manera había acabado, tres días después, comprometida con dos. ¿Cómo había sucedido?

* * *

Cuando llegó, la Jarra Azul ya había cerrado, pero Stefan continuaba allí, esperando en las sombras de la puerta.

—Así que las hermanas no te han matado —dijo, alzando la cabeza cuando la oyó acercarse.

—No —respondió—. Me escucharon, y accedieron a ayudarme. Hemos pasado la noche siguiendo a los miembros del culto, y luego… los hemos vuelto a perder.

—Cuéntame —dijo él, antes de salir del portal y hacerle un gesto para que lo acompañara a dar un paseo.

Mientras caminaban por las calles desiertas, Ulrika le habló de su encuentro con Evgena y de que había consentido en prestarle juramento. Él le dirigió una mirada penetrante cuando le contó que había bebido la mezcla de sangres del cuenco de oro.

—Habría sido más prudente que no hicieras eso.

—Ya me lo temía —asintió Ulrika—. Pero ella me aseguró que no me convertiría en su esclava. Dijo que mi mente continuaría siendo mía. ¿Acaso me mintió?

—No —respondió él—. Pero tampoco te dijo toda la verdad. Conservarás tu propia voluntad. Todavía puedes traicionarla, si quieres, pero ella lo sabrá en cuanto te mire. Será capaz de percibir tus emociones por mucho empeño que pongas en ocultarlas.

A Ulrika se le hizo un nudo de intranquilidad en las entrañas. Por mucho que le disgustara el juramento y el modo en que Evgena la había acorralado para que lo prestara, no tenía ninguna intención de hacerle daño En realidad, estaba intentando ayudarla, trataba de salvar la ciudad de la boyarina del peligro que entrañaba el culto, pero al mismo tiempo ya había empezado a pensar en cómo podía librarse de su yugo en algún momento futuro. ¿Contaría eso como traición? ¿Se lo vería Evgena en los ojos, o acaso ya lo sabía?

Apartó ese pensamiento de su mente y continuó con su narración; le contó a Stefan que había ido con Raiza a espiar a Romo Yeshenko ya su mujer durante la reunión del culto. Él la escuchó sin hacer ningún comentario hasta que ella le habló de la daga de ónice que empuñaba el adorador del Caos que las atacó. Entonces la miró, y sus ojos grises destellaron y adquirieron una expresión dura.

—¿Cómo era ese cuchillo? —preguntó—. ¡Descríbelo!

Ulrika parpadeó, sorprendida ante la vehemencia de Stefan.

—No… no puede decirse que fuera un cuchillo propiamente dicho —respondió—. No era más que un pedazo de ónice, desigual y de color negro. Con la peculiaridad de que el brazo de Raiza se marchitó de un modo horrible cuando lo hirió, y luego en el interior de la piedra pareció brillar un resplandor rojo.

El rostro de Stefan adquirió una expresión fría y rígida.

—¿Sólo se le marchitó el brazo?

—Sí —dijo Ulrika con un estremecimiento—. Pero si la hubiera herido en el corazón.

—Tiene suerte de que no haya sido así —afirmó Stefan—. Es una de las Esquirlas de Sangre. Pertenecieron a mi señor hasta que Konstantin Kiraly lo mató y se las robó —apartó de ella los ojos y su mirada se perdió noche adentro—. Ha llegado mi Némesis, y comenzado su venganza contra las lahmianas.