DIECISIETE
El Cubil del Dragón
Al subir los rajados escalones de granito, Ulrika miró con nerviosismo hacia las ventanas oscuras de lo alto y las cúpulas recubiertas de verdete de la mansión de la boyarina, que estaba cayéndose a pedazos. Era la noche siguiente a la que habían pasado en infructuosa búsqueda, y en ese momento pensaba que ojalá no hubiese argumentado a favor de aquel encuentro con tanto fervor como lo había hecho, o que Stefan no hubiera cedido con aquella rapidez. Había estado a punto de convencerla de que renunciara al intento. Si le hubiera disparado sólo una salva más de lógica, su entusiasmo se habría derrumbado y ella habría consentido en probar otra cosa. Pero ya era demasiado tarde. Se había comprometido. Stefan estaba esperándola en la taberna Jarra Azul para saber si había hecho progresos… en caso de que viviera para contarlo.
La mayor parte del día transcurrido la había pasado despierta en la oscuridad del sótano de la panadería, cosiendo los desgarrones del jubón y los calzones negros y cepillándolos para quitarles la sangre seca y la tierra. Se había lustrado las botas y había hecho lo mismo con la espada, además de cortarse las puntas quemadas del pelo, cosa que había hecho completamente al tacto, ya que no podía verse en un espejo, por supuesto. Esperaba no haber hecho un desastre.
Cuando el sol se había puesto por fin detrás de la muralla occidental, se vistió y siguió las indicaciones que Stefan le había dado para llegar a la mansión de Evgena, un laberíntico montón de piedra arenisca que se alzaba como un barroco forúnculo en medio de un extenso jardín cubierto de maleza. En ese momento se encontraba de pie ante él.
Su mano vaciló al tenderse hacia la herrumbrosa aldaba de hierro que había en el centro de la pesada puerta de madera. Sin duda... Stefan tenía razón. No podría esperar recibir de las lahmianas nada salvo la punta de un arma. Raiza se encontraría al otro lado de la puerta. Raiza, sobre quien había hecho caer una pared la última vez que se vieron. Sería un milagro si le daban siquiera un segundo para hablar, pero ya no podía echarse atrás.
Ulrika cuadró los hombros y golpeó tres veces con la aldaba, para luego retroceder. Conociendo a las lahmianas como las conocía, estaba segura de que ya la estaban observando, así que hizo todo lo posible por aparentar calma y recato, y mantuvo las manos apartadas de las armas.
La puerta se abrió tras una larga espera, y un tipo gigantesco vestido de armiño y con una grandiosa barba blanca de corte cuadrado bajó los ojos hacia ella. Si lo hubiera visto en otras circunstancias, Ulrika lo habría tomado por el rey de algún territorio del este, pero al parecer no era más que el mayordomo de Evgena.
—¿Sí? —dijo, y hubo más desprecio en esa única sílaba que en todos los displicentes insultos de Stefan combinados.
—Ulrika Magdova Straghov desea ver a la boyarina Evgena —declaró Ulrika con una breve reverencia—. He reconsiderado su oferta.
—Lo consultaré —replicó el mayordomo, y le cerró la puerta en las narices.
Ulrika apretó los dientes ante aquella grosería, pero conservó la calma, segura de que continuaban observándola. Al fin, cuando ya había pasado suficiente tiempo como para que empezaran a dolerle las rodillas de permanecer en la posición de firmes, la puerta volvió a abrirse, y la montaña de dignidad le hizo una reverencia para que entrara.
Ulrika dio un respingo al pasar ante él hacia el vestíbulo, porque a ambos lados de la puerta había dos descomunales osos negros con las enormes patas delanteras en el aire y las fauces abiertas. Por fortuna, antes de hacer ningún movimiento para desenvainar y defenderse, vio que estaban embalsamados y montados sobre pedestales de mármol, obras magistrales de realismo del arte del taxidermista, aunque tristemente engalanados de telarañas en torno a las orejas y el hocico. Suspiro de alivio y sonrió para sí, avergonzada. La situación habría sido bochornosa.
—Vuestra espada —dijo el mayordomo, impasible.
Ulrika abrió la hebilla del cinturón. Se trataba de algo que había previsto. Evgena jamás le permitiría llegar hasta ella si iba armada. Le entregó el cinturón con la espada al mayordomo, y él lo metió en un pequeño armario antes de hacerle un gesto para que avanzara.
—Por aquí —dijo.
Cuando Ulrika lo siguió por el polvoriento vestíbulo cavernoso, un centenar de ojos destellantes parecieron seguirla, pues los osos que flanqueaban la puerta no estaban solos. En cada rincón, en cada pared, las telarañas cubrían animales agazapados: silenciosos lobos montados sobre bases de madera, halcones y águilas congelados en el acto de aterrizar sobre nudosas ramas, gatos salvajes que saltaban sobre decorativas mesas, incluso un jabalí que gruñía, acorralado, junto a un enorme jarrón de Catai.
El zoológico continuó cuando entraron en el corredor: milanos, lechuzas y águilas pescadoras, con los lomos cubiertos por una gruesa capa de polvo, la miraban desde lo alto como un jurado que no aprobara lo que hacía. Toda la casa parecía una reserva de animales muertos, una tumba de los cazados. Ulrika tragó con dificultad al preguntarse si el hecho de que fueran todos depredadores tendría algún significado especial. Entre ellos no había ni un ciervo, ni un conejo, ni un faisán. ¿Los habría matado Evgena a todos? Si lo había hecho, había sido hacía mucho tiempo. Parecían tan viejos y raídos como la casa.
Después de unos cuantos recodos más, y de otra docena de bestias inmóviles, el gigantesco mayordomo abrió una puerta de cuarterones, la cruzó, y le hizo una reverencia a Ulrika con el fin de que lo siguiera. La estancia era del color de la sangre seca, con paredes de brocado de color rojo desteñido, altas ventanas con gruesas cortinas, pesados muebles de madera oscura y un enorme hogar de basalto que parecía no haber visto el fuego en quinientos años. Allí no había trofeos de caza, pero los cuatro hombres de armas vestidos con sobrio uniforme que se encontraban en postura de firmes contra los muros laterales parecían estar embalsamados, por la poca expresión que mostraban.
—La señora Magdova, mi señora —dijo el mayordomo, al tiempo que hacía una reverencia en dirección al centro de la estancia.
—Gracias, Severin —respondió la boyarina Evgena—. Puedes retirarte.
La anciana mujer vampiro estaba sentada en un diván, con la espalda recta como una vara, y sus penetrantes ojos observaron fijamente a Ulrika mientras el mayordomo retrocedía con la cabeza inclinada y cerraba la puerta. Llevaba puesto un vestido antiguo de terciopelo marrón ribeteado con piel de marta, y encima de su cadavérica cabeza se apilaba una masa de rizos negros en un peinado alto. En la mano izquierda sujetaba un abanico cerrado como una reina podría sostener su cetro.
A su lado, Galiana se acurrucaba como un gato alerta sobre un sillón demasiado mullido de respaldo alto que amenazaba con tragársela entera. Vestía de satén negro, llevaba una peluca de largo cabello también negro, y fingía leer un libro, aunque sus ojos iban a toda velocidad de un lado a otro menos hacia las páginas. El retrato familiar lo completaba la adusta Raiza, que parecía haberse recuperado del todo después de haber sido enterrada bajo la pared del derruido edificio de viviendas, y que se encontraba de pie junto al hombro izquierdo de Evgena, vestida con un abrigo largo y una negra túnica kossar de cuello alto y bordada en oro, con una mano sobre el pomo del sable y el pelo rubio recogido en una severa coleta. De las tres, era la única que parecía no haber sido tocada por el paso del tiempo; un halcón joven entre cornejas decrépitas.
—Nos has ahorrado la molestia de buscarte, muchacha —dijo Evgena—. Y ahora, dime por qué no debería ordenarle a Raiza que te matara aquí y ahora, como es obvio que le encantaría hacer.
Ulrika frunció los labios. Le había dado la oportunidad de hablar. Sería mejor que hablara rápido y la convenciera. Hizo una profunda reverencia antes de volver a mirar a Evgena a los ojos.
—He venido a prestarte juramento de fidelidad, como debería haber hecho desde el principio —declaró—. Y también a prevenirte de un peligro.
La boyarina alzó una desdeñosa ceja pintada.
—¿Es que vas a hablarme otra vez del culto? ¿Vas a darme otro sermón acerca de que debo cuidar de mi rebaño?
—No —dijo Ulrika—. Tenías razón. No me correspondía a mí decirte cómo debes tratar a aquellos entre los que vives. La advertencia es, sin embargo, acerca del culto y de tu propia seguridad.
Evgena rió con un ruido como de hojas muertas.
—¿Acaso no te he dicho ya que no representan ninguna amenaza? Durante el tiempo que he pasado aquí, he visto surgir y caer un centenar de cultos. Se destruyen a sí mismos o la policía secreta los quema en la hoguera. No son asunto nuestro.
—Pero ¿qué sucedería si este culto fuera diferente? —preguntó Ulrika—. Yo he luchado contra ellos. Entre sus filas hay poderosos brujos, y los apoyan riqueza y recursos. Se han aliado con una reina de la guerra procedente de los desiertos del Caos, paladín de Slaanesh, tal vez esa tal Sirena Pelo de Ámbar que he oído decir que merodea por las colinas que tenemos al norte, y tienen intención de provocar un «despertar» que les permitirá entregarle Praag en la noche en que Mannslieb alcance el próximo plenilunio. Eso será dentro de tres noches a contar desde ahora.
—Y dentro de cuatro noches nosotras despertaremos en nuestras camas como siempre, porque no habrá sucedido nada —afirmó Evgena, gesticulando con el abanico—. Y ahora, hablemos del juramento de lealtad que quieres hacerme. Ese otro tema empieza a aburrirme.
—¡Boyarina, por favor! —insistió Ulrika con desesperación, e hincó una rodilla en tierra—. Por tu propio bienestar, escúchame hasta el final. Sé que crees que las posibilidades que tiene el culto son escasas, pero ¿y si tuviera éxito? ¿Y si la ciudad cayera ante las hordas? ¿Qué te sucedería a ti? Los servidores del Caos no sienten ningún afecto por los señores de la noche. No te perdonarán la vida.
—Pones a prueba mi paciencia, muchacha —gruñó Evgena, pero Ulrika siguió hablando.
—¿Qué mal hay en asegurarse de la desaparición del culto? —le preguntó—. ¿Qué le dirás a la reina de la Montaña de Plata si te expulsan de la ciudad cuando podrías haber impedido su destrucción con una noche de trabajo?
La boyarina cruzó las huesudas manos sobre el regazo y suspiró.
—Pareces preocupada de verdad por nuestra seguridad, niña, así que te lo explicaré. El mal reside en atraer la atención hacia nosotras mismas. Tú ya eres causa de rumores: cuerpos completamente desangrados, hombres hechos pedazos, bodegas llenas de cadáveres ensangrentados. La palabra «vampiro» vuelve a estar en el aire —negó con la cabeza—. Ni siquiera en nuestra propia defensa podemos llevar la guerra a las calles y arriesgarnos a que nos descubran los agentes de la zarina. En lugar de eso, debemos hacer nuestros planes desde las sombras, y dejar que los ejecuten segundas y terceras manos. Nuestras armas son una palabra en el oído adecuado. Nuestras batallas son bailes en la corte y banquetes en casa de los ricos.
Ulrika se preguntó cuándo había sido la última vez que la boyarina había asistido a un baile. Apostaba que al menos cien años antes. Volvió a ponerse de pie.
—En ese caso, lucha a tu manera, señora —le dijo—. Nosotros… Yo he perdido la pista del culto, pero sé que cuentan con fondos cuantiosos. Tienen que contar con protectores entre las filas de los ricos y los de noble nacimiento. ¿No podéis decir una palabra al oído correcto? ¿O tal vez ya habéis oído algo? ¿No se rumorea de nadie de la corte o la ciudad?
Evgena la fulminó con la mirada sin decir nada, pero, a su lado, Galiana alzó la vista bajo la pesada peluca.
—Seguro que eso podemos hacerlo, hermana —afirmó—. Al menos podemos ver si hay alguna amenaza digna de preocupación.
—No —replicó Evgena—. Incluso el formular preguntas sobre el culto significaría despertar la sospecha de que uno mismo es un adorador del Caos —rió, con una risa cortante y enojada—. ¡Qué gran comedia no sería ésa! Que nos acusaran de adorar demonios y descubrieran que somos vampiros.
—Pero hermana —insistió Galiana—, hay algunos a quienes podemos preguntar y que no se atreverían a hablar contra nosotras. Si le…
—Ya basta, querida —la interrumpió Evgena, y Galiana dejó de hablar de inmediato.
Se produjo un tenso silencio mientras Evgena miraba fijamente a Ulrika sin un solo parpadeo. Ulrika no se atrevía a hablar otra vez. Cualquier otra súplica sólo lograría irritar a la boyarina hasta volverla obstinada, si es que eso no había sucedido ya.
Finalmente, Evgena desplegó con brusquedad el abanico, y luego lo cerró otra vez del mismo modo.
—Déjanos, muchacha —ordenó—. Severin te llevará a la biblioteca. Allí te daremos a conocer nuestra voluntad.
Ulrika parpadeó, sorprendida, y luego hizo una reverencia mientras uno de los hombres de armas se acercaba a la puerta del corredor y la abría.
—Gracias, señora —dijo Ulrika, para luego dar media vuelta y salir, cada vez más esperanzada. Había pensado que estaban a punto de echarla a la calle cogida por una oreja. Tal vez su apuesta habla funcionado, después de todo.
El inmenso mayordomo la esperaba en el corredor.
—Por aquí —dijo, y la condujo más al interior de las entrañas de la enorme y silenciosa casa.
Ulrika se paseó por la librería durante lo que le pareció una hora, esperando bajo el petrificado escrutinio de una jauría de zorros con blanco pelaje invernal que parecían merodear por la parte superior de las librerías cubiertas de polvo. Miró los lomos de libros escritos en una docena de idiomas diferentes, y en algún caso extrajo uno y pasó las frágiles páginas, pero estaba demasiado ansiosa como para prestar atención a lo que leía. ¿La boyarina y sus hermanas estarían hablando acerca de lo que había dicho, o intercambiaban ideas sobre la mejor manera de matarla? ¿Entrarían por la puerta con los brazos abiertos, o armadas con estacas de madera?
Al final, no fue ni una cosa ni la otra. Llegaron sin armas, pero no podía decirse que su actitud fuera cordial.
La boyarina Evgena entró y se deslizó en silencio hasta el centro de la biblioteca, con los hombres de armas detrás, y Raiza y Galiana a ambos lados.
—Hemos tomado una decisión —anunció.
Ulrika le hizo una reverencia.
—Estoy ansiosa por oírla.
—Raiza piensa que no te importamos en lo más mínimo —declaró Evgena—. Y que sólo intentas usarnos para favorecer tu estupidez de amante de los humanos.
Ulrika luchó para que su rostro continuara mostrándose inexpresivo. Lo que acababa de oír se aproximaba a la verdad de manera enervante.
—Pero Galiana cree que tu motivación no es lo importante —continuó Evgena—. Tanto si actúas en interés nuestro como si lo haces en el tuyo propio, la amenaza, si existe, nos afecta a todas —apretó los dientes—. Al final, he accedido.
Ulrika hizo otra reverencia mientras exhalaba el aliento largamente contenido.
—¡Gracias, señora!
Evgena agitó el abanico.
—Dale las gracias a Galiana, si quieres agradecérselo a alguien. Ella ha sido tu defensora. Ahora, escúchame.
Ulrika volvió a adoptar una actitud de atención.
—Señora.
—Hemos consultado entre nosotras y con nuestros esclavos de sangre, y hemos preguntado por rumores e insinuaciones que se hayan oído en la corte y la ciudad, y yo he pensado en un hombre que podría ser lo que buscas.
Ulrika parpadeó, atónita.
—Esto es más de lo que yo había esperado, señora. ¿Cómo se llama? Iré a verlo.
—No lo harás —replicó Evgena con tono cortante—. Al menos no irás sola. Ya sé lo que les pasa a los hombres a los que «vas a ver». Acaban muertos en callejones.
Ulrika sintió cómo se irritaba y estuvo a punto de protestar, pero en lugar de eso se limitó a bajar la cabeza. Un estallido de genio en aquel momento podría estropearlo todo.
—Razia irá contigo —dijo Evgena—. Y te enseñará algunos trucos que solemos utilizar para espiar.
Ulrika se esforzó por ocultar la alarma que la embargó.
—Eh…, gracias, señora. Me siento honrada por la compañía.
Galiana soltó una risilla ahogada.
—¿Lo dices de verdad?
—Pero antes —continuó Evgena, alzando el abanico— lleguemos a un acuerdo.
Ulrika se irguió.
—S… sí, señora.
Evgena se acercó a una mesa y se sentó, conservando su postura envarada, pero no le ofreció asiento a Ulrika. Raiza y Galiana ocuparon posiciones a ambos lados, y entonces la boyarina habló:
—Has dicho que habías venido a jurarme vasallaje.
—A… así es.
—Como ya te he dicho —continuó la boyarina—, Raiza piensa que eso era sólo una estratagema para que te permitiera hablar, y me siento inclinada a estar de acuerdo con ella.
Ulrika abrió la boca para protestar, pero Evgena la detuvo con un gesto del abanico.
—No es necesario —dijo—, porque con independencia de cuáles sean tus intenciones, he decidido tomarte la palabra. Acepto tu oferta de servicio. Me prestarás juramento, o no saldrás de aquí con vida.
Ulrika lanzó veloces miradas a todos los que la rodeaban. Evgena parecía muy segura de sí misma. Los ojos inexpresivos de Galiana destellaban de diversión. Raiza se mostraba tan inescrutable como siempre. Ulrika tragó con dificultad. Antes, cuando la inundaban los nobles pensamientos de defender Praag, había estado dispuesta a prestar el juramento, pero ahora que llegaba el momento de hacerlo, se sentía menos entusiasta al respecto. ¿A qué se iba a comprometer? ¿A servir a Evgena hasta la muerte? En el caso de un. vampiro, eso era mucho tiempo. ¡Podría encontrarse atrapada dentro de aquel mausoleo durante cien años, o mil!
—Dime qué juramento quieres que haga —pidió.
—Me aceptarás como tu señora, y jurarás servirme hasta el momento en que yo te libere de mi servicio —dijo Evgena, y Ulrika se dio cuenta de que era algo que había dicho muchas veces antes—. Me protegerás de todo mal y trabajarás a favor de mis intereses en todo momento. Ni por acción ni por omisión permitirás que sufra yo daño alguno, no tramarás intrigas contra mí ni contra nadie que esté a mi servicio, ni contra ninguno de mis aliados. Obedecerás mis órdenes por encima de todas las cosas, salvo de las órdenes de nuestra reina. ¿Lo juras así?
Las palabras «hasta el momento en que yo te libere de mi servicio» sonaban con fuerza en los oídos de Ulrika. Era tan malo como ella había pensado que sería.
—¿Y… y qué recibo yo a cambio de mis servicios? —preguntó. Evgena sonrió con expresión burlona.
—¿Además de tu vida?
—Además de eso, sí.
—A cambio —suspiró Evgena—, jamás carecerás de sangre para beber, ni de un lugar donde cobijarte del sol. Vivirás con comodidad y compartirás los despojos de mis conquistas. Medrarás tanto como yo medre, y caerás si yo caigo. ¿Te parece lo bastante justo?
Ulrika apretó los puños a los lados. Aquél no era un paso que quisiera dar, pero no veía la manera de librarse. Al fin, asintió con la cabeza.
—Lo es. Acepto esos términos. Juro servirte como me pides.
Al fin, Evgena dejó que una sonrisa frunciera sus arrugados labios.
—Muy bien —dijo—. Eres lo bastante lista como para rendirte cuando te acorralan. Aún queda por ver si eres lo bastante honorable como para mantenerte fiel al juramento que has prestado bajo coacción. Tendremos que vigilarte.
Ulrika se irguió.
—Soy la hija de un boyardo. No rompo mis juramentos.
Evgena alzó una ceja.
—Es extraño, nunca he conocido a un boyardo que no lo hiciera. —Con un movimiento del abanico cortó la indignada contestación de Ulrika—. No importa. No importa. Si tus miedos respecto a ese culto son ciertos, no hay tiempo para bromas. Ahora, la ceremonia.
Le hizo un gesto a Galiana, que sacó de dentro del ropón de satén un cuenco de oro poco profundo y un pequeño cuchillo curvo con jeroglíficos nehekharanos grabados en la hoja, y los colocó sobre la mesa, ante ella. Ulrika observó con alarma cómo la boyarina se levantaba y recogía el cuchillo, para luego sostenerlo en alto y murmurar sobre él en un idioma que no entendió.
—¿Qué es esto? —preguntó Ulrika—. ¿Acaso mi palabra no basta? Nunca tuve que hacer eso con la condesa Gabriella.
Evgena interrumpió la invocación y bajó el cuchillo, irritada.
—Ella era tu madre de sangre. No había necesidad. Estás vinculada a ella por el nacimiento. Nosotras no compartimos ningún parentesco directo.
—Entonces, ¿esto someterá mi voluntad a la tuya? —La idea no le gustaba a Ulrika en lo más mínimo.
—No serás una esclava desprovista de voluntad propia —explicó Evgena—, si es eso lo que temes. De ser así, no sería necesario juramento alguno, ¿verdad? Es sólo una simbólica unión de sangres. Te convertirá en parte de nuestra familia. Yo seré tu madre —volvió a levantar el cuchillo—. ¿Puedo continuar?
Ulrika se estremeció. La explicación de la boyarina no hacía que se sintiera más deseosa de participar que antes, pero no parecía haber nada que ella pudiera hacer para impedirlo. Ya no podía echarse atrás.
Asintió con la cabeza.
—Por favor.
Evgena volvió a levantar el cuchillo y reanudó la invocación, cerrando los ojos mientras las extrañas palabras se deslizaban de sus labios como serpientes sibilantes. A pesar de la afirmación de que no era más que un mero simbolismo, Ulrika sintió que se le erizaba el pelo de la nuca al continuar la salmodia. De repente sintió otras presencias en la habitación, invisibles pero atentas (como si las hubieran llamado para que fueran testigos del juramento, y el cuchillo brilló al reflejarse en él la luz de la luna a pesar de que la habitación carecía de ventanas.
Finalmente, la salmodia cesó y Evgena se pasó el filo de la hoja por la palma de la mano izquierda, que luego cerró sobre el cuenco de oro. Estaba tan disecada y demacrada que Ulrika se preguntó si era posible que sangrara. Lo hizo. La sangre goteó desde los prominentes huesos de la muñeca al interior del cuenco hasta que hubieron caído unas cincuenta gotas, y a continuación Evgena levantó la mano y la sangre dejó de manar como si jamás se hubiera hecho un corte. Le tendió el cuchillo a Ulrika.
—Repite mis palabras —le ordenó—. Luego hazte un tajo en la palma de la mano y vierte la sangre dentro del cuenco.
Ulrika vaciló pero cogió el cuchillo. La sensación fue la de estar agarrando un trozo de hielo. El frío era intenso y le causó dolor en los dedos. Lo apretó y apoyó el filo contra la palma.
—Neferata, Reina de la Noche, cuya sangre es la mía —dijo Evgena.
—Neferata, Reina de la Noche, cuya sangre es la mía —repitió Ulrika.
—En tu nombre y de acuerdo con tu ley —continuó Evgena—, juro lealtad a tu servidora, la boyarina Evgena Boradin, y la acepto desde ahora y para siempre como mi madre, a quien serviré fielmente y obedeceré en todas las cosas como debe hacer una hija.
Las palabras se atascaban en la garganta de Ulrika, que tuvo que obligarlas a salir por la fuerza.
—En tu nombre y de acuerdo con tu ley, juro… juro lealtad a tu servidora, la boyarina Evgena Boradin, y la acepto desde ahora y para siempre como mi madre, a quien serviré fielmente y obedeceré en todas las cosas como debe hacer una hija.
Evgena asintió con gravedad.
—Ahora, hazlo —dijo.
Ulrika se pasó la gélida hoja por la palma de la mano y sintió una oleada de mareo que no tenía nada que ver con el dolor. La sensación era que la hoja del arma estaba extrayéndole algo más que sangre. Tragó con dificultad, y luego sostuvo el puño sobre el cuenco y apretó la mano. La sangre manó del corte y cayó al recipiente, donde se mezcló con la de Evgena.
Evgena, Galiana y Raiza observaron atentamente durante un minuto entero mientras subía el nivel de la sangre en el interior del cuenco, y luego Evgena levantó una mano.
—Suficiente —dijo.
Ulrika retiró el puño y dejó el cuchillo sobre la mesa. Entonces Evgena recogió el cuenco con ambas manos y se lo llevó a los labios. Miró a Ulrika directamente a los ojos.
—Hija, en el nombre de la reina de la Montaña de Plata, yo te acepto. Nuestra sangre es una —recitó, y a continuación bebió.
Tras unos cuantos sorbos, le tendió el cuenco. Ulrika lo tomó con ambas manos y la imitó, acercándoselo a los labios y mirando a Evgena directamente a los ojos.
—Madre —dijo—, en el nombre de la reina de la Montaña de Plata, yo te acepto. Nuestra sangre es una.
Inclinó el cuenco y bebió toda la sangre que quedaba. No se parecía en nada a beber directamente de la vena. No había pulso ni vida subyacente en el fluido y, sin embargo, contenía algo, una emoción que la inundó al correr la sangre por su cuerpo No era precisamente afecto hacia Evgena, ni una lealtad nacida del respeto, sino apego, el tipo exacto de apego que uno sentía por los miembros de su familia, por muy poco que los quisiera. Se trataba de un vínculo que podía romperse, pensó Ulrika, pero no era algo que pudiera hacerse sin consecuencias.
Evgena recogió el cuenco y el cuchillo y se los devolvió a Galiana, para luego posar otra vez la mirada sobre Ulrika.
—Bienvenida a la familia, hija —anunció—. Nos complace que seas una de las nuestras.
—Gracias, señora —replicó Ulrika con una reverencia—. Es un honor para mí.
Evgena resopló al oír eso, haciendo pedazos la solemne atmósfera, y se volvió de espaldas sin dedicarle a Ulrika una sola mirada más. Era como si para ella la ceremonia no fuese nada más extraordinario que lavarse las manos.
—Ahora ve con Raiza a la dirección que le he dado —dijo por encima de un hombro— y mira lo que haya para ver. Escucharé con interés el informe que me haga de tu conducta cuando regreséis.
El tono condescendiente de la boyarina hizo que Ulrika se pusiera tensa, pero se limitó a hacerle una reverencia mientras ya lamentaba el juramento prestado.