QUINCE
Círculo de fuego
Al acercarse al almacén de Gaznayev, Ulrika temía que los matones ya se hubieran marchado a casa debido a lo avanzado de la hora, y que tendría que esperar un día más para enfrentarse con ellos, pero al aproximarse a la parte delantera vio que había dos hombres montando guardia ante la puerta de las oficinas, y otros atentamente patrullando en torno al edificio, con las espadas desenvainadas y observando suspicazmente las sombras.
Esto la hizo detenerse. Allí sucedía algo extraño. Los matones estaban inquietos. ¿Acaso sabían que ella acudiría? ¿Cómo era posible?
Se escabulló sin que la patrulla la viera, y siguió el recorrido anterior hasta la rejilla de ventilación, por donde asomó la cabeza al interior y observó el entorno. El almacén estaba desierto y en silencio, pero detectó una débil constelación de fuegos de corazones en la periferia de sus sentidos, en la dirección de las oficinas. Descendió de un salto hasta las vigas y las recorrió con cautela hasta el lugar donde había dejado la espada. El alivio que la inundó cuando se la sujetó a la cintura fue bochornoso: se había sentido desnuda sin ella.
Luego avanzó de puntillas por las vigas hasta encontrarse por encima de la puerta que conducía a las oficinas. Percibía latidos detrás de ella, pero las voces le llegaban a través de la pared que tenía justo al lado; ¿una oficina situada en el primer piso? Avanzó con cuidado a lo largo de la viga hasta la pared y apoyó un oído contra ella. Allí había más fuegos de corazones, siete u ocho, todos agrupados muy juntos, y una voz áspera que intentaba parecer cordial.
—Amigos —estaba diciendo—, si las mercancías que os hemos proporcionado no han sido de vuestro agrado, os buscaremos otras que las reemplacen, sin cargo alguno. Nuestro objetivo es complacer y…
—¿Acaso crees que estoy aquí por dinero, Gaznayev? —dijo otra voz grave y sonora—. Plantaste un maldito cuco en nuestra bandada de palomas, y quiero saber por qué razón lo hiciste.
—¿Un cuco? —jadeó una tercera voz—. ¡Era un maldito halcón! Mató a quince de los nuestros. ¡A quince!
Ulrika se quedó petrificada y sus garras se clavaron en la pared. Estaban hablando de ella. Los hombres que había en la oficina eran adoradores del Caos que estaban poniendo a Gaznayev en un aprieto por haberla incluido en el envío de muchachas.
—No podéis hacernos responsables de eso a nosotros —estaba diciendo Gaznayev—. ¡No sé nada sobre eso!
Ulrika saltó de la viga al suelo y avanzó con entusiasmo hacia la puerta. Por un golpe de suerte había vuelto a encontrar la pista perdida. Interrogaría al hombre de voz grave acerca del jefe del culto. Tal vez él mismo era el jefe.
Le llegaron más murmullos desde el otro lado de la puerta, y aguzó el oído.
—Tranquilos, amigos —dijo una voz que reconoció como perteneciente al matón de cuello de buey que había visto antes—. No hagáis ninguna tontería. Los jefes sólo están hablando, eso es todo.
—En ese caso, vosotros también deberíais bajar las armas —dijo otra voz.
Ulrika sonrió. Estaba aumentando la tensión entre los secuaces al igual que entre los jefes. Perfecto.
Desde arriba llegó un grito.
—¡Nada de eso! ¡Nada de eso! ¡Kino, detenlo!
Siguieron un choque de espadas y un estruendo de botas y muebles que caían, y de inmediato el ruido tuvo su eco detrás de la puerta. Ulrika desenvainó el estoque y la daga. Había llegado el momento de actuar.
Abrió la puerta de un tirón y entró a toda velocidad. Al otro lado había una oficina pequeña, con escritorios a lo largo de una pared y cuerpos que se agitaban violentamente en el centro. El matón de cuello de buey estaba golpeando con un garfio la cabeza de un hombre que llevaba una capucha, mientras que su flaco compañero retrocedía con paso tambaleante ante otros dos, con una daga clavada en el pecho.
Ulrika saltó y le atravesó la garganta al matón con cuello de buey antes de que se diera cuenta de que ella estaba allí, y luego mató a los dos miembros del culto cuando se volvieron para atacarla. El matón flaco se retorcía de dolor en el suelo. Ulrika levantó la espada para asestarle el golpe de gracia, pero luego recordó el trato que había dado a las muchachas de la jaula, y le volvió la espalda. No merecía una muerte rápida.
Los sonidos de lucha del piso superior cesaron cuando subía con sigilo por la estrecha escalera. Sólo continuaba oyéndose la voz de Gaznayev, tan alta y asustada que apenas resultaba reconocible.
—¡No lo sé! —estaba chillando—. ¡No lo sé! ¡Eran sólo muchachas! ¡Las recogimos en los sitios habituales, lo juro!
Ulrika levantó la cabeza y miró a través de la barandilla hacia lo alto de la escalera. Vio otra oficina, ésta con un solo escritorio grande cerca de la pared posterior, y hombres muertos por todas partes sobre la raída alfombra. Dos eran adoradores del Caos que llevaban la capucha puesta, pero el resto eran matones. Kino, el astuto villano que había estado haciendo preguntas en la taberna Jarra Azul, yacía con la espada floja en una mano y los inexpresivos ojos fijos en un punto situado por encima de la cabeza de Ulrika, mientras de la boca le manaba un extraño humo violeta.
De pie junto a los muertos había otros cinco miembros del culto, ataviados con capa y capucha, y en medio de ellos, de rodillas, se veía a un canoso matón viejo vestido con ropa de buena calidad que se manoteaba el cuello y tenía la cara de color púrpura. El mismo humo violeta que salía por la boca de Kino manaba abundantemente de la suya, y también le había inundado las fosas nasales. Se estaba ahogando con él.
—¡Dejadme marchar! —jadeó—. ¡Debéis… creerme!
El adorador del Caos que estaba ante él tenía en alto un puño cerrado. La capucha de la capa lo sumía en el mismo anonimato que a los otros cuatro, pero la visión de Ulrika le permitió ver en torno al hombre un resplandor que rielaba en el aire: era un brujo.
Se contrajo para saltar. Tendría que atacar con rapidez, antes de que el hombre pudiera volver su magia contra ella, porque carecía de medios para contrarrestarla. No obstante, justo cuando estaba a punto de saltar por encima de la barandilla, él se volvió y la miró directamente mientras abría al máximo las manos, que relumbraban de espantoso poder.
—¡Sal a la vista! —gritó, mientras Gaznayev se desplomaba detrás de él—. ¡Déjate ver!
Ulrika gruñó y salvó la barandilla de un solo salto para acometerlo. Tres de los miembros del culto se precipitaron a defenderlo con las espadas que aparecieron como por ensalmo de debajo de sus capas, mientras que el cuatro retrocedía, gritando y señalándola.
—¡Es ella! ¡Es ella! ¡El demonio de la jaula!
Ulrika asestó tajos a diestra y siniestra, intentando abrirse paso entre los adoradores del Caos mediante la fuerza bruta, pero eran espadachines de un calibre diferente al de los hombres con los que se había enfrentado en la destilería, y no cedieron terreno.
Ella gruñó y desarmó al que estaba en el centro, pero antes de que pudiera matarlo pasó junto a él una ondulante serpiente de humo purpúreo que se le metió a Ulrika por las fosas nasales y la boca, y se le agarró a la garganta con un sabor a incienso y loto negro. Retrocedió, tosiendo, pero lo que habría asfixiado a un vivo no le causó más que fastidio. No necesitaba respirar para vivir, sino sólo para hablar. Se recuperó y mató al secuaz que había desarmado, para luego hacer retroceder a los otros dos.
—¡Un vampiro! —gritó el brujo.
—¿No os lo había dicho? —chilló el hombre que se encogía detrás de él—. ¿No os lo había dicho?
Ulrika destripó al espadachín de la izquierda de un tajo, al tiempo que giraba sobre sí y empujaba con un hombro al otro, que cayó sentado en una silla, pero antes de que pudiera atravesarlo, el brujo pronunció una palabra gutural y ella quedó repentinamente paralizada por un éxtasis desesperante. Descomunales oleadas de terrible placer recorrieron su cuerpo, bajando por sus brazos y palpitando entre sus piernas. Dio un traspié y se estrelló contra el escritorio de Gaznayev.
El último espadachín se recuperó y atacó, arrancándole a Ulrika de un golpe la espada de la mano temblorosa y abriéndole un profundo tajo en la cadera. Ella atrapó la hoja y la sujetó con fuerza aunque cortándose la palma de la mano, para luego intentar clavar la daga en la garganta del espadachín que la empuñaba. Él le sujetó la muñeca y forcejearon, cada uno intentando zafarse de la presa del otro. Aquello era ridículo. Ella debería haber tenido dos veces más fuerza que él, pero el sufrimiento y el éxtasis que recorrían su cuerpo la volvían tan débil como una niña.
—Ya sé por qué intentas destruirnos, chupasangre —dijo el brujo, en cuya mano oscilaban llamas purpúreas, al avanzar para situarse junto al espadachín—. Pero ni siquiera la aristocracia de la noche derrotará a los hijos del dios del placer. Nuestro señor prevalecerá. ¡Nuestra reina vencerá!
Las llamas que se entrelazaban en sus dedos se hicieron más altas.
Ulrika sabía lo que se avecinaba, pero no tenía ninguna posibilidad de impedirlo. No podía soltar la espada ni zafarse de la presa del adorador del Caos.
El brujo alzó la mano y el fuego purpúreo rugió, pero justo cuando se disponía a lanzárselo a Ulrika, la ventana con cristales en forma de diamante que tenía detrás explotó hacia el interior, y por ella entró como una tromba una figura ataviada de gris y negro, con los pies por delante, y cayó en postura acuclillada entre los hombres muertos, mientras en torno a él llovían trozos de vidrio.
El brujo se volvió con brusquedad a causa de la sorpresa.
—¡Otro demonio! —gritó, y entonces le lanzó las llamas al intruso.
El hombre hizo girar la capa gris ante su rostro para atrapar con ella el fuego, y luego la arrojó a un lado mientras las llamas la consumían. El espadachín logró arrancar la espada de la mano de Ulrika y cargó contra él. Ulrika se desplomó en el suelo, aún laxa a causa del terrible éxtasis, y oyó tanto como vio lo que sucedía a continuación: un rugido de desafío y un alarido de dolor, y el adorador del Caos cayó al suelo, aferrándose el pecho sangrante.
—¡Arde, vampiro! —gritó el brujo, adelantando las manos con violencia contra la figura oscura que avanzaba hacia él.
El intruso se dejó caer al suelo, y por encima de su cabeza pasaron oleadas de llamas purpúreas que prendieron en las paredes y los muebles. Se puso en pie con rapidez y saltó hacia el brujo, pero éste reculó al tiempo que esparcía más fuego, y luego huyó hacia la escalera.
—¡Hermano, no me abandones! —gritó el último adorador del Caos, que permanecía encogido de miedo en un rincón.
Ulrika oyó que abajo se cerraba de golpe una puerta y la risa del brujo que se alejaba, ahogada con rapidez por el rugido de las llamas que devoraban la habitación. El intruso retrocedió ante ellas, y luego se arrodilló junto a Ulrika y le dio la vuelta. Ella entrecerró los ojos para enfocarlo. Era el vampiro de la taberna Jarra Azul, el que la había observado desde los tejados cuando luchaba contra Raiza.
—¿Puedes ponerte de pie? —le preguntó.
Ulrika asintió con la cabeza, y luego hizo una mueca de dolor cuando él la levantó. El enervante éxtasis ya se había desvanecido; pero el dolor de la cadera y la mano hacían que estuviera mareada. Se aferró al escritorio para recuperar el equilibrio, y se apartó de él con brusquedad porque estaba cubierto de fuego. Ya había llamas por todas partes. Las paredes, la alfombra, la escalera, los libros de contabilidad de los estantes, todo ardía, y el calor la golpeaba como el batir de un fuerte oleaje.
El vampiro se acercó al adorador del Caos que quedaba, y que estaba acurrucado en el suelo, tosiendo a causa del humo, y lo levantó de un tirón. El hombre chilló y luchó contra él, pero el vampiro se limitó a darle una bofetada y se lo lanzó a Ulrika.
—Aliméntate —dijo.
Ella atrapó al hombre por el cuello y le inmovilizó los brazos, que agitaba como si fuera un molino, pero entonces vaciló.
—Pero el fuego.
—Necesitas fuerzas —le espetó el vampiro—. Date prisa.
Ulrika le arrancó la capucha y el velo al tipo que forcejeaba, le mordió el cuello con fuerza y luego gimió de alivio. El vampiro estaba en lo cierto. El dolor de la herida de la cadera se calmó, y nuevas fuerzas le inundaron brazos y piernas al correr la sangre del hombre por dentro de su cuerpo. Aunque se había alimentado bien del miembro del Caos al que había clavado con una estaca dentro del círculo ceremonial, la lucha a vida o muerte contra las lahmianas y el haber resistido los hechizos del brujo la había desgastado más de lo que creía. Succionó con fuerza la vena por la que la sangre manaba a borbotones.
—Basta —dijo el vampiro—. Tenemos que marcharnos.
Ulrika apartó de mala gana los labios del cuello del adorador del Caos y lo dejó caer. El fuego se había acercado todavía más. Apenas podía moverse sin que la alcanzaran las llamas.
El vampiro se volvió hacia la ventana. Estaba orlada de fuego, como el aro ardiente a través de la cual saltaban los perros en un circo strigany.
—Hay una buena caída hasta la calle —le dijo—. Prepárate. —A continuación pasó a toda velocidad a través de las llamas y se lanzó de cabeza por la ventana, al interior de la noche.
Junto al escritorio, Gaznayev despertó gritando, con las piernas en llamas.
—¡Fuego! —gritó neciamente mientras golpeaba las llamas—. ¡Salvadme! ¡Socorro!
Ulrika no le hizo caso y se encaró con la ventana, para luego zambullirse a través de la boca de llamas orlada de afilados dientes de cristal mientras el matón bramaba e imploraba detrás de ella. El aire frío le besó la piel, y la calle ascendió a una velocidad alarmante hacia ella. Curvó el cuerpo para dar una voltereta, y aterrizó en una perfecta postura acuclillada junto a su rescatador… para luego caer de cara al suelo a causa del intenso dolor que sintió en la cadera.
—¡Han escapado del fuego! —rugió la profunda voz del brujo en algún lugar lejano—. ¡Matadlos!
A continuación de estas palabras, resonaron pasos. Su rescatador tiró de ella con rudeza para ponerla de pie y llevarla al interior del almacén contiguo. Allí había una rejilla de hierro que cerraba una entrada a las cloacas. Ulrika se inclinó hacia ella, dispuesta a levantarla, pero el vampiro la detuvo.
—No —dijo—. Ellos conocerán las cloacas mejor que nosotros. A los tejados.
Ulrika asintió con la cabeza, y luego trepó con inseguridad por la pared del almacén tras él. Cuando se izó hasta lo alto del tejado, él ya echaba a andar por la inclinada superficie de pizarra. Gimió y lo siguió, cojeando y con los dientes apretados cuando, al intentar emular los saltos con que él se trasladaba de un edificio a otro, sentía unos terribles pinchazos en la pierna herida.
Al llegar a la cima de un tejado alto, Ulrika se detuvo para volverse a mirar por última vez el almacén incendiado. Las cosas no habían sucedido exactamente como las había imaginado, pero Gaznayev estaba muerto y eliminado del negocio, que era exactamente lo que pretendía.
Tras guiarla a lo largo de unas cuantas manzanas más, el vampiro de pelo lacio se detuvo sobre el tejado de una tienda y se asomó a mirar hacia las oscuras calles. Ulrika se detuvo con paso tambaleante junto a él, y luego se recostó con cansancio contra una chimenea, cansada y ahíta de sangre.
—Nos separamos aquí —dijo él, y avanzó hasta el borde del tejado—. Adiós.
—¡Espera! —lo llamó Ulrika—. Detente.
El vampiro se volvió, con una mirada fría en sus negros ojos.
—Al menos permíteme darte las gracias —dijo ella, al tiempo que volvía a erguirse—. Te debo la vida.
El vampiro se quedó mirándola durante un largo momento, inescrutable su anguloso rostro, y luego habló:
—¿Por qué te molestas en prestar atención a los asuntos de los hombres?
Ulrika guardó un momentáneo silencio: Era una pregunta inesperada.
—He… he jurado proteger Praag. Esos adoradores de demonios la amenazan. Para cuando Mannslieb alcance el próximo plenilunio, planean una especie de… «despertar» que les permitirá abrirle las puertas a un paladín de…
El vampiro agitó una mano con impaciencia.
—Cómo te han dicho las lahmianas, siempre hay cultos, y siempre tienen planes. Además, no sabías nada de ellos al principio de la noche. Estuviste siguiendo el rastro de unos matones corrientes hasta que tropezaste con esas mujeres enjauladas.
Ulrika se sintió irritada. El vampiro había espiado todos sus pasos.
—¿Y a ti qué te importa lo que yo haga? —le espetó, levantando la voz—. Cómo vivo es asunto mío. ¡No necesito la aprobación de ninguno de vosotros! —Se recostó, malhumorada, contra la chimenea—. ¿Por qué no me dejas sola?
Él la miró durante un momento más y luego se encogió de hombros.
—No lo sé. Por lástima, supongo.
Ulrika le dirigió una mirada furiosa.
—¿Qué?
El vampiro prosiguió como si ella no hubiese abierto la boca.
—Admito que al principio me tenías intrigado. Parecías capaz, y yo tenía necesidad de contar con la ayuda de alguien capaz. Pero después de haberte seguido, no creo que puedas ser de gran ayuda.
Ulrika apretó los puños. Él estaba siendo deliberadamente insultante.
—¿Qué quieres decir con eso?
El vampiro volvió a encogerse de hombros.
—Eres buena con la espada, y tienes suerte, pero en todo lo demás eres un desastre. Es obvio que has sido creada hace muy poco tiempo. Presentas todos los síntomas. Estás desprovista de sutileza, eres inestable, sentimental, careces de previsión y control, y tus lealtades están divididas. Amas a los humanos más que a tu propia especie, y deseas vivir en los dos mundos al mismo tiempo. —Se volvió otra vez hacia el borde del tejado—. Tal vez te he salvado para que tengas una oportunidad de aprender. No lo sé. Pero deberías hacerlo en alguna otra parte. —Se volvió a mirarla por encima de un hombro—. Márchate a casa, dondequiera que esté. No estás preparada para abandonar el nido.
Y dicho esto, saltó del tejado.
Ulrika gruñó y se lanzó tras él, hendiendo el aire con las garras, pero él ya había aterrizado en la calle de abajo y se alejaba corriendo noche adentro.
Hubiera podido perseguirlo, pero le dolía demasiado la herida de la cadera, y también el orgullo.