TRECE
Servidores de Slaanesh
Ulrika aferró los barrotes de la jaula, mientras de toda la cámara abovedada emergieron figuras con capucha y se reunieron alrededor del ensangrentado círculo. El diseño de éste era exactamente igual al que ella había encontrado en la bodega del edificio de viviendas abandonado, en cuyo centro yacía, clavada con estacas, la muchacha sacrificada. Daba la impresión de que la banda de Gaznayev estaba vendiendo las muchachas a un culto asesino.
La muchacha luchó con más fuerza cuando vio adónde la conducían los hombres con capucha.
—¿Qué vais a hacer? —gritó— ¡Deteneos!
El hombre que tenía la botella rió.
—¿Detenernos? ¿Justo cuando estamos a punto de darle significado a tu pequeña vida sin valor?
Hizo un gesto a los otros hombres, y luego continuó hablando mientras le quitaban la ropa a la muchacha y un cuarto hombre colocaba velas en torno al perímetro del círculo, para encenderlas a continuación.
—¿Qué habrías hecho con los años de vida que tenías por delante? —preguntó—. ¿Parir una carnada de mocosos, vivir en la pobreza, morir en la pobreza? Tu desgraciada vida no le habría aportado nada al mundo. Pero ahora tendrás un propósito más grandioso. ¡Ahora formarás parte de algo monumental! —lanzó al aire la botella vacía y la atrapó al vuelo—. ¡La próxima vez que Mannslieb esté llena, tu alma se unirá a las otras en el gran despertar que dará comienzo a la toma de Praag por parte de su legítima señora!
Los dos hombres arrastraron a la muchacha, ahora desnuda, hasta el centro del círculo, mientras otro hombre avanzaba provisto de martillo y estacas. Ulrika ya había visto suficiente. Tiró con fuerza de uno de los barrotes de hierro de la jaula, que rechinó y se dobló, pero sin romperse.
Las muchachas que la rodeaban gimieron con sorpresa y se apartaron de ella, con los ojos desorbitados, mientras que los adoradores del Caos se volvían al oír el ruido.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el hombre de la botella.
Ulrika volvió a tirar, y esta vez el barrote se rompió por la mitad, haciéndole una herida en la palma de la mano.
—¿Qué está haciendo ésa? —gritó el hombre—. ¡Detenedla!
Un pequeño grupo de personas con capucha avanzaron a paso ligero hacia la jaula, al tiempo que sacaban porras y dagas. Ulrika tiró de la mitad inferior del barrote partido, intentando doblarlo hacia abajo para poder deslizarse a través de la abertura. Se partió por la base, y ella retrocedió dando traspiés, con el barrote en la mano. Sonrió. Perfecto.
Los adoradores del Caos ralentizaron el paso y se quedaron mirándola con inquietud.
—¡Poderes de la oscuridad! —exclamó uno, con voz ahogada—. ¿Cómo hace eso?
Ulrika se deslizó a través de la brecha y se irguió en toda su estatura ante ellos, blandiendo el barrote de hierro.
—Dejad que os muestre los poderes de la oscuridad —dijo, y antes de que pudieran reaccionar cayó de un salto entre ellos y se puso a asestar golpes en todas direcciones con el arma improvisada.
Tres murieron al instante, con el cráneo hundido, y cayeron al suelo mientras la sangre iba oscureciéndoles la tela de la capucha. Los otros tres la atacaron con puñaladas dirigidas al estómago y a la cara. Hizo retroceder a uno de ellos de una patada, atrapó la muñeca del segundo cuando intentaba clavarle la daga y a continuación lo lanzó contra el tercero. Cayeron uno encima del otro, y Ulrika descargó una estocada descendente con el barrote de hierro que les atravesó el pecho a ambos y los dejó clavados al suelo. A continuación, se volvió para encararse con el último.
Estaba de pie, como petrificado, y aunque no podía verle la cara a través del velo que llevaba debajo de la capucha, olía el miedo que manaba a través de sus poros. Arrancó la ensangrentada barra del cuerpo de sus compañeros, y avanzó hacia él. El tipo soltó un chillido y echó a correr, aunque no con la rapidez suficiente.
Ulrika le dio alcance en dos veloces pasos y le hundió el cráneo por detrás. Al desplomarse, la capucha se hinchó como un saco lleno de carne mojada.
La pelea había durado veinte segundos en total, y cuando Ulrika se volvió hacia el hombre de la botella y los camaradas de éste que se encontraban cerca del círculo, vio que estaban tan paralizados como lo había estado la última de sus víctimas. Se volvió a mirar a las muchachas de la jaula. También ellas estaban petrificadas, y el blanco de los ojos les brillaba a la luz del fuego al mirar fijamente los cuerpos que yacían a los pies de Ulrika.
—¡Marchaos! —dijo—. Volved con vuestras familias.
La mayoría de las muchachas no se movieron, pero unas cuantas de las más valientes se agacharon para pasar a través de la brecha, y a continuación las siguieron las más tímidas.
Ulrika se encaró con la docena de adoradores del Caos que se encontraban en torno al círculo y echó a andar hacia ellos, con la barra de hierro sujeta a un lado.
El hombre de la botella retrocedió un paso y la señaló con el envase de cristal sujeto en una mano temblorosa.
—¡Matadla! ¡No dejéis escapar a las víctimas de sacrificio!
Sus compañeros no parecían nada entusiasmados con la primera parte de la orden, y en cambio se dividieron hacia la derecha y la izquierda para cumplir la segunda, e intentaron pasar en torno a ella para llegar hasta las muchachas que en ese momento echaban a correr hacia la rampa. Los dejó marchar y cargó en línea recta hacia el jefe y los hombres que sujetaban a la muchacha que iban a sacrificar. Los tres huyeron en direcciones diferentes. Ulrika saltó sobre el jefe y lo arrastró de vuelta al círculo, donde la muchacha yacía, encogida de miedo, junto al martillo y las estacas que la habrían clavado contra el suelo.
—Márchate —le dijo Ulrika, al tiempo que tocaba suavemente a la muchacha con la punta de un pie descalzo, y luego lanzó al hombre al suelo para que ocupara el sitio que la muchacha abandonaba a gatas, llorando.
—¡No debes tocarme! —gritó el hombre, retorciéndose cuando Ulrika recogió el martillo y una estaca—. ¡Espera! ¿Qué estás haciendo?
—Salvándote para un propósito más grandioso —dijo Ulrika, y a continuación apoyó una rodilla sobre la muñeca del hombre y de un solo martillazo le atravesó la palma de la mano con la estaca, que se clavó en la dura tierra.
El hombre soltó un alarido y se retorció mientras ella se ponía de pie y recorría la cámara con la mirada. Los otros adoradores del Caos habían atrapado a las muchachas fugitivas y estaban arrastrándolas de vuelta a la jaula. Ulrika recogió el barrote de hierro y avanzó hacia ellos a grandes zancadas gruñendo por lo bajo.
Los hombres gritaron al verla llegar, y algunos soltaron a las muchachas y huyeron por la rampa. El resto se agrupó y se lanzó a la carrera hacia ella con las armas en alto. Ulrika corrió en línea recta hacía estos últimos, y saltó por encima de ellos al tiempo que descargaba un golpe descendente con el barrote.
Cayó de pie detrás de los hombres sin volverse a mirar si el golpe había dado en algún blanco, y cargó hacia lo alto de la rampa. Los hombres que huían se volvieron al oír sus pasos, preparados para luchar, pero Ulrika volvió a saltar por encima de sus cabezas y se interpuso entre ellos y la salida.
—Chacales —les espetó, cuando se volvieron de cara a ella—. Hacéis presa en los débiles. Ahora sabréis cómo es eso de ser una presa.
Saltó en medio de ellos antes de que pudieran moverse haciendo girar el barrote de hierro, que rompió cráneos y partió brazos. Unos cuantos se apartaron, bramando y sujetándose las heridas, pero el resto arremetió contra ella, dando gritos. Estrelló el barrote contra el cuello de un hombre que iba armado con un hacha, y el tipo salió volando por el aire y se estampó contra la pared de la rampa. Otros dos dirigieron los filos de sus espadas hacia las piernas de Ulrika, que esquivó una de las armas pero no pudo evitar un tajo de la otra, aunque luego, como respuesta, atravesó al que la blandía.
Otros arremetieron contra ella con sus armas. Ulrika tiró de la barra de hierro que se había atascado entre las costillas del espadachín. Una daga le hizo un corte en la espalda. Una porra le golpeó un hombro. Una espada le rozó un brazo.
Ulrika gruñó, enfurecida, e hizo salir los colmillos y las garras al tiempo que su visión viraba a rojo y negro y un rugido le inundaba los oídos. Los hombres que la rodeaban gritaron aterrorizados.
Olió el miedo que sentían y saltó hacia ellos, dejando el barrote de hierro donde estaba. Ya no necesitaba el arma. Sólo serviría para mantenerla a distancia de sus víctimas.
La sangre salpicó las paredes cuando le arrancó la garganta a un hombre. Otro intentó clavarle una estocada y ella le arrancó el brazo. Sus garras encontraban carne allá donde se volvía, y ella desgarraba y arrancaba en un torbellino rojo, ciega de furia, localizando a sus víctimas por el violento latir de sus aterrados corazones.
Entonces, un estampido ensordecedor le hirió los oídos, y un golpe como de un atizador al rojo vivo impactó contra uno de sus muslos y le hizo dar un traspié. Alzó la mirada, despertando del trance sanguinario mientras oleadas de lacerante dolor radiaban desde la herida. Los hombres por encima de los cuales había saltado subían por la rampa hacia ella. Uno tenía una pistola humeante en una mano, y estaba apuntándola con una segunda.
Ulrika chilló como una gata salvaje y saltó hacia él. La segunda pistola detonó, pero la bala pasó de largo con un silbido, y ella derribó al hombre y lo estrelló de espaldas al pie de la rampa. Resbalaron hasta detenerse y ella le arrancó la garganta con los dientes.
Los otros bajaron dando gritos para rodearla, animándose unos a otros a atacarla. Ulrika, acuclillada, levantó la cabeza para mirarlos, con sangre goteándole del mentón, y se lanzó hacia el más cercano. Una vez más, el mundo se redujo a destellos en rojo y negro, congelados momentos de gloriosa matanza: un hombre que caía, con el velo y la cara medio arrancados; otro hombre que chillaba y se miraba fijamente los muñones de los dedos; una cabeza con capucha que caía rodando por la rampa.
Ulrika recobró el control de sí misma un rato más tarde, apoyada sobre manos y rodillas al pie de la rampa, jadeando en medio de los muertos y agonizantes, y deliciosamente feliz. Entre los mugrientos adoquines corrían regueros de sangre de los hombres que había matado más arriba, y grandes goterones le chorreaban del mentón y la nariz. Fue sólo cuando se puso de pie y miró a su alrededor, que la vergüenza enfrió su satisfacción hasta dejarla helada. Entre los hombres había una muchacha, una de las secuestradas, destrozada tan salvajemente como los demás. Tenía marcas de mordiscos en la cara.
Ulrika apartó la mirada, con una mueca de dolor, y soltó una maldición. No sentía ningún remordimiento por haber matado a los adoradores del Caos. Se merecían algo peor que lo que ella les había hecho, y esperaba que en la muerte hallaran el tormento eterno a manos de los crueles dioses a los que habían sido lo bastante estúpidos como para adorar en vida. Era la manera en que había matado lo que le causaba repugnancia. Había vuelto a perder el control, había vuelto a romper el juramento que se había hecho a sí misma, y una vez más lo pagaba con dolor y odio hacia sí misma. Si no se hubiera perdido en el abandono escarlata, no habría recibido el disparo de pistola en la pierna, no habría matado a la muchacha, y no sentiría en ese momento el aplastante peso de la culpabilidad sobre los hombros.
Examinó la herida de arma de fuego. La bala había abierto un surco en la parte exterior del muslo, pero no se había quedado dentro. No iba a tener que extraer el plomo de la carne otra vez; era un pequeño consuelo. Con un gemido, se puso de pie. La camisa, antes blanca, era ahora roja y estaba empapada desde el cuello hasta la cintura. Tenía las manos pegajosas de sangre, que también le acartonaba el pelo. Suspiró y entró cojeando en la cámara abovedada mientras, llevadas por el viento que bajaba por la rampa, las débiles notas de un violín reían en la distancia.
Las muchachas liberadas se apiñaban en un aterrorizado grupo y retrocedieron al acercarse Ulrika, con apariencia de tenerle a ella más miedo que el que habían tenido a sus captores. No podía reprochárselo.
—¿A qué estáis esperando? —les gruñó al pasar por su lado—. ¡Marchaos! ¡Corred!
Corrieron, dando traspiés en dirección a la rampa, pasando ante el oficiante de la ceremonia que yacía, jadeante y laxo, dentro del círculo, con la mano aún clavada contra el suelo. Al menos había tenido la previsión de mantenerlo aparte antes de que la consumiera la locura. Aún podría interrogarlo.
Al verla acercarse, levantó la cabeza, que aún tenía puesta la capucha, y se debatió, aunque sólo logró hacerse más daño en la mano atravesada por la estaca.
—¡Que el señor del placer me proteja! —gimoteó—. ¡No podéis…!
Ella se arrodilló sobre su pecho y cortó en seco sus balbuceos, para luego arrancarle la capucha y el velo. Era un tipo asombrosamente corriente, un hombre de mediana edad y medio calvo, con aspecto de tendero próspero. La contempló con ojos desorbitados, sudoroso y gris de miedo.
—¿Quién sois? —lloriqueó—. ¿Qué queréis?
—Háblame de tu señora —replicó ella—. La que tiene intención de tomar Praag para sí. ¿Quién es? ¿Qué es ese despertar del que has hablado?
El hombre negó con la cabeza.
—No hablaré. Nada que vos podáis hacer logrará que yo traicione la causa.
Ulrika sonrió.
—¿Eso es un desafío? —Le inmovilizó la mano libre con la otra rodilla para luego recoger el martillo y otra estaca.
—¡No! —gritó el hombre—. ¡No, no, por favor!
—Entonces, cuéntamelo —dijo Ulrika.
—¡No puedo! —exclamó él—. ¡No me atrevo!
Ulrika le apoyó la estaca sobre la muñeca y alzó en alto el martillo. El hombre cerró los ojos, pero mantuvo la boca bien cerrada. Ella vaciló, pero aunque el continuó contraído de miedo, siguió sin decir nada. Maldijo para sí. El tipo estaba dispuesto a aceptar el dolor. Podría estar dispuesto a morir de dolor antes que hablar. Ulrika no tenía ningún reparo en torturar si servía para algo, pero el hombre parecía ser un auténtico fanático. No hablaría, ni siquiera el miedo o el dolor lo consiguieron.
El latido de la vena del cuello, al volver el hombre la cabeza para mirar hacia otro lado, atrajo su atención. Tal vez existía otro modo de lograr que hablara.
Dejó el martillo y la estaca y le acarició el cuello. Él parpadeó al sentir aquel contacto inesperado, y abrió mucho los ojos para mirarla.
—¿Qué estáis haciendo? —exclamó con un gemido.
—He sido cruel contigo —murmuró, mientras se inclinaba hacia él—. Te he causado un enorme dolor, y lamento haberlo hecho. Ahora te lo calmaré.
El hombre chilló cuando ella abrió la boca y dejó salir los colmillos.
—¡No! ¡Qué sois! ¡Deteneos!
Ulrika le acercó la boca al cuello y lo mordió con tanta suavidad como si estuviera besando a un bebé. El hombre sufrió espasmos y se debatió, pero luego, cuando la vampiro comenzó a succionar la vena, se inmovilizó como un conejo y, pasado un minuto, se relajó con un suspiro. Ulrika había temido que la sangre estuviera contaminada como la de los bárbaros nórdicos a los que había sangrado durante el ataque contra la caravana, pero, al parecer, aquel adorador del Caos no había llegado tan lejos. Su sangre sabía cómo la de cualquier otro hombre. Ella cerró los ojos mientras el dulce fluido de sabor salado bajaba por su garganta y la inundaba de una calidez relajante. Pero no podía perderse en la sensación, no podía alimentarse por simple placer. Succionó una vez más, y luego se apartó y se pasó la lengua por los labios.
Esta vez, cuando levantó la vista para mirarla, tenía los párpados entornados de deseo. Alzó hacia ella la temblorosa mano que tenía libre.
—Otra vez —pidió—. Otra vez.
—Primero respóndeme —dijo ella—. ¿Tu señora?
—No puedo —gimoteó el hombre—. Jamás la traicionaré.
Los labios de Ulrika volvieron a acercarse al cuello del hombre y lo rozaron con levedad. Lamió la sangre que había manado de la herida.
—¿Jamás?
Él tembló de deseo, pero luego negó con la cabeza.
—Jamás.
—Ya lo veremos. —Ulrika volvió a beber, esta vez más abundantemente y durante más tiempo. Sus manoteos se debilitaban más y más a medida que ella lo desangraba, y sus gemidos se convirtieron en meros suspiros.
Ulrika se apartó y volvió a mirarlo. Tenía la piel pálida a causa de la pérdida de sangre, y los labios azules. Le giró la cabeza y clavó los Ojos en los del hombre.
—¿Tu señora?
—No… no puedo pensar.
—Cuéntame —dijo ella, con la esperanza de no haberlo desangrado en exceso, porque estaba apenas consciente—. Cuéntamelo y te daré más.
La cara del hombre se contorsionó de confusión y miedo.
—Ella… ella es la paladín de nuestro dios —murmuró al fin—. Una poderosa guerrera del norte, elegida para conducirnos hacia la gloria.
Aquello se parecía de modo inquietante a lo que. Chesnekov le había contado sobre el señor de la guerra, el ser que no era ni hombre ni mujer y que se ocultaba en las colinas cercanas.
—¿Y qué planes tiene para Praag?
—Nosotros abriremos las puertas de la ciudad para que entre… después… después del despertar —dijo, al tiempo que tendía hacia ella una mano laxa—. Será la reina de la ciudad y nosotros seremos sus consortes. Ahora, por favor…
Ulrika frunció el ceño. ¿De verdad podían conquistar Praag desde el interior unos pocos lunáticos metidos en un sótano? Si contaban con ayuda del exterior, tal vez.
—¿Dónde está ella ahora? —preguntó—. ¿Y qué es ese despertar? El adorador del Caos negó con la cabeza.
—No lo sé. Os lo juro. Sólo el maestro lo sabe. A nosotros… a nosotros no nos confían cosas semejantes. Ahora, por favor, besadme otra vez. Por favor…
—¿Quién es el maestro?
—Nunca lo he visto —gimió el hombre—. Habla a través de… intermediarios. Por favor, una vez más —suplicó.
Ella le rozó el cuello con los labios.
—Es algo terrible eso de ser esclavo del placer, ¿verdad? Dime dónde puedo encontrar a uno de esos intermediarios y te daré lo que deseas.
Él vaciló, luego sollozó y apartó de ella la mirada.
—No me atrevo —gimoteó—. Me maldecirán. Seré condenado al… tormento eterno.
Al oír esto, a Ulrika se le ocurrió una idea.
—Pero yo puedo salvarte de eso —dirigió una cálida sonrisa al hombre—. Puedo darte el placer eterno. Podrías servir a una señora diferente.
Los ojos del hombre se abrieron más.
—Vos… vos…
Ulrika asintió con la cabeza sin dejar de mirarlo a los ojos, como una serpiente que estuviera hipnotizando a un ratón.
—Ya sabes lo que soy. Ya sabes lo que está en mi poder concederte. Te mantendré a mi lado para siempre.
El hombre tragó, mirándola con ojos suplicantes.
—¿Para siempre? ¿Lo juráis?
—Sobre la tumba de mi padre —replicó ella.
El hombre vaciló, y luego cerró los ojos.
—No sé su nombre, ni conozco su rostro, pero vive en la calle de los Joyeros, en una vivienda que hay encima de la tienda de Gurdjieff, el platero. La señal son seis golpes lentos. Os dejará entrar. Ahora, por favor..., por favor... —gimió, al tiempo que volvía la cabeza para dejar a la vista la herida del cuello—. Dadme lo que habéis prometido.
Ulrika volvió a inclinarse sobre él, y entonces le susurró al oído:
—Mi padre no fue enterrado. Lo quemaron en una pira.
—¡¿Qué?! —El hombre trató de volver la cabeza, pero ella la mantuvo inmóvil con la parte inferior de la palma de la mano, y a continuación le arrancó la garganta de una dentellada.
Se puso de pie mientras él se presionaba el cuello con la mano libre para intentar cerrar el gorgoteante agujero y se ahogaba en su propia sangre.
—Que tus dioses te dispensen la recepción que mereces —dijo Ulrika.
Sonrió mientras regresaba a la jaula para recoger el saco que contenía sus pertenencias. Era así como debían hacerse las cosas, con calma y esmero, sin salvajismos. Había conseguido la información que necesitaba, no le había hecho daño a nadie más que a la víctima a quien quería hacérselo, había dado comienzo a la curación de la pierna con la sangre que había bebido del hombre, y había conservado el control durante todo el tiempo. Ése sería su modo de actuar a partir de aquel momento.
Dentro de la jaula se quitó la camisa empapada, vació el saco de arpillera, que usó para limpiarse la sangre del cuerpo, y luego lo tiró al suelo y se puso el jubón y la capa. Aún tenía un aspecto desastroso, sin duda, pero no le quedaba más remedio que conformarse con eso. No había tiempo para asearse.
Un ruido que se produjo dentro de la cámara cuando estaba poniéndose las botas hizo que levantara la cabeza. Se acercó a los barrotes saltando torpemente sobre un pie, y miró a su alrededor. Vio desaparecer la sombra de un hombre que cojeaba rampa arriba.
Ulrika maldijo. Uno de los adoradores del Caos no había estado tan cerca de la muerte como ella había pensado. ¿Habría oído la conversación que acababa de mantener con su jefe? ¿Sabría que el hombre había traicionado a su superior? Metió con fuerza los pies dentro de las botas, luego se agachó para pasar por la brecha abierta en la jaula, y corrió hacia la rampa.
El hombre la oyó y comenzó a cojear a mayor velocidad, se lanzó a través del arco abierto de lo alto de la rampa y salió a la noche.
Ulrika lo siguió a paso ligero, y de camino arrancó el barrote de hierro de las costillas del cadáver donde lo había dejado. Ya había percibido el olor del hombre. Oía su pulso. No se le escaparía.
Salió corriendo al patio de la demolida destilería y vio que su presa daba traspiés en dirección a la ruinosa verja de entrada. Se dispuso a seguirlo, y luego se detuvo cuando algo incongruente atrajo su mirada. Había un carruaje negro, ricamente adornado, detenido en medio de los escombros, y el cochero estaba observándola mientras la respiración de los caballos se condensaba en el aire frío.
—Quedaos donde estáis —dijo una voz detrás de ella.
Ulrika se volvió. De las sombras de la destilería salió una delgada mujer rubia que vestía un abrigo largo y un gorro de pieles. Llevaba una serie de dagas metidas en una práctica faja roja que le rodeaba la cintura, y en una mano empuñaba un sable kossar.
El sonido de una puerta del carruaje al abrirse hizo que Ulrika se volviera. Del vehículo estaban saliendo dos mujeres ataviadas con capas de pieles y costosos vestidos de corte antiguo. Una era alta, casi tanto como Ulrika, con rostro frío y orgulloso y porte de reina, mientras que la otra era una pelirroja menuda y marchita, con ojos tan muertos como los de una muñeca de porcelana. Se deslizaron hasta situarse entre ella y la verja de entrada, a través de la cual estaba desapareciendo el adorador del Caos.
Al ver a las mujeres, a Ulrika se le erizó la piel a causa de una terrible premonición, pero tendrían que esperar, quienesquiera que fuesen. El adorador del Caos estaba primero. Se dispuso a pasar a toda velocidad entre ellas, pero la más alta la sujetó por un brazo con una presa férrea y la retuvo.
—Deteneos —dijo.
Ulrika se zafó.
—¡Dejadme pasar!
La mujer del abrigo largo se acercó y apoyó la punta del sable contra el cuello de Ulrika mientras las otras dos la rodeaban.
—Todavía no —dijo la más alta—. Primero hablaremos contigo, hermana.