DOCE
El cargamento
Ulrika apartó la mirada, encolerizada con el vampiro por espiarla, pero todavía más enfadada consigo misma. Había previsto que sus hazañas de la noche precedente despertaran el interés del matón a cuyos hombres había matado, y tal vez el de la guardia, pero no se le había ocurrido que la matanza pudiera despertar también el interés de otros grupos. ¡Estúpida! Por supuesto que lo habían hecho. Un cadáver exangüe, los rumores de un hombre que volaba como un murciélago… Si los vampiros de Praag se parecían en algo a las lahmianas de Nuln, ése sería el último tipo de rumor que querrían que circulara por ahí y el primero que investigarían.
Debería haber sido más discreta. Había vuelto a dejarse dominar por la cólera sanguinaria, y se había delatado. Irían tras ella. Intentarían controlarla como lo había hecho Gabriella.
Cerró los ojos y se esforzó por recuperar la calma. Tal vez podría llegar a alguna clase de acuerdo con ellos. Quizá, si prometía alimentarse con mayor discreción, la dejarían en paz. Praag era una ciudad grande. Sin duda había espacio suficiente para todos ellos.
Con un gruñido de resignación, se volvió otra vez, decidida a encararse con el vampiro sin tapujos y ver qué tenía que decir, pero se había marchado. El asiento que había ocupado junto a la pared estaba vacío. Recorrió el salón con la mirada y observó las salidas. No se lo veía por ninguna parte. Suspiró, fastidiada. ¿De qué servía jugar al gato y al ratón? Si querían hablar con ella, entonces que lo hicieran sin más. Si querían matarla…
Se detuvo ante este pensamiento. Podría haber una emboscada en el exterior. Bien, perfecto. Tenía la sangre encendida. Si querían pelea, ella estaría encantada de complacerlos. Y cuando los derrotara, volvería a la vida que había planificado para sí, libre de interferencias por parte de sus congéneres.
Estaba levantándose y avanzando hacia la puerta, cuando oyó el sonido de unas pesadas botas entrando en la taberna por la puerta trasera. Se volvió. Cuatro hombres de aspecto duro avanzaban con aire arrogante detrás de un quinto, un elegante dandi rubio que llevaba una gorra de terciopelo ladeada sobre un ojo azul pálido. Los clientes se apartaban de ellos, y el encargado de la barra estuvo a punto de dejar caer la jarra que tenía en las manos.
Ulrika maldijo para sí. Los matones que iban a ser sus presas habían llegado en el momento más inoportuno. ¿Qué iba a hacer? El dandi se inclinó sobre la barra y le sonrió al encargado.
—Dobry vechyt, Basilovich. ¿Qué tal va el negocio?
El encargado retrocedió un paso.
—Anoche le pagué a Shanski, Kino. Todos me vieron hacerlo.
Kino agitó una mano con gesto despreocupado.
—Sí, sí. Por eso no tienes que preocuparte. Es sólo que algunos amigos dicen que Shanski pasó por la Jarra justo antes de morir. ¿Qué sabes tú de eso?
El encargado se puso pálido.
—Nada, Kino. Nada. Te lo prometo. Estaba vivo cuando salió de aquí. ¡Pregúntaselo a cualquiera!
Kino recorrió el salón con la mirada, y asintió.
—¿Y lo siguió alguien cuando salió? ¿O buscó pelea con él mientras estuvo aquí?
El encargado negó con la cabeza.
—Nadie. Te lo juro. Pero he oído decir que Grigo, de la taberna Afanes de Muzhik, vio que algo lo atacaba, algo que se alejó volando en la noche.
Kino puso los ojos en blanco.
—Sí, ya hemos hablado con Grigo. Daba la impresión de que había estado bebiéndose sus propias existencias. —Con un suspiro, se acercó a la mesa más próxima, se subió a ella y dio un fuerte pisotón con una bota—. ¡Eh! —gritó, y se volvió hacia la joven ciega—. Deja de gimotear, muchacha. Estoy hablando.
La cantante vaciló, y luego guardó silencio cuando todos los presentes en el salón se volvieron hacia Kino.
—Todos sabéis lo que sucedió anoche. Bien, pues mi jefe pagará buen dinero por saber quién lo hizo. Un susurro en mi oído os hará ganar una bonita bolsa —asintió mirando a su alrededor—. Bien, eso es todo. Ya sabéis dónde encontrarme. Continúa, muchacha —volvió a bajar de la mesa y la joven retomó con incertidumbre la canción donde la había dejado, mientras el salón se llenaba de susurros.
Kino fulminó con la mirada al encargado en el momento de volverse para salir.
—Lo mismo va por ti, Basilovich. Habrá dinero en tu bolsillo si se te ocurre algo, pero si estás protegiendo a alguien… —Hizo un gesto de cortarse la garganta, luego lo transformó en saludo militar y, pavoneándose, se encaminó hacia la puerta posterior.
Esta vez, al encargado sí que se le cayó la jarra.
Ulrika vaciló, mirando de una a otra puerta. Tampoco en este caso convenía seguir a la presa de modo directo, pero el vampiro de pelo lacio podría estar esperándola en el exterior de la puerta delantera, y podría intentar evitar que siguiera a Kino. Se encogió de hombros y avanzó hacia la salida con la mano apoyada sobre el pomo del estoque. Que lo intentara. Se lo enviaría de vuelta a su señor después de hacerle tragar los colmillos.
Pero en la calle no aguardaba ninguna figura oscura. Miró hacia los tejados y observó las sombras, pero no vio nada. ¿Se habría equivocado? ¿Acaso el joven de cabello negro era sólo un estudiante, después de todo? En ese momento no tenía tiempo para preocuparse por aquella cuestión. Debía dar caza a una presa. Se apresuró a llegar al pasaje estrecho que había seguido la noche anterior, y luego fue a paso ligero hasta el callejón que corría por detrás de la Jarra Azul.
Cuando se detuvo en la esquina, la voz de Kino llegó hasta ella.
—Hay alguien que no quiere hablar —estaba diciendo—. Alguien que sabe algo, y yo voy a descubrir quién es.
—¿Y si de verdad fue un vampiro, Kino? —preguntó otra voz.
—¿Has oído hablar alguna vez de un vampiro que robe bolsas de dinero? —preguntó Kino—. Fue alguna pequeña banda que intentó borrar su rastro con una carnicería, acuérdate de lo que te digo. Ahora, vamos. Vayamos a probar en lo de madame Olneshkaya. Ella siempre se entera de todo lo que pasa.
Ulrika se encogió en las sombras y observó cómo Kino y sus muchachos pasaban de largo y continuaban por el callejón. Tras darles un momento para que se adelantaran, se deslizó tras ellos, tan silenciosa como un gato. Sus instintos de cazadora se hicieron rápidamente con el control, y tuvo que contenerse para no lanzarse al galope y hacerlos pedazos. Matar a los hombres y alimentarse de ellos haría fracasar el propósito que la movía. Iba a seguirlos hasta que regresaran con su amo. Sería él a quien mataría, y de quien se alimentaría. Con el resto podría acabar más tarde, según su conveniencia.
Volvió a mirar hacia los tejados. Había oído algo justo en ese momento. No vio nada. Podría haberse tratado de una rata, o de una paloma que se removiera en el nido con inquietud, pero no parecía muy probable. Cabía la posibilidad de que el vampiro de aspecto lobuno estuviera siguiéndola, del mismo modo que ella estaba siguiendo a Kino. Gruñó para sí. Estaría preparada si él tomaba la iniciativa.
Después de más de una hora entrando y saliendo de burdeles, tabernas, antros de peleas de perros y salones de kvas, Kino y sus hombres renunciaron a la investigación y se encaminaron a casa. Ulrika se alegró. Seguirlos le había causado una extraña mezcla de aburrimiento y ansiedad; aburrimiento porque no implicaba reto ninguno, y ansiedad porque tenía la certeza de que la estaban vigilando, probablemente más de un par de ojos, pero en ningún momento logró sorprender a nadie espiándola. Casi tenía ganas de volverse y gritar hacia lo alto de los tejados: «¡Sé que estáis ahí! ¡Salid y hablemos cara a cara!», pero no podía, porque si lo hacía, podría perder la pista que iba a llevarla hasta Gaznayev.
Al fin, Kino y sus hombres se acercaron a un almacén de los muelles, cerca del punto en que el río Lynsk salía de Praag a través de una reja situada en la muralla de la ciudad. Un hombre ataviado con una gruesa capa los saludó con un gesto de bienvenida ante la puerta del almacén, y luego volvió a frotarse las manos, a patear el suelo, y mirar hacia las profundidades de la noche.
Ulrika se acuclilló en la sombra de un taller de muebles que había al otro lado de la calle, y estudió el lugar. Era de ladrillo y tenía dos pisos de altura, con grandes puertas dobles para que pudieran entrar las carretas, además de la puerta más pequeña por la que acababa de entrar Kino. Por encima se veían ventanas con los postigos echados —oficinas, muy probablemente—, pero, en su mayor parte, el edificio carecía de ellas. El tejado, sin embargo, se ventilaba mediante rejillas de lamas colocadas en el hastial. Tenían un aspecto muy invitador.
Dio un rodeo hasta el río y se aproximó al almacén desde ese lado. Había otras dos puertas grandes que daban directamente a sendos muelles cortos y anchos, y allí estaba apostado otro guardia, cobijado a sotavento de una carreta vacía, fumando en pipa. Cuando se volvió de espaldas, Ulrika se deslizó entre el almacén y el edificio contiguo, para luego escalar con rapidez la pared de ladrillos hasta el tejado, por el que avanzó con sigilo hasta el primer hastial.
Al acercarse a las rejillas de lamas, oyó un débil murmullo de voces distantes, y captó olores de hombres y los penetrantes aromas de especias extranjeras. Tiró del marco de la rejilla con su fuerza sobrenatural y éste se soltó con un chirrido. Se detuvo, pero nadie dio la alarma, así que asomó la cabeza al interior y arrugó la nariz. El olor a especias era abrumador.
El almacén se extendía debajo de ella, un vasto espacio a oscuras ocupado por pilas de barriles, cajones y sacos de arpillera que su sensible nariz le dijo que estaban llenos de pimienta, comino y cilantro. Por debajo de una puerta cerrada que había en el otro extremo se filtraba luz. Volvió la cabeza hacia un lado y otro, en busca de una manera de bajar. El techo se apoyaba en un entramado de vigas, pero la más cercana se encontraba a más de tres metros por debajo de ella, y no era más ancha que el largo de su mano. Bueno, no le quedaba más alternativa que intentarlo.
Se deslizó con los pies por delante a través de la estrecha abertura de la rejilla, proceso en el que se le atascó la espada y se raspó la cadera contra el marco astillado, pero al final quedó colgando de las manos muy por encima del oscuro suelo; entonces miró hacia abajo entre las puntas de los pies para determinar la posición exacta de la viga. Se encontraba un poco desplazada a la izquierda. Se balanceó de un lado a otro hasta adquirir algo de impulso, y entonces se soltó.
Sus pies se posaron sobre ella con precisión pero con demasiada fuerza. Le resbalaron las botas y tuvo que manotear con muy poca elegancia para sujetarse a una viga transversal y así evitar caer sobre las cajas que había debajo. Volvió a escuchar. Todavía no se había dado ninguna alarma.
Con un suspiro de alivio se puso en pie y avanzó de puntillas por las vigas en dirección a la puerta por debajo de la cual se filtraba luz, pero antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia, un sonido atrajo su atención y se detuvo en equilibrio, como un funámbulo. Había latidos y fuegos de corazones hacia su derecha, donde no había esperado que hubiera ninguno, y captó el sonido muy débil de unos susurros.
Ulrika miró en dirección al sonido. En uno de los rincones posteriores del almacén habían erigido una fortaleza con cajones. Parecía un montón casi macizo, pero desde su observatorio elevado vio que el centro estaba hueco. Cambió de trayectoria y saltó hacia una viga lateral, para luego avanzar con mayor sigilo al acercarse a los cajones y mirar al interior del hueco.
En medio había un alto corral para animales desprovisto de techo, y dentro se acurrucaba una veintena de muchachas jóvenes medio desnudas, todas refugiadas a juzgar por su aspecto. Al principio, Ulrika se preguntó por qué no trepaban por los laterales y escapaban, pero una mirada desde más cerca le proporcionó la respuesta. Algunas dormían, otras lloraban, otras se acurrucaban juntas, temblando de frío, pero todas mostraban contusiones, estaban muertas de hambre y en un estado lamentable. Ninguna de ellas habría tenido fuerzas para llevar a cabo una hazaña semejante.
Una furia escarlata inundó a Ulrika, y sus garras se clavaron en la viga sobre la que se encontraba acuclillada; las historias de mujeres jóvenes desaparecidas, la muchacha sacrificada en la bodega abandonada, y ahora aquellas pobres desdichadas. ¿Qué cruel destino les aguardaba? ¿Iban a convertirlas en prostitutas? ¿Las venderían en un puerto extranjero? ¿Serían esclavas?
Gruñó. No serían ninguna de esas cosas. Serían libres, y aquella misma noche. Se volvió y avanzó con cuidado hacia la puerta por debajo de la cual se filtraba luz. No había necesitado ningún motivo adicional para matar a Gaznayev. El hambre que tenía y la condición criminal de aquel tipo habrían bastado, pero ahora la muerte de Gaznayev sería algo más que un simple cumplimiento del juramento que se había hecho a sí misma. Aquello no era villanía corriente. Aquello no era sólo sacudir a los tenderos del barrio para que pagaran por su protección y robar a muchachas ciegas. Aquello era salvajismo, algo propio de las hordas del Caos, y ella no iba a permitir que algo así existiera dentro de sus dominios. Pasaría entre aquellos villanos como una guadaña a través de un campo de trigo hasta llegar a Gaznayev, pero con él se tomaría su tiempo, y cuando hubiera acabado, le entregaría sin protestar la llave de la jaula de las muchachas.
Las voces del interior subieron de volumen. Ulrika se detuvo. Chasqueó un pestillo y se abrió la puerta. Dos matones salieron al almacén, uno grande con el cuello grueso como un buey, y el otro flaco y encorvado.
—Despierta a esas zorras —ordenó el de cuello de buey mientras se dirigía hacia el primer par de puertas grandes—. Los compradores llegarán en cualquier momento.
—Sí, Lenk —dijo el flaco, y echó a andar entre los barriles apilados, en dirección a la muralla de cajones.
Ulrika permaneció inmóvil mientras este último pasaba por debajo de ella y el hombre corpulento descorría los cerrojos de las grandes puertas y se disponía a abrirlas. Estaban a punto de llegar los compradores, los hombres que habían pagado a los matones para que se apoderaran de aquellas muchachas. La mente de Ulrika era un torbellino. Por mucho que ansiara abrirse brutalmente paso hasta Gaznayev, tenía que reconocer que éste no era más que un intermediario. Cualesquiera que fuesen los horrores que aguardaban a las muchachas, los responsables eran los hombres que acudirían a buscarlas, y aquélla podría ser la única oportunidad que tendría Ulrika de descubrir quiénes eran. Gaznayev podía esperar. Ya volvería a por él más tarde.
Se dio la vuelta sobre la viga para observar al flaco, que se acercó a la muralla de cajones y abrió una puerta astutamente camuflada como si fueran dos cajas, una encima de la otra. Desapareció en un túnel que atravesaba la pared, y Ulrika oyó unos fuertes golpes metálicos.
—Despertad, despertad, inmundas putas! —gritó el flaco—. ¡De pie! ¡Vuestros amos llegarán dentro de poco!
Ulrika volvió atrás, hasta situarse sobre las vigas de encima de las cajas, y se asomó a mirar al interior de la jaula. El hombre caminaba en torno a ella mientras golpeaba los barrotes con el pomo de una daga, y sonreía de modo lascivo a las muchachas cuando retrocedían con temor ante él.
—Ojalá hubieran esperado un día más —dijo—. No he acabado de probar la mercancía. —Se encogió de hombros—. En fin. Hay más en el sitio del que habéis venido.
Tras golpear por última vez los barrotes, volvió a atravesar el túnel andando tranquilamente, y cerró la puerta detrás de él mientras las muchachas de la jaula se ponían de pie con lentitud y recogían sus escasas pertenencias. Ulrika se quedó acuclillada en lo alto, meditando. ¿Cuál era la mejor manera de seguirlas hasta que fueran entregadas a sus amos? Y entonces lo supo. Se uniría a ellas. Saltaría al interior de la jaula y… No. Eso no funcionaría, al menos vestida de aquella manera. Pero eso podía cambiarlo, si se daba prisa. Lo único que necesitaba era encontrar una manera de llevarse la ropa.
Miró en torno. Contra la pared posterior del almacén había una pila de abultados sacos de arpillera. Corrió a toda velocidad por las vigas y saltó hacia los sacos de los que se desprendía un intenso olor a especias. Le abrió un tajo a uno de ellos, del que manó un torrente de cúrcuma amarilla. Puso el saco boca abajo para vaciarlo y a continuación se quitó la capa, el jubón y las botas y lo metió todo en el saco.
Descalza, con los calzones enrollados hasta los muslos y ocultos bajo la larga camisa holgada que le había robado a Chesnekov, esperaba parecer una muchacha secuestrada… si mantenía la cabeza gacha. Pero había otro problema. Dudaba de que fueran a mirarla dos veces por llevar el saco, pero el estoque ya era otro cantar. No cabía dentro del saco, y no lo podía llevar a la vista.
Del exterior le llegó el sonido de cascos de caballos y el traqueteo de una carreta. ¡Habían llegado los compradores! Soltó una maldición. No le quedaría más alternativa que ocultar la espada allí y volver a buscarla después. De todos modos tenía la intención de regresar por Gaznayev. La recuperaría entonces.
Saltó otra vez a lo alto de las vigas, y a continuación corrió hasta el cerco de cajones. Ante las grandes puertas, el tipo de cuello de buey y el flaco gesticulaban para dirigir la entrada de la carreta en el almacén, mientras el cochero hacía que los caballos recularan. Ya sólo le quedaban unos segundos. Tendió el estoque a lo largo, sobre una viga, y luego se dejó caer hacia los cajones con el saco de arpillera. Algunas de las muchachas la oyeron y alzaron la mirada. Les hizo un gesto para que se apartaran, y a continuación saltó dentro de la jaula, entre ellas. Se oyeron unos pocos chillidos y bruscas inspiraciones, pero la mayoría de las cautivas le dedicaron una mirada vacía, completamente perdidas en su desdicha.
Ulrika miró a las muchachas que habían gritado, se llevó un dedo a los labios y a continuación hizo todo lo posible por imitar a las de mirada ausente, encorvando los hombros y dejando caer la cabeza, con el saco que contenía su ropa apretado sin demasiado entusiasmo contra el pecho. Le habría gustado tener alguna manera de cubrirse el pelo, pero se trataba de un imposible. Si se fijaban en ella, los mataría de inmediato y buscaría otra manera de encontrar al resto más tarde.
Se abrió la puerta oculta en la muralla de cajones, y el matón de cuello de buey, acompañado por el tipo flaco, condujo a través del túnel a tres hombres que llevaban capa con la capucha puesta hasta la jaula.
—Aquí las tenéis, señores —dijo el de cuello de buey, al tiempo que alzaba una linterna—. La pesca de la semana. Todas tan sanas y felices como podáis desear.
Ulrika alzó la vista justo lo suficiente para mirar a los recién llegados. No les veía la cara, oculta en las profundidades de la capucha, y además llevaban un grueso velo negro que les ocultaba el rostro. Sin embargo, no había duda de que se trataba de hombres. Oía el corazón que les latía dentro del pecho.
El primero de ellos sacó una bolsita de cuero del interior de una manga y se la entregó al de cuello de buey sin decir una sola palabra, para luego hacerle un gesto al tipo flaco con el fin de que abriera la jaula. El hombrecillo se estremeció al volverse, luego hizo girar una llave en la cerradura y abrió la puerta enrejada.
—Salid, zorras —dijo, y golpeó la jaula con el manojo de llaves—. Vamos. Moveos.
Las muchachas avanzaron con temor, arrastrando los pies, y Ulrika salió con ellas, con la cabeza tan baja como pudo. Sintió un estremecimiento en la espalda al pasar entre los hombres de las capuchas, convencida de que se darían cuenta de que no era como las otras y se fijarían en ella, pero no parecieron darse cuenta de nada, y ella siguió a las otras cautivas a través del túnel que atravesaba la muralla de cajones, hasta salir por el otro lado.
Directamente frente a la puerta había una carreta totalmente cerrada —como una caravana strigany pero sin la decoración colorida de éstas—, con una rampa que ascendía hasta una puerta abierta en la parte posterior. Algunas de las muchachas se pusieron a chillar en cuanto la vieron, y no quisieron seguir adelante, pero otros dos hombres con capa y capucha las azuzaron con palos para que continuaran, y subieron, temerosas, por la rampa hasta el oscuro interior.
Ulrika entró en el vehículo junto con el resto, y para cuando estuvieron todas dentro, con la puerta cerrada y asegurada, se encontraron tan apretadas como sardinas en lata y despidiendo el mismo olor. La pequeña caja de la carreta olía a miedo, heces y muerte, y estaba tan oscura como un ataúd.
Un momento después se oyó el restallar de un látigo. La caravana dio una sacudida brusca, y se pusieron en marcha. Ulrika se preguntó qué distancia iban a recorrer. ¿Y si salían de la ciudad? ¿Y si las sacaban del país? ¿Y si las hacían salir del vehículo a la luz del día? Se encogió de hombros. Se enfrentaría a ese dragón cuando lo tuviera delante. Ya había poco que pudiera hacer al respecto.
Junto a ella, una de las cautivas comenzó a llorar, un sonido cansado y sin esperanza. Ulrika rodeó a la muchacha con un brazo e intentó no pensar en la sangre que fluía con el pulso del corazón por debajo de su piel.
Pasado un breve rato, la carreta aminoró la marcha y efectuó un giro cerrado para luego descender una cuesta bastante empinada. Todas las muchachas del interior del vehículo se tambalearon y se apelotonaron hacia la parte delantera, hasta que el vehículo recuperó la horizontal y se detuvo. Del exterior les llegaron voces apagadas, y luego, con golpeteos y crujidos, se abrió la puerta. Las muchachas se volvieron como flores hacia el sol, y parpadearon a la mortecina luz del friego que entró del exterior.
Dos hombres con capucha colocaron la rampa, y luego indicaron a las muchachas por gestos que salieran. Obedientes, ellas avanzaron trabajosamente, y Ulrika las siguió al tiempo que recorría el entorno con la mirada. La carreta se había detenido en un rincón de una enorme cámara abovedada llena de sombras amenazadoras y humo. Desde algún lugar de lo alto soplaba un viento frío que azotaba el fuego que ardía en un brasero cercano y proyectaba una luz oscilante sobre hileras de gigantescas cubas de latón y barriles de madera más altos que un hombre. También se reflejaba en una gran colina de botellas de cristal vacías que, apiladas en un rincón, destellaban como un millar de ojos rojos. El lugar olía a grano fermentado y licor fuerte; era una destilería de kvas, al parecer, aunque abandonada desde hacía mucho tiempo.
—Por aquí, niñas —dijo un hombre con capucha al tiempo que les hacía gestos con una botella de kvas vacía que tenía en una mano. Las condujo hasta un nicho arqueado que había en la pared de piedra, en el interior del cual habían instalado una puerta de barrotes de hierro.
«Nos sacan de una jaula para meternos en otra», pensó Ulrika.
El hombre abrió la puerta, y luego sopló ociosamente sobre la boca de la botella, a la que arrancó un sonido hueco, como de sirena de barco, mientras otros dos hombres con capucha conducían a las muchachas al interior. Ulrika dejó que la hicieran entrar junto con las otras porque vio que los barrotes eran viejos y estaban oxidados, y no la retendrían si ella no lo deseaba. Primero quería ver qué tenían intención de hacer con ellas sus captores.
No tuvo que esperar mucho. El hombre de la botella retuvo a la última muchacha y luego encerró al resto. La muchacha luchó cuando los dos hombres la sujetaron y se la llevaron al otro lado de la cámara, hasta el espacio abierto que quedaba entre las cubas.
Ulrika se abrió paso entre las otras hasta llegar a los barrotes, y vio que en la tierra endurecida del suelo de la bodega habían excavado un canal circular poco profundo, y que los bordes estaban recubiertos de sangre seca.