ONCE
La pastora
Ulrika se levantó y salió a paso lento por la puerta delantera —prefirió que no la vieran salir por la entrada trasera detrás de los matones—, y luego continuó a paso ligero calle abajo, en busca de una manera de llegar a la parte posterior del edificio. Había un callejón más adelante. Aceleró el paso en su dirección.
Al girar en el callejón vio a un hombre que caminaba encorvado delante de ella, mirando de un lado a otro y llamando hacia las sombras.
—¡Lushaya! Lushaya, ¿estás aquí?
Levantó la mirada, y al ver que Ulrika avanzaba hacia él, le tendió unas manos implorantes.
—¿Habéis visto a mi hija, mi señor? ¿Habéis visto a mi Lushaya?
—Es «mi señora» —replicó Ulrika, que lo empujó para abrirse camino mientras aguzaba los sentidos en busca de los fuegos de los corazones de los matones. Los descubrió hacia la izquierda, y giró en un callejón lateral para ir tras ellos. El hombre que había quedado atrás la maldijo, y luego empezó a llamar otra vez a su hija.
Ulrika dio alcance a los tres matones una manzana más adelante, justo cuando entraban en el patio de servicio de una pequeña posada. Esperó en las sombras hasta que entraron, luego escaló la pared posterior de un desvencijado edificio de viviendas de tres plantas que se alzaba junto al patio, y avanzó tan silenciosamente como un gato por el tejado para poder observarlos desde lo alto.
Shanski llamó con los nudillos a la puerta posterior de la posada, que al cabo de un momento se abrió apenas una rendija, y un anciano le entregó una bolsita de monedas, tras lo cual se dispuso a cerrar otra vez. Shanski metió un pie dentro y le impidió hacerlo.
—Espera, Grigo —dijo—. Deja que primero lo cuente.
—Está todo —replicó el hombre de la puerta—. Jamás engañaría a Gaznayev. Ya lo sabes.
—Yo sé que si faltara algo, el jefe lo sacaría de mi pellejo —replicó Shanski, riendo entre dientes mientras vaciaba las monedas en la palma de una mano—. Así que…
El hombre miró a su espalda, nervioso, mientras Shanski contaba meticulosamente el dinero. Finalmente, asintió con la cabeza y devolvió las monedas a la bolsa.
—Muy bien, Grigo. Ojalá todos nuestros clientes fueran tan de fiar.
—Ahora vete, ¿quieres? —dijo el hombre, que cerró la puerta y echó la llave en cuanto el matón apartó el pie.
Shanski negó con la cabeza.
—Uno diría que con el servicio que les prestamos se alegrarían más de vernos. Ingratos.
Metió la bolsa en un escondrijo del abrigo de pieles y a continuación hizo un gesto a sus dos matones para indicarles que regresaban al callejón. Ulrika no estaba dispuesta a permitirles llegar a él. Se tensó sobre el borde del tejado y luego saltó silenciosamente al patio. Los hombres lanzaron un grito de sorpresa cuando Ulrika aterrizó entre ellos sobre las puntas de los pies y de los dedos de las manos y dejó salir bruscamente colmillos y garras.
—Sanguijuelas —susurró, al tiempo que se erguía y sacaba el estoque y la daga de sus fundas respectivas.
—¡Matadlo! —bramó Shanski, al tiempo que reculaba con los ojos desorbitados.
Los dos matones se lanzaron a defenderlo, blandiendo porras reforzadas con bandas de hierro. Ella los esquivó con facilidad y a continuación asestó tajos a diestra y siniestra. Los hombres bramaron cuando las hojas de las armas les abrieron tajos en los hombros y los costados. Podría haberlos matado al instante, pero no quería hacerlo. De repente, toda la frustración de la noche llegó al punto de ebullición en su interior —todo su enojo contra Max, toda la decepción que sentía por el hecho de que no habría guerra en la que luchar, toda su ansiedad por no saber qué suerte había corrido Félix—, y estalló en un furioso torbellino de violencia. Con el estoque cortó a tiras las manos y las piernas de los matones, les sacó los ojos con la daga, les abrió el vientre, los pateó, abofeteó y destripó hasta que se desplomaron como amasijos ciegos y gimientes.
Shanski, paralizado en la verja de entrada durante el frenético ataque de la mujer, chilló y huyó hacia el callejón cuando Ulrika levantó la mirada hacia él. Con dos estocadas veloces como el rayo atravesó a los bravucones que gimoteaban y a continuación salió corriendo tras el jefe. El matón abrió empujando con el hombro la verja del patio de un alfarero que había al lado de la posada, y la cerró de golpe tras de sí. Ella saltó por encima como si no existiera, y de una patada lo derribó boca abajo sobre el fango.
El matón rodó para quedar boca arriba en el momento en que ella se detenía a su lado.
—¡No me mates! —lloriqueó el hombre, mientras rebuscaba con desesperación dentro de su abrigo—. ¡Por favor, tengo oro! —alzó hacia ella un puñado de bolsitas con cierre de cordel.
Ulrika estuvo a punto de cortarle las manos sólo para oírlo gritar, pero luego se contuvo. No tenía ninguna necesidad de oro, pero conocía a alguien que sí la tenía. Envainó la daga y se apoderó de unas cuantas de las bolsitas que le ofrecía.
—Devolverás lo que has robado —dijo, y se las metió dentro del justillo de cuero.
—Sí, sí —balbuceó él—. Todo.
—Pero yo quiero algo más.
Lo aferró por el cuello del abrigo y lo levantó del suelo de un tirón, para luego, antes de que el hombre pudiera adivinarle las intenciones, clavarle los dientes en el cuello. El bravucón empezó a chillar y a debatirse, pero se debilitó con rapidez y sus gruñidos de miedo se convirtieron en gemidos de placer. También ella gimió, porque aunque la sangre de aquel tipo sabía a kvas de mala calidad y carne quemada, era tibia, rica y embriagadora, y le inundaba las venas de fuerza, fuego y satisfacción.
Había bebido casi hasta hartarse cuando le llegaron voces desde el patio en el que había matado a los otros dos matones, y vio luces procedentes del mismo lugar. Dejó de beber y apartó los labios del cuello de Shanski.
—¿No lo habéis oído? —dijo la voz de Grigo—. Yo creí oír… ¡Por la luz de Dazh! ¡Mirad eso!
—Que Ursun nos proteja —dijo una segunda voz—. ¿Quién ha hecho eso? ¿Un animal?
—Son los muchachos de Gaznayev. ¡Acabo… acabo de pagarles!
—No pensarás que él va a pensar que nosotros…
—¡Demonios! ¡Espero que no! —exclamó Grigo con temor.
—¿Dónde… dónde está ese gordo bastardo de Shanski? —preguntó la segunda voz—. ¿No has dicho…?
—Sí. Será mejor echar un vistazo. Si está vivo, podrá decirle a Gaznayev que no hemos sido nosotros. Recoge las pistolas de Mikal y acompáñame.
Durante un momento se oyó el sonido de arrastrar de zapatos, y luego dos pares de pies atravesaron el patio hacia la derecha de Ulrika. Ella degolló a Shanski, luego depositó silenciosamente el cuerpo en el suelo y miró a su alrededor. Si entraba en el callejón, los hombres la verían, y llevaban pistolas. Pero la parte posterior de la alfarería tenía media pared de madera y resultaba fácil de escalar. Corrió hacia ella y saltó, para luego encaramarse a toda velocidad como un gato.
Justo cuando llegaba al tejado, le llegó la voz de Grigo desde el callejón.
—¡¿Qué es eso?! ¡Ahí arriba! ¡Dispárale!
Ulrika se lanzó al otro lado del tejado en el momento en que la detonación de un disparo de pistola resonaba detrás de ella, y luego gateó hasta el borde que daba a la calle principal. Debajo de ella tenía la puerta delantera de la taberna de Grigo, por la que entraba y salía gente. Por ahí no. Corrió agazapada a lo largo de la hilera de edificios hasta llegar al final de la manzana, y miró hacia abajo: una callecita lateral, estrecha y desierta. Mucho mejor. Aterrizó sobre la callejuela sin pavimentar con un golpe sordo, casi silencioso, y aguzó el oído. Desde lejos le llegó la voz de Grigo y del otro hombre que se comunicaban a gritos, pero parecían ir en la dirección contraria. Bien. Se puso de pie y se miró la ropa. Por suerte, esta vez había ejecutado la carnicería desde una mayor distancia, y parecía que no se había manchado de sangre. Se limpió la boca con un pañuelo sólo para asegurarse, y luego sacó una de las bolsitas de monedas que le había quitado a Shanski y yació el contenido en una mano.
Eso sería más que suficiente.
Para cuando Ulrika volvió a entrar en la Jarra Azul, el tabernero estaba recogiendo jarras y vasos, mientras los estudiantes y los viejos recuperaban sus abrigos y sombreros. Sobre el escenario, la muchacha ciega limpiaba el diapasón de la balalaica con un trapo. Ulrika suspiró con alivio. Llegaba a tiempo. Se acercó al escenario y metió el puñado de monedas de oro dentro del estuche del instrumento. Intentó no hacer ruido, pero la muchacha la oyó y dio la impresión de saber cuántas monedas había dejado, porque levantó la cabeza con los ojos muy abiertos.
—Gra… gracias, señor —dijo.
Ulrika estuvo a punto de corregirla, pero luego se contuvo. No quería hablar con la muchacha. No quería descubrir que era vulgar, o tonta, o codiciosa. Quería que continuara siendo la persona que parecía ser cuando cantaba, un espíritu del hogar puro y perfecto, no contaminado por las realidades de ganarse la vida en una ciudad dura. Así pues, en lugar de responder le hizo una reverencia —algo absurdo, ya que la muchacha no podía verla—, tras lo cual dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.
Cuando echó a andar calle abajo, Ulrika descubrió que su paso era alegre. Tal vez sólo se debía a que la sangre de Shanski la calentaba y embriagaba, pero se sintió terriblemente noble y virtuosa, y sonrió al pensar en la muchacha contando las monedas y descubriendo el inesperado regalo que ella le había hecho. El matón le había robado monedas de plata y cobre, pero Ulrika las habían reemplazado por monedas de oro. Era como un héroe de melodrama trillado que derrota a un arrogante villano y salva de la desgracia a una doncella pobre pero virtuosa.
Ese pensamiento la llevó a otro que, al adquirir forma, hizo que ralentizara el paso. Con una claridad súbita y meridiana supo entonces cuál era la respuesta a las preguntas que habían estado atormentándola desde que Chesnekov le había dicho que las hordas no acudirían a asediar Praag. Le habían dado vueltas por la cabeza durante toda la noche. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a vivir? ¿Por qué molestarse en continuar haciéndolo?
La muchacha ciega le había dado la respuesta. Sus canciones habían hecho que Ulrika recordara a su padre, un señor sabio y noble que sentía afecto por sus campesinos y los protegía. Las canciones también habían hecho resurgir a la kislevita que llevaba dentro. Había pasado tanto tiempo fuera de su tierra natal, y recientemente la habían cambiado tanto, que había estado a punto de olvidar su herencia y cuánto amaba su patria. Pero gracias a las canciones había vuelto a recordarlo, y esto, combinado con su juramento de sólo hacer presa en los depredadores, había dado a luz la idea de una forma de vida con la cual podía estar de acuerdo y, de hecho, sentirse orgullosa de ella.
Se quedaría allí, en Praag, donde seguiría el noble ejemplo de su padre y protegería a la gente de la ciudad de los monstruos como Shanski. Puede que las hordas no acudieran a poner cerco a la urbe, pero ella aún tendría la posibilidad de perderse en la matanza —y hacerlo sin que le remordiera la conciencia—, porque Praag le proporcionaría un interminable suministro de villanos de los cuales alimentarse. Era una solución perfecta.
Volvió a acelerar el paso, al quitarse por fin de encima el peso que la había estado agobiando durante tanto tiempo. Era buena cosa tener un plan. Ya podía pensar en encontrar un sitio en el que alojarse, y en el modo de pasar a formar parte del tejido de la ciudad.
Se dispuso a cruzar la calle con renovada decisión, pero entonces tuvo que apartarse a un lado cuando tres borrachos giraron en una esquina, andando a trompicones y charlando animadamente entre sí.
—¿Lo has visto? —dijo el primero—. Tenía la garganta cortada con tanta precisión como quieras, pero no le quedaba ni una sola gota de sangre. Como un pellejo de vino vacío, así lo han dejado.
—Y Grigo dice que vio un murciélago del tamaño de un hombre subir volando hasta el tejado de la casa de Danya, el alfarero —añadió el segundo.
—No era ningún murciélago —intervino el tercero con voz pastosa—. Era un hombre. Pero volaba como un murciélago. Es lo que yo oí.
Ulrika se subió el cuello de la gruesa capa de viaje y continuó andando deprisa, gimiendo para sí mientras, a lo lejos, un violín tocaba una alegre tonada. Si iba a proteger a los habitantes de Praag, tendría que ser más discreta en el modo de hacerlo, o acudirían a la guardia gritando para que los protegieran de su protectora.
* * *
Una hora más tarde, cuando en el este el cielo comenzaba a clarear y pasaba del negro al gris carbón, Ulrika atravesó el demolido Novygrad en busca de un lugar en el que poder pasar el día. Había decidido que, mientras no se hubiera orientado, las profundidades de las proscritas ruinas constituirían el escondite más seguro para ella. Puede que la gente estuviera reconstruyendo en la periferia, pero las zonas más cercanas al lugar por el que las hordas habían entrado a través de la derrumbada muralla de la ciudad no sólo estaban destrozadas y quemadas, sino también deformadas por los terribles poderes lanzados contra ellas. Edificios de ladrillo y piedra se habían fundido hasta transformarse en vidriados montículos negros, y se rumoreaba que fantasmas y espíritus se deslizaban entre ellos, gimiendo, llorando y matando de espanto a quienes tenían la osadía de invadir su territorio.
A Ulrika no la inquietaban esos rumores. De hecho, los, agradecía. Si la gente les tenía miedo a las ruinas, las evitarían, y no la molestaría nadie salvo, tal vez, los fantasmas, y a ésos ya no les tenía miedo.
En una calle donde extrañas enredaderas de color púrpura atravesaban los negros escombros de los edilicios, Ulrika encontró una casa que parecía adecuada: un edificio de viviendas con la planta baja intacta, cosa que significaba —o al menos eso esperaba—, que no se colaría ni un rayo de sol al interior de la bodega. Pasó por encima de las puertas destrozadas en busca del modo de bajar, y en la parte posterior encontró una estrecha escalera de madera, aunque estaba derrumbada en parte.
Ulrika se acuclilló para examinar el umbral. Había huellas recientes en el polvo, y de abajo le llegó olor a sangre derramada, que, aunque no era reciente, tampoco era vieja. No captó ningún latido al aguzar el oído, pero de todas maneras desenvainó el estoque y la daga antes de comenzar a descender por la escalera mientras miraba con precaución hacia las sombras.
La bodega era un agujero con suelo de tierra e hileras de pilares de ladrillo en los que se apoyaba la bóveda de cañón, y al principio no vio nada que pudiera explicar el olor a sangre. Pero cuando se adentró más en la oscuridad vio, asomando de detrás de un pilar, una mano y un brazo tendidos sobre el suelo. Rodeó el pilar en estado de alerta y descubrió una escena espeluznante. Daba la impresión de que otros habían estado aprovechándose de la privacidad que ofrecían las ruinas.
La mano y el brazo pertenecían a una muchacha de no más de diecisiete años, que yacía muerta, abierta de brazos y piernas en el centro de un círculo formado por un canal somero que parecía haber sido trazado en el suelo de tierra con un palo. Ulrika hizo una mueca de dolor al ver que las manos y los pies de la muchacha habían sido clavados al suelo con gruesas estacas, y que debajo de ellos habían abierto pequeños surcos conectados con el círculo, de modo que la sangre de las heridas pudiera fluir al interior del canal y formar un trazo rojo en torno a ella. En el cuerpo de la víctima habían sido dibujados a cuchillo extraños símbolos, pero Ulrika no vio ninguna herida fatal. Daba la impresión de que la muchacha había muerto de terror. Su cara estaba petrificada en un alarido, la boca y los ojos abiertos de par en par, y las extremidades rígidas de tensión.
Al detenerse junto a ella, Ulrika reparó en una magulladura en forma de círculo purpúreo que había entre los pechos de la joven. Tenía alrededor de dos centímetros y medio de diámetro y parecía un mordisco amoroso, salvo por el hecho de que era un círculo perfecto y ligeramente hinchado. No podía imaginar que algo parecido fuese la causa de la muerte —ni siquiera había agujereado—, pero tenía algo espeluznante y desagradable que hacía que no deseara continuar mirándolo.
Al apartar la mirada vio una pila de ropa en un rincón. Era ropa de muchacha, por supuesto, pero había un montón de ella, más de la que una joven podría llevar puesta a la vez. Seis vestidos, todos remendados, y también chales, corpiños, gorros y zapatos, y una pequeña flauta dulce rota.
Ulrika gruñó, colérica, al recordar al hombre del callejón que le preguntó si había visto a su hija, y a los soldados de la taberna Jabalí Blanco que se lamentaban de la desaparición de una cantante callejera. De repente, tuvo la certeza de saber qué les había sucedido. ¡Qué vileza! Desde luego, nunca pasaría hambreen aquella ciudad.
Suspiró, y luego echó a andar otra vez hacia los escalones. Habría podido quedarse y dormir allí. Dudaba de que los adoradores del Caos regresaran durante el día, y el cadáver no era más que un cuerpo vacío, pero le resultaba demasiado lastimoso. Buscaría otro lugar para descansar.
* * *
Tras pasar el día ocultándose del sol dentro del horno de ladrillo del sótano de una panadería en ruinas, Ulrika despertó y volvió a atravesar la ciudad, pasando otra vez ante la torre de los Hechiceros y cruzando el puente Karlsbridge hasta el distrito de la Academia, para volver a la taberna Jarra Azul. Y aunque la muchacha ciega estaba allí, y cantaba tan maravillosamente como la noche anterior, no era ella el motivo por el que Ulrika había acudido al local.
La noche antes, Shanski había mencionado a su jefe, alguien llamado Gaznayev, y Ulrika suponía que si ese Gaznayev se había enterado de que tres de sus matones habían sido asesinados mientras llevaban a cabo las rondas habituales, enviaría a alguien a investigar. Con un poco de suerte, lo único que tendría que hacer sería esperar, y los bravucones irían a husmear por ahí. Entonces podría seguirlos hasta la guarida del jefe y matarlo, con lo cual destruiría de raíz el chanchullo de la protección. Sonrió, anhelante ante la perspectiva de los estragos que iba a causar y la sangre que iba a derramar, y todo sin atisbo de culpabilidad ni temor a las consecuencias.
Esa noche iba vestida con el jubón y los calzones de terciopelo negro que se había llevado de casa de Gabriella, remendados tras sus desventuras con los guardias de caminos. También se había lustrado las botas y cepillado su capa negra de buena calidad. Las polvorientas prendas de cuero y de tela gastada que había cogido de las diversas víctimas a lo largo del recorrido hasta allí habían constituido un buen disfraz para el camino, pero en Praag hacían que pareciese una refugiada, y aunque ése era un aspecto que le permitiría desvanecerse entre la multitud, le impedía el paso a los lugares más elegantes, y no era el tipo de cosas que vestía una protectora noble cuando se paseaba entre su grey.
Sabía que eso no era prudente, que con esa ropa masculina, su estatura y corto pelo blanco conformaba un personaje fácilmente reconocible, pero tras haber visto desfilar las modas al uso en Praag durante la noche anterior, decidió que vistiendo de esa manera estaría más segura allí que tal vez en cualquier otro lugar del mundo. Pues en un sitio donde los nobles llevaban máscaras enjoyadas, los niños se ponían colorete, las niñas exhibían corsés, los estudiantes lucían elaborado vello facial y los soldados se tocaban con sombreros de armiño del tamaño de calabazas, ella sería una más en una gran muchedumbre de personajes extravagantes, no más que otra rareza en una ciudad de rarezas, y creía que nadie le dedicaría una segunda mirada.
Justo cuando pensaba esto, sintió unos ojos sobre ella. Se volvió esperando ver a un matón observándola, o a un guardia, o a un severo agente del servicio secreto, pero no se trataba de ninguno de ellos. Un joven, al que se le veía la empuñadura de un estoque debajo de los ropones grises de estudiante de arte, se encontraba sentado contra la pared del fondo, con los hombros caídos, y la observaba desde debajo de una cascada de lacio pelo negro. Su cara era tan afilada y puntiaguda como la de un lobo, su mirada de ojos oscuros era igual de cruel, y casi con total seguridad se trataba de un vampiro.