DIEZ
Canciones del hogar
Ulrika se quedó mirando como la pálida mujer se entregaba a los brazos de Max y lo besaba con pasión. Las manos del hombre descendieron por la espalda de ella para sujetarla por la cintura, y luego la cortina volvió a caer y desaparecieron de la vista.
Estremecimientos de furia hicieron temblar los brazos de Ulrika, y clavó profundamente las garras en la corteza de la rama. De su garganta surgió un gruñido grave al tiempo que adelantaba el cuerpo y se agazapaba como un gato al acecho. ¡Cómo se atrevía a tomar otra amante! ¿No había recorrido ella mil quinientos kilómetros para verlo? ¿No había huido de una vida de lujos para estar con él? ¿Y era así como se lo pagaba? Tenía ganas de hacerlo pedazos. Tenía ganas de hacerlos pedazos a los dos. ¡Atravesaría la ventana en medio de una lluvia de cristal y los descuartizaría! Sabía que había protecciones mágicas en la casa. No le importaba. Furiosa como estaba, las atravesaría como si no fueran más que niebla, y atacaría antes de que Max o la mujer pudieran preparar cualquier encantamiento.
Se preparó para saltar, los músculos de sus piernas se tensaron, pero una vocecilla en su interior se rió de ella y le dijo que estaba comportándose de manera ridícula. ¿De qué tenía que estar celosa? Ella y Max nunca habían sido amantes, o al menos ella no tenía ningún recuerdo de que lo hubieran sido. Cabía la posibilidad de que hubiesen llegado a serlo con el tiempo, pero Adolphus Krieger había intervenido y la había raptado.
Ulrika intentó no hacer caso de la voz. Tal vez nunca llegaron a consumar su amor, pero ella había estado enamorada de Max, y él de ella. ¡Ulrika lo sabía! Y de ello sólo hacía cuatro meses. ¿La había olvidado con tanta rapidez?
Max había sido fiel durante más tiempo que ella, le recordó la voz interior. ¿Acaso Ulrika no se había entregado a Krieger apenas dos semanas después de que la raptara?
Sí, pero Krieger usó su carisma antinatural para debilitar la voluntad de ella, se excusó Ulrika. Cuando eso había sucedido, no era ella misma.
¿Ah, no? ¿Y cuál era su excusa en el caso de Friedrich Holmann? Él no la había seducido; de hecho, había sido al revés. Y ni tan sólo pensó en Max, ¿verdad? Él ni siquiera había tenido un lugar en su mente. ¿Y qué esperaba, en cualquier caso? Max sabía que ahora era un vampiro. ¿Acaso pensaba de verdad que él iba a languidecer de añoranza durante el resto de su vida por ella, una mujer a quien nunca volvería a ver y a quien no podía tener?
Ulrika relajó su postura y bajó la cabeza. El viento le llevó las débiles notas de un violín lejano. Sintió que estaba de acuerdo con él. Era una estúpida. ¿Por qué había acudido allí? Cada una de las razones que tenía, todas las esperanzas puestas en lo que Praag le daría, se habían derrumbado y convertido en polvo en cuanto posó los ojos sobre la ciudad. Las hordas no acudirían, su tierra natal no se encontraba en peligro, Félix estaba perdido, tal vez muerto, y Max había continuado con su vida. Allí no le quedaba nada, ni siquiera la tumba de su padre, porque lo habían quemado en una pira, en Sylvania.
Se desplomó contra el tronco del árbol, con la sensación de estar vacía y perdida. Praag debería de haberle proporcionado un propósito, algo que hacer durante los interminables años de su eternidad. ¿Qué iba a hacer ahora con ellos? No tenía amigos, no encajaba en ninguna parte. No podía vivir entre los humanos y no podía soportar vivir entre vampiros. ¿Qué iba a hacer? ¿Adónde iría?
Un apagado grito de éxtasis y una ondulación de las cortinas del dosel de la cama hicieron que volviera a mirar por la ventana y a continuación apartara la vista. Con un suspiro, bajó del árbol. Puede que no supiera adónde quería ir, pero sí sabía que no quería quedarse allí. No podía soportarlo.
Después de eso, Ulrika deambuló sin rumbo, con la mente entorpecida y actitud desganada. Se sentía demasiado perdida como para pensar, demasiado apesadumbrada como para enfrentarse con el dilema que tenía delante. Ni siquiera el hambre lograba atravesar la niebla de su estado anímico. Seguía una u otra calle al azar, deslizándose entre los grupos de refugiados, mendigos y borrachos como si fuera un fantasma: invisible, sin ver nada, sin que la afectaran la miseria y la locura que la rodeaban. Pasó ante un grupo de poetas que, por sólo una moneda, escribían un poema de duelo para los parientes que cualquiera hubiera perdido en la guerra. Pasó junto a toda una compañía de soldados armados hasta los dientes que descendían, uno a uno, por un agujero que permitía acceder a las cloacas, mientras miembros del cuerpo de enfermería empleaban un cabrestante para izar soldados muertos a través del mismo agujero, a los cuales tendían en la calle en ordenadas filas. Pasó ante el Teatro de la Ópera, con sus estatuas y sus desperfectos, y en torno a las barricadas que rodeaban la torre de los Hechiceros, la enorme construcción en ruinas que en otros tiempos había albergado el colegio de magia de Praag, y que a veces era conocida como la torre de Fuego a causa de la descomunal explosión que destruyó los pisos superiores durante la Gran Guerra.
Al salir de la larga sombra que la torre proyectaba a la luz de la luna, cruzó por el puente Karlsbridge, tendido sobre el río Lynks, y se adentró en la mitad occidental de la ciudad, rodeando el enorme parque que los gobernantes del pasado de Praag habían dedicado a Magnus el Piadoso después de la victoria obtenida por éste sobre Asavar Kul, y se internó en el área de edificios abuhardillados y tabernas de baja estofa que rodeaban la famosa Academia de Música de Praag y su Colegio de Arte, los cuales estaban situados en la esquina noroeste del parque.
Las calles de la zona estudiantil eran estrechas y sinuosas, y estaban más desiertas que las del barrio de los Comerciantes. Muchas de las tabernas se encontraban tapiadas con tablones, al igual que unas cuantas de las tiendas que vendían o reparaban instrumentos musicales o imprimían partituras. En las paredes se veían, pintadas de manera tosca, las palabras «cerrado por quiebra» o «cerrado temporalmente». Pero aunque las calles estuvieran desiertas, el aire continuaba inundado por la música. Salía de las pocas tabernas que continuaban abiertas, y manaba de las pequeñas flautas dulces de sonido agudo que tocaban los mendigos que permanecían acuclillados en las sombras, y de las gargantas de los guardias que murmuraban entre sí mientras hacían su solitaria ronda.
Ulrika se encontraba demasiado atrapada dentro del lóbrego torbellino de sus pensamientos como para prestar atención a aquella cacofonía. ¿Debería quedarse en Praag? ¿Debería marcharse a alguna otra ciudad? ¿Debería volver junto a Gabriella? No podía. Había jurado que no lo haría. Pero ¿qué más podía hacer? ¿Debería ir en busca de Félix? ¿Por dónde tenía que empezar? ¿Y qué pasaría si descubría que él había continuado con su vida y encontrado a otra mujer, como había hecho Max? ¿Lo mataría? ¿Se suicidaría? No lo sabía.
Entonces, una voz atravesó la oscuridad, la voz de una muchacha, alta y clara, cantando con dulzura a lo lejos. Al principio, Ulrika no le hizo más caso que al resto de la música que la había asaltado, pero luego la melodía atrajo su atención. Era una canción que solían entonar por las noches los labriegos de las tierras de su padre, una triste balada folclórica de los Ungol que hablaba de un muchacho que había ido a la guerra y de una muchacha que se había quedado en casa.
Ulrika se detuvo y dio la vuelta a la cabeza para oír mejor. Recordó a la vieja Anatai, la cocinera de su padre, cantando esa misma canción mientras arrastraba los pies por la cocina para preparar la cena. Recordó a un joven soldado de caballería herido cantándola junto al fuego después de una mortífera batalla contra los trolls. Recordó que ella misma la había cantado al abandonar las tierras de su padre para viajar al Imperio por primera vez. Tragó con dificultad. La canción tiraba de ella como si se le hubiera metido dentro del pecho y cerrado los dedos en torno a su corazón.
Sus pies comenzaron a andar en dirección al canto como por voluntad propia, girando en esquinas y cruzando calles, hasta que al fin llegó a un desvencijado salón de kvas situado a media manzana. El cartel, con forma de jarra azul, colgaba de un cordel por encima de la puerta, y a pesar del crudo frío de la noche de principios de primavera había soldados Kossar con guantes sin dedos y gorra de pieles sentados en el exterior, en taburetes de tres patas, bebiendo en pequeños vasos de terracota.
Ulrika pasó cuidadosamente entre ellos y se agachó para atravesar la puerta baja. En el interior había una gran sala cuadrada con mesas de caballetes por todas partes. Estaba casi tan desierta como la calle. Había unos cuantos viejos encorvados ante la barra, unos grupos de estudiantes ataviados con amplias túnicas, y mujeres de gran vulgaridad reunidas en torno a algunas mesas, pero eso era todo.
Ulrika no les dedicó siquiera una segunda mirada. Toda su atención había sido acaparada por la dueña de la voz, una figura esbelta y de piel olivácea que estaba sentada en un banco en el centro del escenario con una vieja balalaica sobre el regazo. Era una jovencita muy atractiva, con el espeso pelo oscuro y los ojos almendrados de los ungol y la nariz recta y los pómulos altos de los gospodar: se trataba de una hermosa mestiza. Su ropa era vieja y estaba muy remendada, si bien limpia y decorosa —la ropa de una campesina—, aunque Ulrika dudaba de que hubiera hecho muchos trabajos de granja en su vida porque, debido a la postura de la cabeza de la joven al cantar, tuvo la certeza de que era ciega.
Llegó al final de la canción con una última nota aguda y temblorosa, y se oyeron aplausos de los estudiantes y las mujeres, así como algunas ásperas felicitaciones por parte de los viejos de la barra. Algunos de los estudiantes echaron monedas al interior del estuche de la balalaica, que yacía, abierto, a los pies de la muchacha, y ella inclinó la cabeza para dar las gracias cada vez que oyó tintinear las monedas unas contra otras.
—Gracias, señores —dijo, con fuerte acento del norte, y a continuación comenzó otra canción.
Ulrika también la conocía. Su madre la cantaba a menudo antes de morir, y cuando eso ocurrió, su padre lloraba siempre que alguna otra persona la cantaba: era la historia de una joven novia a quien había alejado del lecho nupcial algo que la llamaba desde el bosque, y de quien nunca volvió a saberse nada, pero el novio la siguió buscando durante el resto de su vida.
Ulrika encontró una mesa que estaba en sombras, alejada de los demás clientes, y escuchó a la muchacha, que cantó balada tras balada con su dulce voz clara. Las canciones le resultaban dolorosas al oírlas. Cada una era como un cuchillo que se le clavara en el corazón, pero Ulrika no quiso marcharse. El dolor era terrible, pero los recuerdos que manaban de las heridas eran exquisitos, y bien valían el sufrimiento que estaba soportando: ella sentada en el regazo de su padre, en el gran comedor, mientras los músicos tocaban una animada danza tradicional y los campesinos bailaban en complejos círculos; su madre cantándole hasta que se quedaba dormida después de haber tenido una pesadilla; ella que salía a cabalgar con los lanceros cuando era apenas lo bastante grande como para montar un caballo, y cantando con su vocecilla chillona la misma canción de marcha que vociferaban ellos; besando a Yusin, el hijo del herrero, detrás de la forja mientras el padre del muchacho silbaba una tonada al ritmo de los golpes del martillo; bailando con Félix antes de que él partiera hacia los desiertos del Caos con sus compañeros enanos; reuniéndose con su padre después del cerco de Praag, mientras los cánticos de victoria inundaban las calles.
Las canciones eran brillantes ventanas que daban a un mundo al que ella jamás podría regresar, un mundo que le había vedado un beso ponzoñoso. Nunca había sido un mundo perfecto. Las sombras de la muerte y la destrucción habían flotado sobre él desde el nacimiento de Ulrika —compañeras constantes de cualquier niño que, como ella, hubiese nacido tan cerca de la locura del Caos—, sin embargo, era un mundo que había dado cabida a la esperanza, la luz del sol, el amor, la familia y el verdadero compañerismo.
Ahora, su mundo era oscuridad sin esperanza de luz, el amor era un deporte sanguinario, la familia eran intrigas traicioneras, el verdadero compañerismo parecía imposible, y así por toda la eternidad. El anhelo de atravesar la ventana hacia su antigua vida era tan fuerte que sintió que su corazón muerto podría saltarle del pecho y desvanecerse dentro de las canciones. Si hubiera podido llorar, lo habría hecho, pero las lágrimas eran otra de las cosas de las que carecía su nuevo mundo.
Sintió, por tanto, un cierto alivio cuando la muchacha se tomó un breve descanso para comer y beber algo. Ulrika también tenía hambre, pues el impulso de alimentarse que había sofocado durante tanto tiempo volvía a hacerse sentir con más fuerza que nunca, pero no podía marcharse antes de que la muchacha acabara de cantar. Si cantaba hasta el amanecer, Ulrika estaría encantada de salir a la luz del sol y morir satisfecha, así que obligó al hambre a regresar al interior de la jaula, y miró a su alrededor en busca de algo que distrajera su mente hasta que la muchacha volviera a cantar.
Cerca de ella, unos estudiantes discutían acerca de la cantante por encima de sus vasos de kvas.
—Estás loco —dijo uno que llevaba una barba desaliñada—. La formación la estropearía. Tiene un talento puro, tan indómito y libre como un caballo en el oblast. Sí la educaras, no sería más que otro mono de ópera.
—Pero si apenas sabe tocar —dijo uno de cara redonda que lucía un diminuto bigotito en el centro del labio superior—. Canta adorablemente, pero se salta una nota de cada cinco.
—Quieres despojarla de su encanto, de su pasión —dijo el primero—. Harías que se volviera como Valtarin. Mira lo que le sucedió cuando el viejo Padurowski lo acogió bajo su ala.
—Se volvió mejor —le espetó su amigo.
—¿Mejor? Sí, es el mejor violinista de Praag ahora mismo, pero ha perdido todo el ardor. Su ejecución es todo técnica y posturitas. Es como si hubiera perdido el alma.
El muchacho de cara redonda se rió.
—También yo me separaría de mi alma si pudiera tocar así.
—Eso sería suponiendo que tuvieras un alma de la que separarte, en primer lugar —contestó con desdén el muchacho desaliñado.
Después de eso, la conversación se disolvió en insultos amistosos, y Ulrika empezó a interesarse más por el pulso que latía en sus cuellos que por las palabras que decían. Tal vez iba a tener que alimentarse dentro de poco, después de todo; pero justo en ese momento volvió al escenario la muchacha ciega a quien un niño guía llevaba del brazo, y el hambre de Ulrika se desvaneció al ver que se sentaba una vez más para seguir cantando.
Se dejó llevar hacia los recuerdos pasados sobre las alas de las canciones que, al hacerle evocar imágenes de las amplias llanuras y vastos cielos pintados de su juventud, de cabalgatas y cacerías en frías mañanas de nieve, de campos de trigo y pasturas en tardes doradas, de puestas de sol que jamás volvería a ver, le hicieron olvidar la desesperación que sentía.
Su ensoñación se vio momentáneamente alterada cuando tres bravucones entraron por la puerta trasera y se burlaron de la muchacha ciega al pasar junto al escenario, y luego otra vez, un poco más tarde, cuando le llegaron voces alteradas desde la barra, donde vio que aquellos hombres discutían con el tabernero.
—Por favor, Shanski, no estamos trabajando mucho —estaba diciendo éste—. La Academia apenas acaba de abrir después del asedio. Muchísimos jóvenes marcharon a la lucha y no han regresado.
—Tu falta de trabajo no es asunto nuestro, Basilovich —replicó el jefe de los bravucones. Era un matón bajo y de constitución robusta que llevaba un anillo en cada dedo—. Y ahora, paga.
Ulrika los fulminó con la mirada durante un momento, con ganas de decirles que se callaran, y luego devolvió la atención a la cantante y se olvidó de ellos.
La joven estaba cantando una dulce balada antigua que hablaba de que la madre Miska se despedía de sus hijos y se marchaba a caballo hacia el norte en busca de su destino. Ulrika la conocía desde antes de nacer, y acompañaba a la joven formando las palabras con los labios en el momento en que los matones volvieron a alzar la voz. Cuando salían por la puerta posterior, el jefe, al que el tabernero había llamado Shanski, se detuvo junto al escenario para sonreír y hacerle gestos groseros a la muchacha ciega. Ella, por supuesto, no vio nada y continuó cantando, pero Ulrika gruñó para sí: «¡Valiente imbécil!», se dijo.
Se relajó al ver que Shanski abría el bolsillo de su cinturón y sacaba una moneda. Al menos iba a pagar por la diversión. Pero no, el matón era más listo que eso. Dejó caer la moneda en el estuche de la muchacha ciega con una mano, asegurándose de que tintineara contra otra, mientras que al mismo tiempo cogía un montón de monedas con la mano desocupada.
—Gracias, señor —dijo la muchacha, inclinando la cabeza al oír el tintineo de la moneda, sin perder el ritmo.
Se oyeron susurros y murmullos de enojo de los presentes, pero todos se apagaron cuando Shanski se volvió y los fulminó con la mirada al tiempo que se llevaba una mano a la empuñadura de la espada. Se burló de su cobardía y luego salió pavoneándose por la puerta posterior, tras sus hombres, mientras metía en su bolsa las monedas robadas.
Ulrika gruñó con enojo, pero se contuvo y sonrió para sí. Al fin había llegado la hora de la cena.