NUEVE

NUEVE

Viejos amigos

Era ya bien pasada la medianoche, pero aunque las ruinas del Novygrad estaban en silencio y los soldados del campamento dormían en sus camastros, una gran parte de Praag parecía estar muy despierta. Mientras deambulaba por el barrio de los Comerciantes, la gente salía a la calle desde las tabernas brillantemente iluminadas por la llama de las lámparas, y al abrirse las puertas se oían las risas estentóreas y los cánticos de los concurrentes.

Hombres jóvenes discutían de filosofía en los rincones, y ricos comerciantes acompañados por sus esposas pasaban de largo en carruajes abiertos, envueltos en pieles y rodeados por escoltas bien armadas, mientras mercenarios procedentes de todo el Viejo Mundo se pavoneaban por la calle y llamaban a las rameras.

Pero, codo con codo con toda esta frivolidad, se veían escenas de la más abyecta miseria, y dolorosos contrastes asaltaban a Ulrika dondequiera que mirase. En casas lujosas, hombres y mujeres de la nobleza que llevaban el rostro oculto tras máscaras de esmalte, oro y terciopelo, se atracaban con manjares de importación, mientras en los callejones situados debajo de esas ventanas los hambrientos refugiados, desplazados por la devastación que la horda había dejado a su paso, se acurrucaban dentro de tiendas improvisadas y comían ratas y cucarachas. En las tabernas, afectados dandis brindaban por el duque y su gran victoria sobre el Caos, mientras en las calles se veían cansados guardias apostados en barricadas que protegían zonas a las que habían sido evacuados barrios enteros a causa de los espectrales horrores que habían surgido del adoquinado cubierto de sangre durante los ataques del Caos y que aún no habían sido eliminados. En las plazas, sacerdotes de Ulric y Ursun, con los ojos desorbitados, predecían constantemente el fin de todo, mientras chiquillos con colorete en las mejillas y chiquillas con corsé puesto por fuera de la ropa se reían de dios y cantaban canciones groseras.

Había música por todas partes. Todas las tabernas y salones de kvas tenían un cantante o un grupo que actuaba para la concurrencia. Las estridentes canciones hacían temblar las ventanas de las posadas llenas de gente. Poetas de afilado rostro cantaban cáusticas baladas satíricas a grupos de estudiantes, que la acogían con grandes risas. Los refugiados entonaban tristes nanas, para dormir a sus hijos de mejillas hundidas. Incluso en las calles más silenciosas el viento llevaba hasta los oídos de Ulrika jirones de locas melodías: un rasgueo de laúd, una flauta de borracho, el obsesivo lamento de un violín lloroso. En un patio que estaba a oscuras vio a una joven refugiada descalza que bailaba al son de una canción que sólo ella podía oír, mientras por sus mejillas bajaban silenciosas lágrimas.

Aquella locura musical parecía alcanzar incluso a los más altos estamentos sociales. Al continuar avanzando entre el gentío, Ulrika se enteró de que el gobernante de Praag, el duque Enrik, un primo lejano de ella, daría un concierto en honor a la victoria en el Teatro de la Ópera una semana más tarde. Iba a ser el acontecimiento social de la temporada. A Ulrika le resultó ofensivo. Que las hordas se hubieran retirado era, desde luego, algo fantástico; pero afirmar que las habían derrotado los ejércitos propios y obtenido una valiente victoria, cuando en realidad los invasores parecían haberse destruido a sí mismos con luchas intestinas, para luego retirarse ante la perspectiva del brutal invierno kislevita, constituía una exageración a gran escala.

Ulrika negó con la cabeza. Desde el duque al más mísero mendigo, a Ulrika le parecía que los moradores de Praag eran como borrachos que bailaran al borde de un precipicio con una venda sobre los ojos para no ver. ¿La ciudad había sido siempre así? No recordaba haber visto nunca antes juergas tan alocadas como las que tenía ante sí. Pero, por supuesto, la última vez que estuvo allí fue en medio de un atroz asedio. Tal vez después del miedo y el horror vividos durante el largo y terrible invierno, Praag simplemente se había vuelto loca de alivio.

Al fin llegó al sitio hacia el que había estado derivando muy poco a poco desde que escapó del campamento de Chesnekov: la posada Jabalí Blanco. Había sido inevitable que acudiera a ella, pero a pesar de tener claro que se dirigía hacia allí, había ido arrastrando los pies, y pasado más tiempo del necesario observando el ambiente de la ciudad. Al mismo tiempo, a pesar de que el hambre se iba haciendo cada vez más insistente, ella pospuso la alimentación para acudir a aquel lugar, deseosa de ver el final de aquel asunto antes de hacer nada más.

La posada Jabalí Blanco había sido el lugar en que ella, Félix, Max y los matadores pasaron todo su tiempo mientras aguardaban el asedio. Allí fue donde se desenamoró de Félix y se enamoró de Max. Había sido en una de las habitaciones de encima de la taberna donde había estado a punto de morir de peste antes de que el hechicero usara sus poderes para expulsar la enfermedad de su cuerpo. Si sus antiguos compañeros estaban en algún lugar de Praag, sería allí. Sólo unos pasos más, y podría reunirse con ellos.

Vaciló en el umbral, preguntándose otra vez si era eso lo que quería hacer. ¿La recibirían bien? ¿Estaba dispuesta a luchar contra ellos en caso contrario?

Del interior de la taberna le llegó una explosión de ásperas risas. En medio de éstas le pareció oír una risotada grave típica de enano. Estaban allí, en efecto. Al tener la certeza, estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse, pero luego se irguió. Al saber que no iban a regresar las hordas, desapareció una de las razones por las que había viajado hasta Praag. No iba a renunciar a la otra por miedo. Apretó los labios con decisión, empujó la puerta y entró.

El salón de la taberna era exactamente como lo recordaba, oscuro, lleno de humo y abarrotado de soldados, mercenarios y mujeres que se ganaban la vida con ellos. De pie, en un rincón, había un grupo de lanceros gospodar con grandes bigotes de puntas caídas que brindaban los unos por las chicas de los otros con kvas. Inclinados en torno a una mesa redonda había achaparrados hombres de las tribus Ungol que bebían leche fermentada de yegua y murmuraban entre sí. Ante la larga barra se apiñaban hombres uniformados de Kislev, del Imperio y de más allá de éste. Ulrika vio piqueros tileanos, ballesteros de Reikland y fusileros de Hochland, todos hablando unos con otros a voz en cuello.

—Ha desaparecido otra, según he oído —dijo un mercenario con acento de Erengard, cuando Ulrika pasó por su lado abriéndose paso entre el gentío—. Aquella niña mendiga que cantaba con tanta dulzura allá abajo, junto al puente. Hace tres días que no se presenta en el sitio habitual.

—Es la quinta desaparición de la que tengo noticia esta semana —dijo un hombre que en otros tiempos podría haber sido un lancero alado—. Es una desgracia. Me gustaba. Cada vez que pasaba por donde estaba le daba una moneda para que me trajera suerte. ¿Qué supones que está sucediendo?

—¿A quién le importa? —dijo un tercero, un hombre de aspecto adusto que lucía los colores de Praag—. Pues yo digo que me alegro. Esos inmundos refugiados propagan enfermedades y nos roban la comida. ¿Por qué no vuelven al lugar del que vinieron?

—Porque ya no existe, zoquete —dijo el antiguo lancero.

Una sonora aclamación ahogó la respuesta de su amigo.

—¡Más fuerte! —bramó una voz grave—. ¡Pega más fuerte!

Ulrika se volvió en aquella dirección y vio, en una sala del fondo, un grupo de duros mercenarios reunidos en torno a un personaje bajo y ancho que estaba sentado en un banco y aferraba la mesa que tenía delante, mientras un hombre que se encontraba detrás de él alzaba por encima de la cabeza el martillo que empuñaba. Había demasiados hombres en medio como para que Ulrika pudiera ver con exactitud qué sucedía a continuación, pero vio que el martillo descendía hacia la cabeza de la figura de baja estatura al tiempo que volvían a sonar las aclamaciones.

—Bien —gritó la voz grave—. ¡Una vez más para encajarlo!

Ulrika comenzó a cruzar el salón de la taberna, alarmada. ¿Qué estaba sucediendo? Cuando subía los tres escalones que conducían a la sala del fondo, el hombre que empuñaba el martillo retrocedió un paso y volvió a alzarlo, momento en que ella logró, por fin, una visión clara del personaje que se encontraba sentado en el banco. Se trataba de Snorri Muerdenarices, el feo matador compañero de Gotrek y Félix, y estaba haciéndose clavar un clavo en la cabeza.

Ulrika se quedó mirando fijamente el espectáculo. Sabía que no era la primera vez que Snorri se hacía clavar clavos en el cráneo. Una hilera de tres puntas herrumbrosas había adornado su cabeza en lugar de la tradicional cresta de matador desde antes de que ella lo conociera, y continuaba teniéndolos la última vez que lo había visto, cuando él, Gotrek, Max y Félix la dejaron al cuidado de la condesa Gabriella en las ruinas del castillo de Drakenhof. Al parecer, estaba ampliando la colección. Cuatro clavos más pequeños, algunos doblados, habían sido intercalados entre las puntas, y estaba en el proceso de añadir un quinto.

Se encontraba sentado e inclinado, con el torso desnudo y los brazos apoyados sobre la mesa que tenía delante; de la base del nuevo clavo manaba un hilo de sangre que bajaba entre las pobladas cejas y goteaba desde la punta de la bulbosa nariz rota varias veces. Entre las jarras y platos que había sobre la mesa iba creciendo un charco rojo. Ni Gotrek, ni Félix, ni Max se encontraban entre los testigos de este acto decorativo.

El hombre del martillo volvió a golpear, y el clavo se hundió otro medio centímetro en el cráneo de Snorri, mientras los hombres que lo rodeaban lo aclamaban y alzaban los puños y las jarras.

—¡Ya está! —exclamó el del martillo—. ¡Ha quedado encajado! ¡Tu corona está completa, matador!

—Snorri será quien juzgue eso —dijo éste, y se llevó una mano a la cabeza para agarrar el clavo. Ulrika hizo una mueca de dolor al ver que tironeaba de él para comprobar si estaba bien fijado, pero el enano no parecía sentir ningún dolor. Asintió con la cabeza, satisfecho.

—¡Bien! —bramó—. ¡Ahora, Snorri necesita un trago!

—Entonces, será mejor que a Snorri le traigan un trago —dijo un hombretón de alegre rostro encarnado que llevaba un pañuelo alrededor del cuello—. Porque es su ronda.

El enano se limpió la sangre de la frente con el dorso de una mano y frunció el ceño.

—¿La ronda de Snorri no fue la anterior?

—Si —replicó el hombre, que parecía ser el jefe de los demás—. Pero has apostado a que se necesitarían cuatro golpes para clavar el clavo en ese grueso cráneo que tienes, y sólo han hecho falta tres, así que nos debes una. ¿No lo recuerdas?

Snorri negó con la cabeza.

—Snorri no recuerda eso.

El hombre del pañuelo de cuello rió.

—Bueno, ¿y quién podría recordarlo si acabaran de golpearle la cabeza con un martillo? Pero es la verdad de Ranald, ¿no es cierto, muchachos?

Los muchachos convinieron todos en que era la verdad de Ranald, rieron y le dieron palmadas en la espalda a Snorri, al tiempo que lo llamaban forzudo y viejo amigo.

Snorri sonrió y se encogió de hombros.

—Bueno, Snorri supone que debe de ser cierto, así que Snorri pagará las bebidas.

Ulrika retrocedió y se encogió cuando el matador se puso de pie y pasó ante ella, pisando fuerte y rugiendo para que la moza de la taberna tomara nota de lo que quería. No estaba segura de querer renovar el contacto con él. En particular en ese momento. Aunque él no quisiera matarla por ser una mujer vampiro, era muy capaz de soltarlo a pleno pulmón en un lugar público. Por desgracia, captó el movimiento de Ulrika con el rabillo del ojo y miró en su dirección. Al principio no pareció reconocerla, porque sus ojos volvieron a apartarse con indiferencia ante el alivio de Ulrika, pero después de cinco pesados pasos el enano ralentizó hasta detenerse, y se volvió con el ceño fruncido y expresión pensativa.

Ulrika echó una mirada a los compañeros del matador, que estaban bromeando entre sí y no le prestaban la ms mínima atención. No quería que vieran a Snorri retroceder hacia ella, así que tomó la iniciativa.

—Hola, Snorri Muerdenarices —lo saludó con una mano sobre la empuñadura del estoque por si acaso él la atacaba—. Me alegro de volver a verte.

—Snorri te conoce —dijo éste, con el ceño aún fruncido—. Eres la muchacha del joven Félix.

—S… sí —asintió Ulrika, un poco desconcertada por el hecho de que se tomara con tanta calma la reaparición de una mujer que se había convertido en vampiro la última vez que la vio—. Al menos lo era. Ulrika Magdova, la hija de Iván Straghov.

El feo rostro de Snorri se iluminó con una gran sonrisa.

—¡Ahora Snorri se acuerda! —Dio media vuelta y continuó andando hacia la barra—. ¡Iván es un buen hombre! ¿Cómo está?

Ulrika guardó un momento de silencio, incómoda, y luego lo siguió.

—Ha… ha muerto, Snorri. Murió en Sylvania.

A Snorri se le entristeció el semblante.

—Ah, sí, Snorri lo había olvidado. Es una verdadera desgracia. A Snorri le caía bien. Siempre era muy generoso con el kvas —volvió a fruncir el ceño y alzó la mirada hacia Ulrika—. Snorri recuerda que algo te sucedió también a ti. Algo malo.

Ulrika parpadeó. Snorri se había tomado con tanta calma su reaparición porque no recordaba que se había transformado en vampiro. ¡Qué golpe de suerte!

—S… sí —dijo al fin—. Algo malo. Me puse enferma y tuve que marcharme. Ahora estoy mejor. Pero escucha —se apresuró a añadir, porque no quería que el enano pensara durante demasiado tiempo en el tema—, estoy buscando a Félix y a Max. ¿Están por aquí, en Praag? ¿Sabes dónde se alojan?

Snorri empujó para atravesar la masa de gente que había ante la barra y se puso a dar puñetazos sobre ella para que lo atendieran.

—¡Bebidas para Snorri y sus amigos! —dijo Snorri, cuando el hombre que atendía la barra volvió la cabeza hacia él.

El encargado de la barra comenzó a llenar jarras, y Snorri se volvió hacia Ulrika.

—Max está aquí —dijo—. Pero el joven Félix atravesó una puerta con Gotrek Gurnisson y ya no regresó. Snorri los echa de menos.

Ulrika frunció el ceño, confundida.

—¿Atravesaron una puerta? ¿Qué quieres decir? ¿Qué puerta? ¿Y por qué no han regresado?

Snorri se encogió de hombros.

—Una puerta que había en una colina, en Sylvania. Max y Snorri esperaron durante mucho tiempo en el exterior de la puerta, pero Gurnisson y el joven Félix ya no volvieron. Max no pudo abrir la puerta otra vez, y Snorri tampoco. Su martillo no podía tocarla. Y luego aparecieron de nuevo los hombres bestia.

Ulrika se sintió todavía más confundida cuando él acabó de responder a la pregunta que le había hecho. ¿Una puerta en una colina? ¿A qué se refería? ¿Se trataba de algún tipo de magia?

—¿Están muertos?

—¿Los hombres bestia? Ah, sí, Snorri los mató.

—Los hombres bestia no, Félix y Gotrek —insistió Ulrika, que tenía que luchar para no perder la paciencia—. ¿Están muertos?

Snorri negó con la cabeza.

—Snorri piensa que no. No volvieron, y nada más.

Ulrika suspiró. Al matador no le iba a poder sacar nada sensato. Tendría que buscar a Max y preguntarle qué había ocurrido.

—Pero ¿dices que Max está aquí? —preguntó—. ¿Dónde?

Snorri se puso a rebuscar en el bolsillo del cinturón al ver que el encargado de la barra depositaba un par de jarras sobre la barra.

—Max se aloja con sus amigos elegantes. Tienen una estúpida casa humana en la calle donde está la estatua de la señora que lleva un sombrero grande —soltó un bufido de asco—. Una casa con siete torres, y ninguna es lo bastante grande como para ponerle dentro una escalera, mucho menos montar un cañón encima. Snorri piensa que es una estupidez.

Ulrika asintió con la cabeza. La estatua de la señora que llevaba un sombrero grande tenía que ser el monumento a la reverenciada Miska, madre de todo Kislev, ataviada con su armadura antigua. Sabía dónde estaba —en una intersección del barrio noble—, y encontrar una casa cercana a ella con siete torres ornamentales no debería resultar demasiado difícil.

—Gracias, Snorri —dijo—. Ahora iré a buscar a Max. Me ha alegrado volver a verte.

—Snorri piensa que también se ha alegrado de verte a ti, Ulrika, hija de Iván —respondió Snorri mientras empujaba las monedas por la barra hacia el encargado—. Adiós.

Ulrika se volvió para marcharse, y luego se detuvo y echó una mirada a los mercenarios, que reían y hacían como si se clavaran clavos los unos a los otros en la cabeza.

—Escucha, Snorri —susurró—. Tus amigos están aprovechándose de ti. Te engañan. Están haciendo que les pagues las bebidas cuando no tendrías por qué hacerlo, y probablemente cosas todavía peores. Si yo fuera tú, me buscaría otros amigos.

Snorri la miró con el ceño fruncido.

—Ragneck no engañaría a Snorri —replicó—. Es un hombre bueno. Bebe casi tanto como Snorri, cosa que está muy bien para ser un humano.

Ulrika suspiró, y luego abrió su bolsa de monedas, que aún estaba llena hasta reventar de oro robado.

—Bueno, no puedes decir que no lo he intentado —dijo, luego sacó el dinero suficiente como para cubrir la ronda de Snorri y un poco más. Lo depositó en la mano que el matador tendía para recoger las jarras—. Toma. Al menos déjame pagar la siguiente.

Snorri le dedicó una ancha sonrisa al oro que le puso en la mano, y luego le sonrió a ella.

—Snorri piensa que es muy amable por tu parte.

—No tiene importancia —dijo Ulrika—. Adiós, Snorri. Y buena suerte. Espero que pronto encuentres tu muerte. —«Y antes de que esos villanos te roben hasta el apellido», añadió para sí.

—Adiós —respondió Snorri, cuando ella se volvía para marcharse—. Y buena suerte también para ti.

Ya era más que demasiado tarde para eso, pensó Ulrika. Su suerte había muerto en Sylvania, en el mismo momento que había muerto ella. Se abrió paso entre el gentío hasta llegar a la puerta, y salió a la fría noche.

Al girar en dirección al barrio noble, el hambre tiró de ella como un perro ansioso que tironeara de la correa, pero ella volvió a controlarla. Primero tenía que encontrar a Max. Tenía que saber. Todo lo demás podía esperar.

La casa que tenía siete torres resultó más difícil de encontrar de lo que ella esperaba. Las torres eran la última moda entre los ricos de Praag, y ninguna mansión estaba completa si no tenía un puñado de inverosímiles agujas y cúpulas sobresaliendo del tejado, y, como había dicho Snorri, ninguna era ni remotamente práctica. Sólo servían como pedestales para destellantes cúpulas en forma de cebolla y recubiertas de mosaico que presentaban todos los tamaños y colores imaginables.

Al fin, tras deambular por todas las calles de las proximidades de la estatua de Miska y contar las torres de todas las casas, había encontrado una que contaba con siete y también tenía una apariencia que sugería que podría albergar ocupantes con poderes. Había runas mágicas grabadas en los muros para proteger el recinto, y vio extraños sigilos y símbolos rodeando la parte superior de cada una de las torres. Aguzó los sentidos y logró detectar barreras invisibles que se superponían a todos los muros. No parecían muy potentes, pero estaba segura de que bastaría con tocarlas para alertar a los moradores de la casa.

Ulrika consideró por un momento la posibilidad de llamar descaradamente a la puerta delantera y preguntar si el magíster Schreiber estaba en casa, pero descartó la idea con rapidez. En primer lugar, la medianoche ya había quedado muy atrás, y aunque en las plantas superiores aún ardían algunas luces, era demasiado tarde como para hacer una visita de cortesía. En segundo, no tenía ni idea de con quién se alojaba Max. Tenía la certeza casi absoluta de que se trataría de algún tipo de hechicero, pero no tenía manera de conocer su temperamento y habilidades. ¿Percibiría lo que ella era? ¿La atacaría al instante por ese motivo? No tenía ningún interés en averiguarlo.

Suspiró. Necesitaba abordar a Max cuando estuviera solo. Sabía que el magíster tenía un temperamento lo bastante sereno como para escucharla, al menos antes de tomar cualquier tipo de decisión. A fin de cuentas, había accedido a permitir que la condesa Gabriella se hiciera cargo de ella. Lo más prudente sería regresar a la noche siguiente y esperar hasta que él saliera, pero la dominaba la impaciencia. Quería saber qué le había sucedido a Félix. Quería hablar con alguien por quien sintiera afecto. Quería que alguna parte de su llegada a Praag fuera como ella había pensado que sería. Tal vez podría averiguar qué habitación era la de Max y llamar su atención de un modo u otro. ¿Activaría las protecciones mágicas si lanzaba un guijarro?

Al final de la calle apareció una patrulla de la guardia, y ella se fundió con las sombras, desde donde la vio pasar caminando a paso cansino. Cuando los guardias hubieron desaparecido, volvió a salir y se puso de puntillas para intentar ver por encima de los muros de la mansión y a través de las ventanas. La mayoría estaban cubiertas con cortinas, y las que no lo estaban no contenían nada de interés. Ni siquiera la que estaba iluminada mostraba nada más que la esquina de un armario y un trozo de mesa. Tal vez en la parte posterior encontraría algo.

Dio la vuelta a la manzana en busca de la parte trasera de la propiedad. Estaba pegada a otra mansión que miraba a la calle paralela, pero por suerte esa casa no tenía protecciones mágicas de ninguna índole, así que saltó por encima de la puerta de la verja y rodeó la casa con paso sigiloso hasta el jardín trasero sin activar ninguna alarma. La parte posterior de la casa hechizada estaba muy cerca del muro que separaba ambos jardines, y las ventanas quedaban tentadoramente al alcance de la mano. Detrás de una que estaba situada en lo alto brillaba una cálida luz.

El muro del jardín tenía protecciones, por supuesto, pero había un árbol en el lado donde se encontraba Ulrika. Sacó las garras y trepó por él como un gato hasta llegar a la altura de la ventana, para luego avanzar con cuidado por la rama y acuclillarse. A través del cristal vio una habitación acabada con bellos detalles, realizada en maderas oscuras, con cortinas blancas y floreros de alabastro colocados sobre cómodas y tocadores de ébano de intrincada talla, y, medio ocultas tras el marco de la ventana, las cortinas y postes de una cama con dosel junto a la que ardía una vela sobre la mesita de noche.

Estaba a punto de saltar a otra rama para mirar la habitación desde un ángulo diferente, cuando una pálida figura ataviada con un ropón de seda de color azul hielo apareció ante sus ojos. Ulrika se detuvo y observó. Era una mujer de alrededor de cuarenta años, alta, delgada y hermosa, de porte regio y piel tan blanca que Ulrika habría podido tomarla por una mujer vampiro de no haber sido por el hecho de que percibía el fuego del corazón que latía dentro de su pecho. También percibió el poder de la mujer. Era su magia la que protegía la casa, una fría energía cristalina que parecía manar del suelo como escarcha.

La mujer desató el lazo del ropón y dejó que se deslizara de sus hombros para revelar un cuerpo esbelto y exquisito; luego se acercó a la cama y apartó la cortina. Allí yacía de lado un hombre desnudo. Rodó hasta quedar boca arriba, parpadeó con ojos soñolientos, y a continuación abrió los brazos al tiempo que le sonreía a la mujer.

Era Max Schreiber.