OCHO
Sobre las alas de los grifos
En su interior se arremolinaron emociones encontradas al ver a los grifos galopando hacia la refriega: orgullo por su gloria marcial, alivio por los pobres miembros de la caravana y amor por uno de los grandes símbolos de su tierra natal, pero también preocupación. ¿La verían antes de que pudiera alimentarse? ¿La atacarían?
El pintarrajeado cautivo se aprovechó de su distracción y se la quitó de encima, para luego correr gateando hacia el hacha. Ella lo atrapó por un tobillo y volvió a derribarlo, luego le inmovilizó los brazos a los costados y se volvió a mirar atrás. Los grifos estaban luchando contra los bárbaros y no contaban con la ventaja de la visión nocturna de Ulrika. Era improbable que los vieran a ella y a su presa porque la maleza que los rodeaba era densa. Se arriesgaría.
Mientras el salvaje se debatía en su abrazo, le clavó los dientes en el sucio cuello y bebió, pero de inmediato se apartó, escupiendo y maldiciendo, mientras el rojo líquido le salpicaba la cara y la ropa. La sangre tenía un sabor tan sucio y rancio como el propio olor del hombre, pero si ése hubiera sido el único inconveniente, ella habría continuado bebiendo hasta hartarse. El sabor, sin embargo, era el menor de los problemas. Había algo que contaminaba la sangre, algo antinatural que le provocaba náuseas y hacía sonar susurros dementes dentro de su cabeza a la vez que enviaba zarcillos suaves como plumas a recorrer sus venas como si fueran polillas de alas ponzoñosas en busca de un lugar donde poner sus huevos. Los bárbaros habían estado alimentándose durante tanto tiempo de las ubres del Caos, que ya eran portadores, y cualquier cosa que se alimentara de su sangre se volvería tan deforme y demente como ellos. No se atrevió a beber más.
El bárbaro logró liberar un brazo y le propinó un puñetazo. Ella lo atrapó y le puso una rodilla encima para inmovilizárselo, y a continuación sujetó al nórdico por la cabeza y se la retorció. Los poderosos músculos del cuello lucharon contra Ulrika, pero la fuerza de la vampiro ganó el combate y le rompió el cuello, momento en que él cayó, laxo. Ulrika se inclinó sobre él, maldiciendo al tiempo que se metía los dedos en la garganta para intentar vomitar el sorbo de sangre envilecida que había tragado.
Antes de que lo lograra, sin embargo, un repiqueteo de pesados cascos hizo temblar el suelo. Ulrika levantó la mirada. Un puñado de bárbaros huía en dirección a ella, seguidos por seis grifos montados que se les echaban encima por la espalda con las lanzas en ristre.
Ulrika maldijo y se echó al suelo a la vez que arrastraba al salvaje con el fin de que quedara encima de ella mientras sus camaradas pasaban a toda velocidad y los caballos de los grifos le saltaban por encima con un ruido atronador. ¿La habrían visto? ¿Habrían visto lo que estaba haciendo?
Los grifos alcanzaron a los bárbaros, a los que atravesaron con las lanzas. Luego dieron media vuelta para regresar al lugar de la batalla principal y se lanzaron al galope en dirección a Ulrika. ¡Por los dientes de Ursun, iban a encontrarla! ¡Y estaba cubierta de sangre!
Pero ¿qué podía hacer?
De repente, vio las posibilidades que tenía. ¿Acaso no había participado en la batalla? ¿No había sufrido heridas? La sangre era algo que cabía esperar. Y ya puestos a pensar en el asunto, entrar en Praag por la noche y en solitario podría ser una empresa tan difícil como lo había sido la salida de Nuln. Si los grifos estaban acuartelados allí, tal vez podría entrar cabalgando con ellos. Sonrió para sí. Ahora sí que estaba pensando como una lahmiana.
Se limpió la sangre que le cubría la boca y el mentón, y luego se puso a forcejear debajo del bárbaro como si estuviera luchando contra él. Ya casi tenía encima a la patrulla.
—¡Socorro, hermanos! —gritó—. ¡Socorro!
Los grifos volvieron la cabeza, pero cuando se quedaron mirándola, Ulrika soltó un gruñido de consternación al darse cuenta de que acababa de cometer un error: El cuello del salvaje estaba destrozado. ¡Los jinetes iban a verlo! ¿Dónde estaba su daga? ¡Allí! Intentó llegar hasta ella.
Uno de los grifos, un gallardo joven gospodar de orgullosa nariz y magnífico bigote, bajó de la montura y le clavó al bárbaro una estocada en la espalda con su sable. Luego se lo quitó de encima a Ulrika, que por fin logró recoger la daga, y a continuación rodó con el cadáver para quedar a horcajadas sobre él, y se puso a apuñalar salvajemente la herida del cuello como si hubiera enloquecido de furia y terror.
—¡Salvaje repugnante! —gritó—. ¡Monstruo!
—Tranquila, compañera… eh, señora —dijo el grifo, al tiempo que le sujetaba el brazo—. Ya está muerto.
Ulrika osciló y se fue hacia atrás para caer contra él.
—Gracias —murmuró—. Había demasiados.
El grifo la ayudó a ponerse de pie, le dedicó unía apreciativa mirada de arriba abajo, y luego indicó con un gesto a sus compañeros que se marcharan. Ellos hicieron dar la vuelta a los caballos entre sonrisas cómplices y volvieron galopando a la furiosa refriega que continuaba en torno a la caravana.
—Tomad —dijo el grifo, al tiempo que recogía el estoque y se lo devolvía a ella—. ¿Estáis herida?
Ella negó con la cabeza.
—No lo sé. Todo… todo ha sucedido con tanta rapidez…
—Permitidme que os examine. —La sujetó a la distancia de los brazos extendidos y volvió a repasarla de arriba abajo con una larga mirada; luego volvió a ponerse serio y entrecerró los ojos para mirarle el tajo que tenía por encima de un ojo. Chasqueó la lengua suavemente—. Bueno, sangra, pero no es muy profundo. Escuchad, debo regresar. ¿Podéis llegar vos sola hasta el cirujano de campo? Estará instalándose allí mismo, en lo alto, del cerro. Luego iré a ver cómo estáis.
—Gracias, señor —dijo ella—. Creo que sí puedo, y os quedo sumamente agradecida.
Él se volvió a mirar los cadáveres de los bárbaros en el momento de montar.
—Habéis dado más que recibido, de eso no cabe duda —declaró con aprobación, para luego clavarle las espuelas al caballo y alejarse galopando tras sus camaradas—. ¡Hasta luego! —le gritó a Ulrika por encima de un hombro.
Ella lo saludó con una mano mientras se alejaba, y luego dio media vuelta y rodeó la zona de la refriega para dirigirse a un carro pequeño tirado por un poni que se había detenido en la cumbre del cerro. Observó con envidia cómo los grifo cargaban en formación y sus monturas pisoteaban a los desorganizados bárbaros como si fueran espigas de trigo. Aún estaba en poder de la furia roja, y deseaba más que nada en el mundo unirse a la matanza, pero no se atrevía a hacerlo. En el frenesí de la batalla podría perder el control y delatar su fuerza sobrenatural, o dejar salir los colmillos y las garras. Además, se había asignado a sí misma el papel de doncella herida que necesitaba los cuidados y las atenciones de un hombre valiente, y no sería buena cosa que su salvador la viera de vuelta en la refriega, luchando como un remolino.
En menos de un cuarto de hora ya había acabado todo, y los grifos se alzaron con la victoria. Mientras los miembros de la caravana salían de detrás del círculo de carretas para darle las gracias al capitán grifo de blanca barba, y unos cuantos destacamentos escogidos perseguían a los últimos bárbaros en fuga, el resto comenzó la sucia labor de recoger los cadáveres de sus camaradas caídos y apilar los cuerpos de los nórdicos sobre montones de leña con el fin de quemarlos.
Ulrika lo observaba todo desde el hospital de campo de los grifos, donde el cirujano y sus ayudantes cosían y vendaban a lanceros y a miembros de la caravana por igual y los gritos de los heridos ahogaban casi por completo el siseo de la pez caliente que era vertida sobre los muñones de las extremidades amputadas. Se sentó tan lejos de la zona del quirófano como pudo, ya que el sorbo de la sangre contaminada que había tragado no había saciado su sed en absoluto, y el aroma de la sangre humana limpia estaba provocándole mareos.
Un rato más tarde, mientras cargaban a los heridos y los muertos en cualquier carreta en la que hubiera sitio, y los lanceros y miembros de la caravana organizaban el orden de la marcha y se preparaban para partir, el gallardo grifo cabalgó por fin hasta lo alto del cerro donde Ulrika aún esperaba, y donde el cirujano y sus ayudantes estaban recogiendo sus cosas y guardándolas en el carro.
—Ahora parecéis una auténtica veterana —dijo, observando el vendaje que le rodeaba la cabeza. Volvió a mirar el justillo de cuero y las botas de Ulrika—. La verdad sea dicha, sois un tipo de muchacha muy marcial, ¿no es cierto?
—Soy de una familia de jinetes de la frontera del territorio troll, señor —dijo ella, al tiempo que se ponía de pie—. Allí lucha todo el mundo, tanto hijas como hijos.
El grifo la miró con un respeto renovado.
—¿Vuestra familia sirve con los guardias de frontera? Son una gente muy valiente. Buenos con la lanza. —Entonces se le ocurrió una idea—. Escuchad, algunos hombres de esas tierras tienen el campamento cerca del nuestro. ¿Cuál es vuestro apellido? Tal vez vuestra gente esté con ellos.
Ulrika se tensó. Estaba pisando un terreno peligroso. Si le daba un nombre que él conociera, podrían pillarla en una mentira. Si le daba su nombre verdadero, podría conocerlo. Peor aún, podría intentar llevarla hasta el campamento de los soldados del territorio septentrional, y allí correría el peligro, muy real, de que estuviera presente la antigua rota de su padre. Las últimas personas a las que quería ver eran Yuri o el severo viejo Maurek.
Negó con la cabeza.
—Creo que mi familia fue exterminada cuando intentaba defender los pasos del norte. Yo… yo estaba en Kislev, de visita en casa de unos parientes, cuando llegó la noticia de la invasión, y no pude salir de allí en todo el invierno. Ahora me dirijo al norte para… para averiguar si aún queda alguien con vida.
El grifo adoptó un aire de gravedad.
—Lamento oír eso, señora. Os deseo que recibáis buenas noticias —volvió a mirarla de arriba abajo y se llevó una mano al pecho—. Yo soy Petr Ilanovich Chesnekov, de Volksgrad, a vuestro servicio. Si hay cualquier cosa que pueda hacer para ayudaros…
Ulrika bajó la cabeza para ocultar una sonrisa. El estilo lahmiano parecía estar funcionando muy bien.
—Ulrika Magdova… Nochivnuchka —se presentó ella, a su vez, y en el último momento decidió no utilizar su verdadero apellido—. Es un honor conoceros, Petr Ilanovich Chesnekov, y no me gustaría abusar de vos más de lo que ya lo he hecho, pero…
—Hablad, señora Nochivnuchka —la interrumpió él—. Si está en mi poder, haré todo lo posible por serviros.
Ella calló un instante, como si vacilara, y luego continuó:
—Tengo en Praag una prima que tal vez podría darme alguna noticia más de mi familia. Me quitaría un gran peso de encima si pudiera entrar esta noche en la ciudad para hablar con ella. No puedo soportar un momento más de incertidumbre, pero me temo que las puertas estén cerradas.
Chesnekov le dedicó una ancha sonrisa.
—No lo están para las lanzas de la Legión del Grifo. Será un honor escoltaros hasta el interior de Praag, señora. —Sus ojos destellaron con ilusión—. De hecho, podéis montar conmigo, si lo deseáis.
—Os quedaría muy agradecida, señor —dijo ella, al tiempo que daba un paso adelante—. Gracias.
Estuvo a punto de subir de un salto sobre la grupa del caballo del grifo, pero entonces recordó qué era y cómo debía comportarse. Así pues, en lugar de eso esperó a que él desmontara, sujetara el estribo para que ella apoyara el pie, la ayudara a subir a la grupa del caballo, y a continuación volviera a montar.
—Así —dijo él—. ¿Estáis cómoda?
Ulrika le rodeó la cintura con los brazos y sintió como el corazón se aceleraba dentro del pecho del hombre. Sí, pensó Ulrika, estaba mejorando en la práctica del estilo lahmiano.
Chesnekov encaminó el caballo hacia su compañía y se unió a la retaguardia de la formación en el momento en que espoleaban a sus monturas para que avanzaran al trote y se alejaban con estruendo hacia Praag. Por el camino, Ulrika empezó a desear haber podido encontrar alguna manera de alimentarse antes de montar con él. Pasar tanto tiempo en tan estrecha proximidad con el cuello desnudo del lancero y el calor de su sangre iba a ser algo difícil de soportar. Sus labios no dejaban de acercarse a la vena que palpitaba justo debajo de la piel, y tenía que echarse hacia atrás con esfuerzo para evitar rozarlo con los labios y morderlo.
Después de pasar más de una hora en el camino, la compañía de caballería se aproximó a las altísimas murallas rojas de Praag. Ulrika las contempló con profundo asombro, atónita ante el hecho de que, habiendo sufrido tantísimos destrozos, la ciudad continuara invicta. El grandioso bastión exterior presentaba terribles daños y zonas hechas pedazos, y estaba acribillado de negros agujeros en las áreas donde habían impactado los viles proyectiles de los cañones demonio, y donde descomunales arietes y torres de asalto se habían estrellado contra él. En algunos puntos, la fortificación había sido derribada del todo, y se veían amplias brechas donde la muralla había quedado reducida a montones de escombros. En torno a estas zonas se habían erigido desvencijados andamiajes donde los hombres trabajaban durante toda la noche para apilar unas sobre otras las piedras caídas.
—Espero que puedan acabar a tiempo —dijo Ulrika junto al oído de Chesnekov, cuando se hubieron acercado más—. Ya casi tenemos encima la primavera. Pronto regresarán las hordas.
Chesnekov volvió la cabeza por encima del hombro para mirarla, y a continuación dirigió la vista al frente y frunció el entrecejo.
—Acabarán a tiempo. Las hordas no van a venir. Al menos no este año.
Ulrika parpadeó, desconcertada por esas palabras.
—¿Qué? Claro que van a venir. Juraron que iban a destruirnos.
—Entonces, mintieron —replicó el lancero—. El ejército tiene apostados observadores desde aquí hasta el paso de la Sangre Negra. Nadie los ha visto. Ni siquiera han empezado a reunirse. Si fueran a venir aquí esta primavera, ya se habrían puesto en movimiento. Pero no lo han hecho.
A Ulrika empezó a picarle la piel a causa de la consternación. El mundo pareció estremecerse debajo de ella.
—Pero… pero no lo entiendo. ¿Qué ha sucedido?
Chesnekov se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Algunos dicen que se debe a la muerte de su jefe, Arek Garra de Demonio, y afirman que al no haber una mano fuerte que se impusiera, los otros jefes empezaron a luchar entre sí. Algunos especulan que todo se debe a la desaparición de los hechiceros gemelos del jefe, y aseguran que sólo la magia de éstos había logrado que la alianza se mantuviera firme. Le oí decir a una bruja del hielo que había sucedido algo con los vientos de la magia. Había cambiado algún gran equilibrio, cosa que había hecho que los vientos de la magia retrocedieran y las hordas se retiraran con ellos; al menos la mayoría. Cualquiera sea la causa, no habrá invasión, por lo menos próximamente.
Ulrika continuaba sin poder creerlo del todo.
—Pero la caravana de suministros, los soldados… ¿Por qué iban a continuar acudiendo al norte si no va a haber guerra?
Chesnekov rió.
—Ah, el duque Enrik no es lo bastante estúpido como para decirle a la zarina Katarin que no va a haber invasión. Si lo hiciera, ella interrumpiría el flujo de dinero que destina a Praag. Quedan muchas reconstrucciones por hacer y reservas por reabastecer, y aún hay un buen número de salvajes que deben ser perseguidos, como vos misma acabáis de comprobar. —Se encogió de hombros—. No. Necesitamos lo que nos está enviando la zarina, no os engañéis. Pero si ella pensara que ya no hay amenazas, encontraría otro uso para el dinero, así que Enrik no deja de enviar al sur alarmantes advertencias para implorarle a la zarina que reconstruya el «gran bastión del norte» antes de que sea demasiado tarde.
Ulrika apenas si oyó la mitad de lo que el joven decía. Las hordas no iban a volver. Se había desvanecido la principal razón que tenía para haber acudido a Praag. Había planeado perderse en la sangre y la matanza, luchar por su pueblo y su tierra, pero, al parecer, no había nada que hacer. Había atravesado dos países para nada.
—Parecéis decepcionada —dijo Chesnekov—. ¿No os sentís aliviada?
Ulrika apartó a un lado la desdicha que la atenazaba.
—Abrigaba la esperanza de obtener venganza. Quería hacer que las hordas pagaran por la muerte de mi familia. Ahora… ahora no sé qué voy a hacer.
Chesnekov asintió con solemnidad.
—Tenéis corazón de guerrera. Bueno, pues aún tenéis posibilidades de obtener venganza. De hecho, uno de los señores de la guerra del Caos aún merodea por las colinas del norte, un ser demente y perverso conocido como Sirena Pelo de Ámbar, que no es hombre ni mujer, y que comanda a los saqueadores pervertidos contra los que acabamos de luchar. Si queréis presentarle la solicitud a nuestro capitán, daremos buenas referencias sobre vos. No seréis la primera mujer grifo. Las familias del norte ya nos han enviado antes a sus hijas.
Por la mente de Ulrika pasó una sucesión rápida de imágenes en las que cabalgaba con los lanceros y mataba incontables bárbaros, y de repente deseó con toda su alma que eso fuese posible, pero, por supuesto, no lo era. Un vampiro no podía vivir entre los hombres. Los grifos dormían juntos, tomaban juntos todas sus comidas, y patrullaban al sol. No tardarían ni un instante en descubrirla. Y aunque no lo hicieran, su sed de sangre no le permitiría vivir con ellos. Ya estaba teniendo problemas para mantener los dientes alejados del cuello de Chesnekov, y no quería ni imaginar lo que sería estar rodeada por toda una multitud de fuegos de corazones. No. Si quería luchar contra los bárbaros, tendría que hacerlo en solitario, en las sombras, lejos de toda tentación.
Cuando pasaron por debajo del imponente arco de la puerta de las Gárgolas y entraron en la ciudad cabalgando en la retaguardia de la compañía de lanceros, en la mente de Ulrika despertaron los recuerdos. Recordó haber estado de pie sobre las murallas con Max, Félix y los matadores, observando el avance hacia la ciudad de la interminable horda de Garra de Demonio, el torbellino de energía negra que habían conjurado los hechiceros del señor de la guerra y que giraba por encima de ellos en el cielo. Recordó las torres de asedio que vomitaban su carga de horrorosos hombres bestia, y la lucha contra ellos, resbalando en charcos de sangre enemiga.
La devastación continuaba también en el interior de las murallas: edificios de viviendas derrumbados, casas consumidas por las Damas, tiendas y talleres del Novygrad reducidos a escombros ennegrecidos. Señales que habían sido erigidas aquí y allá en honor a los desaparecidos y los muertos, y decorados con recuerdos de sus vidas: una espada rota, una herradura de caballo, un ramillete de flores marchitas, una muñeca de trapo.
Cada vez que Ulrika giraba la cabeza, volvían a ella más recuerdos: las hordas abriendo brechas en la muralla exterior, corriendo por las calles y arrasándolo todo, los hombres del duque cerrando las puertas de la Ciudad Vieja con el fin de mantener fuera a los invasores, los terribles incendios… Se estremeció y se censuró a sí misma por haber sido tan egoísta como para desear que las hordas regresaran con el único fin de satisfacer su descontento. Los pocos momentos de gloria y violencia para ella significarían meses y años de lenta muerte por inanición, congelación y enfermedad para aquellos que, de hecho, vivían allí.
Y sin embargo, entre las ruinas se veían signos de renacimiento. Aquí y allá se colocaban nuevos tablones sobre los viejos, se reparaban las ventanas y puertas destrozadas. Edificios de viviendas y casas a medio construir se alzaban de la destrucción, y sus pálidas estructuras desnudas eran como jóvenes arbolillos que crecieran entre las cenizas dejadas por un incendio forestal. Una taberna que no tenía ni tejado ni puertas mostraba las palabras «abierto al público» garrapateadas en alfabeto kislevita sobre las paredes manchadas de hollín, y varias figuras se apiñaban en torno a un fuego que habían encendido en el interior o metían las jarras dentro de un barrilete abierto de kvas para llenarlas.
El pecho de Ulrika se hinchó de orgullo al ver semejante actividad. Praag siempre había sido reconstruida. El indomable espíritu de Praag ni siquiera se había doblegado después de la Gran Guerra contra el Caos, cuando los mismos edificios habían gritado y llorado sangre a causa de las energías de pesadilla lanzadas contra la ciudad durante las últimas batallas. Aunque las propias murallas estaban llenas de fantasmas, aunque las ruinas del Viejo Palacio y la enorme torre de los Hechiceros continuaban siendo tumores malignos de locura y mutación, la gente había vuelto a construir, exorcizando tantos espíritus como habían podido, y no haciendo caso del resto o conviviendo con ellos.
Se preguntó si Praag tendría alguna vez paz suficiente como para poner a descansar a todos sus fantasmas y volver a ser una ciudad normal. Tenía sus dudas al respecto.
Al otro lado de la puerta, no mucho más lejos, habían retirado los escombros de unas cuantas manzanas para levantar en su lugar un campamento militar. Los estandartes de rotas y compañías de todo Kislev se alzaban de un mar multicolor de tiendas, con un terreno de desfiles acotado en el centro para los entrenamientos y las inspecciones. Era hacia ese campamento que se dirigía la compañía de lanceros, pero al aproximarse a él, Chesnekov le dedicó una sonrisa a Ulrika por encima de un hombro.
—¿Dónde vive vuestra prima? —preguntó—. Os dejaré en la puerta de su casa.
Ulrika quedó petrificada por un momento. Había olvidado la mentira que le había contado al principio. No tenía ninguna dirección que darle, y tampoco quería que supiera adónde tenía intención de ir.
—Eh… ¿Podría abusar de vos un momento más antes de ir a casa de mi prima?
—Por supuesto, señora —dijo él—. ¿Qué necesitáis?
—Es que… estoy hambrienta, y no me gustaría despertar a mi prima en medio de la noche y, encima, pedirle de inmediato que me dé algo de comer. ¿Podría imploraros a vos un poco de pan y algo de beber?
Ulrika vio aparecer en los ojos de Chesnekov un leve rastro de duda, como si se preguntara si ella había trabado amistad con él sólo para conseguir una comida, pero luego inclinó la cabeza con cortesía e hizo girar el caballo para ir tras sus compañeros.
—El comedor del campamento es sólo para los soldados, pero si consentís en esperar dentro de mi tienda, os llevaré algo.
Ulrika ocultó una sonrisa de suficiencia. En su tienda, había dicho, ¿verdad? ¿Cama a cambio de pan, entonces? Bueno, al menos eso haría que le resultara más fácil marcharse.
—Gracias, señor. Sois muy bondadoso.
Siguieron a la compañía de lanceros a través del campamento, a esa hora silencioso y encalmado porque la mayoría de los soldados dormían en sus tiendas. Sólo unos pocos centinelas solitarios los observaron pasar a lo largo de la avenida central, en dirección a la zona acotada con una cuerda en cuya parte frontal lucía el estandarte rojo y oro de los grifos.
Al entrar los soldados y pasar al trote entre las hileras de tiendas para ir hasta la zona de los establos, Chesnekov aminoró una marcha y se detuvo ante una tienda.
—Esperad dentro —dijo, mientras le ofrecía una mano para ayudarla a desmontar—. Volveré en seguida.
—Así lo haré —asintió Ulrika—. Y gracias otra vez… —Pero él ya se alejaba al trote tras los demás.
Ella le dedicó un saludo militar, con una sonrisa torcida, y se volvió para abandonar el campamento, pero luego se detuvo al mirarse el justillo de cuero y la camisa. No podía andar por las calles de Praag cubierta de sangre. Extendió sus sentidos hacia la tienda. En el interior no había nadie. Se agachó para pasar por debajo de la solapa y miró a su alrededor, sumido en las sombras. A cada lado había un camastro con un baúl vapuleado a los pies, y piezas de equipo y arreos de caballo por todas partes.
Ulrika se acercó al camastro que olía igual que Chesnekov, y abrió el baúl. Dentro encontró un segundo uniforme y una pila de prendas civiles pulcramente dobladas. Ulrika sacó una amplia camisa blanca y la sostuvo en al aire. Era perfecta. Se quitó con rapidez el abrigo, el justillo y la camisa empapada de sangre. Entre los dos camastros había un lavabo. Llenó la jofaina con el agua del jarro, lavó las prendas de cuero, luego se limpió la cara y el pelo hasta que el agua dejó de teñirse de rosado, y entonces se puso la camisa nueva.
Mientras recogía el resto de su ropa, aguzó el oído para ver si regresaba el lancero. Al no oírlo, suspiró. El pobre tipo iba a volver con comida y algo caliente de beber, esperando llevar a cabo un intercambio amoroso, y se encontraría con que ella se había marchado. Se volvió hacia la entrada de la. tienda, y entonces se detuvo. Si había tomado la decisión de que los ladrones eran depredadores, y por tanto susceptibles de convertirse en sus presas, no podía permitirse ser ella misma una ladrona, aunque se tratara de robar algo tan trivial como una camisa.
Sacó una de las monedas de plata que había ido recogiendo de los cuerpos de los ladrones que había encontrado a lo largo de sus viajes y la echó sobre la almohada del camastro de Chesnekov. Pagaría sobradamente el precio de una camisa y la mantendría a ella en la senda del honor, cosa que era más importante.
Le dedicó una reverencia al camastro vacío.
—Gracias, Petr Ilanovich Chesnekov —murmuró—. Me habéis hecho un gran servicio. Os deseo que ganéis gloria para vuestro nombre y paz para Kislev.
Y dicho esto, dio media vuelta y salió de la tienda.