SIETE
El camino de Medianoche
Ulrika se acercó a los bandoleros con pasos silenciosos. Eran dos, ambos montados a lomos de un caballo, y miraban desde la cima de una colina baja hacia un solitario tramo del camino que iluminaba la luna; ella se les acercaba por detrás, a través de un grupo de esbeltos árboles.
Se trataba de hombres duros, vestidos con ropa de cuero muy gastada y capas remendadas; tenían la cara marcada por la guerra, los elementos y la bebida, pero uno de ellos llevaba una colorida pluma en el sombrero de ala ancha.
—Te lo digo yo, joven Ham —estaba diciendo este último—, el estilo importa. El estilo te mantendrá alejado de la horca.
Ham, un joven feo de baja extracción, soltó una risotada.
—Anda ya, Nikko ¿Cómo va a salvarte de la cuerda llevar una pluma en el sombrero?
—No es sólo una pluma, chaval —replicó Nikko—. Es todo. Mira, si andas por ahí rompiendo cabezas y dejando viudas a todas las mujeres y tal antes de llevarte la pasta, te odian, ¿sabes? Llaman a los guardias de caminos y piden a gritos que vengan los caballeros, y a no tardar te encuentras en el bando equivocado de una cacería de zorros. Pero… —levantó una mano para tocarse el ala del sombrero—, si adornas la cosa con una elegante reverencia y un alegre «¡la bolsa o la vida!», y les dices un par de cumplidos a las señoras aunque les estés robando sus bolsas y joyas, entonces, casi te adorarán. Tienen una gran historia que contar a sus amigos: ¡les ha robado un gallardo caballero de los caminos!, y no se sienten tan inclinados a recurrir a la guardia.
Ham gruñó.
—Me parecen demasiadas molestias. ¿Y qué pasa si un cochero te pega un par de tiros? ¿Se supone que tengo que besarle la mano, entonces?
Nikko se encogió de hombros.
—Puedes matar a tantos cocheros, escoltas y guardias de caminos como te parezca. Los clientes tienen que saber que eres peligroso. Hace que sientan emoción. Pero no puedes matar a los ricos. A nadie le importa que palmen unos pocos campesinos, pero si matas a un solo noble, te perseguirán desde aquí hasta Marienburgo.
Un estruendo distante los hizo alzar la cabeza y girarla hacia el sur. Ulrika hizo otro tanto. A través de una brecha abierta entre los árboles se vislumbró un carruaje que rodaba por el sinuoso camino que pasaba al pie de la colina.
—Allá vamos —dijo Ham, mientras cogía la ballesta que colgaba de un gancho de la silla de montar.
Nikko se encasquetó bien el sombrero y sacó una pistola.
—Sólo te pido que esta vez no dispares hasta que ellos no presenten pelea, ¿de acuerdo?
Ulrika, que estaba acuclillada, se irguió. Era ahora o nunca. Perdería la presa en cuanto el carruaje estuviera a tiro. Salió de entre los árboles que los hombres tenían justo detrás, desarmada.
—La bolsa o la vida, caballeros.
Los bandoleros casi saltaron de la silla de montar. Se volvieron a toda velocidad para ver de dónde venía la voz mientras ella avanzaba entre los caballos.
—En el nombre de Ranald, ¿quién eres tú? —preguntó Ham.
—Lárgate —le gruñó Nikko—. Nos estropeas la cacería.
—Vosotros —replicó Ulrika— sois las presas de mi cacería.
Con una mano rápida como el relámpago atrapó un brazo de Ham y tiró de él para derribarlo del caballo y estrellarlo contra el suelo. Nikko gritó y la apuntó con la pistola. Ulrika se agachó, la sujetó y la retorció para arrancársela de la mano y golpearle una sien con ella. Nikko se desplomó en el suelo junto a su compañero, y los caballos se apartaron con nerviosismo y ojos desorbitados.
Ham estaba de rodillas y desenvainaba la daga que llevaba al cinturón.
—Zorra marimacho —gruñó—. ¡Te arrancaré el hígado por esto!
Ulrika le hizo soltar la daga de una patada, lo aferró por la pechera del justillo de cuero y lo puso de pie de un tirón, aunque pesaba casi el doble que ella. El bandolero intentó golpearla con un puño, pero ella lo atrapó en el aire.
—¡Suelta! —gritó él—. ¡Suel…!
Su voz se apagó cuando ella abrió la boca y dejó salir los colmillos.
—Que Sigmar me proteja —gimoteó el bandolero.
—¿A ti, asesino? —preguntó Ulrika, con una ceja alzada—. Dudo que le importes.
Le clavó los colmillos en el cuello y bebió, cerrando los ojos al sentir que la tranquilizadora tibieza de la sangre la colmaba y su víctima cedía.
Se alimentó controlándose perfectamente. Bebió lo suficiente para que le diera fuerzas, pero no tanto como para hincharse o emborracharse. Y cuando hubo acabado, lo mató con limpieza. Una torsión rápida para romperle la columna vertebral, y Ham se desplomó en el suelo con las extremidades flojas y una sonrisa beatífica en su feo semblante.
Ulrika se volvió hacia Nikko, que la miraba con ojos aterrorizados desde el sitio en que había caído.
—Piedad —susurró él, que reculaba gateando—. ¡Piedad! No se lo contaré a nadie.
Ulrika vaciló y reflexionó durante un instante. Nikko no era un bruto como Ham. Era apuesto para su edad, y tenía un aire cordial.
Podía ser piadosa con él si le apetecía. Se encontraría ya lejos al llegar la mañana, después de haberle robado el caballo para dirigirse hacia el norte. Aun en el caso de que le contara lo sucedido a alguien, no lograrían darle alcance. Pero luego pensó en sus crueles palabras al declarar que estaba dispuesto a matar a cualquier cantidad de cocheros y escoltas porque los campesinos no importaban. Gruñó. Una elegante pluma podía ocultar un corazón vil.
—Así es —dijo ella mientras desenfundaba el estoque—. No lo harás.
Él gritó e intentó echar a correr, pero el arma de Ulrika atacó a gran velocidad y lo decapitó antes de que pudiera ponerse de pie. La cabeza rebotó contra el suelo y comenzó a rodar lentamente por la ladera de la colina, justo cuando el carruaje pasaba con un ruido atronador.
Ulrika lo observó hasta que desapareció de la vista, y luego se arrodilló para registrar a los bandoleros. Se apoderó del dinero y los pertrechos que pudieran serle de utilidad y lo metió todo en una resistente mochila que le había robado a una víctima anterior. Habían pasado más de dos semanas desde el incidente con Herman y los guardias de caminos, y había avanzado bastante en dirección a Praag, aunque el viaje no había sido fácil ni agradable en lo más mínimo.
* * *
Antes de abandonar Nuln, Ulrika no habría podido ni imaginar lo difícil que le resultaría viajar a una criatura de la noche. Para empezar, incluso después de haberse alimentado bien y haber recuperado una apariencia saludable, Ulrika no tenía ni el semblante, ni el cabello, ni el tipo de atuendo que se prestaban a que pudiera pasar inadvertida. Con independencia de adónde iba, se fijaban en ella, y lo último que un vampiro quería era que se fijaran en él. Una hermana lahmiana vestida como una gran señora, una sirvienta o una ramera, podría ser catalogada y descartada, olvidada tan pronto como se la veía, pero la gente no dejaba de mirar a Ulrika. Siempre le echaban una segunda mirada para intentar dilucidar qué era. ¿Se trataba de un hombre o de una mujer? ¿Era alguien viejo o joven? ¿Un matón o un dandi? Y si miraban durante demasiado tiempo, puede que también repararan en otra cosa: la palidez de su piel, la frialdad de su contacto, ese algo inhumano que hacía ladrar de miedo a los perros cuando se les acercaba.
Así pues, aprendió a buscar refugio lejos de los lugares en los que se reunían los humanos, en el granero de las granjas, en torres en ruinas, debajo de los almiares de heno, y acurrucada dentro de santuarios construidos al borde de los caminos. Pero al continuar en dirección norte y adentrarse más en el Gran Bosque, ni siquiera estos pobres refugios estaban disponibles siempre que los necesitaba, y en más de una ocasión había tenido que meterse debajo de la gruesa capa de hojas del suelo del bosque y rezar para que nada la removiera antes de que se ocultara el sol.
Aún más difícil resultaba el reto de alimentarse con regularidad.
Después de la vergüenza y la tragedia de lo acaecido con el pobre Herman, Ulrika estaba más decidida que nunca a dominar su hambre y alimentarse sólo de quienes lo merecían, así que siempre estaba buscando los peores ejemplares de la humanidad y atrayéndolos hacia la muerte. Hasta ese momento del viaje sólo se había alimentado de bandidos y ladrones, asesinos y proxenetas, adoradores del Caos, violadores, envenenadores y matones. Cazar ese tipo de presas había resultado relativamente fácil en las poblaciones del sur —aunque en dos ocasiones la habían visto y los campesinos la habían hecho huir del pueblo, armados con antorchas y horcas—, pero cuanto más se adentraba en el bosque, más difícil era encontrar víctimas adecuadas. Incluso cuando seguía los principales caminos de carruajes, a veces pasaba una noche sin ver un solo hombre, y mucho menos un villano.
Debido a todos estos peligros e inconvenientes, se había vuelto más cautelosa y metódica. Buscaba cobijo horas antes de la aurora, en lugar de correr precipitadamente de un lado a otro mientras el cielo se pintaba de rosado. Se aseguraba de alimentarse antes de aventurarse por áreas desoladas, y siempre averiguaba la distancia que la separaba de la población siguiente. Escuchaba con atención lo que se decía en las tabernas por si oía rumores sobre bandidos y carretas saqueadas. Degollaba a los hombres de quienes se alimentaba con el fin de disimular las elocuentes marcas que les dejaba en el cuello.
Aun así, y a pesar de que había mejorado, se trataba de una existencia desagradable y triste, y a menudo soñaba con regresar junto a Gabriella e implorarle que la perdonara, para poder volver a estar cómoda y a salvo en el acogedor nido de lujo lahmiano. Pero cada vez que experimentaba esa tentación, se recordaba a sí misma que la condesa había dicho que podría tener esclavos, pero no amigos, y también se recordaba las muertes de Friedrich Holmann y Lotte, la doncella, y la adulación de los esclavos de sangre con mirada de perro triste, y esto reforzaba su resolución. No cambiaría el honor por la comodidad. Tenía que haber otra manera de ser vampiro.
Tenía que haberla.
Ulrika recogió el sombrero de ala ancha de Nikko del lugar en que había caído y se lo probó. Le quedaba bien. Con el tosco justillo de cuero y la capa remendada que había adquirido por el camino, supuso que ahora parecía un verdadero vagabundo, cosa que le convenía mucho. Un viajero harapiento llamaba mucho menos la atención que un dandi de pelo blanco vestido con un traje de terciopelo negro.
Ató las riendas del caballo de Ham a la silla de la montura de Nikko, montó, y giró en dirección norte.
Al cabo de otras dos semanas había atravesado la frontera de Kislev, y dos días después de eso Ulrika se halló a la vista de las torres de Praag, situadas muy a lo lejos, al otro lado de las lisas llanuras del oblast central. Viajar por ellas había sido todavía más difícil que hacerlo a través de los bosques del Imperio, porque las poblaciones eran allí aún más escasas, y mayor la dificultad para encontrar cobijo en un terreno casi completamente desprovisto de árboles como aquél.
Había perdido los dos caballos justo después de Kislev, cuando la habían sorprendido alimentándose y había tenido que huir sin poder regresar al lugar en que los había dejado atados. Desde entonces había continuado siguiendo una caravana de suministros, una procesión de un kilómetro y medio de largo que transportaba madera, grano, armas de fuego y caballos de refresco hacia Praag para aprovisionar a los restos del ejército de la Reina del Hielo que estaban en la ciudad, además de comida y otras armas en previsión del asedio que sin duda se produciría cuando regresaran las hordas en primavera.
Las carretas avanzaban con la lentitud suficiente para permitir que Ulrika recorriera por la noche la distancia que ellas habían cubierto durante el día; y como la caravana siempre estaba rodeada de vagos redomados y villanos —hombres que intentaban robar los suministros, engañar a los soldados que los protegían y alejar del campamento, con malvados propósitos, a los seguidores de la caravana—, ella contaba con un suministro constante de depredadores en los que hacer presa con independencia de dónde estuvieran. Hacía todo lo posible por escoger hombres de tal maldad y tan mala reputación que nadie se preocupara por ellos ni se hiciera preguntas en caso de que desaparecieran, pero, a pesar de eso, al final de la primera semana la gente del campamento susurraba acerca de que los estaba siguiendo un monstruo que se llevaba a los hombres por la noche.
No se alimentaba todas las noches —hacerlo habría resultado demasiado peligroso—, y para su sorpresa y satisfacción descubrió que ya no tenía necesidad de hacerlo. Cuando antes el hecho de pasar un solo día sin beber sangre había significado un sufrimiento agónico, en ese momento descubrió que a veces podían pasar hasta tres días antes de que la punzada del hambre se volviera insoportable. Sin embargo, no le gustaba posponerlo demasiado, porque no sería bueno encontrarse débil y desesperada si algo salía mal o si se veía separada de la caravana, por lo cual procuraba alimentarse cada tres noches, y nunca dos veces seguidas de miembros de un mismo fuego de campamento.
Al acercarse más la caravana a Praag, Ulrika había comenzado a ver restos que recordaban la invasión del Caos del año anterior: poblaciones calcinadas, granjas abandonadas, montículos de tierra que cubrían sepulturas colectivas cavadas con precipitación, y labriegos demacrados cuyos campos y almacenes habían sido saqueados dos veces, una por los invasores en su camino hacia el sur, y una segunda vez por los ejércitos de la Reina del Hielo cuando llegaron para rechazar las hordas y devolverlas al norte.
También vio signos que indicaban que algunos bárbaros no se habían retirado. A menudo pasaban al galope columnas de lanceros alados de Gospodar, con el estandarte del ala de águila restallando en el viento, a veces con cabezas de bárbaros ensartadas en las puntas de las lanzas. En torno a los fuegos de campamento corrían rumores de que esta o aquella caravana había sido atacada por nórdicos enloquecidos que salían aullando de la noche, y volvían a desvanecerse con los cautivos y el botín sin que nadie supiera adónde iban. Una noche, Ulrika vio una granja en llamas en el horizonte, y a la siguiente atravesó las humeantes ruinas de una pequeña población cuyos habitantes habían sido asesinados y violados de maneras indescriptibles. Ante cada atrocidad gruñó con patriótica aversión. Su tierra natal había sido profanada, y lo peor aún estaba por llegar. Casi se deleitaba con la perspectiva del regreso de las hordas en primavera.
Por fin, aquella mañana, justo antes de acostarse en la bodega subterránea de una granja destruida, había visto las torres con cúpulas en forma de cebolla de la ciudad de Praag destellar bajo los rayos rosados del sol naciente, y en aquel momento, ya caída la noche, sólo le quedaba un día de marcha. Estaría dentro de la ciudad antes de que clareara el día, y entonces… ¿y entonces…?
Sentía en la espalda un hormigueo de miedo y emoción. En cuestión de pocas horas podría volver a ver a Félix, Max y Gotrek. ¿Debía hacerlo? ¿Podría? ¿O no podría? ¿Y cuáles serían las consecuencias? Podría estar muerta un instante después de presentarse, haber caído bajo el filo de la terrible hacha del matador. Peor aún, podrían rechazarla. Podrían volverle la espalda con aversión. Tal vez eso sería lo mejor. Así sabría con exactitud cuál era su situación. Y si Félix o Max la recibían con los brazos abiertos, ¿sería capaz de controlarse? ¿Los amaría y se alimentaría de ellos?
Con un resoplido de impaciencia recogió la mochila y salió a gatas de la bodega. Ya había llegado demasiado lejos como para volverse atrás.
Fue unas pocas horas más tarde cuando Ulrika oyó los gritos. Le llegaron débiles, flotando en el viento que los hizo sobrepasar una elevación del camino. Aceleró el paso, y al llegar a lo alto de la toma oyó también el sonido de las espadas al chocar. En algún punto situado más adelante se libraba una batalla que quedaba oculta a la vista por algunas elevaciones. Se pasó la lengua por los labios. Una batalla significaba sangre, y sería prudente que se alimentara antes de entrar en la incertidumbre de la ciudad. Aceleró el paso, con la mochila rebotándole contra la espalda, y tras una larga carrera por el accidentado terreno, pasó por encima de una colina y vio, en el fondo del valle, una escena de matanza salvaje.
Una horda de bárbaros, enormes hombres demacrados que llevaban el cuerpo medio desnudo pintado de color añil y perforado por todas partes por extraños fetiches de hueso, atacaban en masa una caravana —la caravana con la que ella había viajado a lo largo de todo el camino desde Kislev—, mientras los soldados y mercenarios que la protegían luchaban en un círculo que mermaba con rapidez, doblados en número por los atacantes. Perros de guerra mutantes, que tenían el pellejo duro como una armadura y de sus fauces caían gotas rojas, luchaban junto a sus bárbaros amos, arrancando gargantas e intestinos a dentelladas, mientras que el jefe de la horda, un gigante calvo y lleno de cicatrices que montaba un negro corcel infernal, repartía muerte con un par de hachas que empuñaba en ambas manos.
Ante aquel espectáculo, una violenta cólera se apoderó de Ulrika. Había protegido a aquella gente desde Kislev, acabando con los lobos humanos que habrían diezmado sus filas, y en ese momento, cuando se hallaban casi a la vista de Praag, eran atacados. ¡¿Cómo se atrevía aquella escoria nórdica a tocar a su pueblo?! ¡Era ella quien debía seleccionarlos!
Sacó con brusquedad el estoque y la daga de las vainas, y corrió cuesta abajo en dirección al gigante montado a caballo. Los bárbaros no repararon en ella cuando cargó por su espalda, y mató a cuatro antes de que se dieran cuenta de su presencia. Pero incluso cuando se volvieron, aullando de furia, apenas si pudieron resistir su ataque. Las armas de Ulrika eran tan veloces, sus brazos tan fuertes, que podía desviar sus ataques de un golpe y atravesarlos casi a voluntad. ¡Qué emocionante resultaba luchar de ese modo! Sus reacciones eran el doble de rápidas que cuando estaba viva, y su fuerza era aún mayor que eso Los salvajes caían de espaldas con precisos agujeros en sus pechos tatuados, y morían casi sin derramar sangre. Otros perdían manos y brazos bajo sus veloces armas. ¡Ulrika era como un torbellino!
Sin embargo, al cabo de poco tiempo ni siquiera sus poderes sobrehumanos bastaron para contrarrestar la superioridad numérica de sus enemigos. La muchedumbre de salvajes se cerró alrededor de Ulrika y la acometieron desde todas partes. Una espada le abrió un tajo en la espalda. Otra le hizo un corte por encima de un hombro. Una maza la golpeó y le dejó un hombro entumecido. Dio un traspié y estuvo a punto de meterse en el barrido de un hacha. Aquello era una locura. La sed de sangre había vuelto a apoderarse de ella. No iba a poder llegar hasta el jefe. Iba a tener que salir de allí.
Se puso a asestar salvajes golpes a su alrededor con el estoque, y luego se lanzó hacia la periferia de la batalla, atravesando el cuello de un salvaje y abriéndole el flaco vientre a otro con la daga. Un tercero la acometió con una maza de piedra que le pasó zumbando por encima de la cabeza en el momento en que ella le clavaba el estoque entre las costillas a su portador, para luego saltar por encima del cuerpo que caía y correr hacia la maleza que flanqueaba el camino.
Cuatro bárbaros salieron aullando tras ella, mientras el resto se volvía otra vez hacia los acosados defensores. Ulrika sonrió. Podía ocuparse de cuatro. A los cuatro podía darles buen uso.
Los salvajes irrumpieron en la maleza baja en el momento en que Ulrika se volvía para enfrentarse con ellos. Mató al primero cuando se le enredaron los pies en unas retorcidas raíces, y a continuación atravesó al segundo en el momento en que saltaba por encima del oponente agonizante. Por desgracia, le cayó encima y tuvo que echarse a un lado para evitar que la derribara. El tercero aprovechó la posición de desventaja de Ulrika y dirigió un golpe contra su desprotegida espalda. Ella la bloqueó por muy poco con la daga, para luego girar sobre sus talones y decapitarlo con el estoque.
El último, un bruto enorme con los labios pintados de negro y unos cordeles de color púrpura enhebrados a través de la piel como si fueran las cintas de un corsé, se lanzó hacia ella rugiendo y blandiendo un hacha enorme, cosa que lo dejaba abierto a un buen número de estocadas mortales. Sin embargo, Ulrika sólo lo desarmó con un tajo que le abrió en los dedos cuando pasó silbando otro torpe golpe, y le hizo soltar el arma.
El bárbaro bramó y sacó una daga que llevaba en el cinturón, pero ella también se la hizo soltar de un golpe, para luego dejar caer sus propias armas y saltarle encima con las garras extendidas, como un gato de montaña que atacara a un oso. Lo sujetó por el cuello con las manos y apretó con fuerza mientras él rugía y la golpeaba con sus pesados puños para intentar quitársela de encima. Un puñetazo en una sien y un rodillazo en la entrepierna acabaron con su resistencia, y el bárbaro cayó de rodillas, gimiendo.
Ulrika lo empujó para tenderlo de espaldas, y se montó a horcajadas sobre él sin soltarle el cuello en ningún momento. Luego se inclinó y le señaló los colmillos. En los ojos enloquecidos del bárbaro apareció por fin un destello de miedo.
—Ésta es mi tierra, nórdico —le dijo con voz jadeante—. La defenderé con espada y cuchillo y con garras y dientes. Me beberé la sangre de cualquiera que la profane. Haré…
El discurso fue interrumpido por un toque de cuerno acompañado por el atronador pataleo de doscientos cascos de caballo. Ulrika alzó la mirada. Por el valle, procedente de Praag, avanzaba una compañía completa de caballería de la Legión del Grifo, con las lanzas bajas y los emplumados estandartes restallando en el viento de la noche.