SEIS
La recompensa de la misericordia
—Anciano —dijo una voz de hombre—. Anciano, ¿estáis bien?
Ulrika no sabía a quién le hablaba la voz, y tampoco le importaba. Lo único que le importaba era alejarse de allí. Con un esfuerzo supremo, metió los codos debajo del cuerpo y se arrastró unos pocos centímetros.
Una mano se posó sobre uno de sus hombros y la hizo rodar hasta dejarla tendida de espaldas. Ella entrecerró los ojos, y al alzar la mirada se encontró con el rostro redondo de un robusto mozo de cuadra de mediana edad.
—Anciano —dijo—, ¿os ocurre algo…? —Entonces comenzó a retroceder, asustado, e hizo el signo del martillo—. ¿U… una moza? Sigmar nos guarde, muchacha, me habéis asustado. Piel sobre huesos y pálida como la muerte. ¿Qué os pasa? ¿Estáis enferma?
Ulrika no pudo hacer nada más que gemir. El olor de la sangre del mozo le resultaba abrumador. Tendió las manos hacia él, temblando de hambre.
Él se apartó poco a poco, acobardado, pero luego apareció en sus ojos una expresión calculadora.
—Bueno, la verdad es que parecéis bastante rica. ¿Qué habéis hecho? ¿Huir vestida con la ropa de vuestro hermano? A lo mejor vuestra familia pagará para que os devuelvan a casa. Sí, a lo mejor. —Le tomó las manos y luego chasqueó varias veces la lengua—. Están muy frías. Estáis casi congelada. —Se arrodilló y la tomó en brazos como si no pesara nada—. No puedo dejaros morir, ¿verdad? De eso no sacaría dinero. Vamos.
Mientras la llevaba a través del patio al interior de los establos, Ulrika se aferró al mozo de cuadra, con la cabeza apoyada en su hombro, y el cuello desnudo del hombre quedó a pocos centímetros de sus colmillos. Se esforzó por alcanzarlo, pero él la depositó sobre una pila de balas de heno que había al lado de una pequeña estufa de hierro y le volvió la espalda. Se puso a rebuscar en el interior de un armario de cocina. Ulrika oía los movimientos de los caballos a su derecha.
—Ahora os arroparé bien —dijo el mozo—. Luego os iré a buscar un poco de caldo de la olla de Frau Kilger. Eso os hará entrar en calor.
Se volvió otra vez hacia ella, con los brazos cargados de mantas para caballo, y procedió a extenderlas encima de Ulrika, una a una, hasta que ella se sintió como si estuvieran enterrándola. Tenía ganas de maldecir a aquel idiota y decirle: «Eso no me hará entrar en calor. ¡Necesito sangre!» Pero lo único que podía hacer era gemir.
Al fin, él retrocedió un paso y negó con la cabeza.
—¿Qué tiene que haberos sucedido para que el pelo se os haya vuelto blanco siendo tan joven? ¡Ay!, este mundo es malvado, es un mundo malvado —volvió a chasquear la lengua, y luego dio media vuelta para ir hacia la puerta—. Ahora traeré el caldo. No tardo nada.
Ulrika frunció el entrecejo mientras él cruzaba el patio y se alejaba. No tenía el pelo blanco. Era de un rubio sucio. Con gran esfuerzo, sacó un brazo de debajo del pesado montón de mantas para luego alzarlo y tirar de un mechón de pelo. Era justo lo bastante largo como para que ella viera las puntas, que, sí, eran blancas como la leche.
La inundaron el pánico y la incertidumbre. ¿Cuándo había sucedido eso? ¿Acaso había tenido siempre el pelo blanco? ¿Era sólo que no lo recordaba? Intentó retroceder en el tiempo hasta la última vez que se había visto a sí misma. No pudo. No lograba recordar qué aspecto tenía. ¿Quién era? El dolor de cabeza no le permitía concentrarse durante el tiempo suficiente como para dilucidarlo.
El fuego del corazón del mozo de cuadra apareció en la periferia de su campo de percepción, y un momento después volvió a entrar por la puerta con un cuenco de humeante sopa puesto en equilibrio sobre una bandeja.
—Aquí está —dijo con tono tranquilizador mientras se acercaba a ella—. Bien calentito, recién salido de la olla, y también os he traído un poco de pan —dejó el cuenco sobre una bala de heno que había junto a ella y sacó del cinturón una cuchara de madera—. A ver, tomad un poquito de eso. Eh… Sois de familia de dinero, ¿verdad? —preguntó, con la cuchara suspendida por encima del cuenco—. ¿No seréis una maldita actriz de teatro?
Ulrika tragó de modo convulsivo. El olor de la sopa no le provocaba ninguna reacción, pero el olor de la sangre del mozo de cuadra volvió a inundarle los sentidos y ya no le permitió pensar en nada más. La voz del orgullo la regañó para que no rompiera el juramento, pero era débil y apenas audible, y la aplastó como si fuera un grillo. Tenía que alimentarse. Era eso o morir.
Le hizo al mozo un gesto para que se acercara con la mano que había sacado de debajo de las mantas.
—Venid aquí… —murmuró—. Acercaos.
—¿Qué decís, muchacha? —preguntó él, y aproximó una oreja a su boca—. No os oigo.
Con la fuerza nacida de la necesidad, Ulrika cerró una mano en torno al cogote del hombre y tiró de él hacia abajo al tiempo que los colmillos salían de sus fundas. El hombre gruñó de sorpresa, luego gritó y volvió a ponerse de pie mientras ella le hundía profundamente los colmillos en el cuello.
—¡¿Qué estáis haciendo?! —chilló el mozo de cuadra—. ¡Soltadme! ¡Soltadme!
Ulrika ascendió junto con él, adherida como una lapa, y bebió a enormes sorbos la sangre que enloqueció sus sentidos con el sabor y el poder que contenía.
El mozo de cuadra daba traspiés por el establo, maldiciendo y esforzándose por apartarla de él, pero con cada gran sorbo del elixir rojo ella se hacía más y más fuerte. Recuperó todos los sentidos. Los rincones oscuros del establo se volvieron más claros y su mente se agudizó. Le rodeó la cintura con las piernas y se sujetó con más fuerza aún, sin dejar de beber en ningún momento. Luego, los manotazos del hombre se transformaron en caricias, y él gimió y la estrechó contra su cuerpo.
—Sí —murmuró—. Besa… más…
A Ulrika se le revolvió el estómago. Siempre sucedía lo mismo, y ella detestaba que fuera así. Las víctimas obtenían tanto placer como ella cuando las desangraba, cosa que era de agradecer, suponía, pero los gemidos le daban asco. Sin embargo, ni siquiera el asco bastaba para interrumpir el festín. Sus venas suplicaban más y más sangre, y no podía negársela.
Únicamente cuando el mozo se desplomó y quedó tendido de espaldas se dio cuenta de que estaba a punto de desangrarlo del todo, e incluso entonces le resultó difícil soltarlo. Al fin, sin embargo, se apartó con brusquedad, boqueando y maldiciendo, y se arrodilló junto al hombre postrado, sobre cuyo cuerpo cayeron gotas de sangre de la boca de Ulrika. Había roto su juramento, pero al menos se había contenido para no matarlo. Si el mozo no tenía cerca a nadie que saciara el deseo de que lo sangraran, acabaría por recuperarse del beso, o al menos eso esperaba Ulrika.
—Lo siento —murmuró—. Lo siento.
Buscó con una mano la bolsa de monedas que llevaba colgando del cinturón con la idea de pagarle por lo que le había hecho, pero no la encontró. La había perdido en algún punto del largo recorrido a gatas, o tal vez incluso antes. ¿La tenía cuando estaba debajo del bote? ¿Había tenido alguna vez una bolsa de monedas?
Se oyó un portazo cuando estaba limpiándose la boca. Unos pasos acompañados por fuegos de corazones salían al patio procedentes del interior de la posada, y se oyeron voces campechanas y risas ebrias. Se quedó petrificada, rezando para que se alejaran.
—¡Eh, Herman! —llamó una de las voces—. ¡Nuestros caballos!
—Y quítale esa piedra de la herradura a Cecile —dijo otro—. Tendrá que recorrer kilómetros cuando llegue la mañana.
—¡Por el martillo! —maldijo un tercero—. ¿Dónde diantre se ha metido?
Los pasos comenzaron a avanzar hacia el establo. Ulrika se levantó con precipitación, dispuesta a huir, pero entonces se desplomó sobre el mozo de cuadra, presa de náuseas. Había bebido demasiado y demasiado deprisa. Sentía la barriga tan llena como un odre de vino. Le palpitaba la cabeza de dolor y tenía la visión borrosa. Volvió a levantarse mientras reprimía las ganas de vomitar.
Un hombre apareció en la puerta del establo.
—¡Herman! ¿Dónde…? —Se detuvo en seco al ver a Ulrika agachada junto al mozo de cuadra inconsciente—. ¡Por las barbas de Sigmar! —exclamó con voz ahogada, y retrocedió al tiempo que bajaba una mano hasta la pistola que llevaba enfundada en el cinturón. Ulrika vio el distintivo de Wissenland en el hombro derecho del hombre. Era un guardia de caminos.
—¡Un demonio! —gritó—. ¡Un vampiro!
Otros tres guardias se apiñaron en la entrada detrás del primero, y maldijeron a su vez al tiempo que sacaban espadas y pistolas. Ulrika se levantó sobre sus piernas inseguras y se lanzó hacia un lado cuando el primero de los guardias disparó. La detonación resultó ensordecedora dentro de aquel estrecho espacio, y los caballos se encabritaron y relincharon en el interior de sus compartimentos.
—¡Por las lágrimas de Shallya! —gritó uno de los guardias en el momento en que atravesaban la puerta—. Ha matado a Herman.
Ulrika miró en torno mientras se precipitaba hacia las sombras. Se había metido en una trampa. El establo tenía una sola salida, y los guardias de caminos se encontraban de pie frente a ella. Allí no había nada más que compartimentos y caballos.
Oyó que echaban atrás el percutor de un arma de fuego, y se lanzó dentro de un compartimento desocupado justo en el momento en que atronaba una segunda pistola. Gimió y se sujetó el estómago hinchado. Lo único que quería hacer era tumbarse a dormir. Se sentía demasiado mal para enfrentarse a cualquiera.
—¿Le has dado? —preguntó un guardia.
—Puede que lo haya rozado —dijo otro—. En cualquier caso, volved a cargar las armas e id con cuidado.
Ulrika levantó la mirada. Tal vez podría saltar por encima del tabique del compartimento cuando llegaran hasta ella y de ese modo dar un rodeo para esquivarlos. Pero ¡un momento! En el techo había un agujero que daba al henil.
—¿Listos? —dijo la voz del primer guardia.
—Si —respondieron los otros.
Ulrika oyó el chasquido de los percutores y recogió las piernas debajo del cuerpo preparándose para el salto, mientras rogaba que no la traicionaran la barriga y las piernas temblorosas.
—¡Ahora!
Los guardias de caminos cargaron. Ulrika saltó sobre el tabique de separación en el momento en que los hombres disparaban a ciegas al interior del compartimento. Ella osciló, mareada, y luego saltó hacia el agujero del techo.
El pecho se le atascó dolorosamente en el borde, pero ella clavó las garras en los tablones cubiertos de paja y se impulsó hacia arriba.
—¿Adónde ha ido? —preguntó un guardia con voz ronca.
—¡Ahí arriba!
Una bala pasó entre los pies de Ulrika en el momento en que salía a gatas del agujero. Se desplomó, gimiendo, en el suelo del altillo, y esta vez vomitó un torrente de sangre sobre los tablones desgastados, y observó cómo desaparecía por las rendijas que había entre ellos.
—¡Sangre! ¡Lo hemos herido!
—¡Traed una escalera!
Ulrika se incorporó hasta quedar sobre las manos y las rodillas, y miró a su alrededor. Por encima de su cabeza las paredes se inclinaban hasta unirse en el centro, y por todas partes había heno apilado. Al otro extremo, estaba la puerta del henil, por donde entraban las balas de paja mediante un torno para almacenarlas.
Oyó que una escalerilla golpeaba el borde del agujero, y la oyó crujir cuando alguien comenzó a subir por ella.
Ulrika se puso en pie de un salto y fue trastabillando hasta la puerta cerrada, pero justo en el momento en que llegaba hasta ella, oyó el sonido de una voz débil y ronca:
—Señores, no la matéis. Por favor.
Todos empezaron a maldecir, y luego habló el primero de los guardias.
—Está vivo, el pobre tipo.
—Sí, eso es peor —dijo otro—. Ahora habrá que matarlo antes de que se transforme.
Ulrika se detuvo, con la puerta del henil abierta a medias. ¿Qué estupidez era ésa? El mozo de cuadra no se transformaría en vampiro. No le había dado el beso oscuro. Se dio la vuelta con ganas de bajar y matarlos a todos para proteger al mozo de aquellos ignorantes.
Un guardia asomó por el agujero del henil y le disparó. Un golpe que tenía la fuerza de un martillazo la lanzó de espaldas a través de la puerta. Se precipitó al vacío, pataleando y braceando, e impactó con la espalda contra el frío fango del patio; un dolor vertiginoso eclosionó en sus hombros, al tiempo que el cuerpo vibraba a causa del golpe y el mundo se volvía borroso e inestable.
Se oyeron gritos y chillidos femeninos en algún lugar cercano, y luego la voz del que había disparado que gritaba en el interior de los establos.
—¡Le he dado! ¡Ha caído al patio!
A Ulrika se le aclaró la visión y se esforzó para sentarse, con los dientes apretados a causa del dolor. Atraída por las detonaciones de los disparos, de la posada estaba saliendo mucha gente que parloteaba y la señalaba. De los establos le llegaron gritos y el sonido de las botas contra el suelo.
Se obligó a ponerse de pie y corrió con paso inseguro hacia la cerca posterior del patio… y el oscuro soto que había más allá de ésta. Los guardias le gritaban que se detuviera, y una bala de pistola pasó silbando junto a ella cuando saltó por encima de la valla y atravesó un espeso sotobosque antes de adentrarse entre los árboles.
Pocos metros más adelante, se acuclilló detrás de un tronco grueso y vomitó un poco más de la sangre del pobre Herman; luego se limpió la boca y miró hacia atrás. Había dos de los guardias encima de la cerca, con una pierna a cada lado, mirando hacia los árboles mientras volvían a cargar las pistolas. Sin embargo, ninguno de los dos parecía ansioso por aventurarse a entrar en aquella oscuridad, y al cabo de un momento se volvieron y regresaron al patio de la posada.
Ulrika suspiro de alivio y se dejó caer contra el tronco del árbol con una mueca de dolor. Lo más probable era que no tardaran en ir tras ella, pero dispondría de unos momentos mientras reunían faroles y antorchas; además, no podría continuar la huida hasta que se extrajera la bala del hombro. Le rozaba contra la clavícula con cada movimiento que hacía, y si la dejaba donde estaba, la rápida capacidad de cicatrización, alimentada por la sangre que había ingerido, la dejaría atrapada en su interior.
Se quitó el jubón y la camisa, e hizo una mueca de disgusto al ver los brazos consumidos y las costillas que se marcaban por debajo de la piel. Daba la impresión de que se necesitaría más de una comida para devolverla a su estado normal. Luego, apoyándose contra el árbol para conservar el equilibrio, hizo salir las garras de la mano izquierda y exploró con suavidad el interior de la herida hasta encontrar la pequeña masa de plomo. El dolor de la exploración no fue nada comparado con el que le causó la maniobra de pasar las garras por detrás de la bala y sacarla a través del desgarrado músculo del hombro, pero el alivio que sintió al lanzarla hacia el sotobosque fue delicioso.
Mientras rasgaba la manga en varias tiras para hacerse un vendaje, su mente, turbia y confusa desde que había salido a gatas de debajo del bote, comenzó a aclararse por fin. Nuevamente sabía quién era. Sabía quién había sido y sabía qué era en aquel momento. Sabía adónde se dirigía. Pero había blancos aterrorizadores: caras sin nombre, nombres sin rostro. ¿Había muerto su padre? Pensaba que sí, pero no estaba segura. ¿Había hecho el amor con Max Schreiber, o sólo habían sido amigos? Ya no lo sabía.
El agujero más grande en su memoria era de un momento reciente. Recordaba el dolor que había sentido cuando se había hundido en el río, y haber gateado desde la orilla hasta el pequeño bote, pero el último recuerdo claro que tenía antes de eso era la huida de casa de Hermione y el recorrido a través de Nuln. ¿Cómo había llegado desde allí hasta el agua? Evocaba vagas imágenes de haber permanecido tumbada durante mucho tiempo en un espacio cerrado, y otras de hombres que le gritaban, y de la caída al agua, pero eso era todo. El resto había desaparecido. No tenía ni idea de lo que había sucedido.
Estaba acabando de atarse las vendas cuando oyó un apagado disparo de pistola y se agachó, para luego mirar a su alrededor. Nadie le disparaba a ella. No había nadie fiera de la cerca del patio de la posada. ¿Contra quién disparaban?
Entonces lo entendió. Los guardias de caminos acababan de matar a Herman de un tiro para evitar que se transformara en vampiro. Ulrika gruñó, enseñando los dientes. ¡Estúpidos mortales! ¡Ella había evitado matarlo! ¡Había hecho todo lo posible por cumplir el juramento que se había hecho a sí misma y lo había dejado con vida, pero, a pesar de eso, todo había salido mal! ¿Por qué le preocupaba tanto no matar a seres humanos, cuando ellos parecían tener tan pocos reparos a la hora de matarse unos a otros? Estuvo tentada de volver y demostrar que era el monstruo que los guardias pensaban que era, pero se obligó a recobrar la calma. No necesitaba más heridas de bala, y la noche no necesitaba más muertes.
Con una última mirada cargada de veneno lanzada en dirección a la posada, se puso la camisa, que ahora carecía de manga, y el jubón agujereado encima, se colgó la improvisada mochila de un hombro, y se adentró en el bosque cojeando, mientras se preguntaba si alguna vez hallaría una manera de vivir sin causar sufrimiento a dondequiera que fuese.