CINCO
La tiranía del hambre
Los ojos de Ulrika se abrieron de repente cuando se dio cuenta de la inmensidad del problema que tenía. En aquel momento era pleno día, lo percibía, y se encontraba a bordo de un barco, sin tener la más remota idea de dónde ni cuándo volvería a atracar. Podría encontrarse atrapada durante varios días. Y por si eso fuera poco, no tenía ningún esclavo de sangre del cual alimentarse, así que debía encontrar una víctima, algo que no había hecho nunca antes.
El pánico hizo que notara una opresión en el pecho, y en un instante se evaporó la roja cólera que la había mantenido en pie e impelido a la acción desde que se dio cuenta de que Gabriella la había encerrado. ¿Por qué no lo habría meditado todo con mayor detenimiento? Famke tenía razón: aquello no iba a salir bien. No estaba preparada en absoluto. Desde el momento en que había renacido como vampiro, sus protectores —primero Adolphus Krieger y luego la condesa Gabriella— habían puesto a su disposición víctimas voluntarias de las que alimentarse. En ningún caso tuvo que ponerse a pensar de dónde iba a salir la siguiente comida, y en muy raras ocasiones se enfrentó a la necesidad de beber sangre de alguien reacio a permitir que lo hiciera, como cuando Gabriella le dijo que debía alimentarse de Holmann. Entonces se negó a hacerlo porque abrigaba intensos sentimientos hacia el templario, y no quiso convertirlo en un esclavo sin voluntad propia. Pero ¿podría alimentarse de algún otro hombre?, ¿de un desconocido? Al final, por supuesto, no tendría más remedio que hacerlo; de hecho, cuando la sed de sangre la consumiera, no sería capaz de contenerse. Se convertiría en un animal sin conciencia ni pensamientos racionales.
No quería que sucediera eso. Se había jurado a sí misma, por la memoria de sus ancestros, que no volvería a perder el control nunca más. No permitiría que la bestia la anulara. Habida cuenta de esto, tenía que decidir cómo iba a actuar mientras aún tenía la mente lo bastante clara como para pensar.
Soltó un resoplido. La situación era ridícula. Lo que estaba haciendo en ese momento era establecer los parámetros según los cuales tenía intención de regir el resto de su vida eterna. Qué irónico resultaba el hecho de que estuviera haciéndolo entonces, en la bodega de un barco fluvial, mientras el hambre le mordisqueaba la mente, cuando, si hubiese sido menos impetuosa, habría podido meditar sobre las complejidades del asunto en la comodidad de la casa de Gabriella y haberse independizado después.
El pensamiento hizo que, súbitamente, anhelara regresar, implorar el perdón de Gabriella, volver al abrigo de las comodidades que tan importante le había parecido abandonar apenas unas horas antes. Pero ¿cómo iba a hacer eso? Ni siquiera podía bajarse del barco, y aún en el caso de que pudiera, y lograra hallar la manera de volver a entrar en Nuln, ¿la aceptaría otra vez Gabriella? ¿Le permitiría Hermione continuar con vida? ¿Podría ella vivir consigo misma, con la vergüenza de haber renunciado a su libertad ante la primera dificultad?
No, no podía volver. No quería hacerlo. Maldita fuera si lo hacía. Así pues, por muy inoportunos que fuesen el momento y el lugar, tenía que tomar una decisión.
El hambre le gruñía que debería alimentarse de quienquiera que se le pusiera a mano, que sus necesidades eran más importantes que las necesidades del ganado que la rodeaba. La reprimió. No quería ser como Krieger, su repugnante padre de sangre, que desangraba chiquillas inocentes y abandonaba sus cadáveres en los callejones. Tampoco quería ser como Gabriella, que había matado al templario Holmann con un frío pragmatismo que Ulrika no podía aceptar. Incluso le repelía el hecho de alimentarse de esclavos dispuestos a ello, porque la devoción que demostraban hacia aquellos que los sangraban resultaba repugnante de contemplar. Pero, entonces, ¿qué alternativa le quedaba?
Si de verdad odiaba el ser en que se había convertido hasta tal punto que no estaba dispuesta a alimentarse, debería suicidarse y acabar de una vez con el problema. El sol estaba alto en el cielo. Podría acabar con su dilema de manera instantánea con sólo salir a la cubierta y arder hasta convertirse en cenizas, pero sabía por experiencia que no tenía la valentía necesaria para hacerlo. Tenía que haber otro camino. Con que sólo pudiera alimentarse de personas de quienes ella pensara que se lo merecían… los malvados, los crueles, aquellos que se habían convertido a sí mismos en bestias…
Su cerebro se detuvo de modo repentino, pasmado ante la simplicidad de aquella solución. ¿Por qué no? ¿Por qué no iba a poder hacerlo? Podría alimentarse sin deshonrar su pasado ni tener cargos de conciencia, y al mismo tiempo estaría rindiéndole un buen servicio a la humanidad. Y tampoco cabía tener el más mínimo temor de pasar hambre por ceñirse a esa dieta moral, ya que en el Viejo Mundo nunca habría escasez de personas malvadas. Sonrió, dejando a la vista los colmillos. Acudir a Praag parecía una opción todavía mejor que antes, un interminable festín de salvajes y dementes. Se alimentaría cada noche.
Pero…
Su euforia se derrumbó con la misma celeridad con que había germinado. Pero ¿qué iba a hacer hasta entonces? ¿A quién convertiría en su presa mientras iba de viaje? ¿De quién se alimentaría aquella noche? ¿Habría algún hombre malvado a bordo del barco? ¿Cómo averiguarlo? ¿Acaso iba a tener que interrogar a sus víctimas acerca de sus principios morales antes de atacarlas? Resultaba risible. Ridículo.
Se gruñó a sí misma, furiosa ante su propia estupidez. Todas esas divagaciones eran debilidades humanas… necedades autodestructivas. Debería haberse despojado de esas cosas al morir. Estaba exigiendo de sí misma un comportamiento que era la más absoluta antítesis de su naturaleza.
Y a pesar de todo, ¿qué diferencia había con respecto a la época en que estaba viva? Como guerrera, había marchado toda la vida por la finísima línea que la separaba del salvajismo, siempre en guardia contra el canto de sirena de la matanza, que había arrastrado a muchos buenos hombres a la adoración de los Poderes Oscuros. Se había resistido entonces y podía resistirse en ese momento.
Si.
Se negaría a convertir su nueva naturaleza en una excusa para abandonar los principios del honor, la misericordia y la moderación por los que había jurado regirse cuando estaba viva. Le resultaría difícil, pero las cosas fáciles no merecía la pena llevarlas a cabo, y un juramento no significaba nada hasta que no era puesto a prueba. Encontraría la manera de vivir sin hacer daño a los inocentes, incluso aquella misma noche, a pesar de estar atrapada dentro de aquel barco. Estaba segura de poder lograrlo.
Cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos, aliviada por el hecho de haber tomado una decisión. Se echaría a dormir y reuniría todas las fuerzas que pudiera para enfrentarse con el desafío que la aguardaba cuando se pusiera el sol.
No fue un sueño plácido, porque el hambre iba creciendo como un tumor viviente con cada hora que pasaba. Durante aquel día, en muchas ocasiones la despertaron los aullidos del hambre, y tuvo que luchar contra ella con todas sus fuerzas antes de poder sumirse otra vez en la inconsciencia. El vacío que tenía en el pecho era demasiado doloroso, y permanecía despierta, tumbada, contemplando la lona que tenía delante de la cara, aferrándose el cuerpo con las zarpas. Percibía el fuego de los corazones de los tripulantes que se movían de un lado a otro del barco por encima de ella. Eran cinco, y a pesar del juramento que había hecho, nada deseaba más que calmar el frío de su corazón con el calor de los de ellos.
¿Por qué no se había alimentado de la doncella de Gabriella antes de marcharse de Nuln? La sangre de la muchacha la habría mantenido durante dos días, por lo menos. ¿Cuándo se había alimentado por última vez? ¿Hacía dos noches? ¿Había sido antes de eso? Aun en el caso de que todo hubiera estado en calma desde entonces, a esas alturas sentiría ya los retortijones del hambre, pero los esfuerzos físicos de la noche anterior —la fuga de la casa de Gabriella, la huida de la casa de Hermione, la veloz carrera a través de la ciudad— la habían dejado seca. Le dolían las venas por la falta de sangre. Sentía la lengua como si se le estuviera convirtiendo en polvo. Incluso sentía secos los ojos.
Volvió a maldecirse por no haber planificado la huida con mayor detenimiento. ¿Qué le sucedía? No era propio de ella eso de actuar sin pensar. Era una mujer adulta, además de ser un soldado veterano, con experiencia en las necesidades que planteaban los viajes, y muy versada en los preparativos que requerían los desplazamientos peligrosos. Había tenido una prisa tan tremenda por marcharse… La roja cólera que se había apoderado de ella prácticamente la había arrastrado fuera de la casa, como si la llevara cogida por el cuello.
Y era eso, ¿verdad? La cólera roja.
A pesar de todo su parloteo sobre controlar su propio salvajismo, Ulrika estaba tan perdida en él que ni siquiera se daba cuenta de cuándo se encontraba bajo su dominio. Desde que Gabriella había hecho girar la llave en la cerradura, los actos de Ulrika no habían sido los de una mujer de mundo, sino los de una niña petulante, los de una gata rencorosa que destroza las cosas de su ama porque la ha dejado sola. La invadió la vergüenza cuando recordó las excusas con que había justificado el hecho de romper la promesa que le había hecho a la condesa de no salir de la casa, porque sólo habían sido excusas. Los actos de Gabriella carecían de importancia. Una promesa era una promesa, y Ulrika había roto una sin tener una razón mejor que el orgullo herido para hacerlo.
Estaba asqueada de sí misma, y además se sentía perpleja. Las emociones la desconcertaban tanto como cuando tenía quince años y pensaba que el mundo era un lugar odioso lleno de adultos ignorantes y puertas cerradas con llave. ¿Por qué había recaído en un comportamiento tan infantil? ¿Acaso se debía a que Gabriella la trataba como si fuera una niña? ¿Era la cólera roja un síntoma de su nueva no vida? ¿Se enfriaría en algún momento y le permitiría pensar? Imploró a los dioses de su padre que fuera así, y pronto.
Pasado un largo rato, salió gateando de debajo de la lona y asomó la cabeza por encima de la carga. A través de la reja que cubría la escotilla descendía una luz roja que formaba un entramado cuadriculado sobre el suelo de madera. El ocaso. Faltaba menos de una hora para que oscureciera, pero incluso una hora parecía insoportable. Se sentó con la espalda apoyada contra el mamparo y las piernas flexionadas a mirar el lento desvanecimiento de la luz, porque no había nada más en lo que su mente pudiera concentrarse.
Al fin se desvaneció el último rastro de púrpura y todo quedó envuelto en matices de gris. Cuando Ulrika se puso de pie, se sentía cien años más vieja de lo que era, y avanzó con paso inseguro pero sigiloso hasta la escotilla; le daba vueltas a todo y le temblaban las extremidades a causa de la debilidad.
Encontró una escalerilla junto a un poste de soporte, y la apoyó contra el borde inferior de la abertura. Subió y miró a través del enrejado de madera que la cubría. Había un pestillo simple —una anilla de hierro que tenía insertada una clavija de madera para mantener cerrada la reja—, pero carecía de cerradura. Dejó escapar un suspiro de alivio. Era otra de las cosas en las que no había pensado. ¿Qué habría sucedido si se hubiera quedado encerrada con llave dentro de una bodega durante días o semanas? No podía ni imaginar el sufrimiento que habría experimentado.
Aguzó los sentidos. Los fuegos de los corazones de los tripulantes estaban concentrados en ambos extremos del barco. No había ninguno en medio, cerca de ella. Estiró una mano, sacó la clavija de la anilla, y luego escuchó. Nadie dio la alarma. Apoyó los hombros contra la parte inferior de la reja y empujó. Era pesada, pero continuaba siendo más fuerte que un hombre. La levantó lo suficiente como para poder deslizarse por la abertura y salir a cubierta; a continuación volvió a bajarla en silencio y la encajó en su sitio con brazos temblorosos. Continuó sin oír gritos de alarma ni de sorpresa. Miró en torno.
El barco navegaba pegado a la orilla sur, una densa muralla negra de bosque que colgaba por encima del río, y al mirar hacia el norte, Ulrika comprendió por qué: una gran flota de buques de guerra imperiales bajaban por el centro del río, con los pendones ondeando en el aire, lo que hacía que el resto del tráfico fluvial se mantuviera a distancia. El barco de Ulrika y muchos otros se deslizaban con prudencia por los fangosos bajíos, en espera de que pasaran de largo.
La mayor parte de la tripulación estaba reunida en torno a un caldero en la parte posterior del barco, donde comían en cuencos de madera y hablaban entre sí. Detrás de ellos había un hombre que mantenía una mano sobre la caña del timón. En la proa, otro hombre observaba el río. A Ulrika le palpitó la cabeza de dolor al mirarlo. Podía oler su sangre y oír el flujo de ésta por las venas. Un veloz salto y podría saciarse. Desaparecería el sufrimiento que le hambre le causaba.
Sin pretenderlo, avanzó un paso hacia él, y a continuación se obligó a detenerse. ¿Tan poca importancia tenía para ella el juramento que se había hecho a sí misma? ¿Lo rompería al igual que había roto la promesa hecha a Gabriella? Ella no convertía a los inocentes en sus presas, y aunque lo hiciera, ¿cómo iba a poder alimentarse de él mientras estaba atrapada en un barco? Si lo dejaba con vida, el hombre se lo contaría a los otros. Si lo mataba, los demás sabrían que tenían un depredador a bordo. A menos que, pensó, lo echara por la borda. Apartó de sí ese pensamiento. No iba a alimentarse de él. Tenía que hallar una alternativa. Tenía que pensar.
Se acuclilló en la sombra del mástil y se volvió a mirar a los hombres que se encontraban sentados en torno a la olla de comida. Tal vez pudiera acercarse lo suficiente como para oír lo que decían y determinar así cuál de ellos era el más malvado. La hipocresía de este pensamiento hizo que sintiera vergüenza. ¿Iba a alimentarse de alguien por el mero hecho de que fuera un matón, para luego decirle a su conciencia que había llevado a cabo una acción noble? Aquel razonamiento engañoso le dio asco. Sería más honrado desangrar a alguien sin más, y comenzar a partir del día siguiente a mantener el juramento que se había hecho. Sí, honrado, pero carente de voluntad.
Gruñó para sí. Qué cosa tan estúpida era eso de la conciencia. Aquella mañana, cuando el hambre apenas había comenzado a despertarse en ella, le había resultado fácil decir: «Seré virtuosa. Sólo haré presa en los villanos.» Pero en ese momento, cuando tenía la sangre tentadoramente al alcance de la mano, y cuando la aguardaban la locura y la muerte si no se alimentaba, aquellas palabras parecían los balbuceos de una idealista. Tenía que sobrevivir, y alimentarse de los hombres era algo tan natural para ella como lo era para los hombres el hecho de alimentarse de las vacas.
—¡Henneker! —gritó el hombre que estaba en la proa—. Rocas a la vista. Vira al norte…
Su frase se cortó en seco cuando vio que Ulrika lo espiaba desde las sombras, y se llevó una mano a la cachiporra que le colgaba del cinturón.
—¡Polizón! —gritó, al tiempo que echaba a andar hacia ella—. ¡Capitán! ¡Tenemos un polizón a bordo!
Ulrika se encogió más y se volvió, pero no había adónde ir. Los hombres que estaban en la popa dejaban los cuencos de comida y avanzaban a paso rápido, armados con porras y garfios.
—Nadie viaja como polizón en mi barco —gruñó el jefe, un canoso capitán que empuñaba un sable y una linterna.
—Por la pinta que tiene, es de clase alta —dijo el vigía—. Mira esas botas.
—¡Oye, que es una chica! —exclamó con satisfacción otro de los hombres.
—¡Vaya, desde luego que lo es! —confirmó el capitán, que mantuvo la linterna en alto mientras la tripulación rodeaba a Ulrika—. Quédate quieta, muchacha. Deja que te eche una mirada.
Ulrika reculó hacia la borda y se cubrió la cara. Atan corta distancia, el olor de la sangre de los hombres la abrumaba. No podía soportarlo. Tenía ganas de matarlos a todos. Quería bañarse en su sangre.
—¡Apartaos! —gritó—. ¡Dejadme en paz!
Intentó empujarlos para abrirse paso, pero dos de ellos la sujetaron por los brazos. Ulrika gruñó y los atacó con las garras. Los hombres retrocedieron gritando y cubriéndose con las manos las heridas que les había hecho. Los demás recularon, mirándola fijamente, aterrorizados.
—¡Sigmar! ¡Tiene colmillos!
—¡Es un demonio!
—¡Matadla!
Ulrika flexionó las rodillas y soltó un aullido. La bestia la impelía a atacar, a masacrar y darse un festín. Pero un diminuto atisbo de orgullo la contuvo. ¡No sería esclava de su hambre! ¡No permitiría que fuera el hambre quien escogiera el momento, el lugar o las víctimas! ¡Ella sería quien tomara esas decisiones!
El capitán alzó el sable.
—Todos juntos, muchachos —los arengó—. ¡En el nombre de Sigmar!
Los hombres avanzaron tras recobrar la valentía por la superioridad numérica, y Ulrika saltó, pero no hacia ellos. Por el contrario, retrocedió con un brinco que la llevó a lo alto de la borda, y corrió a lo largo de ella con tambaleante paso de borracho a causa del sufrimiento y la debilidad.
—¡No os acerquéis! —gritó—. ¡Dejadme en tierra! ¡En tierra!
Una sacudida tremenda hizo que el barco se balanceara y se inclinara bruscamente hacia un lado. ¡Las rocas! En medio de la agitación, el timonel se había olvidado de ellas. Ulrika dio un traspié e intentó sujetarse a un cabo, pero falló. Cayó de la borda y se zambulló en las agitadas aguas del río que la noche teñía de negro.
El dolor que sintió cuando las olas se cerraron por encima de su cabeza era el peor que había experimentado desde su renacimiento, peor que los dolores provocados por la necesidad de sangre, peor que los causados por la abrasadora caricia del sol, peor que el dolor debido a cualquier herida que hubiese sufrido, tanto viva como no muerta. Una burbuja de recuerdo se abrió paso a través del pánico cuando se esforzaba por alcanzar otra vez la superficie: Gabriella asustada ante la posibilidad de viajar en un barco abierto, proclamando que los vampiros le tenían miedo al agua. Era algo que también sabía por las historias que había oído junto al fuego, en su juventud, pero que había olvidado en su frenético intento de mantenerse apartada de los marineros.
Había sido un descuido fatal. El agua estaba matándola, y no la salvarían sus manoteos y pataleos. La corriente pasaba a través de su cuerpo como si fuera un fantasma arrebatándole su esencia. Ulrika sentía que se desgarraba como una bandera que un vendaval intentara arrancar del asta. Pequeños jirones translúcidos de sí misma eran arrancados y se alejaban flotando río abajo, llevándose recuerdos, emociones, alegrías y tristezas, y cada uno le dolía como si le arrancaran un brazo.
Cuando su cabeza rompió la superficie, oyó que los hombres del barco gritaban, aunque no logró entender sus palabras. No podía pensar. No veía. Entonces le llegó un aroma a marga y a materia vegetal en descomposición. ¡Tierra! ¡La orilla! Braceó para llegar hasta ella, loando a los dioses que la habían abandonado por ser aún capaz de oler.
La ropa le pesaba a causa del agua que había absorbido, y volvió a arrastrarla bajo la superficie. Como vampiro no tenía necesidad de respirar, pero no la mataría el ahogamiento, sino la despiadada corriente que intentaba separar su esencia del cuerpo no muerto al que se aferraba contra las leyes de la naturaleza. Como una sanguijuela prendida a su piel, le chupaba la fuerza de los brazos y la voluntad del corazón. Le arrancó más trozos de su yo, que se llevaron con ellos sensaciones y sentimientos. Una voz insidiosa le susurraba que el dolor cesaría si se daba por vencida sin más moría, pero sabía que era mentira. Los vampiros se aferraban a la vida con tenacidad porque conocían el tormento eterno que les aguardaba con la muerte verdadera, y ella aún era demasiado cobarde como para enfrentarse a eso.
Continuó moviéndose con dificultad, aunque, como no veía nada, no tenía ni la más remota idea de si avanzaba o no hacia la orilla. Entonces, sus botas tocaron fondo. ¿Se había hundido, o era el lecho del río el que había ascendido hacia ella? La corriente la arrastró lateralmente por el fondo. Se impulsó hacia adelante con los pies, afianzando los talones, y descubrió que estaba ascendiendo trabajosamente por una pendiente: se acercaba a la orilla.
Tendió las manos ante sí y golpeó algo que tenía el tacto de una rama de árbol. No. Una raíz. Se aferró a ella y tiró para intentar salir del agua. La corriente luchaba para retenerla, le tironeaba de la ropa, debilitaba sus dedos, le absorbía el alma, pero al fin logró salir y se desplomó sobre la orilla, ciega y temblando de manera incontrolable, con la mente convertida en un confuso torbellino de dolor y pensamientos rotos.
Un pensamiento, no obstante, permanecía incólume: tenía que continuar adelante. No podía quedarse en terreno descubierto. Los hombres podrían regresar, el sol sin duda volvería. Tenía que ocultarse, pero ¿cómo, si no podía ver ni ponerse de pie?
El rancio olor de un hombre llegó hasta sus fosas nasales: sudor, mierda y alcohol, débiles y desgastados, y el más penetrante hedor del pescado. ¿Un pescador? ¿Tendría su choza en las proximidades? ¿Estaría él dentro? ¿Podría alimentarse del hombre? ¿Tendría, al menos, la posibilidad de ocultarse del sol? Se volvió en busca del olor, como un topo ciego que olfateara dentro de la tierra en busca de larvas, y comenzó a arrastrarse boca abajo con suma lentitud, hundiendo los dedos débilmente en la tierra y las hojas de árbol enmohecidas.
Cada metro parecía un kilómetro, y con cada lento movimiento la acometían la náusea y el vértigo, pero después de arrastrarse entre los helechos y pasar por encima de las raíces de los árboles, su cabeza golpeó contra algo plano que sonó a hueco. Se esforzó para no vomitar, y luego extendió las manos y recorrió con ellas el objeto con el que había topado. Era de madera, y curvo, y estaba recubierto de pintura que se estaba desconchando.
Ulrika sollozó. Era un bote. No había choza, ni ningún pescador del que alimentarse, sino sólo un viejo esquife erosionado por los elementos que había sido arrastrado hasta el bosque y vuelto boca abajo. Se desplomó contra él. No podía ir más allá. Estaba demasiado débil como para adentrarse más en el bosque. Con sus últimas fuerzas, se metió rastras debajo del bote, se acurrucó en el suelo y cerró los ojos. Nunca había tenido tanto frío en toda su vida.
Se encontraba de pie, desnuda, junto a la ardiente pira funeraria de su padre, hundida hasta las rodillas en la nieve de Sylvania, e intentaba llorar su muerte, pero el calor del fuego le secaba las lágrimas antes de que pudieran derramarse. Entonces, como un papel que se enroscara al ser devorado por las llamas, el padre se incorporó, con el pelo y la barba convertidos en una melena de fuego, mientras la piel se le derretía.
—Únete a mí, hija —dijo, llamándola por señas—. Tienes que morir a causa de tu transformación.
Ella retrocedió para apartarse de él, aterrorizada, pero el padre bajó de lo alto de los troncos encendidos y fue tras ella con paso tambaleante mientras se le desprendían trozos de carne ennegrecida.
Ulrika tropezó y cayó de espaldas en la nieve, y de repente no era su padre quién iba hacia ella, sino Gotrek el matador, con las runas del hacha brillando con luz rojo cereza.
—No será rápido, muchacha —gruñó el enano, mientras bajaba el hacha lentamente hacia su garganta—. No lo mereces.
El calor de las ardientes runas le quemó la cara y el pecho mientras ella se apartaba del agudísimo filo de la hoja.
El hacha le tocó la piel.
Ella gritó.
Y al despertar percibió olor a carne quemada.
Una grieta del fondo del bote dejaba entrar la más diminuta aguja de luz solar, que había avanzado por la ropa de Ulrika siguiendo el desplazamiento del astro y llegado a la piel descubierta del cuello.
Al apartarse con brusquedad se golpeó con el costado del bote, y permaneció tumbada, jadeando, temblando y gimiendo de dolor. Aún se estremecía de frío, pero al mismo tiempo ardía como si tuviera fiebre. Por debajo de los bordes de la embarcación se veía la brillante luz del sol que la rodeaba por todas partes, cegándola, y el calor del astro caía a plomo sobre el fondo del bote vuelto boca abajo asándola como si estuviera en un horno. Sentía las extremidades como si fueran ramitas secas, y el aspecto que tenían no parecía desmentir la sensación. La parte de las muñecas que sobresalía de los puños de terciopelo no era más que tendones y venas, y los dedos eran sólo piel sobre hueso. No podía moverse, no podía levantar la cabeza. Si la pequeña lanza de sol la seguía hasta el costado del bote, no estaba segura de poder escapar otra vez de ella.
¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Por qué estaba debajo de un bote? ¿Quién… quién era ella? La inundó un renovado pánico al darse cuenta de que no podía recordar su nombre ni quién era. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí. El calor sofocante y el frío que le calaba los huesos la habían despojado de todo eso para dejarle sólo el dolor.
Se esforzó por recordar el sueño del que acababa de despertar con la esperanza de que le proporcionara algunas pistas sobre quién era. No recordaba nada. En el sueño había nieve, y un hombre que ardía, y otro con un hacha, pero no les veía la cara. No sabía sus nombres.
Lo único que sabía era que tenía hambre, un negro dolor de vacío que era peor que el frío, peor que el calor. Hacía que sintiera el impulso de apartar a un lado el bote y salir al bosque en busca de sangre, pero el instinto le decía que hacer eso significaría la muerte, que el sol la mataría, la haría arder como al hombre de la pira, así que se quedó allí tumbada, asándose y temblando, mientras su hambriento corazón la devoraba por dentro, observando cómo la aguja de sol labraba un lento sendero por el umbrío suelo de debajo del bote.
Tuvo más sueños, cada uno más extraño e inquietante que el anterior: Félix enterrándola aunque ella le gritaba que no estaba muerta. Adolphus Krieger y la condesa Gabriella bebiendo la sangre de Holmann mientras Ulrika luchaba para escapar de una jaula que colgaba encima de una hoguera; y despertares más delirantes en los que el bote y el suelo daban vueltas a su alrededor de tal manera que le provocaba náuseas, y sus temblores aumentaban de tal modo que le castañeteaban los dientes y no podía permanecer quieta.
Entonces, al despertar de un sueño demencial en que las venas le atravesaban la piel como si fueran lombrices de tierra que se alejaban husmeando en busca de sustento, descubrió que el sol y el calor habían desaparecido, y lo único que quedaba de ella misma era el frío y el hambre. El frío era peor que nunca, pero el hambre era aún más intensa. El mareo y las náuseas habían desorientado a la bestia durante algún tiempo, pero ya había vuelto y no estaba dispuesta a tolerar que no se le hiciera caso.
Ulrika la maldijo. Estaba demasiado débil como para moverse.
Su mente estaba demasiado quebrantada. Ni siquiera podía empezar a pensar en salir en busca de comida, pero la bestia aullaba y le arañaba las entrañas, inclemente, y descubrió que, después de todo, tenía fuerzas para moverse.
Temblorosa y muy débil, salió a rastras de debajo del bote logró arrodillarse, aunque no sin esfuerzo, pero luego cayó al intentar ponerse de pie. Las piernas se negaban a sostenerla. Así pues, se alejó a gatas del río y del bote para adentrarse más en el oscuro bosque, donde los arbustos le arañaban la cara y las rocas se le clavaban en las palmas de las manos. Apenas podía ver adónde iba. Su visión sobrenatural, que por lo general le permitía ver en la oscuridad, estaba volviéndose borrosa, y el mundo no era más que enormes sombras de árboles y brumas fluviales.
Un rato después le llegó el pataleo de muchos cascos, y Ulrika se encogió, asustada. Los cascos pasaron con un ruido atronador por algún punto situado más adelante, y se desvanecieron hacia la derecha. ¿Habría allí un camino? Volvió a avanzar a gatas, y al cabo de unos momentos lo encontró. Giró en la dirección hacia la que se habían alejado los cascos, y continuó avanzando con gran lentitud por la zanja que corría paralelamente al camino. Si había un camino, podría haber un pueblo, y si había un pueblo, habría hombres, y si había hombres, ella podría alimentarse.
Al cabo de un lapso de tiempo que le pareció interminable, vio luz a lo lejos. Al principio pensó que se trataba de una casa, pero luego comprobó que era una posada con cocheras, una grandiosa forma oscura situada a un lado del camino, con un farol de oscilante llama colgado por encima de la puerta. Se pasó la lengua por los labios. En el interior habría hombres. Habría sangre.
Se detuvo para descansar. Aunque aún tenía la mente confusa, sabía que no lograría acercarse a la presa si continuaba a gatas. No la dejarían entrar por la puerta. Reunió sus fuerzas y se puso de pie con un tremendo y doloroso esfuerzo, y se quedó de pie durante un momento, oscilando, luchando con el vértigo que hacía girar el mundo a su alrededor. Cuando alcanzó algo parecido al equilibrio, comenzó a avanzar con pasos torpes y espasmódicos, moviendo un pesado pie después del otro como si estuvieran hechos de granito.
Al acercarse más, los fuegos de los corazones de la gente que había dentro de la taberna comenzaron a llamarla con promesas de bienestar y calor. Las venas le dolían a causa de la proximidad, y la necesidad aceleró sus pasos. Por desgracia, no se volvieron ni una pizca más gráciles y al aproximarse a la puerta del patio de los establos, cayó boca abajo y se golpeó la cara contra el frío suelo.
Del patio le llegó un grito de sorpresa, y luchó para levantarse y marcharse, pero no podía continuar. Era incapaz de volver a levantarse. Estaba demasiado débil y el dolor era excesivo. Manoteó inútilmente contra el suelo mientras unos pesados pasos se le acercaban.