TRES

TRES

LA FUGA

Ulrika pasó ante la doncella para acercarse a la puerta y comprobó si podía accionar el pestillo. Estaba bloqueado. Se le erizó la piel a causa de una terrible premonición, y atravesó la casa a la carrera hasta la puerta de delante. También le habían echado la llave.

Se volvió a mirar a la doncella, que la había seguido, con los ojos muy abiertos, desde el vestíbulo principal.

—Ve a buscar al mayordomo. Dile que traiga las llaves.

La muchacha salió a escape. Mientras, Ulrika se paseó por el vestíbulo de entrada, donde sus largas faldas susurraban al rozar el lustroso suelo, hasta que llegó el mayordomo, soñoliento, con el manojo de llaves de la casa.

—Abre la puerta —le ordenó Ulrika.

—Sí, mi señora —respondió el mayordomo.

Metió la llave en la cerradura e intentó hacerla girar; entonces se volvió hacia Ulrika y le hizo una reverencia.

—Parece que la condesa ha activado las protecciones, mi señora. La cerradura no puede abrirse.

Ulrika maldijo y miró a su alrededor.

—¿Protecciones? ¿Hay protecciones? ¿Es que siempre hace esto?

—Por lo general, sólo cuando duerme, mi señora —replicó el mayordomo—. Nosotros tenemos que poder entrar y salir para ir al mercado, tratar con los comerciantes y…

Ulrika le arrebató la llave para intentar abrir la puerta ella misma. La forzó hasta doblarla, pero no logró accionar el mecanismo de la cerradura. Maldijo otra vez y volvió a grandes zancadas a la puerta posterior. Allí obtuvo el mismo resultado.

—¡Maldita sea! —arrojó las llaves lejos de sí y volvió al saloncito pisando con fuerza. Allí había ventanas, que iban del suelo al techo, cubiertas por gruesas cortinas. Las apartó y forcejeó con el pasador que las mantenía cerradas. Logró deslizarlo y suspiró con alivio, pero cuando empujó las ventanas, no logró que se movieran. Era igual que empujar un muro de piedra.

Lanzando otra maldición, echó atrás un puño y golpeó un cristal emplomado de forma cuadrada. Sus nudillos se detuvieron a un milímetro del cristal, frenados por el mismo muro de piedra invisible. Gruñó y retrocedió de un salto, y a continuación cogió una pesada silla de roble y la arrojó contra las ventanas, pero la silla rebotó y cayó al suelo con un golpe sordo mientras que las ventanas seguían intactas. Ulrika les dedicó una mirada feroz, con los puños cerrados a los lados.

—Señora —la llamó la doncella con voz dulce—. Señora, ¿os encontráis bien?

Ulrika se volvió. Tanto la muchacha como el mayordomo habían retrocedido con cautela hasta la puerta del comedor y la observaban con desconfianza.

—Estoy bien —respondió ella—. Marchaos a vuestras habitaciones.

Inclinaron la cabeza y se alejaron con paso presuroso, aliviados. Ulrika puso en pie la silla y luego la pateó con salvajismo, dio un par de pasos y volvió a patearla, y después la lanzó contra una mesa.

¡La condesa la había encerrado! ¡Ulrika le había hecho el juramento solemne de que no saldría de la casa, y a pesar de todo la había encerrado! Ulrika gruñó. Ahora sabía lo que Gabriella pensaba realmente de ella, A pesar de todas sus caricias y dulces palabras, no confiaba en que ella mantuviera su promesa. Creía que no era nada más que una niña sin honor, sin cerebro ni sentido del deber. Era una bofetada, un insulto a su integridad.

La furia volvió a inundarla, y las nubes escarlatas distorsionaron su visión y la volvieron borrosa hasta el punto de que tuvo la sensación de que la sala se encontraba en el fondo de un mar tormentoso.

Volvió a patear la silla. Cuando regresara Gabriella, le dejaría las cosas claras. Ulrika no volvería a dejarse convencer con dulces palabras. Exigiría que la dejara en libertad, y si la condesa se negaba a hacerlo, se abriría paso luchando o moriría en el intento. No podía permitirse servir a una bruja artera como aquélla ni un segundo más. ¡Por los dientes de Ursun! Si pudiera romper las protecciones que la tenían atrapada, se marcharía en ese mismo momento para no regresar nunca más. Al demonio con todas aquellas intrigas lahmianas, con sus rivalidades, sutilezas y habitaciones mal ventiladas. ¡Quería salir!

Una vocecilla diminuta se dejó oír en el interior de la cabeza de Ulrika para recordarle el juramento que le había hecho a Gabriella, pero ella le soltó un rugido que hizo retroceder a la vocecilla a un rincón, acobardada. Cuando la condesa había girado aquella llave dentro de la cerradura, había liberado a Ulrika de cualquier obligación que tuviera para con ella. No era deshonroso romper una promesa hecha a alguien que carecía de honor.

Saltó contra la ventana, con las garras y los colmillos desnudos, y la acometió con zarpazos y golpes. Las protecciones la rechazaron igual que antes, y cayó de espaldas, jadeando, pero su cólera estaba demasiado encendida como para abandonar. Dio media vuelta, gruñendo por lo bajo. Si había alguna manera de atravesar las protecciones, la encontraría; y si no la había, al volver a casa la condesa se encontraría con su pulcra casita hecha pedazos.

Ulrika subió corriendo la escalera hasta su habitación, rodeó a toda velocidad la cama con dosel, y llegó a las gruesas cortinas de la pared que daba a la calle. Las aferró con las zarpas y las arrancó… pero se encontró ante una pared lisa. No había ninguna ventana detrás de ellas. Se quedó mirando el muro, desconcertada, y luego atravesó corriendo el pasillo hasta la habitación de Gabriella, donde también arrancó las cortinas. Tampoco allí había ninguna ventana: sólo pared.

Ulrika retrocedió, con la mente hecha un torbellino. Estaba segura de que había visto ventanas en los pisos superiores desde el exterior de la casa. Tenían que ser falsas, destinadas a dar una impresión de normalidad a la vez que protegían a las huéspedes lahmianas de los rayos del sol. Recorrió con rapidez todas las habitaciones del piso arrancando las cortinas: ninguna tenía ventanas.

Ulrika pateó una pared con frustración, y entonces se detuvo, jadeando. ¿Y una chimenea? ¿Podría trepar por una chimenea hasta el exterior? Volvió corriendo a la habitación de Gabriella, y se agachó para pasar la cabeza por debajo de la repisa del hogar. No tendría tanta suerte. El interior de la chimenea era tan estrecho que casi no podía meter la cabeza, así que mucho menos los hombros.

Con un gruñido, se apoderó con brusquedad del atizador y le asestó un golpe a una querúbica cariátide de mármol que sostenía un extremo de la repisa de la chimenea La pequeña cabeza de piedra atravesó la habitación rebotando y se detuvo debajo de donde debería haber estado la ventana. Ulrika fue hacia ella con la intención de lanzarla contra algo, pero entonces se detuvo para mirar otra vez la pared. En la escayola se veía una sombra, una línea vertical apenas perceptible. Se acercó más. Se parecía a la impresión que queda en un papel secante después de levantarlo de la página escrita: un rastro casi invisible de lo que uno ha escrito. Le pasó una mano por encima. En la pared había una depresión somera, y otra a la derecha de la primera. Miró más arriba. Las unía una línea arqueada tan tenue como el resto.

Sintió un hormigueo de emoción. Aquella casa no había sido erigida para las lahmianas, sino que la habían reformado para que se ajustara a las necesidades de éstas. Allí había habido una ventana en otros tiempos. De hecho, aún existía en el lado exterior del muro. La pregunta era: ¿sería muy sólido el tapiado?

Levantó el atizador de hierro, y se detuvo. La ventana daba a la calle. Derribar el tapiado llamaría la atención. Se encaminó con rapidez hacia el estudio que estaba situado en la parte posterior. Sí. Las mismas depresiones someras en la pared. La golpeó con el atizador. La escayola se rajó y desmenuzó. Volvió a golpear y abrió un agujero. Se puso a tirar de los bordes con las garras para arrancar la suave capa pintada hasta ver qué había debajo: ¡sólo un entramado de madera relleno de grava!

La emprendió con ambas manos contra el entramado, arrancando los finos listones de madera para que los guijarros que contenían se derramaran por el suelo. A sólo tres centímetros de profundidad apareció el marco de madera de una ventana. Ulrika continuó rompiendo y arrancando hasta que la totalidad de la ventana quedó al descubierto. Por el lado interior se había colocado un fino panel de madera pintado de negro. Metió las garras por los bordes, lo arrancó y vio la luz de la luna. La ventana daba al patio para carruajes.

Ulrika levantó el atizador, casi sin atreverse a abrigar esperanzas, y golpeó uno de los cristales con forma de diamante. La punta lo atravesó con un tintineo de cristales rotos. No había ninguna protección. ¡Estaba libre!

En su ansiedad por verse fuera de la casa, estuvo a punto de saltar por la ventana en aquel mismo momento, pero luego reflexionó y retrocedió. Si de verdad iba a marcharse por su cuenta y en solitario, tenía que prepararse. De repente, sonrió. ¡Qué amable había sido Gabriella al pensar con antelación en proporcionarle las cosas que más iba a necesitar!

Bajó corriendo la escalera para volver al salón, se quitó el vestido cubierto de polvo de escayola, se puso una camisa, el traje de terciopelo negro, las botas de cuero y un par de guantes. Todo le quedaba perfectamente. A continuación se abrochó el cinturón con el hermoso estoque y la daga, descolgó el traje gris de la percha y lo dobló. No tenía mochila, así que metió el traje dentro de una de las amplias camisas, cerró todos los ojales, ató las mangas entre sí y se colgó el paquete de un hombro como si fuera un zurrón.

¿Qué más iba a necesitar? Dinero. Volvió a subir a paso ligero a la habitación de Gabriella, donde saqueó la cómoda y el armario para recoger hasta la última joya que pudo encontrar. Debajo de una caja para sombreros descubrió un cofrecillo de hierro que contenía cincuenta marcos de oro del Reik. Los cogió y llenó la bolsa que colgaba del cinturón de la espada. Ahora estaba preparada.

Una parte de ella tenía ganas de esperar hasta que regresara Gabriella sólo para que tuviera que enfrentarse al hecho de que se marchaba, pero si lo hacía, la mañana estaría demasiado cerca, y antes de que amaneciera tendría que encontrarse ya lejos de allí, y a cubierto.

Corrió al estudio, donde estaba la ventana abierta. Se apoderó de ella un último momento de vacilación cuando se asomó a mirar al patio. Lo que estaba haciendo podía parecer una traición: abandonar a la mujer que la había salvado y le había enseñado cómo arreglárselas en su nueva vida. Puede que no hubiera vuelta atrás. ¿Y quién sabía lo que la aguardaba en el futuro? La muerte podría darle alcance esa misma mañana, al salir el sol. Se encogió de hombros y propinó una patada a los cristales. Era mejor morir libre que vivir enjaulada.

La recorrió un escalofrío de emoción cuando saltó al patio de carruajes y el viento de la noche le agitó el cabello. Ya se sentía mejor. Pasó caminando silenciosamente ante la cochera para dirigirse a la tapia posterior. Ahora tenía que hallar la manera de salir de Nuln. Ojalá hubiera podido despedirse de Famke antes de partir.

Se detuvo. ¿Por qué despedirse? ¿Acaso Famke no le había dicho que ella también tenía ganas de escapar? Con una risa demente, Ulrika saltó por encima de la tapia y emprendió el camino hacia la casa de Hermione a través del Altestadt dormido.

* * *

No se sintió tan inclinada a la risa cuando observó la casa desde el tejado de un edificio que estaba al otro lado de la ancha calle del barrio de Aldig, flanqueada de mansiones, donde vivía Hermione. Era un palacio de tres pisos de estilo tileano, con elaboradas tallas de piedra y torneadas columnas a los lados de las puertas y las ventanas. Sin embargo, a pesar de sus filigranas, era sólido como una fortaleza, con barrotes en las ventanas y una puerta de roble de diez centímetros de grosor, y aunque no había guardias visibles, Ulrika sabía que los «caballeros» de Hermione estaban dentro, y probablemente habría también protecciones y robustas cerraduras, más sólidas que las que protegían la casita de Gabriella. No era de extrañar que el strigoi hubiese preferido matar a las lahmianas fuera de sus casas cuando tuvo esa posibilidad. Se necesitaría un ejército para derribar las defensas de Hermione.

Por supuesto, Ulrika no necesitaría ningún ejército para entrar.

Las doncellas y los hombres de armas la conocían, y una pequeña mentira bastaría para franquearle la entrada. La dificultad residiría en volver a salir con Famke. Estaba segura de que Hermione podía cerrar puertas y ventanas con un simple chasquido de los dedos, y entonces quedaría atrapada dentro de la mansión. Hermione podría matarla por intentar robarle a su protegida, o peor aún: entregársela de nuevo a Gabriella.

Pero tal vez no tendría necesidad de entrar en la casa. Cabía la posibilidad de que Famke aún estuviera en el jardín. Con renovada emoción, Ulrika saltó del tejado del edificio a una estrecha calle lateral, y rodeó la manzana hasta llegar a la tapia posterior de la propiedad de Hermione. Le dio un salto el corazón cuando llegó a sus oídos el sonido apenas audible de un laúd tocado por manos inexpertas. Sólo podía tratarse de una persona. Ulrika se acercó de puntillas a la tapia, y se detuvo cuando ya se disponía a saltar por encima de ella. ¿Y si Hermione estaba con Famke? ¿O si estaba con ella alguno de los caballeros? Aguzó los sentidos. No oyó latir ningún corazón, pero Hermione aún podía estar en el jardín. Ulrika tendría que echar un vistazo para estar segura.

Dio un brinco para sujetarse con los dedos a lo alto de la tapia, y luego se izó con lentitud hasta que pudo asomarse un poco por encima. Árboles, arbustos y estatuas de amantes que morían unos en los brazos de los otros ocultaban la mayor parte de la casa, pero estirando el cuello e inclinándose hacia la izquierda pudo ver la veranda, y también a Famke.

Se encontraba a solas en el banco donde la había dejado Ulrika, y su cabello dorado parecía de brillante plata a la luz de la luna; se inclinaba aplicadamente sobre el laúd para luchar con una melodía bretoniana… a la que no lograba dominar.

Ulrika dejó escapar un suspiro de alivio, y luego se deslizó por encima de la pared para dejarse caer dentro del jardín. Avanzó con sigilo entre los árboles y arbustos para acuclillarse al borde de la zona de césped en la que no quería entrar, porque quedaría a la vista de cualquiera de las ventanas.

—¡Famke! —susurró.

Famke levantó la cabeza y miró entre sus largas trenzas.

—¿Quién…? —preguntó, y sus dedos vacilaron un poco sobre las cuerdas. Luego vio a Ulrika y dejó de tocar—. ¡Hermana! ¿Qué estás haciendo aquí?

Ulrika se llevó un dedo a los labios y la llamó por señas.

—Shhh —le chistó—. Ven aquí.

Famke se volvió a mirar hacia la casa, y luego se puso de pie para bajar los escalones y cruzar el césped con paso presuroso.

—¿Qué sucede, Ulrika? ¿Por qué andas merodeando por ahí como un ladrón?

Ulrika le dedicó una ancha sonrisa.

—Me he escapado. La condesa me ha demostrado que carece de honor y de respeto, así que he decidido marcharme por mi cuenta, y he venido para llevarte conmigo —tomó a Famke de la mano—. Ven. No tenemos mucho tiempo.

—¿Que tú… te has escapado? —preguntó Famke, perpleja.

—Era eso, o morir. —Ulrika se puso de pie—. Ahora, vayamos hacia la tapia, antes de que alguien venga a buscarte.

Famke se echó atrás.

—Ulrika, yo… ¿Cómo podemos hacer esto? Era sólo una broma, un sueño.

—Para mí no es ninguna broma —replicó Ulrika, impaciente—. Ya no. He destrozado la casa de la condesa y se lo he robado todo. No hay vuelta atrás.

—¡Pero es imposible! —dijo Famke—. Vamos a necesitar un carruaje, y esclavos de sangre, y sitios donde alojarnos.

Ulrika sopesó la bolsa que le colgaba del cinturón.

—Todo eso lo compraremos. ¡Ahora, vámonos!

Se oyó la voz de Hermione que llamaba desde dentro de la casa.

—¿Famke? ¿Famke, dónde estás?

Ulrika se volvió a mirar a la muchacha.

—Vamos, hermana —susurró—. Antes de que sea demasiado tarde.

Famke negó con la cabeza, con aspecto de estar a punto de llorar si los vampiros pudieran verter lágrimas.

—No puedo. No saldría bien. Lo siento.

Ulrika salió de entre los arbustos para acercársele, mientras la cólera crecía dentro de su pecho.

—¿Qué te sucede? ¿Es que quieres vivir bajo la férula de esa mujer horrible durante el resto de la eternidad? ¿Cómo puedes aguantar que te tengan encerrada de esta manera? Eres como una muñeca que está dentro de una caja. ¿No preferirías morir libre antes que vivir enjaulada?

Famke dejó caer la cabeza.

—Lo siento, Ulrika. Soy una cobarde.

Ulrika gimió y consideró la posibilidad de echarse a la muchacha sobre un hombro y llevársela por la fuerza al otro lado de la tapia, pero justo en ese momento se abrió la puerta de la veranda y salió la dama Hermione con dos caballeros tras ella. Famke soltó un chillido.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Hermione con frialdad, mientras descendía a la zona de césped.

Ulrika reprimió el instinto de atacar, y en cambio la saludó con una inclinación de cabeza.

—Per… perdonadme, dama Hermione. Mientras paseaba, he oído la música que tocaba la señorita Famke, y he pensado en venir a presentar mis respetos.

—Ya veo —dijo Hermione, que avanzó por el césped con un susurro de faldas, mientras los hombres se desplegaban detrás de ella—. Una visita social pasando por encima de la tapia del jardín.

—Ah, sí, señora —dijo Ulrika—. Ya… ya sé que debería haberme presentado en la puerta delantera, pero pensaba darle una sorpresa…

—Así que tu intención era sólo social —la interrumpió Hermione— ¿cuándo le preguntaste a mi adorada Famke si no prefería morir libre antes que vivir enjaulada?