DOS

DOS

La jaula de oro

—Voy a dejarte en casa —le dijo Gabriella a Ulrika cuando ambas atravesaba Nuln en el carruaje hacia su alojamiento provisional—. Debo continuar hasta Handelbezirk para reunirme con los antiguos empleados de la señora Dagmar y familiarizarme con las peculiaridades del negocio y las listas de clientes. Te resultaría aburrido.

Ulrika no respondió. Se limitó a mirar por la ventanilla.

—Tengo una sorpresa esperándote en casa —continuó Gabriella—. Creo que te gustará mucho.

Ulrika continuó sin decir nada, y al fin Gabriella suspiró.

—Lamento haberte levantado la voz, querida —se disculpó—. No puedo permitir que hables con Famke.

—¿Y eso por qué? —preguntó Ulrika, que se volvió a mirarla—. ¿Por qué no debo hablar con ella?

—¿Y eso por qué, señora? —la corrigió Gabriella, haciendo hincapié en la última palabra—. No debes olvidar la buena educación porque yo te haya otorgado una cierta autoridad a causa de los recientes problemas. La crisis ya ha terminado.

—¿Y eso por qué, señora? —repitió Ulrika, con los dientes apretados, cargando también la voz en la última palabra.

—Mucho mejor —dijo Gabriella—. Porque, aunque ahora se supone que somos aliadas, Hermione aún está trabajando activamente contra mí. No me quiere en Nuln más de lo que yo deseo estar aquí, y tiene un miedo mortal de que me asciendan a una posición superior a la suya. Debido a eso, hará todo lo posible por arruinar mi nombre y mi reputación mientras estemos aquí.

—¿Y qué tiene que ver eso con Famke, señora? —preguntó Ulrika.

—No seas obtusa, muchacha —replicó Gabriella—. Famke es una criatura de Hermione. Espía para ella tanto como tú lo haces para mí, e informará a su señora de todo lo que digas. No puedes confiar en ella.

Ulrika apretó los puños hasta que se le clavaron las uñas en las palmas de las manos, pero no pudo contener la furia.

—¿Es que no debo ver a nadie más que a vos? —gritó, al fin—. ¡Matasteis a Holmann! ¡Me negáis la compañía de Famke! ¿Con quién voy a hablar?

Gabriella parpadeó, desconcertada.

—Puedes, por supuesto, hablar conmigo siempre que quieras, querida —respondió—. Pero si necesitas otros compañeros de juegos, habrá esclavos de sangre en abundancia cuando el nuevo burdel abra sus puertas. Tendremos una veintena de apuestos caballeros para protegernos, y las más hermosas mujeres del Imperio a nuestra entera disposición.

—¡Yo no quiero esclavos! —bramó Ulrika—. ¿Acaso no lo he dejado claro ya? Preferí dejar que Holmann muriera antes que convertirlo en mi esclavo. ¡Quiero tratar con iguales! Quiero amistades verdaderas, no las serviles zalamerías de estúpidos enamorados.

Por un momento pareció que Gabriella iba a responderle en el mismo tono, sin embargo, la expresión de su cara se suavizó.

—En ese caso, me temo que a menudo te sentirás sola entre nosotras, niña. Aunque he tenido buenas amigas a lo largo de los siglos que llevo en la hermandad, han sido pocas y muy distanciadas en el tiempo. Hay demasiada competencia por los puestos dirigentes como para que la mayoría de las hermanas sean amigas de verdad. Sólo nos unimos cuando nos ataca alguna fuerza exterior. —Hizo una pausa al decir esto, y le dedicó una sonrisa torcida—. Y a veces ni siquiera así lo hacemos.

Le dio unas palmaditas en una rodilla a Ulrika.

—Nuestra posición no será siempre tan precaria como ahora, querida —continuó—. Llegará un momento en el que podré permitirte buscar una verdadera relación de compañerismo fuera de mi hogar, pero, hasta entonces, haré todo lo posible para ser la amiga que necesitas.

Ulrika se volvió otra vez hacia la ventanilla con el rostro desconsolado.

—Una amiga a la que tengo que llamar «señora» —dijo. Hicieron el resto del recorrido en silencio.

* * *

El hogar provisional de Gabriella se encontraba en el distrito Kaufman, un vecindario tranquilo de ricos comerciantes situado al sur del noble barrio de Aldig. Era una sencilla casa pareada, mitad de madera, que Hermione mantenía precisamente para ese tipo de situaciones, como residencia para hermanas que iban a visitarla y a las que resultaba comprometido que vieran alojándose en su casa. Tenía dos pisos, dos dormitorios, un mayordomo, un cochero y una doncella, todos esclavos de sangre, por supuesto.

Gabriella y Ulrika habían estado viviendo allí desde que regresaron furtivamente a Nuln, tras dejar una artística carnicería en Mondthaus para que fuese hallada por las autoridades. A Ulrika le parecía más una prisión, una prisión bien amueblada, sin duda, con pesados muebles de roble, cristales de colores en las ventanas y vigas talladas y pintadas, pero una prisión de todos modos. Mientras Gabriella, Hermione y todas sus secuaces estaban atareadas con la creación de nuevas identidades y en el ocultamiento de las antiguas, Ulrika se había visto obligada a quedarse esperando allí con demasiada frecuencia, sin más que hacer que leer, pasearse de un lado a otro, y meditar sobre el giro que había dado su vida desde que había muerto.

La doncella les abrió la puerta posterior que daba al pequeño patio, y Ulrika se dispuso a ir directamente a su habitación, pero Gabriella rió alegremente y le tomó una mano para retenerla.

—No, no, querida —dijo—. No quiero verte enfurruñada. Ven al salón. Tendré que marcharme dentro de un momento, pero tengo una sorpresa para ti, ¿recuerdas?

Ulrika le hizo una leve reverencia pero mantuvo los ojos fijos en el suelo.

—Como deseéis, señora —replicó, haciendo hincapié en la última palabra.

Gabriella suspiró y sonrió con tristeza.

—Sé que ahora mismo te irritan los límites de nuestra existencia, pero las cosas mejorarán, te lo prometo.

—¿Cómo mejorarán? —preguntó Ulrika, mirándola a los ojos—. Vamos a cambiar este ataúd por uno más grande, con putas en su interior. Pero continuará siendo un ataúd.

Gabriella frunció el ceño.

—Estás empeñada en mostrarte ofensiva, pero no me dejaré provocar. Ven.

Condujo a Ulrika al interior de un ordenado saloncito. Sobre la alfombra árabe del centro había un gran baúl apoyado sobre uno de los lados; tenía apliques de latón en las esquinas y una llave en la cerradura.

Gabriella lo señaló con un gesto.

—Ábrelo.

Ulrika vaciló, pero luego se acercó e hizo girar la llave. La tapa se abrió sobre los goznes casi como por propia voluntad, y entonces vio que el baúl era un armario en miniatura de primorosa factura, con una barra para colgar la ropa y pequeños compartimentos para los accesorios, zapatos y objetos de aseo personal… y estaba lleno de prendas masculinas.

Ulrika se esforzó con toda su alma para aparentar que no estaba impresionada y para aferrarse a su enojo, pero no pudo resistirse a descolgar de la barra uno de los jubones y alzarlo. Era hermoso, de terciopelo negro bordado con hilo gris, con calzones acuchillados y medias a juego. En la barra había otros tres jubones, en tonos oscuros de burdeos, verde y gris, además de una capa negra y unas cuantas camisas blancas orladas de puntillas. Debajo de toda esta ropa se veían un par de botas de montar negras, altas hasta el muslo, hechas de flexible cuero estaliano, y un exquisito juego de estoque y daga de factura tileana, con el cinturón correspondiente y las dos vainas.

—Tomé las medidas de tu estropeada indumentaria de montar —dijo Gabriella—. Sé que te sientes más cómoda cuando vas vestida así, y puesto que me prestaste tan grandioso servicio cuando actuaste como mi «dragón», decidí que debías ser recompensada.

Ulrika se volvió hacia Gabriella, con el jubón de terciopelo negro apretado contra el pecho. Tenía ganas de quitarse los vestidos y la peluca allí mismo para probárselo.

—Gracias, señora. Esto… esto es un regalo fantástico.

Gabriella sonrió.

—Tenía la esperanza de que te gustara. Por supuesto, continuarás llevando faldas cuando hagamos visitas formales —continuó—, pero en tu tiempo de ocio podrás vestirte como quieras.

Ulrika hizo una reverencia.

—Gracias. Yo… —De repente alzó la vista para mirar a Gabriella y se le iluminaron los ojos—. ¿Puedo acompañaros, ahora? ¿Esperaréis mientras me cambio?

Gabriella frunció los labios.

—Como ya he dicho antes, no será de tu agrado. Voy a reunirme con la madama y con el personal de cocina, y ya llego tarde.

—¿Puedo salir, entonces? —preguntó Ulrika—. ¿En solitario? ¿Sólo un paseo por el vecindario? ¿Hasta el parque de Aldig?

Los labios de Gabriella se transformaron en una dura línea recta.

—No seas necia, querida mía. Es demasiado peligroso. Ya sabes que por ahora tenemos que ser invisibles. La ciudad se ha tranquilizado hasta un cierto punto, pero la fobia contra los vampiros aún no se ha extinguido del todo. Lo único que haría falta sería una pequeña chispa y volveríamos a estar como antes.

—Pero si nadie sabrá lo que soy —protestó Ulrika—. ¿Creéis que soy tan estúpida como para dejar a la vista mis garras y mis colmillos? Esa lección ya la he aprendido.

—Se darán cuenta de que eres algo inusitado —dijo Gabriella—. Una mujer vestida con ropa de hombre. Lo inusitado atrae la atención, y no podemos permitirnos atraer la atención de nadie, ¿es que no lo ves?

Ulrika se quedó mirándola fijamente, y la furia comenzó a prender otra vez en su interior.

—Así pues, precisamente cuando me dais permiso para ponerme esta ropa, me decís que no debo llevarla cuando vayamos de visita, y que no puedo mostrarme con ella en público, sino sólo en mi tiempo de ocio. ¿Esperáis que me quede en casa y vaya de una habitación a otra con esa ropa puesta? —cogió las botas con brusquedad y las levantó en el aire—. Éstas son botas de montar, señora. ¿Cuándo podré montar?

Gabriella se irguió.

—No adoptes ese tono conmigo, niña. Sólo estoy pensando en ti…

Ulrika la interrumpió.

—¡No me llaméis niña! Soy una mujer adulta. He recorrido el Imperio desde Kislev hasta Middenheim y las Montañas del Fin del Mundo. He luchado contra las hordas del Caos. He conducido hombres a la batalla. ¿Y vos no queréis permitirme que salga de casa? —En ese momento su furia había llegado al punto de ebullición, y el mundo se volvió rojo a su alrededor, como si viera a través de cristales escarlatas. La arrebató el deseo de arrojar las botas contra la escultura de un caballero arrodillado a los pies de una dama noble que se encontraba sobre una mesa, al otro lado de la habitación, pero se contuvo y se obligó a hablar en un tono sereno cuando hubiera preferido escupir las palabras a la cara de Gabriella—. Pensáis en mí como en una especie de muñeca a la que se puede vestir primero de muchacha y luego de muchacho, y después dejarla debajo de la cama cuando os canséis de jugar. Bien, pues no soy una muñeca, y no soy una niña. Iré a dondequiera que me apetezca ir, y hablaré con quienquiera que me apetezca hablar.

—Ulrika… —empezó Gabriella.

Pero Ulrika no se calló, y a pesar de su intento de controlarse, empezó a levantar la voz.

—Os debo vasallaje por haberme salvado la vida y por enseñarme las costumbres y normas de vuestra hermandad, y por eso os serviré con lealtad, pero no soy vuestra esclava. No soy vuestro perro —rió con amargura—. Habéis dicho que yo era vuestra amiga. ¿Acaso un amigo dice «siéntate, quieto», y espera que uno se contente con un hueso y un cuenco de agua?

—¡Ya basta! —le espetó Gabriella, y luego suavizó el tono—. Es porque soy tu amiga que hago esto. Sé que te sientes encerrada, y sé que es una crueldad ofrecerte ropa y no permitirte vestirla, pero como ya te he dicho antes, todo llegará, y también ese momento.

—¿Cuándo? —gritó Ulrika.

—Pronto —replicó Gabriella—. Tenemos una vida larga, querida mía, y todo sucede, antes o después. Cuando nos hayamos establecido, cuando les hayamos tomado el pulso a las autoridades, podremos permitirnos un mayor margen de flexibilidad. Si tienes paciencia, los amigos llegarán, llegará la libertad, cabalgarás a dondequiera que desees cabalgar, e irás a donde te plazca, pero no ahora. Y durante un tiempo continuarás sin poder hacerlo. Lo siento.

Ulrika temblaba de frustración, y arrugó el terciopelo del jubón con ambas manos, pero luego dejó caer los hombros con resignación.

—También yo lo siento, señora —dijo—. Sé que debemos ser cautelosas. Sé que debo ser paciente. Es sólo que…

—Es sólo que no estás hecha para este encierro —terminó la frase Gabriella, al tiempo que se le acercaba y la rodeaba con los brazos—. Lo sé. Eres hija de las espaciosas llanuras de Kislev, y tengo la convicción de que la naturaleza enclaustrada de la vida lahmiana te duele más que el derramamiento de sangre. —Le dio un beso a Ulrika en una mejilla—. Te lo prometo, adorada, volverás a cabalgar, pero… —Le levantó el mentón para mirarla a los ojos—. Pero tú también debes hacerme una promesa a mí.

—¿De qué se trata, señora? —preguntó Ulrika.

—Debes prometer que ahora me obedecerás —dijo Gabriella—. Debes prometerme que aguardarás aquí, en la casa, hasta que te dé permiso para partir. Tienes que permitir que sea yo quien decida cuándo se puede salir sin peligro y con quién se puede hablar sin correr riesgos. Estas limitaciones no serán duraderas, pero hasta que dejen de ser necesarias, quiero que me des tu palabra de que vas a obedecerlas.

Ulrika vaciló. Se sentía como si Gabriella estuviera metiéndola dentro del baúl junto con los jubones y las botas y cerrándolo con llave. Tenía ganas de huir. Quería ver las lunas. Pero al mismo tiempo sabía que la condesa tenía razón. En ese momento había demasiados peligros. Se encontraban en un terreno desconocido, y la población aún estaba demasiado alterada. Suspiró y asintió con la cabeza.

—Muy bien, señora. Os obedeceré. Os doy mi palabra de que me quedaré en la casa y de que sólo hablaré con quién vos me permitáis hacerlo.

Ulrika sintió que los brazos de Gabriella se relajaban en torno a su cuerpo. Ésta sonrió y le acarició una mejilla.

—Gracias, querida —dijo—. Un día te lo compensaré, ya lo verás. —Y dándole un beso en la mejilla, se apartó de ella y recogió los guantes—. Me gustaría seguir hablando contigo sobre este asunto, pero debo marcharme. Regresaré antes del amanecer. Aliméntate de la doncella, si lo deseas; y le he pedido al mayordomo que comprara libros nuevos en los puestos de los libreros. Tendrás cosas que hacer en abundancia.

—Gracias, señora —dijo Ulrika, y fue con ella hasta la puerta trasera, donde aguardaba la doncella con la capa de Gabriella—. Tened cuidado.

—Lo tendré —replicó Gabriella.

La doncella le puso a Gabriella la capa sobre los hombros, luego abrió la puerta y le hizo una reverencia cuando salía en dirección al patio. Ulrika dio media vuelta cuando la muchacha cerró la puerta, y entonces se detuvo al oír que la llave giraba dentro de la cerradura.

Se volvió otra vez. La doncella no tenía ninguna llave en las manos. La puerta había sido cerrada por fuera.