Las memorias de Chap concluyen con esa frase. Lo que, de manera muy característica en él, omitió mencionar fue la DSO que se le otorgó por la operación descrita en estas páginas. También recibiría la Cruz Militar en la ciudad italiana de Montecasino, en mayo de 1944; estos honores se unieron a las menciones recibidas durante la campaña de Gazala, lo que, en conjunto, le hizo merecedor de la siguiente línea en su esquela, aparecida en The Times y The Guardian, el 27 de diciembre de 2004:
Chapman, Mayor R. L., DSO, MC, m.i.d.
Dudo mucho de que Chap hubiera elegido este resumen para sintetizar su vida, pero también estoy seguro de que su espíritu, al verlo desde el cielo, se habría sentido satisfecho con este «sobre el autor» (como él lo habría llamado).
Su funeral se celebró, como ya he dicho, en la capilla del Magdalen College de Oxford. La capilla se alza a la derecha del primer cuadrángulo. Aquella mañana, el espacio estaba tan lleno que algunos de los asistentes al sepelio se vieron obligados a ocupar el claustro contiguo.
Era un día seco y soplaba una brisa fría y penetrante. Por entonces Rose tenía dificultades para andar; su hijo Patrick y uno de sus nietos tuvieron que ayudarla para llegar a su asiento. Cuando terminó el servicio, alguien trajo una silla de ruedas desde la que Rose saludó a los invitados durante la recepción posterior, celebrada en un pub llamado Head of the River. Yo había volado solo desde California, puesto que mi esposa había tenido que quedarse en casa por culpa de una emergencia familiar. Pasé gran parte de la velada sintiéndome un poco apartado, como un mero observador.
Los invitados parecían en su mayor parte familiares, amigos y colegas del mundo editorial; en otras palabras, la gente que había conocido a Chap después de la guerra. Varios caballeros de avanzada edad se acercaron a Rose. ¿Era alguno de ellos un viejo soldado? Las hijas de Chap y Rose, Alexandra y Jessica, saludaban a los invitados y se los presentaban a sus hermanos, quienes a continuación los acompañaban hasta la silla de Rose. Estoy seguro de que estaba agotada, pero aguantó como un soldado. Su satisfacción y su gratitud ante las palabras de condolencia eran palpables.
En un momento determinado, Alexandra me presentó a un viejo caballero llamado Guy Bourghart, quien, a pesar de faltarle el brazo derecho, aún poseía una fuerza extraordinaria cuando estrechaba la mano con el izquierdo.
—Es el hombre que publicó el primer libro de papá.
Bourghart me explicó que Chap y él habían servido en el norte de África por las mismas fechas.
—Chap me vendió el manuscrito en una estación de traslado de cadáveres de Sfax, Túnez, mientras esperábamos a que partiera el barco hospital que iba a llevamos a El Cairo. Los enfermos y los heridos estaban amontonados sobre las literas, al aire libre, en medio del peor vendaval que pueda usted imaginar. Lo único que podíamos hacer era desangramos y compartir nuestras penas.
El primer libro. Se refería al de Stein.
—Chap llevaba el manuscrito encima. Increíble. Como es natural, no pude leerlo en aquel momento. Bastante tenía con poder respirar. Pero pensé: o este joven oficial está chiflado o pelea por sus escritores como un jabato.
Unos minutos después conocí a la viuda del joven teniente de la Cruz de Hierro al que Chap había salvado la vida en el Paso de Tebaga. Según me contó la mujer, Chap lo había localizado en Frankfurt a comienzos de los cincuenta; según parece, en aquella época había organizaciones que ofrecían este tipo de servicios. Las dos parejas entablaron amistad y empezaron a visitarse todos los veranos.
—Ahora Rose y yo —dijo la señora— compartiremos un vínculo más.
También estaba Jock, el querido amigo y cuñado de Chap. Había sido el encargado de leer el panegírico. Me quedé con una copia, de la que he extraído el siguiente fragmento:
Como muchos de vosotros sabéis, Chap publicaba no sólo jóvenes escritores ingleses, sino también autores extranjeros. Libros traducidos. Esto no es frecuente. Chap no era un hombre religioso. Hasta el día de hoy, jamás lo había visto en una iglesia. Su religión era la literatura. Creía en la palabra escrita, en la comunicación entre las almas del escritor y el lector que se produce en el silencio que separa las tapas de un libro.
Chap veneraba la novela. Para él, la ficción no era sólo un medio de evasión y entretenimiento (cosas por las que sentía un enorme respeto), sino un campo de acción que hacía posible que la experiencia individual de un hombre se hiciera accesible a otros con una fuerza e inmediatez de las que carece cualquier otro medio. Él consideraba la novela como un elemento de universalidad, un espacio en el que seres humanos diferentes, utilizando la imaginación para adentrarse en las experiencias y la conciencia de otros, podían descubrir elementos comunes más allá de las divisiones de la tribu, la raza, la nación e incluso el tiempo.
Universalidad. Empatia. Éstas eran las cualidades que Chap idolatraba. Éstos eran sus dioses. Y, si se me permite, las virtudes que encarnaba en mayor medida y con mayor pureza que ninguna otra persona que jamás haya Conocido.
Ahora quisiera contaros una última anécdota, una anécdota sobre mi hermana Rose y el hombre al que ha adorado durante toda su vida. Muchos de vosotros ya sabréis que, durante nuestra época universitaria, Chap y yo tuvimos una pelea en High Street, justo a la vuelta de la esquina, cuando lo sorprendí con mi hermana en unas circunstancias que hoy en día se considerarían de una inocencia risible pero que en aquellos tiempos resultaban escandalosas hasta lo extravagante. Cogí a mi hermana del brazo y le ordené que viniera conmigo, a lo que ella replico: «¡Vete a la mierda, Jock!». Entonces se záfó de mi brazo y se acercó a él. Aún puedo verlo ahí, cogiendo a mi hermana por la cintura y mirándome fijamente a los ojos. «Tu hermana está conmigo, Jock —me dijo—. Eso es todo».
Y así ha sido durante más de sesenta años. Y así será, estoy convencido, para siempre.
La recepción estaba terminando. Me acerqué al bar. Estaba mirando a mi alrededor con la esperanza de localizar algún emblema militar, un alfiler identificativo o quizá una insignia que indicara la presencia de algún antiguo camarada, cuando me fijé en la miniatura de un camión —una de esas de Matchbox—, sobre una mesa de madera pulida, frente a un caballero de unos ochenta años. Me acerqué a él y le pregunté qué clase de camión era.
—Un Chevrolet de tres toneladas, del 42 —dijo el caballero mientras me lo acercaba para que pudiera verlo. Al instante reconocí el caballo de carga del Long Range Desert Group. El diseño del camión era impecable hasta el último de sus detalles, incluida la presencia de la brújula solar y las planchas de arena: sin techo, sin puerta y sin parabrisas. Me presenté.
—¿Me permite que le pregunte su nombre, señor?
—Collier —respondió.
—¿El sargento Collier?
Se había hecho de noche. Una brisa helada soplaba desde el río. Collier y yo salimos a la terraza para charlar con más tranquilidad. Yo estaba emocionado. Le hablé del manuscrito de Chap (aún fresco en mi cabeza después de las tres veces que lo había leído a lo largo de los últimos días) y de lo profundamente que creía haber llegado a conocer los sucesos, los lugares y los personajes, incluido él mismo, que se describían en él.
—Tengo una copia a máquina en mi habitación; ¿quiere que le haga otra?
—No necesito leer nada —respondió el neozelandés—. Estuve allí.
Era un hombre alto, de melena blanca y abundante. Aunque la edad le había pasado su inevitable factura, se notaba con sólo verle las manos que aún conservaba una fuerza considerable. Se comportaba como un ganadero, que es lo que era. Su pipa era una del tipo Sherlock Holmes, como en el manuscrito de Chap.
Estaba visitando a su hija en la Columbia Británica cuando su esposa lo telefoneó para darle la noticia de la muerte de Chap. Los kiwis que habían servido en el LRDG eran héroes nacionales; cualquier noticia relacionada con ellos o con cualquier persona asociada con sus hazañas suscitaba automáticamente la atención de la prensa neozelandesa, sobre todo en los últimos años, a medida que los veteranos supervivientes iban desapareciendo. Al instante, Collier había sacado un billete en un vuelo de Vancouver a Heathrow. Había llegado el día antes y se marchaba al siguiente. Le pregunté si había hablado con Rose.
Tiene gente más importante con la que hablar.
Estar en presencia de Collier me provocaba un extraño alborozo, como si me hubiera encontrado de bruces con mi personaje preferido de una película o un libro… cosa que, en cierto modo, es exactamente lo que había sucedido. Creo que él se dio cuenta y eso empezó a incomodarlo. Esperaba que se relajara un poco después de un par de pintas de cerveza, pero el viejo soldado se disponía a marcharse. Le pregunté si iba a volver a su hotel. El grupo estaba empezando a organizarse para regresar al hotelito en el que se alojaba la familia, donde habían reservado un salón para una pequeña reunión posterior al sepelio.
—Es suficiente con haber estado aquí.
Decidí que no podía permitir que se marchara tan pronto.
—Disculpe que le pregunte esto, señor Collier, pero ¿cómo puede viajar desde tan lejos, a tal coste —saltaba a la vista que no era un hombre rico— y no…?
—Sólo he venido a despedirme de un camarada.
Me miró a los ojos. Por lo que a él se refería, eso lo decía todo.
Pero yo no estaba dispuesto a dejar las cosas así.
—Collier —le dije—, me voy a tomar la libertad de tutearte porque, te guste o no, tengo la sensación de que ya te conozco.
Le hablé de la renuencia inicial de Chap a mostrarme el manuscrito y su resistencia, aún mayor, a verlo publicado. Le conté que, a causa de la corta duración de su estancia en el LRDG y a la condición temporal de su traslado, consideraba que nunca había sido un auténtico miembro de la unidad.
—Y, lo que es más relevante —continué—, Chap estaba convencido de que algunas de las… decisiones que tomó o dejó de tomar… le costaron la vida a varios buenos hombres. Esto lo atormentaba. Por eso…
—¡Y una mierda! —Por primera vez sus ojos cobraron vida y su voz resonó con auténtica emoción—. Jesús, de no haber sido por el señor Chapman nos habrían liquidado… no una, sino una docena de veces. Sé que nunca se sintió como un miembro de la unidad porque sólo estuvo con nosotros durante una misión, pero lo mismo le pasó a muchos otros, y ellos no vacilaron en agarrar la gloria con las dos manos. ¿Quién se la ganó más que el señor Chapman? Solo era un muchacho, pero era tan duro como el más curtido veterano del desierto que yo haya conocido. Y, una cosa más…
Se irguió en toda su estatura.
—El coche de los boches que pisó la mina Teller. —Me miró a los ojos—. ¿Escribió sobre eso?
—¿En la línea Mareth, te refieres? ¿Cuando volvisteis y os encontrasteis a los alemanes medio quemados y heridos?
Detrás de nosotros se abrió la puerta del salón trasero del pub. Patrick, el hijo de Chap, asomó la cabeza y nos dijo que los coches nos esperaban para ir al hotel a tomar un brandy. Le di las gracias y le dije que estaríamos con él en seguida. Cerró la puerta. El ruido del pub remitió al instante. Le pregunté a Collier si quería volver a entrar.
Estaba contemplando el río helado.
—Teníamos una vieja Vickers del 303 en la parte trasera del camión. Con asas para las dos manos y disparadores en los pulgares. —Sus manos reprodujeron la postura y me miró de soslayo para ver si lo entendía. Podía imaginármelo allí de pie, sobre la parte trasera del camión, con el vehículo blindado alemán volcado y los soldados enemigos, espantosamente heridos pero aún dueños de sus armas, bajo el cañón de la ametralladora.
—Me faltó esto —dijo— para hacer volar por los aires a esos bastardos. Le juro que quería hacerlo. Todos queríamos.
Le pregunté lo que había dicho Chap. ¿Les dio específicamente la orden de no disparar?
—El señor Chapman no dijo nada. No le hizo falta. Todos sabíamos qué clase de hombre era. Sabíamos que ayudaría a los boches. Y él sabía que lo respaldaríamos.
Sonaron unos cláxones procedentes de la calle. Patrick volvió y dio unos golpes en la puerta. Le dije que ya íbamos y luego me volví hacia Collier.
—No pasa un solo día —prosiguió— en que no le dé las gracias por eso.
Finalmente lo convencí de que viniera a la reunión familiar. El momento más gratificante de la velada fue cuando lo vi hablando en privado con Rose. Después, lo llevé de regreso a su hotel No quería una copia del manuscrito de Chap; incluso rehusó que se la enviara por correo a Nueva Zelanda. No pude convencerlo ni de que echara un vistazo a los pasajes donde se hablaba de él en términos de alabanza. Junto a la entrada del hotel en el que se alojaba —un modesto establecimiento que su nieta le había reservado por internet—, bajo el frío de la noche, el viejo soldado parecía cansado y frágil, pero aún un guerrero. Le tendí la mano. Le dije que era un honor para mí haberlo conocido.
Me la estrechó.
—Buena suerte, camarada.
Al día siguiente, Rose y la familia volvieron a Londres. Yo me quedé toda la mañana en Oxford. Desayuné solo en el hotel y luego bajé hasta Blackwell’s para preguntar si tenía la novela de Stein. Nunca la había visto. Y la tenían, en efecto, una sola copia, en una sección llamada Autores Universitarios. Era una tercera edición, con la cubierta original. La compré. En las solapas interiores había una foto de Stein. Era un sujeto bien parecido, moreno y de mirada intensa, con el mismo bigote al estilo de Ronald Colman que, al parecer, llevaban todos los jóvenes en aquella época. Compré el libro para dejarlo como recuerdo al pie de la lápida de Chap.
Cuando volví a salir a la calle acababa de terminar una clase en una de las facultades. Los estudiantes corrían hacia las bicicletas aparcadas a un lado del edificio. Los observé mientras guardaban sus cuadernos y libros en las cestas de las bicicletas, delante del manillar. Supongo que las bicicletas inglesas no tienen caballetes, o puede que apoyarlas en la pared sea el estilo de Oxford. Sea como fuere, la turba recogió sus vehículos y, un instante después, sus chaquetas negras se alejaban como una veloz bandada de cuervos.
Habían rodeado con una malla metálica el césped que cubría la tumba de Chap para protegerlo de los animales hasta que la hierba hubiera tenido tiempo de arraigar. La base de la lápida estaba cubierta de coronas, amontonadas en una colorida pirámide entre velas y collares de cuentas, conchas, lazos y notas manuscritas. Sobre la propia lápida había insignias y condecoraciones militares, alineadas como una unidad dispuesta para la inspección;
reconocí una DSO, varias Medallas Militares y una Cruz de Hierro alemana. Exploré el lugar en busca del sitio idóneo para el libro de Stein. Entre las flores, alguien había dejado un sombrero totalmente nuevo, con un clavel blanco en la cinta. Me pareció el lugar más apropiado. Estaba dejando allí la novela cuando reparé en un destello metálico y brillante.
Sobre la plataforma que sustentaba la lápida descansaba un minúsculo camión de juguete con pintura de camuflaje: un Chevrolet de tres toneladas, del 42. Lo cogí y lo sostuve un momento bajo la luz invernal. Se veía la brújula solar y el condensador del radiador, la Browning y la Vickers K. Tres soldados con uniformes del desierto lo conducían: el conductor, el artillero y —de pie, con los prismáticos pegados a los ojos— el jefe de la patrulla.