Dicté mi informe de operaciones el 6 de febrero desde el hospital francés de Tébessa, Argelia, donde la disentería, no la ictericia ni la neumonía, había logrado finalmente postrarme en cama. En noviembre, la operación Antorcha, el desembarco anglonorteamericano en Casablanca, había sumado a la campaña noventa mil hombres y 450 tanques más, contingente que en la fecha de la huida de la T3 había llegado hasta las montañas de la dorsal occidental de Túnez.
Los yanquis ocuparon la ciudad de Tébessa, una importante y encantadora plaza colonial, de la que serían expulsados al poco tiempo por Rommel, cuando volvió a atacar con su acostumbrada audacia. La acometida alemana los obligó a replegarse al otro lado del paso de Kasserine y evacuar Túnez casi por completo. Para entonces (febrero de 1943), el resto de la T3 habíamos volado al cuartel general del VIII Ejército en Medenine, y desde allí, individualmente y en diferentes tipos de transporte, habíamos viajado hasta El Cairo. Para nosotros se había acabado la guerra del desierto.
El acto de caballerosidad que nos liberó de los alemanes no carecía de consecuencias potenciales para Rommel. Al dejarnos ir, el mariscal de campo estaba posibilitando que enviáramos nuestro informe sobre la topografía del Paso de Tebaga y la disposición de sus fuerzas en él. Al final, un fallo de la radio nos impidió hacerlo…, pero Rommel no podía saberlo cuando nos liberó. Además, sacrificó la posibilidad de interrogar a unos prisioneros de guerra que podían poseer información vital.
¿Por qué lo hizo? Siendo el hombre que era, creo que no tuvo otra alternativa. Su enemigo había tenido un acto de misericordia con unos hombres que servían bajo su mando. Los imperativos de su sentido del honor le habrían impedido hacer otra cosa que devolver el favor. No creo que llegara siquiera a considerar la posibilidad de proceder de otro modo. Ni que lo hiciera ninguno de los soldados que estaban allí. Estoy convencido de que, de haber estado en la piel de Rommel, todos ellos habrían actuado igual.
Nuestra huida no tuvo nada de emocionante. Volvimos con el camión de la radio, que en el ínterin había resultado averiada en una incursión de bereberes. Conscientes de que si regresábamos a las líneas británicas, en dirección sur, el enemigo podría seguirnos, decidimos poner rumbo al oeste. Tras cuatro días de constantes fallos mecánicos y ataques de nativos armados logramos al fin llegar a la orilla occidental del Chott Djerid, el gran lago salado del sur de Túnez. Por una vez la suerte estuvo de nuestro lado. Un día después llegamos al puesto francés de Tozeur, desde donde pudimos continuar hacia Gagsa, Feriana y, finalmente, al hospital de Tébessa.
En Tozeur nos enteramos de que Tinker y Popski seguían vivos. Habían estado en aquella misma ciudad un día antes, con todos sus hombres, así como un contingente del SAS y de hombres de la Francia libre que se habían unido a ellos después de que la aviación alemana arrasara su campamento. Habían escapado del desastre por pura casualidad: en el momento del ataque estaban fuera, en una misión de reconocimiento. Su grupo, formado por treinta hombres, había escapado, lo mismo que nosotros, por el Chott. Después de una penosa experiencia a pie y en varios jeeps sobrecargados, finalmente lograron llegar hasta nuestras propias líneas.
Los datos topográficos obtenidos por nuestra patrulla sólo tuvieron valor corroborativo. Tinker y Popski habían reconocido el Paso de Tebaga antes que nosotros, así como, en el lapso de varios días, las patrullas de Lazarus, Spicer, Bruce y Henry. En Tozeur, Tinker había radiado su mensaje al alto mando de Oriente Medio. De hecho, tomó un avión hasta el cuartel general de Monty y allí completó en persona la información de sus descubrimientos.
El descubrimiento del Paso de Wilder, junto con el reconocimiento por parte de Tinker y Popski del Paso de Tebaga, resultó decisivo para la derrota del Afrika Korps y la rendición de las fuerzas del Eje en el norte de África. Cuando, entre el 12 y el 19 de marzo de 1943, la 2.a División Neozelandesa logró flanquearla línea Mareth por su extremo occidental, era el propio Tinker, junto con dos de sus suboficiales de la T2, quien lideraba la formación y sus unidades de apoyo.
En cuanto a Rommel, en febrero todavía no había dicho, en modo alguno, su última palabra. El día 14, la operación Viento Primaveral logró desbaratar las posiciones defensivas estadounidenses en Sidi Bou Said. Un día después, el Afrika Korps tomó Gafsa, el pueblo en el que nuestra patrulla había estado descansando apenas unos días atrás, y prolongó su avance en dirección norte hasta llegar a Kasserine. Allí, el 20 de febrero, los Panzer de Rommel cayeron de nuevo sobre los inexpertos americanos y, además de capturar más de cuatro mil hombres, infligieron una derrota humillante a las fuerzas aliadas.
Sin embargo, hacia el 9 de marzo, al Zorro del Desierto se le había agotado la suerte. Acosado por la ictericia, por los ataques de Monty en Medenine y con la línea Mareth casi rebasada, partió de manera voluntaria para Europa, acompañado únicamente por sus ayudantes de campo. Su sustituto en Túnez, el general Hans-Jürgen von Arnim, luchó aún durante un mes y medio antes de capitular en la ciudad de Túnez el 7 de mayo. El despacho del general Alexander al primer ministro Winston Churchill, reza así: «Señor, es mi deber informarle de que la campaña tunecina ha terminado. La resistencia enemiga ha cesado por completo. Somos dueños de las costas norteafricanas».
Fue el fin de los ejércitos del Eje en África y el triunfo por el que Montgomery y el VIII Ejército tanto habían luchado.
Yo volví a El Cairo en un barco hospital. Cuando Rose vino a verme al Hospital General Escocés, traía en sus brazos a nuestra hijita pequeña, llamada Alexandra en honor a la ciudad en la que había sido concebida.
Tanto Collier como Punch sobrevivieron a la guerra, aunque no volví a ver a ninguno de los dos hasta una reunión celebrada en Wellington, Nueva Zelanda, en marzo de 1963. Punch murió de un ataque al corazón el día de Año Nuevo de 1971, en su casa de Puhoi, al norte de Auckland. Durante el período descrito en estas páginas, perdí a cuatro hombres: el soldado L. Z. Midge, el cabo R. A. Hornsby, el soldado L. R. Standage y el soldado J. M. Miller. Aún hoy sigo viendo sus caras. Collier y Punch recibieron la Medalla Militar. Grainger, Oliphant y Miller recibieron menciones a título póstumo. Marks sobrevivió a las heridas recibidas en el wadi. Murió en 1986 en Durban, Sudáfrica.
Nick Wilder (DSO, Orden de Servicios Distinguidos) y Ron Tinker (OBE, Orden del Imperio Británico; MC, Maestro de Ceremonias; MM, Medalla Militar) volvieron a Nueva Zelanda como héroes. He citado sus nombres en más cenas de las que puedo recordar. Ambos murieron hace tiempo. Wilder en su rancho de ovejas de seiscientas cincuenta hectáreas, cerca de Waipukurau, el 27 de junio de 1970, a la edad de cincuenta y seis años; Tinker en Christchurch, el 16 de febrero de 1982, a los sesenta y ocho. Ambos se retiraron con el rango de teniente coronel.
Jake Eaonsmith (DSO, MC) continuó dirigiendo el LRDG y fue ascendido a teniente coronel cuando el grupo, después de un proceso de reconfiguración, fue enviado a los Balcanes y las islas del Egeo para colaborar con los partisanos. Un francotirador lo mató en Leros el 16 de noviembre de 1943.
El mayor (y más adelante teniente coronel) Vladimir Popski (DSO, MC) escribió la pintoresca y entretenidísima obra El ejército privado de Popski, que se publicó con enorme éxito en 1950. Murió un año después de un tumor cerebral. Tenía cincuenta y cuatro años.
El mayor del SAS (y más adelante teniente coronel) Blair Paddy Mayne (DSO de tres barras, Légion d’Honneur, Croix de Guerre) murió en un accidente de coche el 13 de diciembre de 1955, cerca de su casa de Newtonwards, Irlanda del Norte. Era el oficial británico más condecorado de la segunda guerra mundial, así como uno de los pilares fundadores del Special Air Service y una leyenda viva.
La muerte le llegó al Zorro del Desierto revestida de amarga ironía y, según muchos, de honorabilidad, una honorabilidad aún mayor a la que se había hecho acreedor por sus proezas como soldado y oficial. Acusado por los sicarios de Hitler de complicidad en el intento de asesinato contra la vida del Führer en julio de 1944, se le dio a elegir entre suicidarse —con una cápsula de cianuro proporcionada por sus acusadores— o someter a la nación al drama de un juicio frente a una corte nazi. Rommel era perfectamente consciente de que sus acusadores nunca permitirían que sobreviviera hasta el momento del juicio. Escogió el veneno. Lo enterraron con todos los honores en Herrlingen, el 18 de octubre de 1944.
Yo me encontraba hospitalizado en Cerdeña cuando oí la noticia por la BBC. La muerte se atribuía falsamente a las heridas sufridas durante un ataque aéreo estadounidense. Yo me creí esa mentira. Hasta la publicación de la obra de Desmond Young, Rommel, el Zorro del Desierto, en 1950, no salió la verdad a la luz.
Matar a Rommel fue algo que nosotros, sus enemigos, nunca conseguimos. Tuvieron que ser Hitler y sus más viles compatriotas los que finalmente pararan el corazón del mayor de sus generales. Quienes luchamos contra él llegamos a respetarlo, tal vez tan profundamente como los propios hombres a quienes dirigió siempre con tanta brillantez y sirvió con fidelidad hasta su último aliento.
La novela de Stein fue publicada por Gattis & Thurlow en 1947. Fue el comienzo de mi carrera como editor. El Times la describió como «deslumbrante» e «intrépida», y publicó una foto de Stein con su uniforme de la RHA que Rose había tomado a la entrada de la biblioteca Bodleian. Se hizo una película basada en el libro, con Jack Hawkins y un jovencísimo Laurence Harvey. Hasta surgió una especie de culto a Stein en Greenwich Village, Nueva York, en la época de los beatniks.
En cuanto a mi carrera militar, aún continuó once meses después de la rendición alemana en el norte de Africa. Tomé parte en las invasiones aliadas de Sicilia e Italia. Una costilla fracturada, no en una acción de combate sino en un accidente de tráfico durante un permiso, me sacó finalmente del frente y me colocó en un puesto de oficina para el que sospecho que estaba más capacitado por mis condiciones naturales.
Rose y yo seguimos juntos y continúo tan profundamente enamorado de ella como cuando era un joven universitario, en 1939. A Alexandra se le han unido Jessica, Thomas y Patrick y (hasta el momento) un total de seis nietos.
En cuanto al sueño de mi madre, no he dejado nunca de tenerlo. Si la imaginería, tal como sugería Stein, tenía que ver con el deseo de reconciliarse con la muerte, supongo que aún no lo he conseguido.
Por último he de hablar de los soldados italianos que matamos aquella noche en Benina. A lo largo de los siglos, incontables guerreros y pensadores mucho más sabios que yo han reflexionado sobre la moralidad de la guerra y el derecho a quitar la vida humana. Yo sólo puedo hablar por mí mismo. Ningún credo marcial, por muy elevado y noble que pueda parecer, logrará convencerme nunca de que aquellos hombres eran mis «enemigos», a pesar de que sé que lo eran y estar convencido de que de haber tenido la ocasión habrían hecho con mis camaradas y conmigo lo mismo que nosotros hicimos con ellos. Eso no cambia nada. Les quitamos la vida. Por culpa de una violencia voluntariamente desencadenada por mí, nuestras armas se los arrebataron a sus esposas, sus hijos, sus padres y sus madres; a su país y a ellos mismos. Ni un río de lágrimas podría alterar este hecho. He vivido con él hasta el último de los días, hasta la última de las horas transcurridas desde entonces. Como otros tantos de mi generación, no fui a la guerra con la gravedad y la sobriedad que, según Lao Tsé, deberían adornar a un hombre en este trance de su existencia. Pero al volver de ella sí que las llevaba conmigo.