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Es Rommel. Se nos acerca con tanta naturalidad, con tan poca ceremonia, que lo mismo podría ser un tío, o un profesor al que admiras y te conoce bien. Lo saludo. Collier y los demás hacen lo mismo. Aparentemente, el teniente es su ayudante de campo. El tercer oficial que está saliendo en ese momento del vehículo del cuartel general debe de ser el intérprete.

Rommel se dirige a mí como Herr Leutnant y se presenta a sí mismo como si fuera un oficial más en un puesto más. Todo ha ocurrido tan de prisa que no he tenido tiempo ni de sentirme amilanado. Me identifico. El ayudante de campo de Rommel indica que todo el personal presente —tanto los hombres del Afrika Korps como nosotros mismos— puede descansar.

Durante unos largos instantes, el ayudante habla en privado con su comandante. Apenas alcanzo a oír sus palabras, pero lo poco que capto me permite deducir que le están explicando las circunstancias que han llevado a esos británicos y sus vehículos a encontrarse bajo custodia alemana.

El mariscal de campo absorbe toda esta información en silencio. Mientras lo hace, estudia a mis hombres, a nuestros vehículos y a mí. El ayudante de campo termina su exposición. Rommel se encamina al camión de Collier pasando a mi lado. Su actitud indica que desea que lo acompañe.

Lo hago.

Llegamos hasta el camión.

—¿Tracción a las cuatro ruedas o sólo delantera? —pregunta en un inglés de marcado acento pero perfectamente inteligible.

—Delantera, señor.

—¿De veras? —Lo confirma de un vistazo al eje delantero—. ¿Gasolina o diésel?

—Gasolina, señor.

Estudia la brújula solar. Me pregunta si es la versión Bagnold. Se lo confirmo. La mirada del general se desplaza a la bomba de desagüe y el manguito que la alimenta desde el radiador.

—Condensador —digo.

Asiente. Se sitúa en la parte trasera del camión, desde donde examina las ametralladoras, las planchas de arena, los amortiguadores de repuesto y, bajo las lonas, nuestra reserva de latas de combustible alemanas.

—¿Deutches oder amerikanischer?

Durante los últimos meses, el VIII Ejército ha empezado a recibir la copia estadounidense del excelente bidón de gasolina alemán. Nosotros seguimos prefiriendo las originales.

Deutches, Herr General.

Rommel sonríe.

—La boca es mejor.

Nuestro captor completa la inspección del Chevrolet de tres toneladas. Collier, Punch y los demás han formado en línea, disciplinadamente aunque en posición de descanso. Rommel se detiene frente a ellos, pero se dirige a mí en alemán.

—Pertenecen ustedes al Long Range Desert Group. Están reconociendo el flanco izquierdo de mi posición, ¿verdad?

Contesto también en alemán.

—No puedo responder a eso, señor.

Rommel no sonríe. Pero una expresión formada por una parte de satisfacción y dos partes de aprobación suaviza sus, por lo demás, severas facciones. Da un paso atrás y entonces se dirige en inglés a mis hombres y a mí.

—Nunca olvidaré lo que han hecho por mis hombres.

La voz le falla un momento por la emoción. Hace una breve pausa. Entonces, con una orden tajante, el Zorro del Desierto pide combustible y agua. Los hombres del Afrika Korps responden al punto y cargan de latas alemanas mi jeep y los camiones de Collier y de Punch.

Me estrecha la mano, y luego hace lo propio con todos los hombres de la T3.

—Les daré una hora de ventaja —me dice en inglés—. Después de eso, comprenderán que tendré que lanzar a mis sabuesos tras su rastro.

Ignoro por completo lo que exige el protocolo en una situación así. ¿Saludar? ¿Dar las gracias? Lo que estoy pensando es: «Sal de aquí antes de que se les ocurra cambiar de idea». Me dispongo a darle las gracias cuando siento que Punch, detrás de mí, endereza la espalda y carraspea.

—Con todo el respeto, señor —le dice a Rommel—, pero una hora no es justo.

Nuestro benefactor se da la vuelta.

Lanzo una mirada glacial a Punch: ¡Cierra el pico!

Punch me ignora. Se dirige al general alemán.

—En una hora estaremos de nuevo donde empezamos. A estas alturas sus hombres ya estarán por toda la zona, donde antes no había nadie. —Se yergue un poco más y mira al mariscal de campo a los ojos—. No tendríamos por qué haber ayudado a sus chicos, señor. Podríamos haberlos acribillado sin más y nos habrían dado una medalla.

El intérprete de Rommel traduce sus palabras. Escucho para asegurarme de que lo hace debidamente. Collier y yo sólo queremos que se nos trague la tierra, convencidos de que en cualquier momento caerá sobre nuestras cabezas la respuesta a la presunción de Punch.

Rommel nos observa durante unos instantes.

—Hasta que anochezca, entonces. ¿Le parece justo?

—Totalmente, señor —responde Punch.

Hablo antes de que a alguien más se le ocurra alguna otra idea brillante.

—Es muy generoso, señor. —Saludo. Rommel me devuelve el saludo y se vuelve sobre sus talones. Tengo un momento para mirar a Punch a los ojos y lanzarle una mirada homicida. Luego subimos a los camiones y salimos de allí como alma que lleva el diablo.