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La enfermería de campaña del Afrika Korps es como las nuestras: dos tiendas con la entrada abierta, con paneles blancos y cruces rojas en el techo; mesas y sillas en la parte delantera, resguardadas bajo unas lonas. A un lado: el camión del oficial médico, un Opel en lugar de un Bedford, con las puertas traseras abiertas y dos camillas en vertical a cada lado. Cuando nuestro jeep y nuestros camiones llegan hasta allí, las ametralladoras alemanas que nos han estado apuntando desde el mismo momento en que cruzamos las posiciones de avanzada de la unidad —una compañía de zapadores que está demoliendo la carretera— hace ya rato que apuntan al suelo.

Una docena de hombres con gorras de tela y pantalones caqui rodean nuestros vehículos; se apresuran a traer camillas.

—¡Dejen espacio a los heridos! —grita un enfermero en alemán. Con la ayuda de varios camaradas, atiende a sus compatriotas en el mismo camión en que han llegado, el de Collier, para no causarles más daño con un traslado innecesario. Me ofrezco a colaborar, pero los médicos me piden que les deje encargarse a ellos. Collier y Punch también se apartan. Los camilleros llegan a la carrera. Con exquisita delicadeza, los médicos se ocupan de sus compatriotas quemados y mutilados. Una ambulancia llega a toda velocidad desde otra parte del campamento. Veo que se aproximan varios camiones.

Mis intenciones al comienzo de esta aventura era parar al ver la primera posición alemana a la que llegáramos. Desde allí enviaríamos una señal de socorro y luego dejaríamos a los heridos y huiríamos. Pero cuando hemos llegado a la posición, los pobres desgraciados sufrían de tal manera y necesitaban atención médica con tanta urgencia que no he podido hacer otra cosa que sacar un pañuelo blanco y continuar hacia la enfermería de campaña.

Ni por un solo momento hemos tenido la sensación de que nos fueran a capturar. Los primeros enemigos que se nos han acercado se han transformado al instante en una escolta que nos ha abierto paso hasta llegar al campamento. Ahora, parados en el centro de la enfermería de campaña, nos mantenemos inmóviles mientras a los heridos y quemados, incluido el teniente de la Cruz de Hierro, les inyectan morfina y los preparan para trasladarlos a las tiendas.

Punch y Collier aún están de pie junto a sus ametralladoras. Medio centenar de soldados enemigos nos rodean. A cada momento que pasa llegan más. Nadie habla. Nadie se nos acerca. El sentimiento en ambos bandos es de intenso azoramiento. Las armas que llevamos en las manos nos avergüenzan. Nadie pregunta por qué un grupo de enemigos les ha traído a sus camaradas heridos. Nadie pregunta nada. Tengo la sensación de que debería hablar, romper el silencio con algún gesto o alguna palabra. Pero soy incapaz de hacer nada. Finalmente aparece un coronel, a pie, acompañado por un capitán y un sargento. No llevan armas. No reconozco las insignias de sus uniformes: casi seguro que son zapadores, como la mayoría de soldados de esta posición.

El coronel da instrucciones a los hombres que nos rodean. Habla tan de prisa que soy incapaz de seguirlas. La orden parece ser tenernos controlados, pero no arrestarnos ni desarmarnos. Su mirada se posa sobre mí.

Deutches sprecheni (¿Habla alemán?).

Ein wening (Un poco) —respondo.

Me doy cuenta de que se siente tan incómodo como yo.

Me pregunta mi nombre y lo que ha ocurrido. No me interroga sobre nuestra misión. Esto resulta muy significativo, porque es lo que estipula la Convención de Ginebra. Le relato brevemente la persecución y el choque del coche enemigo con la mina Teller. Esto provoca una honda impresión en la audiencia. «¿Me he vuelto loco por traer a estos hombres aquí? —pienso—. ¿Me someterá mi propio ejército a un consejo de guerra?». El tránsito desde las colinas nos ha llevado casi una hora; uno de los soldados ha muerto y un segundo parece agonizante. Cuando pienso lo que mi decisión le ha costado a la misión y lo que podría costarles a mis propios hombres no tengo más remedio que preguntarme si ha merecido la pena.

Están preparando al último de los alemanes heridos para subirlo a una camilla en la parte trasera del camión de Collier. Los médicos la colocan paralelamente al cuerpo tendido del muchacho y luego lo hacen rodar con suavidad para poder deslizaría por debajo. La masa de carne destrozada que antes era su pie derecho está ahora envuelta en una bola de gasa, algodón y esparadrapo.

En ese momento se aproxima un coche blindado. A nuestro alrededor se han concentrado centenares de hombres del Afrika Korps. Sus botas y sus guerreras son como las nuestras, y muchos de ellos llevan las mismas gafas y los mismos pañuelos alrededor del cuello para protegerse del polvo y la arena. Muy pocos están armados. Son zapadores y peones.

El coche blindado trae las dos escotillas abiertas y tanto el piloto como el comandante están en sus respectivas posiciones, en lo alto. Se detiene. Detrás de él frena un coche del cuartel general, sin puertas. El coronel que hablaba conmigo se vuelve y saluda. Como un solo hombre, todos los soldados se ponen firmes.

Nadie baja del coche blindado. Del coche del cuartel general desmonta primero un teniente con un gabán polvoriento, seguido por un robusto oficial de unos cincuenta años. Le devuelve el saludo al coronel y se aproxima. Luce una insignia de general en el hombro. Lleva un pañuelo a cuadros sobre una Cruz de Caballero, y una gorra del Afrika Korps con un par de gafas por encima. Lleva la garganta vendada, algo muy frecuente en este teatro de operaciones y que suele indicar llagas del desierto o alguna dolencia.