Hay decisiones que sabes equivocadas desde el mismo momento de tomarlas.
Marchamos a buena velocidad durante ocho kilómetros por la carretera de dos carriles que la ambulancia y el camión de reparaciones han tomado antes que nosotros. La idea es ésta: si nos mantenemos lo bastante cerca de los dos vehículos, pero sin que lleguen a vernos, los aviones de reconocimiento enemigos pensarán que formamos parte del mismo convoy. Con un poco de suerte, esto nos permitirá alcanzar el Paso de Tebaga sin levantar sospechas.
Y, en efecto, unos diez kilómetros después, un par de Fieseler Storch nos sobrevuelan sin reaccionar en modo alguno a nuestra presencia.
El plan parece estar funcionando.
Consulto sin demasiado éxito los horribles mapas franceses. La estribación septentrional de las colinas de Matmata, el Jebel Melab, se adentra en la llanura un kilómetro y medio por delante de nosotros, a la derecha. Sus desnudas cuestas de roca se ven con toda claridad. Más allá de la ladera se encuentra el premio que hemos venido a buscar: el bulevar de cinco millas de anchura que se conoce como Paso de Tebaga.
Pero justo cuando la carretera empieza a torcer hacia el este, regresan los aviones de reconocimiento. El Storch es un avión lento y ligero que normalmente va desarmado. Dos de ellos nos sobrevuelan a tan baja altura que podemos ver el dibujo de las ruedas de aterrizaje y las gafas de sol de los pilotos. Yo voy en el jeep, con Holden. Punch y Collier nos siguen a poca distancia. De repente, Collier se coloca a nuestra altura y señala hacia atrás.
Al mirar en aquella dirección veo dos columnas de polvo, a un par de kilómetros de nosotros, distancia que se reduce por momentos.
—¡Los coches blindados! —grita Collier.
¿Nos han visto? ¿Será una mera coincidencia?
Me vuelvo hacia adelante. A la derecha, justo delante de nosotros, se levantan las primeras estribaciones del Jebel Melab. A la izquierda, a ocho kilómetros, asciende el Jebel Tebaga. Entre ambos discurre el Paso de Tebaga. En el centro del paso veo más polvo —tres, cuatro remolinos giratorios—, a tres kilómetros de distancia y acercándose a gran velocidad. Uno de ellos escupe una bocanada de humo blanco. Dos segundos después, una columna de roca y tierra se levanta violentamente treinta metros por detrás de nosotros.
Otro disparo: un obús estalla a la misma distancia, pero esta vez por delante.
Señalo las colinas de la derecha. Collier y Punch no necesitan más indicaciones. Los camiones y el jeep abandonan la carretera y vuelan hacia allí.
Estamos en problemas. Son colinas peladas; no hay cobertura. Los Storch comienzan a virar justo delante de nosotros. No tardará en haber bombarderos y cazas sobre nosotros. Holden pisa a fondo. El jeep asciende velozmente por una cuesta que parece hecha de mármol acanalado cubierto por cinco centímetros de gravilla. Collier viene a nuestra derecha. Por detrás oigo a Punch, que acaba de disparar una ráfaga contra uno de los Storch.
En mi cabeza sólo hay sitio para la misión. Al menos uno de nosotros tiene que escapar y llegar al camión de la radio.
A nuestro favor: los Chevrolet y el jeep son más rápidos y más ágiles que los coches blindados que nos siguen. Tenemos gasolina para varios cientos de kilómetros, mientras que ellos sólo cuentan con lo que lleven en el depósito. En nuestra contra juega su armamento. En un enfrentamiento directo no tendríamos la menor posibilidad. Los aviones son harina de otro costal. Los Storch van desarmados, pero podrían permanecer sobre nosotros todo el día. Una vez que aparezcan los Messerschmitt y los Macchi, nuestros minutos estarán contados. Pero el mayor de los peligros son estos valles inexplorados. Las colinas son un laberinto de callejones sin salida y vías muertas. Los mapas son inútiles. Cada giro podría ser el último.
Huimos a toda velocidad por las colinas. Más abajo, los coches blindados nos persiguen con los motores al máximo. La vereda por la que avanzamos está delimitada por estacas y alambradas. Hay carteles con calaveras que advierten: VORSICHT! MINEN (¡Atención! Minas).
Pasamos como un rayo por delante de un campamento alemán: zapadores que están tendiendo un campo de minas. Los soldados nos toman por camaradas suyos. Nos saludan con el brazo. Al ver que uno de los Storch aparece en nuestra cola y Punch abre fuego con la Vickers, los alemanes, creyendo que se trata de unas maniobras, nos vitorean.
Los aviones se alejan. Es nuestra oportunidad. Indico a Collier y a Punch que pisen a fondo. Durante diez minutos marchamos a toda velocidad por un sinuoso laberinto de caminos de cabras y veredas de pastores. La irregularidad del terreno obra en nuestro favor. Cada cruce hace preguntarse a nuestros perseguidores qué camino habremos tomado. Pasamos por los restos de dos buenas carreteras, demolidas ambas por los zapadores alemanes; hay campos de minas a derecha e izquierda. La entrada a cada valle exhibe un cartel de advertencia: HALT! VERMINTES GELÁNDE (¡Alto! Área minada).
El enemigo ha dinamitado todos los puentecillos y los muros de contención. Las carreteras han sido socavadas desde abajo o voladas desde arriba. En las confluencias de los valles, los alemanes han dinamitado laderas enteras para dificultar más aún el avance. Rodeamos los obstáculos de todos modos. Al llegar a una cresta, paro y me vuelvo para mirar por los prismáticos. Los coches blindados se han detenido más abajo. Al cuatro ruedas le sale una columna de humo de debajo del chasis. ¿Una cabeza de biela o un cojinete reventado, quizá? Veo a un oficial —mayor, con bigote oscuro— que insta al otro a continuar. El joven teniente de la Cruz de Hierro.
Ahí viene, detrás de nosotros.
Los Storch han desaparecido, reemplazados por un par de ME-110. Los cazas pasan aullando sobre nosotros. No nos han visto. Punch les lanza un chorro de invectivas variadas mientras los aviones se pierden de vista detrás de una cresta. Los Messerschmitt, comprendemos, son demasiado rápidos para ser eficaces como aviones de reconocimiento. Tras cada pasada tardan más de un minuto en dar la vuelta. Para entonces ya estamos muy lejos.
Corremos. Por primera vez me atrevo a pensar que tal vez tengamos una oportunidad. Si seguimos dispersos y utilizamos las sombras y los pliegues del terreno para ocultarnos, quizá consigamos volvernos invisibles.
Avanzamos por un amplio valle jalonado a ambos lados por cuencas tributarias. Constantemente tenemos que detenernos para no perdernos de vista. La caja de cambios de Collier está empezando a fallar. El embrague de Punch echa tanto humo que es como si estuviera ardiendo. Pero las paradas nos ayudan. Inmóviles y dispersos somos más difíciles de localizar desde el aire. Podemos oír a los Messerschmitt, que están buscando en otro valle. Nos han perdido.
¿Dónde está el coche blindado? En un momento dado me asomo sobre una cresta y disfruto de una panorámica clara del Paso de Tebaga. Sería perfecto para Monty y el VIII Ejército. Podría atravesarlo una división blindada entera en una columna de cien vehículos de anchura. Si logramos llegar al camión de la radio, nuestro mensaje podría salvar centenares, si no miles, de vidas.
Pero entonces un valle sin salida nos roba todos los minutos que hemos ganado No nos queda otra alternativa que volver atrás. ¿Podremos conseguirlo? Por un instante me permito el lujo de creer que sí. Pero al salir de la boca del valle, una ráfaga de fuego de ametralladora del 7,92 estalla sobre un afloramiento de arenisca situado cincuenta metros por delante de nosotros. Holden frena en seco y mete marcha atrás. Los camiones de Collier y de Punch se lanzan hacia las rocas en busca de cobertura. Trescientos metros por debajo aparece el coche blindado de ocho ruedas. Se detiene. Su cañón gira. Dispara.
Un proyectil de 75 milímetros se hunde en la pared de piedra caliza de tres metros y medio tras la que se ha refugiado el camión de Punch. Todas nuestras armas han abierto fuego. Los impactos de las balas y las trazadoras iluminan la superficie de la torreta del coche enemigo. Pero está cerrado a cal y canto. Su cañón vuelve a disparar. Otra cuesta de caliza se convierte en polvo.
No podemos quedarnos aquí. El coche blindado sólo tiene que acercarse para acabar con nosotros. Pero si huimos valle arriba, las ametralladoras nos harán papilla a campo abierto. Sólo nos queda una opción, y lo sabemos.
Aceleramos. Bajo el fuego, trescientos metros son una eternidad. Pero nos cubrimos mutuamente con el polvo que levantamos, mientras que los artilleros enemigos tienen que localizarnos a través de las angostas troneras de sus torretas. Nuestros vehículos llegan a la altura del ocho ruedas y pasan a su lado como una exhalación.
Tomamos una nueva vereda de ascenso y decidimos jugárnosla por ella.
Los alemanes dan la vuelta y nos siguen. El camino de tierra corona la ladera. Punch ya está arriba. Collier lo sigue a toda velocidad. Holden conduce el jeep tras ellos. El coche blindado se lanza en pos de nuestra columna como un monstruoso lagarto metálico. Avanza en diagonal para tratar de cortarnos el paso.
Una mina antitanque Teller es del tamaño de la guía telefónica de Londres. Su carcasa de acero está llena hasta los topes de explosivo de alta potencia. La detonación de una Teller (o mina-T, como también se la conoce) es capaz de volcar un Sherman o partir en dos un Crusader.
Nuestro jeep ha ascendido apenas treinta metros por la cuesta cuando la rueda delantera del coche blindado pisa una de estas minas. La onda expansiva me lanza sobre la montura de la Browning desde mi asiento. A Holden lo saca con tal violencia del suyo que está a punto de perder la bota derecha por la fricción contra el suelo. Sin embargo, no sé cómo, consigue aguantar. El jeep avanza unos metros sobre dos ruedas y luego vuelve a caer con estruendo sobre la tierra, en sentido contrario al de su avance, y se cala.
En los pocos segundos que tardamos en reponernos, la columna de humo levantada por la explosión ha ascendido unos metros en el aire y está empezando a propagarse hacia los lados. Una llovizna de grava engulle el jeep. Colina arriba, un Punch loco de júbilo toca repetidamente el claxon. Grainger y Jenkins señalan entusiasmados la cuesta, por debajo de nosotros.
El coche blindado yace allí volcado, con las ruedas, que han quedado hacia arriba aún girando. La mina ha abierto la parte inferior del chasis como si fuera una lata de alubias. La parte inferior está en llamas. Veo un hombre que sale tambaleándose de su interior. Entonces se produce una segunda detonación, más corta y seca que la primera. Es una mina-S alemana, lo que los americanos llaman una «Betty saltarina». Cuando explota una mina-S, un pequeño contenedor de acero con trescientos sesenta rodamientos a bolas en su interior se eleva hasta alcanzar aproximadamente un metro de altura y entonces revienta. Las minas-S se utilizan como minas antipersonal de apoyo y se colocaron alrededor de las minas antitanque, más grandes.
Algún miembro de la dotación del coche blindado que había sobrevivido a la explosión inicial la habrá pisado o se habrá desplomado sobre ella. Ésa es la segunda explosión.
Holden vuelve a arrancar el jeep. Oigo que los motores de los camiones de Punch y de Collier aceleran.
—¡Vamos! —grito. Volamos valle arriba
Cuando un temor extremado desaparece de manera brusca e inesperada, la liberación es tan violenta que puede dejarte sin conocimiento. Lo único que puedo pensar en ese momento es que quiero muertos a esos alemanes. A nuestra espalda se producen nuevas explosiones: las municiones del coche blindado. No miro atrás. Dicen que trae mala suerte. Si miro atrás las explosiones podrían parar. Y no quiero que paren. Quiero que sigan. Quiero que el condenado coche siga explotando hasta que quede reducido a una masa de fragmentos del tamaño de un penique.
Nuestros tres vehículos huyen a toda velocidad por el valle, doblando los angostos recodos del camino. De pronto se termina la vereda. Otro callejón sin salida. Frenamos en medio de una polvareda; todos los ojos buscan una ruta de ascenso que nos permita escapar de allí.
Nada.
Todos a una prorrumpimos en maldiciones.
—¡Atrás! —grito. Pero primero ordeno a los hombres que limpien y revisen las armas y vuelvan a cargarlas. Pueden haber llegado más vehículos enemigos en los últimos minutos.
—Pase lo que pase, no vaciléis. Atacad con todo y no paréis. Tenemos que ganar la llanura sea como sea.
Los camiones y el jeep coronan en segunda un collado que se abre a una cuesta de bajada. Doscientos metros más abajo vemos la carcasa humeante del coche blindado. No hay más vehículos a la vista. Ordeno con un ademán que sigamos adelante. Emprendemos el descenso. Holden lo encabeza con el jeep. Yo me sujeto lo mejor que puedo en el asiento del copiloto, con un pie encajado entre las palancas de la tracción integral y el otro en una esquina del salpicadero. Estoy asomado sobre el parabrisas, buscando refuerzos enemigos, cuando una figura solitaria sale tambaleándose a la carretera que tenemos delante.
El joven teniente de la Cruz de Hierro.
Agarro la empuñadura de la Browning. Me dispongo a apretar el gatillo cuando el oficial agita ambos brazos como si quisiera decir «¡alto, por favor!». Un impulso me impide disparar. Mis ojos vuelan de un lado a otro de la carretera en busca de posibles emboscadas. El oficial ha perdido el brazo por encima del codo. Con la otra mano aprieta algo —una camisa o una gorra— contra el muñón. Avanza saltando sobre una de sus piernas. La otra, desnuda por debajo de una pernera chamuscada, está tan negra como un madero en la chimenea. A un lado del camino están los tres hombres de su dotación, vivos, pero horriblemente quemados y desfigurados.
Me oigo a mi mismo dar la voz de alto.
Holden me mira como si hubiera perdido la cabeza.
—¡Para, maldita sea!
Pisa el freno. Detrás del jeep, el camión de Collier derrapa con un chirrido de los neumáticos. El oficial alemán se nos acerca tambaleándose sobre su pierna sana.
—¡Ayude a mis hombres, se lo suplico! —exclama en un correctísimo inglés.
El jeep para. Sigo detrás de la Browning. No tengo que mirar para saber que Collier y Punch están apuntando al enemigo con la Vickers y Ja segunda Browning. Miro fijamente a los hombres del suelo. Todos tienen quemaduras espantosas. Uno de ellos ha perdido la camisa y su torso parece una pieza de carne asada. A otro le cuelga al costado el brazo derecho, inerte y retorcido en una posición antinatural. El costado izquierdo del tercero sangra abundantemente.
No sé muy bien cómo, me veo de repente en el suelo. Antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo, he cogido al oficial por debajo del hombro para ayudarlo a mantenerse en pie. Pido el botiquín. Mi plan original es dejárselo para que pueda atender a los heridos y seguir mi camino. Pero cuando Grainger me trae el maletín blanco con la cruz roja, tan patéticamente insuficiente, me invade una vergüenza como nunca he conocido.
El joven oficial al que ayudo a mantenerse en pie ha pedido la capacidad de hablar. Está en shock y lo sabe. Simplemente lucha por permanecer consciente para poder ayudar a sus hombres.
—¿Enfermería de campaña? —le grito directamente al oído.
—Colina abajo.
Apenas puedo oírlo. Se le han roto las gafas. Tiene fragmentos de cristal clavados en la carne de las mejillas y la frente. Uno de los ojos suelta un reguero de sangre. Levanta los brazos al mismo tiempo, tratando de señalar la planicie.
Para entonces, Collier y Jenkins también han desmontado. Los cañones de sus armas apuntan ahora al suelo. Ambos se disponen a acercarse a los soldados mutilados, pero entonces se detienen.
—Chap, si llevamos a estos pobres bastardos a…
—Lo sé.
Collier quiere decir que nos cogerán prisioneros. La misión fracasará.
—Llevaos el jeep —le digo—. Yo llevaré a los heridos en mi vehículo. Volved al camión de la radio.
Antes que nada, debemos cumplir la misión. El cuartel general debe saber lo que hemos averiguado sobre el Paso de Tebaga y la disposición del enemigo. No debemos permitir que nada ponga eso en peligro.
Pero cuando ambos se arrodillan junto a los alemanes heridos se hace evidente que éstos no están en condiciones de seguir sin ayuda. Holden baja del jeep y se acerca. Collier ocupa su lugar. Pone un pie dentro del coche y una mano en el volante. Jenkins y Grainger se inclinan para ayudar al herido que parece en peor estado de los tres, el de la hemorragia en el costado.
—Joder —dice Collier. Y también se baja.