La suerte se nos agota del todo dos días más tarde. Un mensaje del cuartel general nos informa de que el campamento base que Tinker y Popski levantaron en una colina llamada Qaret Ali ha resultado gravemente dañado tras un ataque de cazas de la Luftwaffe. Todos los vehículos han sido destruidos. Tinker y Popski han desaparecido.
El informe sobre esta calamidad nos lo trae una tercera patrulla, la S2 del teniente Henry, que, recién llegada desde Hon, ha tropezado con los restos del campamento mientras exploraba el sector situado al oeste de las colinas de Matmata. Otras dos patrullas, las de Lazarus y Spicer, están de camino desde Hon para reconocer otros cuadrantes situados al norte del Paso de Wilder. Llegarán a la región en cuestión de días, o incluso horas.
Nuestras órdenes cambian de nuevo: volvemos a tareas de reconocimiento topográfico. Se nos envía al norte, al mismo sector —el Paso de Tebaga y la carretera Gabès-Kebile— cuyo reconocimiento se les había asignado a Tinker y Popski. Bajo ninguna circunstancia debemos acercarnos al campamento de Tinker ni tratar de recoger a sus hombres o a los de Popski. El área estará saturada de patrullas del Eje, tanto aéreas como terrestres. El cuartel general teme que Tinker y Popski hayan caído. Las demás patrullas deben dirigirse a su sector y terminar el trabajo que habían empezado.
Organizo una reunión y reviso el mapa con los hombres por centésima vez.
—¿Os habéis fijado —comenta Collier con sarcasmo— en cómo ha cambiado el tono de los mensajes del cuartel general?
Tiene razón. Se han acabado los «procedan con cautela» o «condúzcanse con prudencia», reemplazados ahora por «es imperativo encontrar una ruta» y «el informe deberá enviarse antes de veinticuatro horas».
Tinker y Popski están solos.
Nosotros también.
Despliego los mapas sobre el capó del jeep. Unos cincuenta kilómetros al norte, la llanura, que discurre de norte a sur en nuestra posición actual, se prolonga hacia el este aproximándose a la costa. En su flanco izquierdo se encuentran las alturas del Jebel Melab y en el derecho las del Jebel Tebaga.
En el centro, el Paso de Tebaga.
Ése es el que nos interesa.
El Paso de Tebaga penetra hasta el mar por detrás de la línea Mareth.
—Sumando nuestra patrulla y las de Henry, Lazarus y Spicer —digo— tenemos unos veinte vehículos reconociendo el mismo sector. El VIII Ejército sólo necesita que una de ellas tenga éxito e informe de ello a Monty.
No necesito añadir que todos los demás son prescindibles.
Mi idea es descender de inmediato a la llanura. Pero la primera vez que sondeamos los accesos, la gélida mañana del 29 de enero, encontramos huellas recientes de patrullas alemanas por todas partes.
Nos vemos obligados a retroceder al interior de las colinas, la región más infernal que he conocido hasta la fecha, un mar de cerros de arena gruesa como terrones de azúcar, cada una de los cuales no supera la longitud de dos camiones. En esta zona se atascan hasta los jeeps. Nos pasamos todo el día usando las planchas de arena y apenas llegamos a avanzar tres kilómetros. Cerca del anochecer, tras encontrar una vereda más o menos practicable, celebramos una rápida reunión y decidimos arriesgarnos en la oscuridad. Los camiones descienden a una zona de colinas arenosas que los hombres considerarían infernales si no viniéramos de un lugar peor. El problema ahora son unos densos matorrales que se meten debajo de la carrocería y se van acumulando alrededor de los ejes hasta que tenemos que parar para limpiarlos, cada cien metros más o menos. Yo marcho por delante en el jeep, con Punch y el cañón Breda. Pasada la una de la mañana encontramos un camino que parece descender a la llanura. No hay tiempo que perder: bajamos con las luces apagadas, confiando en llegar antes del amanecer al Paso de Tebaga; ya habrá tiempo de descansar allí.
El cojinete de la cabeza de la biela del camión de la radio se rompe. Al parar para reemplazarlo nos encontramos con que el único de repuesto que teníamos ha desaparecido. No nos queda más alternativa que, tal como lo expresa Punch, «remolcar a esa zorra». Así estamos hasta las cuatro, helados y hambrientos. De repente, el camión se para del todo. Nos encontramos en el interior de una hondonada de erosión excavada en la pared de un wadi. Me temo que si paramos para echar una cabezadita no podremos seguir. Así que decidimos hacer de la necesidad virtud: llamamos al lugar «base de retaguardia» y dejamos allí el camión averiado, con tres granaderos y el cañón Breda. Yo sigo adelante con el jeep y los otros dos camiones, uno mandado por Collier y el otro por Punch.
Recibimos el alba camuflados en el margen de una torrentera seca, vigilando un camino que desciende serpenteando en dirección a la llanura. Jenkins prepara una pequeña fogata en una lata de petróleo, pero espera para encenderla a que lo permita el despuntar del día. De repente, nos llega el sonido de una ametralladora procedente de la llanura. Lo oímos, metálico y distante, y vemos una brillante ráfaga de trazadoras que se aleja describiendo un arco por delante del cielo aún en penumbra.
Collier, Punch y yo nos acercamos a pie hasta el borde de una cresta desde la que se domina la llanura.
Otra ráfaga. Más trazadoras.
—Ráfagas de trazadoras —dice Collier. Se refiere a cuando la dotación de una ametralladora dispara al aire para señalar su posición con las trazadoras.
—Alguien necesita ayuda —dice Punch—. Pero ¿quién? ¿Nosotros o ellos?
Collier señala hacia el norte. Un kilómetro y medio hacia el interior de la llanura alcanzamos a divisar dos moles macizas sobre el camino de Gabès. Enfoco con los prismáticos. Una de las formas borrosas se transforma en un semioruga del Afrika
Korps, que, según todos los indicios, se ha salido del camino en la oscuridad. Un coche blindado de ocho ruedas lo protege.
Hay media docena de soldados sentados en cuclillas alrededor de un hornillo de petróleo. En un costado del ocho ruedas han tendido una lona a modo de improvisada tienda de campaña. En la torreta del vehículo se ve una cruz negra del Eje, acompañada por el número 288.
Decidimos esperar a que el enemigo salga. Y, en efecto, en cuestión de unos diez minutos oímos el sonido de un motor procedente del norte. Aparece una ambulancia y un segundo coche blindado. Éste es de cuatro ruedas. Los vehículos se detienen junto al semioruga averiado. Dos soldados y un oficial desmontan y corren hacia él. Bajo la lona del ocho ruedas, los alemanes ayudan a levantarse a dos soldados. No los había visto hasta ahora. Son jóvenes y parecen conmocionados. Sus camaradas los ayudan a entrar en el vehículo médico. Entretanto, dos nativos de aspecto andrajoso han bajado del segundo coche blindado; vemos que llaman a los alemanes y señalan las colinas, más o menos en dirección a nosotros. El oficial del primer coche blindado se acerca desde la ambulancia. Es alto y delgado, casi tan joven como los dos soldados heridos, y lleva unas gafas sin montura sobre un rostro sobrio, casi erudito. Sobre el bolsillo izquierdo de su guerrera cuelga la Cruz de Hierro, una condecoración al valor alemana.
Vigilamos, olvidadas la fatiga y el hambre, mientras suben a los dos soldados a la parte trasera de la ambulancia, que a continuación se aleja en dirección norte, hacia Gabés y el Paso de Tebaga. En ese momento, desde la misma dirección, llega atronador un tercer vehículo, un camión pesado de reparaciones. El segundo coche blindado se queda con el primero. El camión de reparaciones aparca junto a ellos y comienza a remolcar al semioruga fuera de la cuneta. Los nativos continúan parloteando. El oficial de la Cruz de Hierro los escucha pacientemente. Al cabo de varios minutos, mete la mano en el bolsillo de su pantalón, saca varios objetos y se los entrega a los dos bereberes. Sean lo que sean, dejan a los nativos extasiados. En menos de veinte segundos desaparecen en dirección a las colinas. El camión saca al semioruga de la cuneta. Los oficiales conversan durante unos instantes. Acto seguido, el camión parte en dirección al norte, remolcando al semioruga. Los dos coches blindados arrancan; parece que se disponen a continuar su patrulla. Un par de minutos más tarde han desaparecido al sur, detrás de una serie de dunas en forma de media luna que hay al pie de las colinas. Inmediatamente después, nuestro jeep y nuestros dos camiones están en la llanura, siguiendo al camión de reparaciones.
—¿Cuáles son las órdenes? —exclama Punch por encima del viento.
Señalo hacia el norte.
—Seguirlos.