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La bella llanura del Hammada el Hamra, sobre la que hemos estado viajando tranquilamente desde Hon, se extiende aún unas pocas millas al este de la frontera tunecina, donde el terreno da paso a una sólida formación de dunas y cerros arenosos. El navegante de Tinker encuentra un hueco por el que se cuelan nuestras patrullas. Cruzamos la frontera, demarcada por una serie de gruesos pilares blancos, a media mañana.

Hay una carretera con buen firme, la Foum Tatahouine-Nalut, que discurre en dirección norte sur, pero está tan expuesta que decidimos ocultarnos en un wadi, quinientos metros al este, y esperar a que esté despejado para ir avanzando de escondrijo en escondrijo. Y en efecto, justo cuando el segundo de Tinker, el sargento Garven, se dispone a salir en su jeep como avanzadilla, al norte aparece una patrulla alemana formada por dos vehículos blindados de ocho ruedas. Detrás de Jos coches viene un par de Opel de tonelada y media, remolcando sendos cañones de 20 milímetros y precedidos por un vehículo de exploración Flitzer. Al cabo de unos momentos la unidad se detiene, imagino que al ver las huellas que atraviesan la carretera. Los blindados son SdKfz 234, grandes como carros de combate, pero con ruedas de caucho en lugar de orugas, y armados con torretas y cañones de 75 milímetros —dos veces más grandes que los dos libras de los Crusader británicos y los Honey americanos— y ametralladoras del 7,92. Con los prismáticos, Collier y yo vemos que un oficial envía a sus hombres a ambos lados de la carretera para investigar.

—No ves ningún 288, ¿verdad? —pregunta Collier. Estas palabras me hielan la sangre. Los alemanes pasan un rato buscando y luego vuelven a montar y siguen su camino. Tinker nos hace esperar hasta que la calina de mediodía llega a su cénit, momento que aprovechamos para salir a la carretera y avanzar unas pocas millas hasta un nuevo escondite.

Mientras esperamos aquí, nos llega un mensaje del cuartel general: Trípoli ha caído. El 23 de enero, la 11.ª de Húsares entra en la ciudad; Rommel ha escapado hacia el oeste.

—¿Qué significa eso para nosotros? —le pregunta Holden al sargento Garven.

—Que la próxima parada es Túnez, muchachos. —Señala la carretera de Foum-Tatahouine, al norte—. Ahora todo el mundo está mirándonos.

A las dos ya hemos encontrado al Paso de Wilder. Nick ya nos había advertido de que no se trata de ninguna excursión campestre. El paso discurre zigzagueante durante casi cincuenta kilómetros, al principio por wadis amplios y fácilmente transitables y luego por un camino en desuso que atraviesa unas colinas abruptas y una zona de cerros. El paisaje es precioso, y en algunos tramos tiene una anchura de hasta ocho kilómetros. La hierba invernal es tupida y verde; según Punch, está a rebosar de nutrientes.

—Aquí se podría montar una estupenda granja de ovejas —dice, y, en efecto, nos cruzamos con varios pastores, niños y viejos en su mayor parte, que cuidan de sus rebaños. Dos veces nos pasa un Henschel por encima, pero hay sitios de sobra para esconderse, así que no llegan a vernos. Continuamos en dirección oeste durante toda la tarde, siguiendo los mapas de Nick y nuestros propios instintos. El lugar, según los mapas franceses, se llama Dahar. Unos quince kilómetros después de haber entrado aparece un escarpe, justo donde Nick dijo que estaría. Localizamos el camino que sus camiones usaron para descender. Lo ha marcado con un mojón de piedras. Las patrullas paran al llegar allí. Es hora de separarse. Cada una reconocerá la región circundante en una dirección diferente hasta hallar una ruta de descenso sencilla, y luego continuará de forma independiente hacia el área de operación que tiene asignada.

Cuando las patrullas se separan en el desierto, lo hacen sin apenas ceremonias. Esta vez es diferente, porque vamos a operar en una proximidad peligrosa. Tinker subraya ante los hombres la importancia de conocer al dedillo las señales de reconocimiento; revisa los puntos de encuentro, las claves y las frecuencias de comunicación por radio sin hilos. Repartimos las reservas de suministros para que cada camión tenga la misma cantidad de combustible, aceite, agua y municiones. Popski advierte a todos los hombres de que tengan cuidado con los nativos: no son los árabes senussi de Libia, que eran amistosos con los ingleses, sino bereberes, cuyas tierras y hogares han sido objeto de saqueo para los franceses.

—Para ellos, los boches son los mejores tipos del mundo.

Cuando me llega el turno, enfatizo ante los hombres la importancia de trazar mapas topográficos que sean lo más claros y legibles posible.

—No estamos buscando una simple vía campestre. Si los mapas son fieles, la carretera tendrá ciento cincuenta kilómetros de longitud. Los vehículos tendrán que poder moverse por ella en columnas de a seis, a ocho o a diez. Y no hablamos de camiones ligeros de tonelada y media, como los nuestros, sino de Sherman de treinta toneladas o transportes de quince, de camiones cisterna de veinte, de transportes de agua y artillería pesada. Una división blindada entera utilizará la ruta que estamos reconociendo. Eso significa columnas de diez o quince millas de longitud, un castigo atroz para los caminos. Tenemos que asegurarnos de que son firmes y lo suficientemente anchos.

El sargento Garven pregunta si la división contará con equipos de zapadores.

—Probablemente —digo—, pero no podemos contar con ello. Elijan rutas que se puedan transitar tal cual están… y asegúrense de que pueden aguantar incluso en medio de un aguacero.

Quedan suficientes horas de luz para que las patrullas se pierdan mutuamente de vista.

—Nos vemos, Chap.

—Suerte, Tink.

Eso es todo. Le estrecho la mano a Popski y nos marchamos.

24/1/43. El grupo se separa de la T2 y continúa en dirección norte a través de unas colinas; acampamos de noche en WADI EL AREDJ, en el YE. 1633. Es una región agreste pero transitable para toda clase de TM. Hay un puesto de vigilancia enemigo en la colina EL OUTID, desde el que se dominan todos los wadis y los accesos.

25/1/43. Todo el día por terreno abrupto y cerros arenosos hasta llegar a la aldea árabe de KSAR EL HALLOUF, que el grupo OC explora a pie tras anochecer. Descubrimos un aparcamiento con cerca de veinte coches blindados y vehículos de reconocimiento alemanes e italianos. Hay muchos nativos. No son amistosos.

Tinker y Popski están reconociendo la llanura al oeste; a nosotros nos han tocado las colinas. El objetivo principal es encontrar una vía de acceso al norte del Paso de Wilder. Nada. Mis anotaciones topográficas registran una sucesión ininterrumpida de callejones sin salida.

—Este país me pone nervioso —dice Punch. Se refiere a las colinas—. Aquí no hay forma de escapar.

Esperábamos que la región estuviera despoblada. No tenemos esa suerte. Nuestro propósito de establecer un campamento base donde podamos almacenar las reservas y el camión de la radio se ve frustrado por la densidad de patrullas enemigas (incluidas las aéreas) y la sorprendente abundancia de población nativa, que solo conseguimos evitar a costa de grandes esfuerzos. Sin embargo, es imposible evitarlos del todo, puesto que en esta zona parece que cada otero y cada montículo alberga muchachos o viejos bereberes con sus rebaños. Al cruzar un jerd muy al descubierto pasamos por delante de un tipo desdentado, que hace entrechocar los talones y nos obsequia con un saludo nazi. Se lo devolvemos, nos detenemos y donamos un par de cigarrillos a la causa.

—Vuestros amigos —nos comunica alegremente por signos— están volando el valle.

A cambio de un puñado de hojas de té, el viejo accede a trabajar para nosotros como guía, dejando las cabras al cuidado de su nieto. Viajamos por los caminos que recorren una sucesión de lomas llamadas Tel Gomel, la Casa del Camello, hasta llegar a la aldea de Matmata, un área de datileras desde la cual, al otro lado de un recodo, nos llega una secuencia de detonaciones amortiguadas.

—Están construyendo carreteras —dice Collier—. O fortificaciones.

Esto podría ser crucial. Sumado al puesto de observación que hemos visto en El Outid, significa que el enemigo es consciente de su vulnerabilidad al oeste de las colinas de Matmata y está tomando medidas para remediarlo. Según nuestros servicios de inteligencia, la aldea de Matmata es el eje interior de la línea Mareth, aunque desde nuestra posición no se divisa fortificación alguna. Ésta es la zona que Monty ha elegido para su maniobra de flanqueo. Si Rommel, tal como parece, está emplazando artillería y búnkers, significa que está extendiendo su frente.

Nuestra patrulla se pone en camino bajo la calina del mediodía, pero al poco de partir se le estropea la dirección al camión de la radio. Mientras los hombres la reparan, cojo el jeep y, acompañado por Jenkins y un cañón Bren, asciendo por unas torrenteras secas y tapizadas de vegetación; luego ocultamos el vehículo y continuamos a pie hasta la cima de un cerro bajo. Con los prismáticos avisto dos excavadoras del Afrika Korps que, según parece, están excavando un foso en el flanco contrario de una cresta que domina el valle. Al otro lado continúan las detonaciones, pero todavía seguimos sin verlas. Jenkins y yo sólo alcanzamos a distinguir una fracción del valle, que serpentea alrededor de un recodo antes de ascender hacia la parte alta de meseta. Sin embargo, es evidente que los alemanes se han puesto el mono de trabajo. Volvemos a hurtadillas al jeep y descendemos por las torrenteras hasta los camiones, que Collier, en el ínterin, ha cubierto con las redes de camuflaje. Al llegar me encuentro con que Punch y Holden están maniatando a nuestro guía y atándolo a la parte trasera del camión. Parece ser que el viejo ha deducido al fin que no somos alemanes.

—¿Qué hacemos con el abuelo? —pregunta Punch. Por pura casualidad, decide aprovechar el momento de descanso para limpiar su revólver. Al ver que saca el arma, nuestro prisionero se echa a llorar—. No, compañero —le dice Punch—, no es eso. —Trata de tranquilizar al viejo ofreciéndole un cigarrillo, lo que éste toma por la confirmación de que ha llegado su última hora. Punch tarda diez minutos en aplacar sus miedos. Pasado este tiempo, nuestro invitado se ha convertido en un ferviente anglófilo. Nos informa de que una docena más de «inglesi» (los hombres del SAS bajo el mando de David Sterling) están acampados unos kilómetros al suroeste de Bir Soultane. Nuestros compatriotas han evacuado el lugar temporalmente, nos explica el viejo, para explorar las colinas, igual que nosotros.

—¡Condenados nativos! —dice Punch—. ¿Es que nunca pasa nada sin que se enteren?

El viejo se queda con nosotros durante la noche, mientras informamos al cuartel general de que hemos avistado fortificaciones enemigas en construcción y de que los nativos conocen la posición del campamento del SAS. En el mensaje de respuesta se nos ordena abandonar de momento las tareas cartográficas para concentrarnos en reconocer las fortificaciones enemigas.

Por la mañana fingimos partir en dirección este antes de soltar a nuestro guía. Una vez que se ha perdido de vista giramos en dirección contraria.

La aviación enemiga nos sobrevuela durante todo el día. Es imposible moverse. Nos camuflamos y esperamos.

—El chico —dice Collier refiriéndose al nieto de nuestro guía—. Habrá avisado a los boches en cuanto ha visto que su abuelo no venía a cenar.

27/1/43. Equipos de traslado de tierra por la carretera TOU-JANE-MATMATA. Seis excavadoras en transportes, además de niveladoras y hormigoneras. Dos recuas de mulas en VR. 8991, con unos veinte animales cada una, posiblemente con un cargamento de minas. Están asfaltando de nuevo la carretera entre VR. 8993 y VR. 8995.

Al mediodía, Collier y el camión de la radio se topan con un grupo del SAS bajo el mando de Mike Sadler, el navegante, que regresa a Bir Soultane después de haber explorado el Jebel Tebaga, una cadena de colinas situada al norte. Collier advierte a Sadler de que los lugareños están al tanto de la posición de su campamento (cosa de la que, como ya he dicho, hemos informado al cuartel general y de la que éste, a su vez, ha advertido a Sadler). Precisamente por eso regresa, para levantar el campamento y largarse.

—Hemos visto un Mamut —le dice Sadler a Collier. Se refiere a un vehículo gigantesco, del mismo tamaño que el camión de mando del propio Rommel—. Tan grande como la vida misma, en la carretera de El M’dou hacia Matmata. Pero no era Rommel, por desgracia.

Aquella noche llega un mensaje del cuartel general en el que se nos ordena evacuar la zona. Tinker y Popski han informado sobre actividad enemiga de alta intensidad. Debemos desplazamos al norte para reconocer la carretera Gabès-Kebile. Es el sector clave de la región entera, la ruta por la que cualquier movimiento de flanqueo del VIII Ejército tendrá que avanzar si pretende llegar a la costa por detrás de la línea Mareth. Lo último que nos deja Sadler antes de partir es un mensaje recibido esta misma mañana por el grupo de David Stirling desde el cuartel del VIII Ejército en Trípoli: «El OKH [alto mando alemán] envía a Rommel los siguientes refuerzos desde Europa: la 10.a División Panzer, la 334.a División de Infantería, la División Panzer Hermann Goering, el Regimiento Barehntin, el Regimiento de Paracaidistas Koch Storm, el 501.° Regimiento Panzer más la División Superaga italiana y la División Menteuffel, que ya están en la zona. Total: 14 divisiones. 100.000 hombres, 76.000 de ellos alemanes».

—Maldición —dice Holden al oírlo—. Ya estábamos teniendo demasiada suerte.