Veinte días más tarde, me encuentro en posición de firmes, con unos pantalones y una camisa de instrucción caqui que me han prestado, frente a un coronel del estado mayor y dos mayores del cuartel general avanzado del VIII Ejército. Estamos en un punto del golfo de Sirte llamado Marble Arch, al que he llegado en avión desde el oasis de Jalo tras pasar por Zella. A Tinker, Popski y Nick Wilder los han traído desde otros cuadrantes. Tinker y yo ofrecemos verbalmente una primera relación de lo sucedido, antes de que nos dejen enviar nuestros informes al LRDG. Luego nos llevan de inmediato al hospital.
Tengo la tripa totalmente suelta desde hace dos semanas. En medio de penurias mucho peores, me he limitado a soportarlo asumiendo que mi organismo se recompondría en cuanto pudiera tomar unas cuantas verduras frescas. En este momento un médico sudafricano me da su diagnóstico: neumonía.
—Es usted todo un catálogo de dolencias, Chapman.
Me muestra mi historial: «Neumonía bacteriana (aguda). Contusiones en las costillas y el esternón. Numerosas llagas ulceradas. Posible malaria. Posibles parásitos intestinales».
Me dejan en un hacinado pabellón de tiendas, donde me atiborran de penicilina. Mi temperatura sube a 40 grados. El enfermero no me lo dice, pero lo leo más tarde en el historial. He perdido todo mi equipo en Jalo, incluido el petate con mi diario y el manuscrito de Stein. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
Después de nuestro encuentro con los árabes de Popski en la cueva de la cisterna, la patrulla T2 de Tinker nos ha llevado a Bat el Agar, un complejo de cavernas situado al oeste de una línea de balats. Popski está allí. Nick Wilder, según nos cuenta, ha conseguido despistar a nuestros amigos del grupo de combate 288. Sus camiones están de camino al aeródromo 125, una pista de emergencia situada en pleno desierto, al sur de Msus. Otra patrulla del LRDG, mandada por el teniente Bernard Bruce, aparece aquella tarde. Bruce es un tipo maravillosamente grosero, situado en algún punto de la línea directa de sucesión al título de lord Elgin, lo que supone que, conforme a los dictados del protocolo, debe rellenar sus informes como «el honorable teniente», en lugar de como «el teniente». Se lleva a Marks en el camión que transportará sus propios heridos al oasis déjalo, ahora en manos británicas, desde donde una ambulancia aérea se llevará a los hombres al hospital de Benghazi, otra plaza en la que ondea desde hace muy poco la Union Jack.
—Además, gracias a vosotros —declara—, el desierto está lleno de patrullas boches. —Pero podemos enviar nuestros informes. Propongo a Collier, a Punch y a Grainger para una mención.
El grupo pasa diez días en unas cuevas, al resguardo de las lluvias y esperando a que llegue un transporte. Nunca he estado tan enfermo. Los árabes nos proveen —con generosidad, teniendo en cuenta su propio estado de pobreza— de huevos, dátiles y una leche de cabra agria con tomillo silvestre, pero mi organismo no es capaz de retener nada. Expulsa hasta el último gramo que recibe, dejándome tan flaco como un tallo y ardiendo de fiebre.
Collier me vela en medio de unas pesadillas atroces. Veo a Stein, muerto sobre la plancha de arena, y también a mi madre en su camilla, veo a los italianos que hemos masacrado. Esta última aparición es tan real (incluidos la peste a cordita y el estrépito de las armas) que mi camarada tiene que zarandearme durante varios segundos aun después de que me haya despertado. También veo a nuestros muertos, Standage y Miller. No puedo dejar de pedirles perdón. Ellos le restan importancia.
—No pasa nada, Chap —dicen.
Cada noche que se traslada nuestro campamento nos guían los árabes de Popski. Mis tripas siguen sin darme descanso. Sólo podemos viajar de noche, entre vientos glaciales que nos torturan como cuchillos por muchas mantas y andrajos en los que nos envolvamos. Marchamos a pie o en camiones durante lo que se antojan horas, y al terminar la jornada nos encontramos en una húmeda gruta idéntica a la anterior, que apesta como ella a excrementos de cabra y mierda de camello. Me duele hasta la última célula del cuerpo. Nunca había sido tan agónicamente consciente de esta envoltura física que es la carne. ¡Cómo ansío escapar de ella! ¿Cómo se puede sentir tanto frío y tanto calor al mismo tiempo?
La décima noche aparecen tres camiones de la patrulla mandada por un tal teniente Birdwood (que no viene con ellos, pues está en una misión de reconocimiento al oeste) y se nos llevan. A Collier, a Punch y a mí nos acomodan en la parte trasera del camión del mecánico. El sargento que lo manda se llama Chapman, como yo. Nos dice que en Jalo hay una enfermería de campaña al mando del capitán Lawson. Chapman resulta ser un fanático de la BBC y nos pone al día con las últimas noticias. Parece ser que el VIII Ejército ha tomado Derna y Bengasi. Los Hurricane de la RAF y los Royal South Africans sobrevuelan en este mismo momento Benina, el campo donde disparamos a los italianos hace sólo… ¿cuánto, veinte días? Los Panzer de Rommel han evacuado Msus y Solluch y están saliendo de Antelat y Agedabia. Toda Cirenaica está en manos británicas. Estamos a 10 de diciembre. ¡Se acerca la Navidad!
El propio Rommel, dice Chapman, se ha replegado hasta su antigua posición defensiva de El Agheila, que luego (nos enteramos en Jalo) evacúa el día 12. El grupo de combate 288 hace las veces de retaguardia; nuestros viejos amigos están volando puentes y minando wadis mientras el Panzerarmee Afrika retrocede en dirección a Trípoli.
Todo esto está muy borroso para mí. El frente se ha desplazado con tal velocidad hacia el oeste que probablemente la próxima acción no sea otra contraofensiva de Rommel sino una prolongación del asalto aliado, bien contra las posiciones fortificadas del Eje en Wadi Zem Zem, al este de Trípoli, o bien contra la barrera natural y fortificada de la línea Mareth, al oeste, a lo largo de la frontera tunecina. Ésta es la antigua cadena de fortificaciones francesas de las que nos hablaron Don Munro y los corresponsales cuando nos encontramos con ellos en Derna.
Estoy demasiado enfermo para visualizar el mapa de Ja campaña. Lo único que sé, mientras el sargento Chapman nos lleva a Jalo, es que tengo que evacuar cada cuarto de hora. El camión para una vez de cada dos. Tengo un caldero de cuarto de litro como orinal, y parte de un periódico árabe mojado. Los aguaceros continúan. Collier, Punch y yo no tenemos nada más para guarecernos que unas lonas sueltas que nos echamos sobre los hombros. Punch está aún más enfermo que yo. Cada vez que va a aliviarse yo no tardo en seguirlo, y viceversa. ¡Cómo detestamos este desierto!
En medio de todo esto, Collier es como una roca en el océano. A pesar de su propio estado de salud, cuida de nosotros. Lo llamamos Sherlock por la estoica impasibilidad con la que enciende a contraviento su pipa de arcilla negra.
¿Qué sé sobre Collier? Allí en Nueva Zelanda, si la suerte quiere que vuelva sano y salvo, no podrías distinguirlo de otros veinte tipos idénticos, sentados en el banco de cualquier iglesia anglicana o revisando el motor de su Norton en una salida de fin de semana. Pero es un héroe. Un baluarte del Imperio. Puede que, por el escalafón, esta patrulla sea mía, pero él es su espina dorsal y el corazón que la impulsa. Me respeta. Para él soy «señor», «jefe» o «teniente». No me llama «Chap», a pesar de que se lo he pedido más de una vez y no me ofendería si lo hiciera. Si, cuando todo esto acabe, nos vemos para tomar una pinta, seguirá llamándome «jefe» y se marchará con los mismos andares desmañados y la misma actitud de cierto azoramiento.
En la vida real, yo nunca me relacionaría con un hombre como éste, ni social ni profesionalmente. Pero aquí somos más que hermanos. Considero el hecho de poder servir a su lado uno de los grandes honores de mi vida. No se podría pedir un compañero mejor.
En Jalo, nuestro grupo se separa. Collier, Punch, Grainger, Oliphant y Jenkins se quedarán allí con Doc Lawson; a mí van a llevarme a Zella en un Valentia y luego, en un bombardero Bombay, a Marble Arch, el nuevo cuartel general del VIII Ejército. Una vez allí, la emoción y la novedad me permiten superar un interrogatorio de dos horas del que después no recordaré nada y terminado el cual me desplomo sobre un banco, ya fuera de la tienda; tienen que llevarme al hospital en camilla.
Paso un día y una noche en un pabellón formado por cuatro tiendas unidas, parte del hospital de campaña que ocupa varias hectáreas de desierto a lo largo de la Via Balbia. En teoría, el pabellón es sólo para los oficiales británicos y de la Commonwealth, pero el número de bajas, tanto del Eje como aliadas, es tan grande que ya no se hacen distinciones. Las camillas de los mutilados y los agonizantes de los dos bandos se dejan bajo los aleros de las tiendas o se aparcan de tres en tres y de cuatro en cuatro en las ambulancias y los camiones que los han traído. En el interior de las tiendas, el espacio es tan escaso que los camastros se agrupan de cuatro en cuatro, con espacios a modo de pasillos en la periferia. Durante las primeras veinticuatro horas, tres oficiales del Afrika Korps ocupan consecutivamente la cama contigua. Los dos primeros son tenientes, ambos llamados Schmidt. Lo sé por las tarjetas blancas de siete por doce centímetros (las aliadas son azules) que los ordenanzas prenden con alfileres de sus mantas. Puede ser que simplemente los bauticen así (del mismo modo que ellos nos llaman a todos nosotros Tommy Atkins) y les otorguen el título honorífico de Leutnant para abreviar el papeleo cuando haya que trasladarlos. En cualquier caso, ninguno de ellos es capaz de hablar. Su estado es demasiado grave.
El tercer oficial se llama Ehrlich, palabra que significa «honorable». Conversamos en inglés y en alemán. Es maestro e instructor de esquí en un pueblo de los Alpes bávaros, Garmisch-Partenkirchen. Me explica la diferencia entre un Oberleutnant, el equivalente a un capitán británico, y un Oberstleutnant, un teniente coronel. Olvido cuál de los dos rangos es el suyo. Manda una batería, como Stein. La ametralladora del 303 de un Hurricane le ha destrozado la pelvis.
—Tengo las tripas hechas papilla —me dice. Me entrega su cartera y su cartilla de pago y me pide con un susurro que se las lleve a su mujer cuando acabe la guerra. El desayuno viene acompañado de paquetes de cigarrillos Capstans (de cuatro unidades) y cajas de goma de mascar Beechies. Ehrlich me da las suyas.
—Habré muerto antes del almuerzo.
Mientras él dormita un rato, entra un enfermero para decirme que un oficial de los Highlanders de Cameron ha estado buscándome. Un minuto después se levanta la lona de la entrada y entra Jock. Me pregunta lo que tengo. Le digo que neumonía.
Sonríe.
—No está mal.