Mediodía: Punch y yo encontramos a Collier y el Lancia. Ambos han sido arrastrados un kilómetro abajo. Collier padece una ligera hipotermia, pero se reanima al ver a sus camaradas y gracias al calor que le proporcionan las dos mantas secas que llevamos con nosotros. Ha pasado la noche en una madriguera de zorro, bajo el barro y las ramas, tras ahuyentar a sus propietarios. El Lancia no ha volcado, pero está enterrado en el barro hasta los ejes, con dos ruedas intactas y dos rajadas.
Envío a Punch de vuelta para que recoja a Marks y a los demás, para rescatar todo lo que podamos del camión de Collier. El vehículo está irreparable. A media tarde, todos los que están ilesos han hecho dos viajes. Hemos recuperado tres latas de combustible y un cargamento de calcetines, cinturones y accesorios. La patrulla se reúne alrededor del Lancia. Empieza a caer una lluvia helada; quedan unas tres horas de luz. Desenterramos el vehículo y lo llevamos empujando hasta terreno seco. Vomita fango de color chocolate por cada agujero.
—Intenta arrancar, jefe —dice Grainger.
Vamos a probarlo. Habrá que hacerlo, no tenemos nada que perder. ¡Y arranca a la primera! Me doy cuenta de que estoy llorando. Los demás saltan de alegría y se dan palmadas en la espalda. El motor se ahoga, pero a nadie parece importarle. Si ha arrancado una vez, lo hará otra.
Pasamos la noche amontonados para combatir el frío y con los primeros rayos de sol nos ponemos en marcha. Por lo que a herramientas se refiere, sólo tenemos dos llaves inglesas fijas y una ajustable. No tenemos destornilladores, llaves de tubo, llaves de bujías, llaves Alien, calibradores ni espigones. No tenemos herramientas para sacar cabezales ni para reemplazarlos, ni juntas ni material para fabricarlas, por no hablar de cadenas para las ruedas, palancas, bombas, neumáticos, válvulas o abrazaderas para reemplazar las tuercas. Tenemos aceite de motor y combustible. Tenemos agua.
Lo primordial es cuidar de los heridos. La rodilla de Oliphant parece haber empeorado; las quemaduras de Collier, que se han vuelto a abrir a causa de la inundación, lo atormentan sin tregua y el estado de Marks no deja de agravarse. Hay que llevarlos en el Lancia. Grainger, convertido en navegante, estima que Bir Hemet se encuentra a ciento doce kilómetros en dirección sur sureste. Podríamos conseguirlo en tres noches. Pero para orientarnos tenemos que conocer nuestra posición inicial y ahora mismo solo podemos intuirla. El desierto que debemos cruzar está lleno de balats y zonas inundadas que tendremos que rodear, sin mapas ni forma alguna de guiarnos por el sol o las estrellas. Nos hará falta una suerte increíble para acertar, y no tendremos forma de saber si hemos pasado de largo. Y aun en el caso de que lleguemos, nada nos asegura que Nick Wilder siga esperándonos allí.
Pienso todo esto, pero no lo digo.
Supongo que todos los demás también lo harán.
Los hombres pasan todo el día trabajando. Primero desconectan, enjuagan y secan todos los conductos de combustible y agua, reconectan laboriosamente las abrazaderas usando la punta de una bayoneta a modo de destornillador, y luego limpian y vuelven a ensamblar todas las bombas. Dos zorros nos observan desde un afloramiento cercano. Sus pelajes son del color de la arena y están sucios. El grito de «¡aviones!» nos obliga a buscar refugio apresuradamente media docena de veces, pero los zorros ni se inmutan. Los aviones enemigos pasan de largo.
Decidimos bautizar ese lugar como Dos Zorros. Lo pondremos en el mapa cuando volvamos. La idea nos llena de optimismo.
La ley de Murphy sigue causándonos problemas. Todo lo que puede ir mal, va mal. Durante la inundación, la placa de apoyo del diferencial del Lancia se ha roto: además de dejar sus entrañas a la vista, ha apelmazado con arena y barro el árbol de transmisión y, por supuesto, lo ha dejado seco de lubricante. De alguna manera, Punch consigue sellarla y volver a fijarla. Pero ¿qué vamos a usar como lubricante? Extraemos la sustancia viscosa de un cactus. Dicen que las pieles de plátano sirven. Puede que esto también. Mientras tanto, Oliphant ha desmontado el carburador y lo ha limpiado de arena y cieno. Jenkins trabaja en los conductos del freno.
Al anochecer lo hemos solucionado todo excepto los neumáticos. Sólo dos permanecen hinchados. Grainger propone un truco que empleaba con los tractores en casa: llenarlos de arbustos. Funciona. El problema es que entonces, al retirar la rueda delantera derecha, descubre que el eje está roto. No tenemos repuestos. Ya está demasiado oscuro para seguir trabajando. De repente, nuestros zorros salen de sus madrigueras y huyen al trote. Oí un ruido sordo en la distancia.
Motores diésel.
El grupo de combate 288 regresa.
Cubrimos el Lancia con la red y nos desplegamos sobre el perímetro. Los alemanes se aproximan en dos grupos, rebuscando en los wadis a medida que avanzan. Está claro que nuestros perseguidores saben que sólo hemos podido escapar en una dirección y no estamos demasiado lejos. Vemos los destellos de sus linternas y faros cuando descubren el camión de Collier, un kilómetro wadi arriba.
¿Se ha terminado? ¿Es el fin?
La oscuridad, aliada a un nuevo aguacero, nos salva. Los hombres se agazapan miserablemente mientras oyen cómo monta su campamento el enemigo. Lo despliega en paralelo al nuestro, a medio kilómetro, en el llano seco y a salvo de la inundación.
No nos han visto.
Por el momento, estamos a salvo.
Pero el estado de Marks empeora a cada instante. La fiebre lo atormenta. Cree que las voces del campamento alemán son los fantasmas de nuestros camaradas caídos. Pronuncia sus nombres. Punch le tapa la boca con la mano, pero Marks, enfurecido, gime más alto y se debate tratando de librarse. Collier se le echa encima, le tapa la boca con la palma de una mano y le propina con la otra un golpe seco, justo entre los ojos.
Marks boquea, parpadea y luego vuelve en sí. Cierra la boca. Collier lo acuna tan delicadamente como si fuera un bebé.
—Mi viejo siempre usaba este truco conmigo.
La lluvia remite, reemplazada por un gélido ventarrón del norte. Nuestros perseguidores han montado un confortable campamento. Vemos las luces de sus fogatas, oímos sus carcajadas y olemos las patatas y salchichas que fríen. He organizado a los hombres por parejas para que calienten el cuerpo de Marks. Cuando nos llega el turno a Grainger y a mí, nuestro compañero está tiritando convulsivamente. Los ojos de Grainger me buscan.
¿Deberíamos rendirnos?
Puede que el enemigo tenga un médico o un enfermero. Como mínimo tienen vehículos que podrían llevarlo a alguna parte para que lo ayuden. No son monstruos. Lo harían.
¿Esto es la guerra?
La guerra es el choque de las formaciones de blindados, hombres y máquinas. No esto. Sólo somos un grupo de hombres asustados y ateridos que tratan de mantener con vida a un camarada.
—Marks… —digo.
—No lo hagas —responde.
Grainger y yo nos pegamos más a él.
—Y tú no te hagas el héroe, caray —dice Grainger.
Hay momentos para los que ningún entrenamiento, por intensivo que sea, puede prepararte: la vida de un hombre frente a una cuestión de honor. ¿Quién soy yo, a mis veintidós años, para tomar una decisión como ésta, para arriesgar todo lo que posee o jamás poseerá este individuo —su esposa, sus hijos, las vidas y el futuro de éstos—, por un principio abstracto cuyo valor no estoy más capacitado para evaluar que él mismo?
Hace dos días me faltó poco para sacar la pistola cuando Jenkins tuvo la osadía de proponer que sacáramos la bandera blanca. Ahora me da igual. La victoria o la derrota llegarán cuando y como tengan que llegar, determinadas por fuerzas mucho más grandes que nuestro modesto grupito. Lo que ahora importa es la vida de un buen hombre. Puedo salvarlo con un simple grito en medio de la oscuridad. ¿Y si no lo hago? ¿Tendremos que enterrar a Marks al alba, para que vaya a reunirse con Standage y Miller y para que mañana lo sigan quién sabe cuántos de nosotros, puede que incluso yo mismo, por hambre o sed?
Pero no puedo hacerlo.
—¿Puedes aguantar, Marksy?
Al amanecer, nuestros perseguidores levantan el campamento. Realizan un registro poco sistemático del wadi, y al no encontrar nada forman alrededor de su teniente para recibir las últimas órdenes antes de partir. ¿Debemos llamarlos? Los veo con toda claridad desde la ladera en la que me escondo.
Dejo que se marchen.
Nuestros camaradas salen como zorros de sus madrigueras. Parecemos muertos. Los ojos de Collier se encuentran con los míos. Hemos estado pensando lo mismo: ¿somos idiotas?
El agua caliente y las galletas no consiguen devolvernos las fuerzas, pero durante la noche a Grainger se le ha ocurrido una idea para que el Lancia vuelva a funcionar.
—Sacamos el eje delantero y ponemos algo largo y sólido en su lugar. Bastarán un par de troncos atados entre sí, como los frenos traseros de un avión. Podemos ir marcha atrás. No será muy eficaz —añade—, pero al menos podremos llevar a los heridos y el agua.
Improvisamos una especie de plataforma para poder transportar a Marks y a Oliphant. Collier se mete como puede en el asiento del copiloto. Punch conduce. La ventaja de contar sólo con el Lancia es que las probabilidades de que nos localicen por el aire son menores. Colocamos dos hombres en la parte delantera para buscar indicios de la presencia del grupo 288 y uno en la trasera, vigilando el cielo. Avanzamos una hora y descansamos quince minutos. Al cabo de tres de estos ciclos paramos un rato para comer un poco y echar el último cigarrillo. Si llegamos a Bir Hemet lo haremos pasado mañana a primera hora.
Hacia mitad de la tarde hemos cruzado los balats y entrado en una zona rocosa sembrada de espectaculares formaciones de arenisca. En un momento dado oímos el crujido que hacen nuestras ruedas al pulverizar un depósito de conchas, reliquias de un lecho marino ancestral.
Empezamos a ver árabes, al principio grupos pequeños y luego grandes comitivas, a pie y en camello. Están a varios kilómetros de distancia y no se aproximan. La hondonada se ha convertido en una enorme llanura yerma delimitada por colinas lejanas. Seguro que nos han visto, pero no hacen ademán de acercarse. Cuando avanzamos en su dirección, se retiran. ¿Simple cautela o algo peor? Seguramente los alemanes habrán puesto precio a nuestras cabezas, o al menos habrán amenazado a cualquiera que se atreva a ayudarnos.
Pasamos todo el día afanados en un laborioso avance hacia las colinas. Deben de ser las laderas del Gilí Atar, la meseta que debemos cruzar para alcanzar el camino de Bir Hamet. Al llegar a una zona de terreno más firme, enviamos el Lancia por delante a toda velocidad. Son sólo cinco o seis kilómetros por hora, pero verlo avanzar nos alegra el espíritu. Las colinas se van acercando poco a poco. Al atardecer, el Lancia las ha alcanzado.
Cuando llega el grupo casi deshecho de los que vamos a pie, tres horas más tarde, Marks, Oliphant, Collier y Punch ya están cómodamente instalados en una cueva, sobre las ruinas de una cisterna romana con agua en abundancia. Llamo a todos los hombres. Puede que Bir Hamet esté a sólo sesenta kilómetros. ¿Debemos dejar a los heridos aquí, con las armas y los hombres más fatigados, mientras los dos o tres que se encuentran en mejores condiciones salen esta misma noche en el Lancia hacia el punto de reunión?
Estamos debatiéndolo cuando aparecen tres nativos en la llanura, a pie, seguidos por un cortejo de cuatro camellos. Nos devuelven los saludos: según parece se dirigen a nuestra cueva. Suben. Cuando Punch les pregunta si tienen leche de cabra o huevos para vender, el más alto de ellos, un tipo muy bien parecido, pregunta:
—Inglesi?
—¡Ingleses, sí, camarada! —exclama Punch, y luego empieza a citar los nombres de todos los oficiales y jefes de patrulla que han podido cruzar alguna vez estos desolados parajes. Wilder, Eaonsmith, Mayne y Tinker, hasta llegar a Vladimir Peniakoff. Popski.
Al oír este nombre, las caras de los tres nativos se iluminan. Conocen a Popski. Adoran a Popski. Hace dos noches, nos informan, tuvieron el honor de compartir su pan con él.