El escarpe se eleva noventa metros por encima de nuestras cabezas. No es mucho en comparación con los enormes acantilados de la costa, en Sollum y Halfaya, pero sigue siendo condenadamente aterrador de noche, con los camiones a punto de desmoronarse y los hombres más que exhaustos. Peor aún son el frío y la humedad. La superficie del acantilado es como cualquier otra en la zona montañosa: piedra caliza y conglomerado marino, los sedimentos de algún antiguo mar. Los wadis y los barrancos surcan el acantilado, que retrocede desde la base hasta la cima, de forma que, desde el fondo, no se puede ver la parte más alta. Eso está bien; significa que la pendiente debe de tener ensenadas y pasos que nuestros vehículos podrían aprovechar.
Nick nos manda a Punch y a mí en el Lancia hacia el norte, bordeando la base del escarpe en busca de un ascenso.
—No perdáis el tiempo —dice.
Al cabo de un kilómetro, Punch localiza una vía de ascenso natural. Me adelanto a pie, con una pala y una linterna. Punch se debate a mi espalda. El Lancia corcovea cuesta arriba entre saltos y bandazos. El motor gime como si llevara kilómetros subiendo. La senda empieza pareciéndose a una cañada para camellos, se estrecha hasta quedar reducida a un camino de cabras y luego queda reducida a una vereda que, finalmente, desaparece. Simplemente, se acaba. Volvemos a descender, marcha atrás, yo al volante y Punch guiándome a voces. Los frenos se sobrecalientan. Recorro los últimos metros en punto muerto y regreso al llano dando botes mientras Punch se echa al suelo lanzando palabrotas.
Lo intentamos por tres rutas más, hasta que tenemos que detenernos para no quemar el embrague a treinta metros de la cima.
—Ésta tiene que ser la buena —declara Punch.
No nos quedan fuerzas para probar otra. Miramos abajo y vemos unos haces rojos que brillan sobre el borde del acantilado. Escuchamos ruidos secos por encima de nosotros y empiezan a llovemos pedruscos. Mi primera idea es que se trata de cabras, o incluso lobos.
—Eso ha sido una maldita ametralladora —afirma Punch.
En ese momento vemos las trazadoras y los puntos que delatan el fuego de las bocachas, lejos, en el llano. El enemigo, en lugar de parar para pasar la noche, nos ha seguido, probablemente gracias al sonido de nuestro motor.
En el campamento, los hombres se han puesto en pie. Los camiones están en marcha y listos. En los minutos que han transcurrido hasta que Punch y yo regresamos, el enemigo ha localizado nuestro refugio y nos dispara con un cañón de 20 milímetros y dos ametralladoras. Hay al menos tres vehículos en la oscuridad, uno de ellos blindado.
—¿Cuánto queda para ese camino tuyo? —pregunta Nick.
Obviamente, no lo encontramos. He marcado el sitio con una piedra caliza, pero ahora la marca se resiste a aparecer. Las trazadoras, las balas y los proyectiles incendiarios siguen impactando en la pared del acantilado, por encima de nuestras cabezas. Nick nos reúne. Su idea es despistar al enemigo volviendo sobre nuestros pasos. Pero es demasiado arriesgado, dice, como para que lo intenten los cuatro camiones.
—¿Quién sigue ascendiendo?
Miro a Collier.
—Al demonio —dice. Es su peculiar manera de decir que está de acuerdo.
Dividir una patrulla con una sola radio viola el protocolo, pero si permanecemos juntos estamos acabados. Cuatro camiones no tendrían ninguna oportunidad de subir el acantilado bajo el fuego enemigo. Quienquiera que logre escapar primero enviará ayuda a los demás.
—Suerte —vuelve a decir Nick. Una vez más, nos estrechamos la mano.
Los camiones de Nick fingen huir hacia el norte, disparando las armas durante un tramo. Luego dejan de disparar y giran hacia el sur, dejándose tragar por la oscuridad.
Punch y yo encontramos un camino que se parece al nuestro y lo seguimos cuesta arriba. Las siguientes cinco horas son, sin duda, las más largas de mi vida, así como las de todos los hombres que hay en el camión de Collier y en el Lancia. En cuanto abandonamos la cobertura de la base del acantilado, los alemanes pueden oír nuestros motores, y a medida que asciende la luna, también empiezan a vemos.
El arma de 20 milímetros con la que nos disparan es un Pak antiaéreo, tan grande como un Breda. Dispara proyectiles de cañón, no balas. Empezamos el ascenso con el Lancia a la cabeza y Punch al volante. Oliphant y yo abrimos paso a pie, mientras que Collier se ocupa del espacio entre los camiones. El camino nos permite ascender dieciocho metros sin problemas antes de virar hacia una cuesta practicable. Podemos oír el rugido de los motores diésel que se acercan. Nuestros perseguidores están llevando el armamento a la base del escarpe. En este momento, todos los hombres, excepto los conductores, están fuera de los camiones, con palas y azadones. Unos densos arbustos bloquean el camino. Los arrancamos: estamos construyendo el camino sobre la marcha. La fortuna nos sonríe un momento, cuando un recodo en el camino coloca una ladera entre nosotros y los proyectiles de 20 milímetros. Estamos en un ángulo muerto, pero podemos oír cómo se despliegan los soldados enemigos más abajo, en busca de un buen ángulo desde el que dispararnos. Utilizan proyectiles explosivos, trazadoras y balas. Sus disparos rocían la cima del acantilado con ráfagas secas. Saben lo que hacen. A cuarenta y cinco metros por encima, se abre ante nosotros una senda transitable, pero para llegar hasta ella los camiones tendrán que sortear un pronunciado ascenso en zigzag a lo largo de un paso que no es más ancho que los propios camiones, y con una caída de más de cuarenta metros. Punch lo intenta con el Lancia mientras yo me cuelgo de un lateral sobre el vacío. Al derrapar, las ruedas arrancan el suelo pedregoso, y provocan una algarabía de pedruscos que entrechocan mientras caen en avalancha ladera abajo.
—¡Esto no me gusta! Este tramo tendremos que subirlo a contramarcha.
A los camiones les lleva una hora salvar el recodo. Seguimos oyendo a los soldados alemanes, que suben la pendiente a pie. Pero, tras uno o dos disparos de nuestras armas, deciden pensárselo mejor. Sitúo a Oliphant y a Grainger con las Vickers en un saliente desde donde podrán dar una bienvenida apropiada a nuestros perseguidores si siguen empeñados en seguirnos. Más arriba continúa nuestra pelea con los camiones. En cierto momento, cuando el camino casi ha desaparecido, nos vemos obligados a situar una plancha de arena sobre el vacío, reforzándola con palas en los extremos. Los camiones avanzan lentamente hasta un callejón sin salida y luego dan marcha atrás para seguir ascendiendo por la ladera. Esta maniobra se repite cuatro veces a lo largo de los siguientes dieciocho metros. Al destruir el camino que dejamos atrás impedimos que el enemigo nos persiga con sus vehículos. A estas alturas han montado un campamento a ciento ochenta metros, sobre el llano, y han empezado a atacar la ladera con todo lo que tienen. Podemos oírlos claramente:
—¡Vamos, amigos! —exclama una voz en un inglés seco e impecable—. ¡Tenemos caldo caliente para vosotros!
Hemos alcanzado un saliente cubierto. Estamos a salvo por el momento.
—¿Quién demonios sois vosotros, malditos bastardos? —grita Punch.
—Grupo de combate dos ocho ocho. ¡Sed razonables, hombres, no tiréis vuestras vidas así como así!
Al cabo de una hora más, estamos a nueve metros de la cima. Aquí, el camino cae abruptamente. Se abre un abismo de seis metros de ancho. Es imposible rodearlo. ¿Tendremos que volar los camiones y seguir huyendo pie? Quedan cuatro horas para el amanecer. Sus aviones arrasarán la cima en cuanto salga el sol. Sólo nos queda una esperanza: llenar el hueco con arbustos y usar las planchas como puente.
—Hay otra forma —dice Jenkins—. Rendirnos.
La reacción se manifiesta en forma de imprecaciones. Pero a Jenkins, que no es ningún cobarde, le trae sin cuidado.
No nos matarán. Esto es un campamento. ¿A quién le importa?
—Ya basta —digo.
Veo que Jenkins está a punto de seguir defendiendo su postura, lo cual no carece de mérito. En los combates de blindados de toda la campaña en el desierto, es normal que las dotaciones aliadas o del Eje levanten las manos cuando sus vehículos no dan para más y no están en condiciones de esperar ayuda. No es un acto vergonzoso. Generales de ambos bandos han sacado bandera blanca. Se cuentan innumerables historias de soldados que se rinden a una hora, para que sus captores caigan prisioneros a la siguiente, cuando cambian las tornas de la batalla.
Pero esta noche es diferente. La idea de rendirse, meditada un solo un segundo, horadará nuestra voluntad y nos quebrará antes del amanecer.
—No quiero volver a oír hablar de eso —le digo a Jenkins.
No sé si es mi voz o mi mirada, pero Jenkins desiste al momento. Se disculpa.
—Olvídalo —le digo—. Vuelve al trabajo.
Todos los hombres se entregan a la tarea de recoger maleza. Es una técnica que practiqué en Bovington. Así es como los tanques cruzan las zanjas. Hacemos unas gavillas alargadas con tamariscos y acacias y luego las atamos con cuerdas y cadenas. La tarea nos lleva horas. Mientras tanto, mi mente no deja de trabajar. ¿Cómo podré restaurar la confianza de los hombres en Jenkins y la fe de éste en sí mismo después de lo que ha pasado?
Por fin colocamos la masa de arbustos en su sitio y las planchas de arena por encima. Los hombres contemplan su obra. Hay que estar loco para conducir sobre esa frágil superficie.
—Jenkins —digo—, tu primero.
Jenkins comprende. Todos comprenden. No se trata de un castigo, sino de una oportunidad de redención.
Sube al asiento y se pone al volante.
—¡Adelante!
El camión cruza el abismo con la agilidad de un zorro. Alcanza terreno firme, se detiene para afianzarse y remolca el camión de Collier con una cadena. Acto seguido, tiramos ladera abajo el improvisado puente de arbustos para que nuestros enemigos no puedan utilizarlo. Una vez en la cima, Collier y Punch le dan unías palmadi tas en la espalda a Jenkins como muestra de reconocimiento. Oliphant y Grainger suben desde sus puestos de retaguardia. El enemigo, más abajo, sigue insistiendo en sus ofertas de rendición.
Collier se para al borde de la cima con su Vickers.
—¿Quién quiere una ración? —dice, apuntando con el arma.
No hay respuesta.
Los hombres están cansados y aliviados por seguir vivos y libres.