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Al llegar al punto de reunión de Saunnu nos lo encontramos inundado por un aguacero. El asalto a Benina ha sido como agitar un avispero. Las patrullas alemanas e italianas cubren todas las rutas de escape al sur y al este, mientras que sus aviones de reconocimiento peinan las llanuras y cada porción de terreno que ofrezca cobertura. Ahora Nick Wilder está al mando, cosa de la que me alegro.

Huimos durante dos días y dos noches. La lluvia dificulta la localización de los camiones desde el aire, pero la superficie del desierto está embarrada y nuestras ruedas van dejando cicatrices a su paso. Gracias a ellas, el enemigo sabe en qué dirección huimos. Envían Macchi y ME-110. Así es como localizan el punto de reunión.

Miller ha muerto. No hemos podido hacer nada por él; ha perdido demasiada sangre. Plantamos nuestro primer campamento nocturno en la orilla de un ancho wadi de piedra. Hemos aprendido a acampar bajo elevaciones poco pronunciadas para poder salir corriendo en caso de necesidad. El bajón de adrenalina nos ha puesto de mal humor. Nos calentamos alrededor del motor y tragamos más ron del que deberíamos. Envolvemos el cuerpo de Miller en su abrigo y lo atamos a una plancha de arena que dejamos en la parte de atrás del Lancia. Miller había sido campeón de ajedrez del equipo de Yorkshire, los Green Howards. Lo amortajamos con su tablero en miniatura y las piezas bajo la ropa. Ni siquiera hemos tenido un momento para vaciarle los bolsillos en busca de pertenencias personales que mandar a su esposa e hijos.

Nick me pide que le dé el informe de daños. Se lo puedo referir en diez segundos: ordenanza médico muerto, vehículo de radio destruido. En el otro camión: Browning averiada, cárter reventado, dos ejes doblados, y combustible para ciento sesenta kilómetros. Hombres magullados, heridos, enfermos o todo a la vez. La T1 de Nick está igual, salvo que su radio sigue funcionando. Al igual que nosotros, no les funciona el sistema de navegación.

Llegamos al punto de reunión al anochecer del segundo día. Nick lo estudia con los prismáticos y luego ordena que retrocedamos ocho kilómetros hasta el punto de reunión secundario, antes de que las guarniciones salgan hacia Benina. Los restos del desastre son una visión desalentadora. Incluso a la luz mortecina del alba distinguimos los restos de los vehículos de nuestros camaradas (los de Nick, el doctor Lawson y los mecánicos), apenas un amasijo de hierros sobre ruedas incineradas. Los motores expuestos al aire están abrasados, las gomas evaporadas, los asientos fundidos a los muelles y los armazones. Vemos las rutas por las que llegaron los vehículos blindados del Afrika Korps, acabaron con nuestros compañeros y luego se fueron. Los bancos de arena están hendidos por las cadenas de los semiorugas que usan los alemanes para su infantería. Más allá, vemos los surcos dibujados por las ruedas de los camiones de tres toneladas, donde transportan la munición, las raciones y el combustible.

—No han salido de excursión —dice Nick.

Esta vez quieren encontrarnos.

Tras anochecer, se lleva a dos hombres y avanza a rastras hasta el punto de reunión para inspeccionarlo. A la vuelta nos informa de que hay tres tumbas, una de un enemigo y dos de los nuestros (Daventry y Porter), ambos neozelandeses y ninguno conocido mío.

—Los han enterrado como es debido, eso tenemos que reconocérselo. —Nick ha cogido las placas de los hombres, que los alemanes habían dejado sobre montículos rodeados de piedras. Las llevará a casa si puede. Los enemigos han escrito algo sobre nuestros camiones quemados: 288 MENTON.

—Es para que sepamos quién nos ha zurrado —dice Nick—. Es su patrulla, sea lo que sea lo que signifique.

Por muy exhaustas que estén las dos patrullas, no podemos desmoronarnos. Estaríamos más seguros si nos dividiésemos. Un grupo podría alcanzar una zona segura y enviar ayuda al otro, pero con una sola radio tenemos que permanecer juntos. ¿Deberíamos enterrar aquí a Miller, junto a los demás? No hay tiempo. Repartimos lo que queda de combustible y nos reunimos para compartir el ron, los cigarrillos, el té y el chocolate entre los cuatro vehículos, por si alguno es alcanzado o queda atrapado.

—Suerte —dice Nick—. Nos vamos.

Buscamos una forma de atravesar la extensión de lodazales. Aquí, en el extremo sur de la montaña, los wadis desembocan en el desierto, formando unos lagos llamados balats. Los lagos tienen noventa centímetros de profundidad en algunos puntos y sólo unos pocos en otros. Su fondo es como el mucílago. Las patrullas buscan el camino en la oscuridad, y andan a tientas por los islotes que se elevan unos centímetros por encima del lodo. Una y otra vez, un camión queda atrapado y el otro ha de remolcarlo. Los embragues están achicharrados y se estremecen. La labor se torna un verdadero vía crucis en el que las ruedas se van embadurnando de lodo y resultan cada vez más pesadas. Sólo podemos limpiarlas con las palas, lo que resulta agotador. Al final no conseguimos salir de los balats. El amanecer sorprende a los cuatro camiones avanzando con dificultades y gran desánimo de vuelta al punto de partida, al oeste, mientras dos oteadores rastrean el cielo en busca de los aviones que sabemos que se aproximan.

08.15 horas. ME-110 sobrevolando. Dos en total, con un oteador. Permanecemos bajo redes de camuflaje en el saliente de un acantilado. Los ME no nos han detectado aún. Su técnica consiste en atacar un saliente cada vez bombardeándolo de arriba abajo.

09.00 horas. Los ME se largan porque se han quedado sin munición. El ojeador nos ha detectado, pero se queda en la zona, aunque fuera del alcance de las ametralladoras.

11.45 horas. Bueno, ha sido una hora y media en el tostador. Los ME han vuelto reabastecidos. Son malditos monstruos bimotores que escupen fuego desde sus cañones y las ametralladoras del morro. Nos encontramos tan abajo del acantilado que los aviones no pueden tener un vector de aproximación claro, salvo que quieran estrellarse contra la pared del precipicio. Pero siempre andan cerca, y estamos bastante inquietos.

Al llegar el mediodía, los Messerschmitt se han ido por segunda vez para rearmarse y reponer combustible. Pero ahora nos han localizado también unos vehículos blindados, probablemente los mismos que atacaron el punto de reunión. No nos queda más alternativa que huir. Lo malo es que estos ataques a intervalos no nos dejan tiempo para montar la antena y enviar un mensaje al cuartel general. Puede que haya otras patrullas amigas en la zona, que podrían apoyarnos. Tinker y Popski, seguro. Nick dice que, según los mensajes que ha recibido, al menos otras dos, la S1 de Lazarus y la Y1 de Spicer, podrían estar dentro de un radio de noventa y cinco kilómetros, por no hablar del mayor Mayne y sus SAS, de los que no hemos sabido nada desde Benina. Y, por si esto fuera poco frustrante, no sabemos hasta dónde han avanzado las líneas británicas, que es adonde queremos llegar. La salvación podría estar a ciento cincuenta kilómetros, es decir, a nuestro alcance, o a quinientos, fuera del mismo.

Está claro que nuestros perseguidores lo saben. Vienen por el este, lo que nos impide huir en esa dirección. ¿Sabrán que somos los que intentamos acabar con Rommel? ¿Los habrán mandado para cazarnos por ello?

—Hay una Cruz de Hierro esperando a cualquier teniente boche que les lleve nuestros pellejos —dice Nick.

Mi reloj marca las 12.30 cuando nuestros cuatro camiones salen de sus escondites y parten hacia el norte, bordeando la base de la elevación. Nos persiguen al menos dos vehículos blindados, uno de cuatro ruedas y otro de ocho, que hemos atisbado avanzando campo a través, así como un semioruga con infantería. Nuestros Chevrolet, e incluso el Lancia, podrían dejar atrás a los sabuesos si estuviesen en buen estado, pero con los embragues quemados, los cárteres parcheados y los radiadores acribillados, la persecución adopta unos tintes tan ridículos como una comedia de Keystone Kops. La velocidad punta nunca supera los quince kilómetros por hora por un terreno sembrado de arbustos y guijarros, interrumpido cada treinta metros por zanjas y arroyos, algunos tan amplios que podrían tragarse un jeep entero, mientras que otros sólo tienen treinta centímetros de profundidad y sesenta de anchura. Éstos son los peores, porque cada vez que nos topamos con uno, el eje delantero sufre tal impacto que parece que la carrocería estuviera sobre un yunque y tanto hombres como mercancía salen volando. Sigue lloviendo. La visibilidad se ha reducido a quince metros. No podemos ver a los alemanes, y ellos no nos pueden ver a nosotros. Los cañones de los vehículos blindados son inútiles en esta penumbra, así que se contentan con barrer a ciegas el terreno que tienen delante con sus 7,92. Vemos las trazadoras que rebotan sobre el pedregal y oímos las balas que pasan sobre nosotros e impactan en la ladera. Contamos con temor los minutos que faltan para que vuelvan a echar mano de los 110.

—A lo mejor esos cerdos paran para almorzar —me grita Punch mientras el Lancia bota sobre los obstáculos del terreno, haciendo que chirríe cada perno y cada remache.

La persecución se prolonga, desprovista ya de emoción e, incluso, de urgencia. Simplemente parece estúpida. Una forma de morir tan idiota como fútil. Al cabo de una hora, nuestros camiones consiguen una ventaja suficiente para que Nick mande una parada y prepare una posición de emboscada tras un risco. Desde mil trescientos metros, las Vickers de Collier y dos de las Browning de Nick alcanzan al vehículo de cuatro ruedas, que pillamos a campo abierto con las dos escotillas bajadas y las cabezas del comandante y el conductor asomadas. Con los prismáticos Dienstglas veo las trazadoras que rocían el vehículo blindado como si estuviese cayéndole encima el chorro de una regadera. Los alemanes giran, se estrellan contra un profundo wadi y paran en seco con un estrépito.

—¡Le he dado! —grita Punch.

—Sigue —le ordena Nick—. Acaba con él del todo.

Por primera vez, siento una rabia genuina hacia el enemigo. Ya estoy harto de que me persigan esos bastardos. Las armas de nuestros dos camiones regurgitan fuego sobre el vehículo blindado. Pero los otros dos no tardan en llegar. Los alemanes se deslizan literalmente por el wadi y empiezan a acercársenos.

—Al menos lo hemos ralentizado —dice Collier.

Corremos durante otra hora, recibiendo ráfagas intermitentes del vehículo de cuatro ruedas (parece que el de ocho ha quedado atrás) y de dos semiorugas, que atisbamos de vez en cuando entre la maleza, hasta nos salva una tormenta de arena que parece salida del Antiguo Testamento.

Cuando anochece, habremos avanzado otros veinticinco kilómetros. La tormenta se disipa y el cielo se aclara. La noche se vuelve despiadadamente fría. Hemos corrido durante todo el día hacia el norte y el oeste, un desvío de 180 grados con respecto a la dirección que queremos tomar. La oscuridad nos sorprende tratando de montar rápidamente un campamento en un wadi al pie de la elevación, ochenta kilómetros más allá de donde estábamos al amanecer. Nos queda combustible para menos de cien kilómetros.

Y esto no es lo peor, pues cuando el operador de Nick monta la antena, las condiciones atmosféricas son tan malas que no podemos enviar nada. Collier, Punch y yo exploramos un punto elevado donde esperamos que no lleguen las próximas inundaciones. Enterramos el cuerpo de Miller en silencio, como si cavásemos con cucharas de té, e improvisamos una lápida con un montículo de piedras y una cruz hecha de arbustos. Permanecemos con las cabezas descubiertas alrededor del de Yorkshire. Tenemos una cerveza. Al principio queremos enterrarla con él, pero luego cambiamos de opinión y nos la repartimos.

—Nos habría matado —dice Punch— si hubiésemos desperdiciado una buena pinta.

De vuelta al campamento, una creciente niebla ha pintado la noche de frío y de negro.

—Ya me estoy hartando de esto —le digo a Nick, mientras nuestras patrullas improvisan lechos y tratan de mantener encendida una fogata. Todos sabemos que no podemos seguir así—. ¿Y ahora qué hacemos? —pregunto.

Nick señala la montaña que se eleva treinta pisos sobre nosotros.

—No sé qué hay en la cima de esta bastarda —dice—, pero si no subimos esta noche, los boches acabarán con nosotros por la mañana.